A la misma hora, a varias calles de distancia.
Marta tiene, desde hace ya unos minutos, la sensación de que están siguiéndola. No ha mirado atrás porque le da más miedo hacerlo que seguir creyendo que es su propia imaginación. Y es que cuando uno no mira, aún le queda la esperanza de la duda.
Ya es de noche y el frío le recuerda que vive en una ciudad en la que el invierno siempre le araña días al otoño. Dobla una esquina y mientras camina comienza a fijarse en su propia sombra, sobre todo cuando esta se alarga al pasar bajo las farolas, ese es el mejor momento para descubrir si hay otras a continuación; pero no, si alguien la sigue, no está tan cerca.
Aun así, el eco de unos pasos le hace acelerar el ritmo y el pulso; y a partir de ese instante, es el miedo el que comienza a perderla.
Llega a la siguiente esquina con los latidos en las palmas de las manos, para y se encuentra con el momento en que debe tomar una decisión.
Tiene dos opciones: dar un rodeo por tres calles más grandes o atravesar el pequeño callejón que le queda a la izquierda, un callejón tan oscuro como estrecho, pero que la deja a apenas unos metros de su casa.
Opta por el camino más corto. Gira a la izquierda y antes de introducirse en la oscuridad mira hacia atrás: no ve a nadie. Suspira aliviada.
Pero el gran problema de tener al miedo como compañero es que suele confundir al pensamiento, y claro, que te persiga alguien no significa que esté detrás de ti.
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