Mientras una parte de mi familia estaba a poco más de cinco minutos, la otra se alejaba a casi trescientos kilómetros. En realidad, sabíamos que esto podía ocurrir: estar separados a temporadas era una realidad que habíamos asumido, pero nunca pensamos que íbamos a estar tan lejos. Nos habíamos convertido en tres vidas que intentaban encajar en la distancia.

Ahora sé que el principal problema al acabar un puzle no es que te falten piezas, sino todo lo contrario: que haya demasiadas. Porque cuando eso ocurre, siempre hay alguien que sale perdiendo.

Y mientras yo continuaba analizando vidas apareció un hombre alto, delgado y de unos sesenta y tantos años que, con cara seria y un pequeño aspaviento, consiguió mover al grupo.

Nos fuimos alejando hacia un extremo de la plaza, distribuyéndonos como en un pequeño teatro alrededor del hombre que había movido la batuta. Y yo, como siempre, me situé en esa butaca en la que —por estar demasiado alejada— supones que no te van a sacar a escena.

—Hola a todos —saludó con una voz imponente—. Mi nombre es Luis, Luis Martínez. Bienvenidos a Toledo.

* * *