El viento es útil
La llovizna diluía la primera gran nevada que acababa de caer sobre Wandernburgo. Más que limpiar las calles, el agua flaca contribuía al barro: la tierra de las calzadas se batía, los bordes de las losas se manchaban, los huecos entre los adoquines se llenaban de café sucio. La luz de las mañanas se alzaba con dificultad, como izada por un brazo torpe. Las chimeneas oscurecían las nubes. Los abrigos engordaban las sombras que pasaban de largo.
Hans se detuvo en el centro de la plaza del Mercado. Desvió la vista una vez más hacia el rincón donde el organillero solía apostarse. Qué imperceptible, qué inmenso era el hueco que había dejado en la plaza. Hans intentó mirarla como el organillero la miraba, como él había sabido mirarla. La encontró simple y fea. Escondió las manos en los bolsillos de la levita, agachó la cabeza, siguió caminando.
Aunque había logrado recuperar parte del trabajo atrasado, Hans tenía la impresión de que trabajaba peor. Se encerraba tardes enteras, devoraba páginas, trasladaba vocabularios, volvía a ser eficaz, pero no se divertía. Y en sus horas de descanso, aparte de los encuentros con Álvaro, no encontraba qué hacer ni adónde ir. A Sophie era imposible verla: el señor Gottlieb la vigilaba todo el día y le había impuesto un encierro hasta la fecha de la boda. Sólo se le permitía salir en compañía de Rudi, iba siempre en coche, la llevaban de puerta a puerta. Lo único que tenían eran las cartas. Elsa colaboraba con el disgusto y la lealtad de costumbre. Cada vez que salía a la calle para algún recado, dejaba o recogía un billete en la recepción de la posada y desaparecía calle abajo.
Las extensas, encendidas cartas de Sophie dejaban a Hans en vilo, dividido entre el impulso de quedarse cerca de su remitente y la desesperación de no poder verle la cara. La cara de Sophie, que volvía a borrársele poco a poco, que volvía a parecerle una incógnita. En la memoria de Hans se barajaban instantes de sus rasgos, perfiles entrevistos, fragmentos sonrientes que no alcanzaban a completar un retrato. Sí recordaba en cambio, con toda exactitud, sus manos estirándose hacia él. Las manos y la voz. Esa voz que escuchaba cuando leía sus cartas. Que le hablaba de todo, salvo de lo inminente.
A Sophie los escuetos, ansiosos billetes de Hans la desconcertaban. Él seguía escribiéndole sin falta, mostrándole pasión, demostrando paciencia. Pero, por otro lado, en todo lo hermoso que le decía parecía haber un fondo de despedida, como si diera por hecho que no volverían a verse, como si cada carta fuese el preámbulo de su partida. ¿Hans decía lo que le decía porque sabía que estaba yéndose? ¿O justo al contrario, lo decía porque pese a todo había decidido quedarse? Y si así era, ¿qué esperaba realmente?, ¿por qué seguía en la ciudad? No eran cosas que pudieran preguntarse por carta. O mejor dicho no eran cosas a las que se pudiera responder de verdad sin mirarse a los ojos. ¿Y ella?, ¿qué esperaba ella? En el fondo esa pregunta era la más difícil de todas. Hasta donde le constaba, ella ya no podía esperar nada. Pero si hacía un esfuerzo por ser sincera consigo misma, esa resignación infrecuente en ella, esa tristeza a la que había empezado a acostumbrarse, quizá todavía esperasen algo.
Con el vaivén diario de cartas no se limitaban a confesarse, o disimular, sus agitados sentimientos. También hacían el amor por escrito. Y lo hacían tan literalmente como podían. Algunas mañanas Hans se despertaba con una nota violeta que decía sólo: Te lamo la punta. Abres los ojos. O: Acabo de sentarme encima de ti. Buenos días. Medio dormido, él contestaba: Tienes tres dedos dentro. Abro la mano. O: Acabo de empaparte, lo siento por tu falda. Después se masturbaba y bajaba a desayunar.
Hans cruzó la plaza con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos de la levita. Cuando la incertidumbre lo abrumaba, caminar era lo único que conseguía tranquilizarlo. El movimiento tenía la propiedad de consolarlo con la sensación de que todo quedaba atrás. Entonces, ¿había llegado el momento de seguir viaje? ¿Ese era su destino? ¿O esa era su fuga? ¿Quiénes eran más libres: los que se van aceptando su derrota, o los que insisten en quedarse para ser vencidos? Al pasar junto a la fuente barroca, el sombrero de Hans voló unos metros. La veleta de la Torre del Viento chirriaba desorientada. Alrededor de la torre giraban los vencejos, también ellos minutos.
