—Bien, pues empecemos aquí mismo. Esta plaza fue el centro neurálgico de la ciudad durante muchísimo tiempo. Su nombre, Zocodover, proviene del árabe y, como ya sabrán, «zoco» significa mercado, y la palabra completa significa «mercado de bestias de carga». Fue el punto más importante de la ciudad desde la Edad Media. Pero no sólo por el mercado, sino por muchas otras razones. Por ejemplo, aquí se hacían los autos de fe de la Inquisición, e incluso la ejecución pública de los reos. Sí, aquí, sobre este mismo suelo, se han cometido centenares de asesinatos en nombre de la religión.

Todos miramos instintivamente nuestros pies, como si allí, bajo ellos, aún estuvieran los restos de aquellos muertos que nacieron en la época equivocada: cuando la fe movía montañas y arrasaba vidas.

—En esta plaza se utilizó mucho el sambenito, una prenda que se ponían los penitentes católicos para mostrar arrepentimiento y sentirse humillados por delitos religiosos. Era un saco tipo poncho, en el que había un agujero para pasar la cabeza, de ahí lo de «saco bendito». Normalmente, la prenda venía estampada con una cruz, pero también con llamas de fuego, demonios y otros símbolos que aludían al tipo de condena. Por ejemplo, si se dibujaban llamas hacia arriba, significaba que el acusado iba a morir en la hoguera, en cambio, si eran hacia abajo, se salvaba de la muerte, pero sería quemado si reincidía… y como en aquel entonces con tres acusaciones bastaba para investigar a alguien, ya ven lo fácil que era acabar con una vida. ¿Se imaginan ustedes que existieran hoy en día los sambenitos para nuestros políticos, con dibujos dependiendo del tipo de corrupción realizada? —Todos reímos—. Una vez que se ejecutaba la sentencia a muerte y pasaba un tiempo determinado, el cadáver era llevado al clavicote, que era como una especie de jaula donde el cuerpo era expuesto para que los ciudadanos dieran limosnas y así poder sufragar el entierro. El clavicote también se instaló en esta misma plaza. Además, a todos los cuerpos de aquellos que eran asesinados, se ahogaban o morían de forma anónima, también se les llevaba al clavicote para ver si alguien los reconocía.

»Pero bueno, no todo lo que sucedía aquí era tan macabro. Como les decía al principio, en esta plaza se han instalado mercados, se han concentrado tiendecillas, se han celebrado numerosos festejos y se le ha llegado a definir como el Mentidero de Castilla. Es decir, era el lugar a donde la gente acudía para enterarse de las últimas noticias y cotilleos: conocer cómo iba la guerra por tal sitio, saber si doña fulana o mengana se iba a casar; si se iba a subir algún impuesto… aunque la mayoría de veces se hablaba más por no callar que por otra cosa. De hecho, aquí surgieron los grandes rumores de la ciudad y de Castilla. Vamos, que era como la prensa rosa de hoy en día. Síganme por aquí.

El grupo se movió de nuevo, y yo con él; al final, con la misma incomodidad de quien va a solas al cine.

—Ahora mismo estamos atravesando la calle del Comercio o calle Ancha, y unos metros más adelante pasaremos por una calle con un nombre peculiar: la calle del Hombre de Palo. A la vuelta les contaré esta historia… o leyenda.

Nos movimos dejando pequeñas calles que se perdían a ambos lados. Conforme avanzábamos, parecía que la ciudad quisiera atraparnos, pues la distancia entre sus muros iba disminuyendo, dando la impresión de que nos introducíamos en un embudo de piedra.

—Me hace gracia —continuó el guía— cuando uno va de crucero y dice: «He estado en tal y tal y tal ciudad». En realidad, lo único que han hecho ha sido pisarlas, y entre pisarlas y verlas por la tele no hay mucha diferencia. Una ciudad hay que vivirla, sentirla, tocarla… Toquen, toquen estas paredes y noten el frío que Toledo pasa por las noches.

Y al instante, allí estábamos todos, acariciando con nuestras manos aquellas grandes paredes de piedra.

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