Me quedé allí, repasando con mis dedos los surcos de aquellos dos corazones, sintiendo el frío rozar de la piedra contra mi tacto. «¿La lluvia?», pensé, no entendía nada.

Nunca imaginé que ese rincón y esa marca iban a significar tanto en mi vida; nunca imaginé que, en unos días, apoyada en ese mismo lugar, iba a desarmarme por completo, que iba a descuidar todos mis principios.

Me estaba ya incorporando cuando, como un susurro surgido de la ciudad, llegó hasta mí la sombra de un grito; un grito diferente a los que llenan la noche de un viernes.

Podría haberlo ignorado y correr tras un grupo que ya se me escapaba, pero la intuición me lo impidió. Me puse en pie y salí de la plaza siguiendo la estela de aquel sonido que parecía resultado del dolor. Orienté mi oído buscando miedo como un zahorí dirige su palo buscando agua.

Me asomé a la primera calle: nada. Comencé a caminar a más velocidad hasta la siguiente: nada; la siguiente: nada; pero al doblar la esquina, miré a la izquierda y, al final de un oscuro callejón, distinguí unas sombras sobre el suelo.

Y sin pensar —porque, seguramente, si lo hubiera pensado, no lo habría hecho de una forma tan inconsciente—, grité desde el otro extremo: «¿Pasa algo por ahí?».

* * *