Lisa entrecerraba los ojos, fruncía la nariz, respiraba por la boca. El hedor empezó a confundirse con una ola de cloro y sodio. Vació un par de cubos de agua, blanqueó las letrinas, volvió a enjuagarlas. En cuanto trabó las puertas, soltó el aire de golpe y pateó los cubos. Al recogerlos de mala gana, el filo de uno de ellos le hizo un corte en la mano. Lisa lanzó un chillido, se llevó los nudillos a la boca y, justo antes de lamérselos, se detuvo maldiciendo. Fue a lavarse las manos en el pozo. Mientras se las frotaba con jabón se quedó mirándolas con asco: así, con la marca del río en las muñecas, los nudillos ásperos, las uñas despellejadas y las yemas heridas, jamás les gustaría a hombres como Hans. Los hombres como él, pensó Lisa, preferían a las estúpidas con manos de princesa como la señorita Gottlieb, que seguramente ni siquiera sabía llenar cubos en un pozo, si es que era capaz de levantarlos. La señorita Gottlieb, que se empeñaba en sonreírle como una hipócrita cada vez que se cruzaban en las escaleras. La señorita Gottlieb, que sin esos vestidos que le compraba su padre y esos peinados que le hacían sus sirvientas no valía más que ella. La señorita Gottlieb, ¿que hacía cuánto, por cierto, no subía a visitar a Hans? Se veían poco y se escribían mucho. Eso, concluyó Lisa secándose las manos, era muy buena señal.
Lisa entró a la vivienda para guardar la ropa almidonada. Asegurándose de que Thomas no estaba en casa, se tomó unos minutos para refrescarse la cara y peinarse. Cruzó el pasillo canturreando. En el hogar de la sala crepitaba la leña, humeaba el caldero. El señor Zeit dormitaba detrás del mostrador. Lisa se asomó a la cocina. Su madre removía caldos y troceaba tocino mientras se asaban las patatas en el fuego. ¿Ya está todo planchado?, dijo la señora Zeit sin volverse. Lisa se preguntó cómo hacía su madre para detectar su presencia incluso de espaldas. Sí, madre, contestó Lisa, todo. ¿Y las letrinas?, preguntó la señora Zeit. También, suspiró Lisa. Muy bien, dijo la posadera, entonces ahora ve a llenar de aceite las. Disculpe, madre, la interrumpió Lisa, ¿esas legumbres son de hoy? Sí, dijo la señora Zeit volviéndose, ¿por? Porque el señor Hans, contestó tranquilamente Lisa descolgando un cucharón, me ha pedido que le suba la comida, después me dice lo otro, me llevo estos dos platos y este trozo de pan, enseguida vuelvo, madre.
Lisa apoyó la bandeja en el suelo. Tocó la puerta de Hans y, según su costumbre, abrió sin esperar la respuesta. El cuarto olía a preocupación. Lisa, que tenía un olfato extremadamente sensible, estaba convencida de que cuando alguien se encontraba preocupado respiraba mal y manchaba el aire. Las ascuas de la chimenea casi se habían consumido. Encima de una silla, toda revuelta, se arrugaba la ropa de Hans. Media cabeza despeinada sobresalía frente al atril, entre las pilas de libros de la mesa. La tenue luz que se filtraba por la ventana apenas aclaraba el laberinto de papeles, donde el quinqué y los candelabros permanecían apagados.
Te he traído comida, anunció Lisa en tono cantarín. Muy bien, gracias, murmuró Hans. ¿Abro más los postigos?, sugirió ella. Como quieras, dijo él. Lisa se llevó las manos a la cintura y lo observó, impaciente. Pareces cansado, dijo. Cansado, sí, contestó Hans sin despegar la vista del plato. ¿Estás enfadado?, probó ella. ¿Yo?, dijo él levantando la cabeza, ¿con quién?, ¿contigo? Lisa asintió afligida. Hans dejó el plato, se puso en pie y se le acercó. Niña mía, dijo sosteniéndole la cara entre las manos, ¿cómo voy a estar enfadado contigo? Ahora, al fin, Hans le había sonreído. Lisa pestañeó y se concentró en la calidez de las palmas de Hans, en la apertura de sus dedos, en la suave fuerza de los pulgares. Era así, exactamente así, como debía ser la vida siempre. Qué delicia, pensó, desmayarse ahora. Empezó a sentir que la sangre bajaba de su cabeza y le llenaba los pechos, el vientre, las piernas. Incluso le pareció que la boca de Hans se aproximaba un poco, no mucho, algo, a su boca. ¡Lisa!, resonó entonces el vozarrón de la señora Zeit escaleras arriba, ¡Lisa, el aceite! Hans retiró las manos de sus mejillas y retrocedió. Lisa se quedó rígida. Sus facciones se contrajeron en una mueca de odio. ¡Ya voy!, gritó saliendo de la habitación.
Esa noche Álvaro pasó por la posada, lo obligó a vestirse y salió con él. Hans se dejó arrastrar por la calle del Alfarero. El bullicio de la Taberna Pícara le hizo daño: todo el mundo reía, se emborrachaba o se tocaba con despreocupación. En las ruedas de hierro que pendían del techo sólo una de cada dos velas estaba encendida: a esas horas convenía que los movimientos de los clientes no se vieran demasiado. Hans contemplaba su jarra de cerveza como un calidoscopio. ¿No bebes?, se extrañó Álvaro. Sí, sí, murmuró Hans vaciando media jarra de un trago. Tras tantear sin éxito dos o tres temas, Álvaro le pasó un brazo sobre los hombros. ¿Hace cuánto no la ves?, preguntó. Hans resopló, contó en silencio y dijo: Dos semanas y media, casi tres. Álvaro empujó la jarra de Hans con la suya intentando animarlo. Hans, que se había quedado de nuevo pensativo, tuvo que reaccionar para evitar que su cerveza se derramase. La luz dorada de la jarra se alborotó, rozó el borde, se salvó temblando.
