Entra en el callejón y, a tientas, sin dar tiempo a que sus pupilas se acostumbren a la oscuridad, comienza a correr. No ha visto a nadie tras ella, pero el temor permanece en su intuición.
Cuando apenas le quedan unos metros, nota que la poca luz que entra por el extremo opuesto disminuye como en un pequeño eclipse: tres sombras bloquean la salida.
Quizás, si en ese mismo instante saliera corriendo en dirección contraria, podría escapar, pero tendría que haberlo hecho ya, incluso antes de pensarlo.
Se queda inmóvil.
Comienza a sentir su cuerpo como nunca antes lo había sentido: el bombear de un corazón que late a una velocidad inusual; el ir y venir de la sangre recorriendo los rincones de su anatomía; el calor que emerge de cada uno de los poros de su piel, la creciente borrosidad del entorno, el temblor de un cuerpo al completo…
Y de pronto, un calor extraño en sus piernas: se acaba de mear encima.
* * *