Salí con antelación de la que desde hacía apenas unos días era mi casa, pues temía retrasarme entre aquellas calles que parecían acertijos. Cerré la puerta intentando convencerme de que sólo iba a dejarla a solas dos o tres horas. Aun así, bajé sin demasiada ilusión con la intención de volverme en cada nuevo escalón.
Abrí el portal a desgana, tropezando con un frío que a esas horas ya comenzaba a visitar la ciudad. Caminé en dirección a la plaza, con el cuerpo encogido y las manos en los bolsillos.
Allí, entre decenas de vidas que disfrutaban de un viernes por la tarde, distinguí a un grupo de personas alrededor de un pequeño quiosco; supuse que serían ellos.
—Espere ahí, a las ocho y media empezaremos —me dijo una chica joven mientras guardaba el dinero en una pequeña bolsa de plástico.
Me alejé a la espera de que se hiciera la hora. Aún quedaban unos diez minutos. Poco tiempo si se tiene con quien hablar; todo un mundo si, como era mi caso, no se conoce absolutamente a nadie. Así que, desde ese balcón llamado soledad, me asomé para analizar a algunas de las personas con las que iba a compartir las siguientes dos horas.
Justo a mi lado, ajenos al mundo, dos jóvenes —ciegos en palabras— únicamente necesitaban comunicarse a través del tacto: labios y manos eran su pequeño alfabeto. A su lado, tres chicas utilizaban también sus manos, pero para jugar con sus respectivos móviles, sus dedos eran insectos sobre unas pantallas que a su vez se comunicaban con otras, a saber dónde, quizás a miles de kilómetros, quizás —quién sabe— entre ellas mismas.
Frente a mí, en un banco, observé a otra pareja, a simple vista más consolidada; de esas que han abandonado los lenguajes alternativos, de esas que, aun en plena conversación, tienen los pensamientos mucho más lejos que sus palabras. En ese momento sus miradas no se cruzaban: ella hablaba a través del móvil mientras él giraba la cabeza para, disimuladamente, curiosear unas revistas eróticas que asomaban tras el cristal del quiosco.
Unos metros más a la derecha, varios amigos no paraban de reír, dos señoras mayores parecían enfrascadas en una pequeña discusión y una pareja flotaba en el aire: me fijé en sus caras, y mientras sus palabras se acariciaban con el aliento, eran sus ojos los que se besaban con las miradas.
Me quedé observándolos demasiado tiempo, recordando aquellos años en los que yo también volaba, en los que nuestros sentimientos parecían estar bañados en almíbar, aquellos momentos en los que nunca me hubiese dado cuenta de si otra pareja flotaba. Reconozco que sentí envidia, pero no de la sana, porque esa no existe.
Había varias personas más alrededor, que supuse que también pertenecían al grupo…, y finalmente yo.
Sí, yo; en singular, en impar, en solitario.
* * *