El líquido rojizo se encrespó como una lengua, reflejó en carrusel las lámparas de carburo, escaló el borde de la copa, se derramó violentamente sobre el mantel de guipur. Dos criados se acercaron de inmediato para aclarar la mancha con paños húmedos. Rudi enderezó su copa y los expulsó entre gritos, ordenándoles que corriesen las puertas del cenador y los dejaran solos.
Inmóvil a mitad de bocado, Sophie espió a Rudi entre los dientes del tenedor. Últimamente lo había visto levantar la voz más que en un año entero. En cuanto el cenador quedó en silencio, él exclamó: ¿Cómo te atreves a pronunciar ese nombre en mi casa? Lo siento, dijo ella, pensé que los criados no sabían quién era. ¡El servicio sabe todo!, contestó Rudi, ¡siempre sabe todo! Ya te he dicho que lo siento, repitió Sophie desviando la vista. ¡Pero cómo has podido!, gritó Rudi, ¡eso quiero saber, cómo has podido! ¡Hacía tiempo que mis amigos me lo advertían, me venían con maledicencias y yo no quería escucharlos! ¿Y sabes por qué, Sophie? ¡Porque confiaba en ti, porque confiaba! ¡Dios mío, qué traición! ¡Por no hablar del escándalo! ¿Se puede ser más ingrata? ¡No, aquí no hables! ¡Salgamos al jardín!
Tiritando bajo la humedad del jardín, con los párpados inflamados y la voz temblorosa, comprendiendo que era inútil seguir negándola, por fin Sophie admitió la verdad. Y para su sorpresa, en vez de enfurecerse más, Rudi se apaciguó al escucharla. Se quedó pensativo, dando vueltas en torno a los arbustos como el sabueso que acaba de desenterrar el botín. Viéndolo dar zancadas de un lado a otro, Sophie sintió compasión por él. Y no pudo evitar, mientras se maldecía, sentirse también culpable. Muchas veces se había prometido que, pasara lo que pasase, jamás se arrepentiría de haber obrado como lo había hecho, de haberse atrevido a hacer lo que deseaba. Ahora todo se le volvía un fracaso: había engañado a Rudi, su compromiso se tambaleaba, Hans parecía a punto de marcharse y para colmo, en contra de sus principios, ella empezaba a lamentar su osadía. En ese momento Rudi volvió a hablarle. ¿Y cómo?, dijo en tono implorante, ¿cómo pudiste preferirlo a él? Afectada por la debilidad de Rudi, Sophie trató de suavizar la historia. No es que lo prefiera, susurró, es que son sentimientos distintos. ¿Distintos?, dijo él, ¿cómo de distintos?, ¿a mí me aprecias y a él lo quieres?, ¿a mí me quieres y a él lo deseas?, ¡dime!, ¡habla! ¿Estás seguro de que quieres seguir hablando de esto?, preguntó ella, ¿no te he dicho bastante? Te exijo que me lo expliques, contestó él, quiero entenderlo, ¿no eras tan hábil con las palabras?, ¡entonces explícame! Incapaz de continuar sin herirlo más, Sophie prefirió guardar silencio. Sabía que la ira de los hombres necesita un oponente.
Y que, si eludía el enfrentamiento, Rudi sería más indulgente con ella.
Media hora después, todavía en el jardín, los papeles empezaron a invertirse. Descubierto el secreto y admitido el engaño, de algún modo Sophie se sentía aliviada. Y era Rudi el que, concluida su acusación, de pronto se sentía indefenso. Ella había caminado durante meses sobre una cuerda floja y, como era previsible, había terminado cayéndose. Pero ahora podía mirar a Rudi sin ningún fingimiento. Y empezaba a notar que había más fortaleza en su sinceridad de mujer infiel que en la indignación rabiosa de su prometido. Él había pasado de la recriminación a la perplejidad, y de la perplejidad al dolor. ¡Me lo temía!, aullaba pateando el suelo, ¡te juro que me lo temía! ¡A mí! ¡Con ese fatuo! Y si tanto te lo temías, contestó Sophie en un arranque de orgullo conyugal que ella misma encontró sorprendente, ¿entonces por qué no volviste antes?, ¿por qué te quedaste en tu balneario?, ¿cómo podías sentirte tan seguro? Rudi dejó de moverse. Clavó la vista en el suelo y murmuró: No. No me sentía seguro. Nunca he estado enamorado así de nadie. Y nunca he estado menos seguro que contigo. ¡Rudi!, suspiró ella mordiéndose el labio. En Baden, continuó él, yo no hacía otra cosa que dudar. Dudar de mí, de ti, de todo. Algunas noches lloraba preguntándome si debía volver por sorpresa a Wandernburgo. Pero trataba de convencerme de que tenía que confiar en ti, en nosotros. De que no debía comportarme como el típico marido celoso que una mujer así, así como eres tú, jamás desearía tener. Y al final decidía quedarme, esperando que entendieras que mi ausencia no era una señal de despreocupación, sino la prueba de amor más difícil que podía darte.
Rudi hilvanó estas últimas frases con una claridad helada, como el médico que diagnostica su propia enfermedad. Sophie se quedó muda. Por un momento ambos se dedicaron a escuchar su silencio, el telegrama de la fuente. Hasta que Rudi agregó: Eso, si es que esta prueba de amor no es más difícil todavía. Yo sigo enamorado. Igual o más que al principio. ¡Dios mío! Sophie Gottlieb, mírame bien, escucha lo que te digo. Estoy dispuesto a perdonarte, a olvidar todo, ¿te das cuenta?, yo también estoy loco, todavía estoy dispuesto. Lo negaremos juntos, lo negaremos todo hasta que él se vaya, hasta que todo el mundo se olvide de esto. Qué me dices. Una señal tuya, ¿me oyes?, una sola señal y volvemos a estar como antes. Y aquí no ha pasado nada, ¿entiendes? Nada. Pídeme lo que quieras. Pídemelo.
Incapaz de abrir la boca, Sophie supo que nunca había respetado tanto a Rudi ni lo había querido menos.
Sus párpados abultaban, sacos rellenos de ropa. En las vigas del techo las telarañas engordaban. Incapaces de detenerse ni siquiera dormidos, sus ojos agotados seguían corriendo de izquierda a derecha, leyendo la oscuridad.
Soñó que el suelo giraba sobre un eje, que su cuerpo era un reloj, que la cama era una noria. Se movía sin avanzar, el espacio se plegaba en espirales, dibujaba una diana, órbitas dentro de órbitas. En el centro de todo esperaba un desagüe. Una mano surgía de la corriente y se agitaba pidiéndole auxilio.
Y Hans iba y no iba, la tierra era una red pegajosa, sus piernas se ablandaban, y de repente le faltaba una mano.
Despertó como quien cae de espaldas. Hacía frío. Una mañana blanca envolvía la habitación. La cama estaba rara. Cuando se dio cuenta de que había amanecido con los pies en la almohada y la cabeza a los pies de la cama, supo que ya era tiempo. Se incorporó de un salto, se echó encima un abrigo de lana, se sentó a escribir dos cartas.
Elsa se asomó a ver quién era y bajó de inmediato para adelantarse a Bertold. La sorprendió que Lisa apareciera tan temprano: los billetes de Hans no solían llegar antes del desayuno. Escondió el billete en el escote. Acarició la cabeza de Lisa, le regaló unos caramelos de anís, cerró el portón. Lisa se dirigió al mercado masticando culpablemente un caramelo: ¿hasta cuándo seguiría aceptando golosinas como si fuera una niña?
Sophie se encerró en su alcoba para leer el billete. No pudo pensar nada. Sólo sintió un pinchazo en todo el cuerpo, un vacío en las venas. Se mordió los labios con fuerza. Trató de evadirse mirando por la ventana. Después llamó a Elsa y le dijo que fuera inventándose una excusa. Que esa tarde salían sí o sí.
Lloviznaba. Ahora siempre lloviznaba. A Hans le pareció mentira que, un par de meses atrás, él hubiera paseado por allí a pleno sol. Se apostó debajo de unos balcones. Esperó. La nariz le goteaba contando los segundos. Alzó la muñeca para secársela y entonces, en un punto borroso más allá de su nariz, reconoció el andar nervioso de Elsa entre caballos y paraguas. Pensó en hacerle una señal, se abstuvo por discreción. Le preocupó no ver a Sophie. De pronto Elsa hizo un gesto mínimo (un estirar el cuello, un despegar los talones) y retrocedió. Hans se inquietó, aunque enseguida Elsa volvió como si nada, con la cabeza erguida, y unos metros detrás apareció Sophie, que no pudo evitar mirarlo fijamente. Elsa se detuvo, le dijo algo a Sophie y se quedó en la esquina de la calle del Afilador. Mientras Sophie se acercaba ocultando su cara bajo el paraguas, Hans notó un remolino en el estómago. Lo mismo le pasó a Sophie mientras veía cada vez más grandes las botas, la levita, la bufanda de Hans.
Menos mal que has venido, dijo Hans. Había razones, dijo Sophie inclinando hacia atrás el paraguas. Los dos se miraron con extrañeza. Él encontró a Sophie bellísima y un punto cansada, como una actriz con ojeras. A ella le pareció que Hans estaba demasiado delgado y bastante guapo con los cabellos chorreando. Hubo un paréntesis, como si se hubieran citado sólo para mirarse. Fue Sophie, acostumbrada a defenderse poniéndose práctica, la que habló de nuevo. Elsa, explicó, va a esperar cinco minutos en esa esquina. Te pedí que mejor nos viéramos aquí porque es un barrio artesano, de esos que mis amistades nunca pisarían. Hans se rió y de inmediato se puso serio. Acabo de enviar mi renuncia a la editorial, dijo en voz baja. ¿Y la antología europea?, preguntó Sophie. No sé, contestó Hans, a lo mejor algún día. A lo mejor, susurró ella. También quería contarte, dijo él, que les he hablado de ti a los de Brockhaus, les mandé unas traducciones tuyas y unos poemas, no pongas esa cara, están interesados en conocerte. Hans, protestó Sophie, ¿quién te ha dado permiso?, ¿cuántas veces te?, en fin, te lo agradezco, ahora no puedo ocuparme de esas cosas. Por lo menos piénsalo, insistió él. Puedo arreglármelas sola, dijo ella. ¿Estás muy enfadada conmigo?, preguntó Hans. Para nada, contestó Sophie, te entiendo, tú tienes tu vida. Ahora yo tengo que concentrarme en la mía. Pero eso, dijo él, también es tu vida: traducir, escribir, ¿no? Esos, contestó ella, sólo son mis sueños.
Desde la esquina de la calle del Afilador, Elsa se cruzó de brazos y miró a Sophie moviendo la cabeza. Sophie levantó una mano indicándole que ya iba.
Escucha, aceleró Hans, ya no puedo quedarme más aquí, tengo que seguir viaje, necesito moverme, empezar de nuevo. Ya lo sé, ya lo sé, suspiró ella, ¿y adónde vas a ir? Supongo que a Dessau, contestó él, nunca se sabe. Ajá, dijo ella. Mírame, dijo él, por favor, mírame: aunque sé que no puedes, me gustaría que vinieras conmigo. Sophie guardó silencio. A Hans le relampaguearon los ojos. ¿O sí puedes?, insistió él, ¡estamos a tiempo!, ¿vendrías? Con gesto desolado pero firme, Sophie contestó: Es mejor no seguir a nadie, ¿no te parece? Hans se encogió de hombros. Sophie sonrió entre lágrimas. Elsa cruzó la calle.
Qué raras las despedidas. Tienen algo helador, como de muerte, y sin embargo despiertan la fuerza desesperada de la vida. Quizá las despedidas fundan un territorio, o nos devuelven al único territorio que de verdad nos pertenece, la soledad. Es como si, de tanto en tanto, una debiera regresar a esa zona, trazar una raya y decir: de aquí salí, esta era yo, ¿cómo soy yo? Antes creía que el amor me iba a dar certezas. Nuestro amor me ha llenado de dudas. ¿Cómo soy? No lo sé, nunca lo he sabido bien. Me he quedado a solas conmigo (a un lado yo, a otro lado ella) y de alguna manera eso ha sido posible gracias a tu compañía. ¡Ay, mi vida, temo no explicarme! Espero que me entiendas aunque no sepas qué digo. Una especie de hola en el adiós. ¿No sería algo así? Y mucho dolor, claro, eso primero que nada. ¡Te estoy mareando! (Mejor, así podré xxxxxxx robarte algún beso mientras das vueltas alrededor de estas líneas.) Hans, ¿te veré una vez más, aunque sea unos minutos, antes de que te vayas? Si me escapé una tarde, puedo escaparme dos. ¿Sabes qué dijo mi padre cuando me vio llegar con…?
… para las despedidas, como tú dices. Creo que, en buena medida, vivir consiste en eso: en darles a las cosas la bienvenida que merecen, y en despedirlas con la debida gratitud. Sospecho que nadie alcanza esa maestría.
Sophie, voy a confesarte algo. xxxxxxx xxxxx xxxx xxxx xxxx Antes, cuando volvía a algún lugar y me reencontraba con viejos amigos, era yo el que terminaba despidiéndose de todos. Ahora, no sé por qué, siento que los demás se despiden de mí. No sé si eso es bueno o malo. Uno pierde el temor a soltar el equipaje, pero también la certeza de que su contenido le pertenece.
Mi amor (¿podré seguir diciéndote mi amor en el futuro?), claro que nos veremos. Aunque sea unos minutos. Ya pensaremos cómo. Hay tanto que quisiera decirte. En eso escribir se parece a estar enamorado: el tiempo nunca alcanza para decir lo que queremos.
Me preguntas si pienso en el viejo. Me acuerdo de él todos los días. Y también (no te rías) me preocupa Franz. Franz, el perro, ¿te acuerdas? No sé dónde estará. Lo he buscado por todas partes, pero no he…
… convencida de que los sedentarios tienen más nostalgias que los viajeros. ¿Tú qué opinas? Para las personas sedentarias el tiempo pasa lento, deja huella, una huella como de caracol en las hojas del calendario. Creo que la quietud es el alimento del recuerdo. La nostalgia cae del lado de los que nos quedamos, y sé de lo que hablo. No hay nada que me deje más pensativa que ir a despedir a alguien, y quedarme viendo cómo el carruaje se hace pequeño hasta desaparecer. Entonces doy media vuelta, y me siento una extraña en mi propia ciudad. No dejo de pensar en cómo me sentiría yendo a despedirte, amor mío, y te juro que no me siento capaz. No quiero ni imaginarme cómo miraría a mi alrededor, cómo vería todo, cuando tu carruaje se…
… porque tampoco podría soportarlo. Yo también lo prefiero así.
Tienes razón, los viajeros huyen de la nostalgia. Cuando se viaja no hay tiempo para la memoria. Los ojos están llenos. Los músculos, cansados. Apenas quedan fuerzas ni atención para otra cosa que no sea seguir moviéndose. Hacer una maleta no te hace consciente de los cambios, más bien te obliga a postergar el pasado, y al presente lo absorbe la inquietud de lo inmediato. El tiempo resbala por la piel de los viajeros. (¿Cómo estará tu piel?, ¿a qué olerá hoy?, ¿de qué color serán tus medias?)
Resbala el tiempo, sí. Después de un largo viaje, como si la abundancia provocara amnesia, uno suele pensar: ¿ya está?, ¿esto ha sido todo?, ¿dónde he estado realmente en este…?
Había imaginado todas las posibilidades. Que no leyeran su nota. Que nadie bajase a abrirle. Que llamaran a los gendarmes. Ser insultado a gritos. Echado a patadas. Había imaginado todas las posibilidades, salvo esa: que el señor Gottlieb lo recibiese sin oponer ninguna resistencia.
Hans se había prometido no marcharse de Wandernburgo sin despedirse del señor Gottlieb, o sin intentarlo al menos. Se sentía, por un lado, en deuda por la hospitalidad y el afecto que el padre de Sophie le había dispensado al principio de su estancia. Por otro lado, abandonar la ciudad como un fugitivo habría equivalido a reconocer una culpa que se negaba a aceptar. Venciendo la incomodidad de la situación, su rabia por el despotismo del señor Gottlieb con su hija, quizá también una íntima vergüenza, había enviado una nota solicitando una visita a la casa que no pisaba hacía más de un mes, y se había encaminado por última vez a la calle del Ciervo. Pero ahora que estaba frente al portal, cara a cara con la golondrina y el león de los aldabones, el asunto parecía diferente. ¿Qué demonios hacía ahí?, ¿por qué iba a confirmar la autoridad de nadie?, ¿cuánto de disculpa podría interpretarse en esa visita suya?, y en el fondo, ¿no era aquello una maldita disculpa? En ese momento el portón de la derecha se hundió. Bertold le franqueó el paso de mala gana y subió las escaleras sin esperarlo. Hans se vio obligado casi a perseguirlo. Una vez en el vestíbulo, evitando mirarlo, Bertold murmuró que el señor estaba en su despacho. Él se atrevió a preguntar si la señorita Gottlieb se encontraba en casa. Ha salido, contestó Bertold dándole la espalda.
Hans volvió a experimentar el vértigo de ese pasillo, su techo de bruma, su transición helada. Antes de detenerse en el despacho, no pudo resistir la tentación de asomarse a la sala donde había pasado tantos viernes: vio los muebles alineados como en un museo, los sillones cubiertos por fundas, los jarrones vacíos. Los cortinados cegaban los ventanales. El reloj de pared no estaba en hora. El espejo redondo deformaba la chimenea apagada.
El despacho olía a tabaco, sudor, coñac. Más que oculto en la penumbra el señor Gottlieb parecía adherido a ella, un retrato plano. En cuanto desplazó la lámpara de aceite hacia el centro del escritorio, Hans se fijó en el entramado de rayas de su cara: ¿qué edad tendría el señor Gottlieb? Los saludos tardaban en llegar. Denso, el silencio se alcoholizaba. La alfombra respiraba polvo. Hans esperó el primer reproche, un gesto de violencia, algún grito. Pero el dueño de la casa no parecía mirarlo con auténtica hostilidad: lo que colmaba sus ojos, lo que más traslucían, era abatimiento. Tome asiento, dijo al fin. Hans se sentó frente a la butaca de cuero. El señor Gottlieb le señaló la botella, él se llenó un cuarto de copa. ¡Más!, ordenó el señor Gottlieb. Hans se sirvió otro tanto, alzó la copa y no supo por qué brindar.
La conversación empezó como todas las conversaciones decisivas: por otra parte. Comentaron la espantosa noticia del profesor Mietter. Hans se esforzó por mostrarse apenado. El señor Gottlieb expresó su incredulidad e incluso la esperanza de que se tratase de una atroz calumnia o un error policial. Lo dijo con tal convicción que Hans comprendió que aquel anfitrión derrotado jamás soportaría la idea de haber reunido en su casa a un violador y un adúltero. Hablaron de la ola de frío. De las bondades del coñac francés. De lo bonitos que eran los trineos. Después se quedaron callados. Entonces entraron en materia.
He venido, señor, carraspeó Hans, a despedirme. Ya lo sé, contestó el señor Gottlieb, mi hija me ha contado que se marcha usted. Sólo por eso lo recibo. Verá usted, intentó Hans, me hago cargo de los problemas que mi amistad con su hija pueda haberle causado (no, no, lo interrumpió tranquilamente el señor Gottlieb, no se hace cargo), créame que esa no era mi intención, pero cuando los sentimientos, cuando surgen los sentimientos, a veces no es posible, y quizá tampoco humano, prever hasta dónde… Ni se moleste, resopló el señor Gottlieb, así fueron las cosas. Y no puedo decir que me hayan sorprendido.
El señor Gottlieb trató de encender su pipa. El tabaco seco y frío se resistía a arder. No pronunció una palabra ni levantó la vista hasta conseguirlo. Vuelto el humo a sus ojos, siguió hablando. Sus bigotes tenían un aire de ave llovida.
Lo temí, continuó el señor Gottlieb, lo temí desde el principio. Desde que los vi a los dos, a mi hija y a usted, conversar juntos. Vi la fatalidad. Estaba ahí. No había nada que hacer. Los veía conversar y era terrible. A Sophie se le iluminaba la cara. Se le iluminaba la cara y yo sentía una mezcla de ternura y dolor. Luché hasta el final, claro. Luché, maldita sea. Como padre responsable y hombre de honor. Pero ya sospechaba que iba a ser inútil. Conozco bien a mi hija. Es, es (recordando su primera charla, Hans sugirió: ¿Fascinante y con carácter?), ¡Dios mío, eso mismo!, demasiado carácter. Al principio pensé en prohibirle a usted la entrada en esta casa. Así fue, no se asombre. Y pensé en evitar a toda costa que se viesen fuera. Pero conociendo a mi hija, simplemente me dije: eso va a ser peor. Se rebelará, se peleará conmigo, con los Wilderhaus, con todo el mundo. Así que decidí confiar en su sensatez y cruzar los dedos. Supuse que así, sin forzarla tanto, ella entraría en razón y terminaría perdiendo ese capricho con usted. Yo ya sabía que cuanto más me interpusiera, más lo convertiría ella en una especie de pasión heroica. Lo que no estaba en mis cálculos es que los dos llegaran tan lejos. O se pusieran a escribir juntos, qué ocurrencia. Espere un momento, déjeme terminar. Y tuve que aguantar. Y tuve que fingir. Delante de mi hija, delante de Rudi, delante de usted mismo. Fingir como un estúpido. Fueron meses de verdadera angustia. No podría contarle los pensamientos que cruzaron por mi mente, pero créame que fueron de toda clase. Entonces se me ocurrió hacer algunas averiguaciones sobre usted.
A Hans se le heló la sangre. Le costó no derramar su copa. ¿Qué clase de averiguaciones?, preguntó con la voz extraña de quien violenta la garganta para sonar natural.
En Jena, contestó el señor Gottlieb con la mirada absorta en los reflejos circulares de la bebida. Hace unos meses, mientras preparábamos la boda. Cuando el asunto ya empezaba a estar fuera de control, se me ocurrió escribir a la Universidad de Jena para pedir referencias sobre usted (¿y?, fue todo lo que pudo decir Hans). Y el resultado, claro, fue el que usted se imagina: en los archivos no consta que nadie con su nombre haya obtenido un título ni haya estudiado allí. Cuando tuve ese dato, no necesité saber más (señor Gottlieb, si yo pudiera explicarle), no hace falta, qué más da. (¿Y por qué no le dijo nada a Sophie?) Bueno, en realidad se lo conté. (¿Cómo que se lo contó?, se alarmó Hans, ¿y ella qué dijo?) Que no le importaba. Eso dijo. ¡Que eso no era lo importante! Así que no volvimos a hablar del tema. Y, por lo que veo, ella con usted tampoco. Sophie es una muchacha decidida. Qué más podía hacer yo. Me senté aquí y esperé. El resto, ya ve usted, ha sido una desgracia. Una verdadera desgracia. (Sólo puedo decirle que lo lamento de veras.) Me lo imagino, me lo imagino.
El señor Gottlieb se incorporó con dificultad. Hans empezaba a sentirse mareado. El señor Gottlieb dio unos cuantos pasos y se detuvo bajo el marco de la puerta: no pensaba salir al pasillo a despedirlo. Hans dudó entre improvisar unas palabras finales o desaparecer cuanto antes. La duda la resolvió el señor Gottlieb, que le puso una mano sobre el hombro, una mano cansada, oscurecida, y le dijo mirándolo con rencor: Deja usted sola a mi hija. No sé, contestó Hans, si le he entendido. Le digo, repitió el señor Gottlieb, que la deja muy sola, maldito hipócrita.
En su última tarde en Wandernburgo, Hans se citó con Sophie en el Café Europa. Se sentaron en una mesa del fondo y pidieron chocolate caliente. En la mesa contigua Elsa leía moviendo una pierna.
Hans hablaba con lentitud pero ella notó que la voz se le ahogaba, como si se apretase la nariz. La apariencia de Sophie era serena salvo por su colgante de coral, que él veía agitarse por encima del escote. Hans se peinaba de más. Ella palpaba la taza, el plato, la cuchara.
O sea, dijo Hans, que cancelaste la boda. Sophie se encogió de hombros, desviando la mirada al techo. ¿Y tu padre?, preguntó él, ¿estará furioso, no? Ella asintió sin énfasis, trató de sonreír y arrugó la boca. Qué raro todo, dijo Hans. Rarísimo, susurró Sophie.
Un camarero pasó entre las mesas sosteniendo un arpón con una llama. Las lámparas de candiles empezaron a encenderse como jaulas que recuperan su pájaro. ¿Qué hora será?, dijo Sophie. Hans le mostró su muñeca libre. Ella alzó la vista hacia el reloj de péndulo. Volvió a mirar a Hans, parpadeó rápido, frunció los labios. Hizo ademán de ponerse en pie. Elsa cerró su libro. Hans sintió cómo se le acumulaban las palabras que no había dicho. Escuchó a toda velocidad, dentro de su cabeza, las explicaciones que pudo haberle dado, los motivos por los que debía marcharse. Imaginó que se abalanzaba sobre ella. Que la besaba delante de todo el mundo. Que volcaba espectacularmente la mesita de mármol. Que le arrancaba la ropa. Se quedó inmóvil. Sophie se iba. Hans dejó unas monedas junto a las tazas, se levantó, fue tras ella. Los tres se encaminaron en fila hacia la salida. Mientras Sophie cruzaba la puerta, Hans la tomó de un brazo y la detuvo. Quedaron cara a cara, al otro lado de la puerta. Cualquier cliente sentado junto al escaparate podría haber observado cómo Elsa, al advertir el gesto de Hans, seguía avanzando con su libro entre los brazos, el cabello en movimiento bajo el pañuelo, caminando lentamente sin mirar atrás.
Hans y Sophie la vieron alejarse.
Sophie, yo, entiendes, balbuceó él abrochándose la levita, después de todo lo que ha pasado aquí ya no puedo, o sea, no podría. Shh, contestó ella anudándose el chal, está bien así. Está bien para los dos. Y ha valido la pena. Para mí, dijo Hans, fuiste como un milagro. Cállate, dijo Sophie besándose un dedo índice, vete. Los milagros no existen. Tú también.
Mientras terminaban de abrigarse en silencio, como dos compañeros de batalla que recuperan sus armaduras, Sophie vio a Hans llorar de frente, para ella. Y dudó y no dudó, supo que estaba haciendo lo más difícil y que hacía lo mejor. Qué caballero sigiloso, trató de bromear ella, te vas como has venido. Sí, contestó él recomponiéndose. No. No me voy igual que vine.
Al dar Hans el primer paso en dirección opuesta, Sophie gritó: Espera. Él se volvió velozmente.
—Gracias.
—Estaba pensando en decirte lo mismo. Gracias.
Hans echó a andar por el Camino de los Cristales. Su sombra se deslizaba de un escaparate a otro. Sophie se quedó mirándolo y tuvo frío en los ojos. Sin dejar de notar una aguja en el estómago, la misma que llevaba soportando desde que había llegado a la cafetería, se sintió extrañamente satisfecha.
Ella corrió un par de calles hasta alcanzar a Elsa. Él daba zancadas hacia la plaza del Mercado. Espiados desde arriba, desde algún balcón alto o un ventanuco de la Torre del Viento, podían parecer dos personajes mínimos, dos rayas a lo largo de la nieve. Vistos a ras de suelo, eran dos personas cargadas de vida.
Hans entró en la posada, subió y abrió el arcón. Revolvió entre sus pertenencias, buscando una extensa carta que había redactado la mañana en que había decidido irse de Wandernburgo. La revisó, tachó muchas palabras, agregó algunas. Pensó en dársela a Álvaro, pero temió que la leyera. Metió la carta en un sobre y bajó a buscar a Lisa.
Encontró a Lisa en la sala, avivando el fuego de rodillas. Ella se levantó de un salto, se sacudió los bajos de la falda, miró a Hans apenada. ¿De verdad te vas mañana?, preguntó. De verdad, contestó él reprimiendo el impulso de acariciarla. No puede ser, dijo ella negando con la cabeza. Sí, puede, sonrió él.
Y agregó: ¿Puedo pedirte un último favor? El que quieras, dijo Lisa. Necesito, explicó Hans, que lleves hoy mismo este sobre a la casa Gottlieb, ¿es muy tarde?, ¿o todavía hay manera de que salgas? Lisa se asomó al patio, evaluó el resplandor de la tarde, y contestó muy erguida: Por ser hoy, sí podré. Fantástico, dijo Hans, escucha entonces. Debes darle esta carta a la doncella, como siempre. Pero es muy, muy importante que le digas que no la entregue hasta mañana después del desayuno. Así que esta noche debe guardarla y poner el máximo cuidado en que nadie la vea, ¿entendido? Te agradecería mucho que vayas cuanto antes. Mañana saldré al amanecer y quizá no nos veamos. No sabes lo importante que es este sobre para mí y cuánto aprecio tu ayuda, mi querida Lisa.
Ella tomó el sobre con expresión solemne. Lo escondió entre la falda y la camisa, suspiró y se arrojó en brazos de Hans, que apenas tuvo tiempo de reaccionar para evitar que ella cayera de bruces. Lisa se dio por abrazada, lo besó en la comisura de los labios y anunció: Voy a decirle a mi madre que Thomas se ha olvidado un cuaderno en la escuela y lo necesita para terminar sus deberes. ¿Y si tu hermano se entera?, se preocupó Hans, ¿si le dice a tu madre que no es cierto? Soltando una risita de heroína, ella contestó: ¿Y qué te crees que voy a robar del cuarto? Vas a llegar muy lejos, se asombró él. Ya veremos, dijo Lisa yendo hacia la puerta. Ah, y no nos vendría mal que entretuvieras un rato al demonio. Está ahí, jugando en el pasillo. Deséame suerte.
Hans fue en busca de Thomas, que andaba concentrado en la destrucción, disección y observación de un carrito de madera. ¿A qué juegas?, preguntó Hans. El niño le entregó un eje torcido y una rueda arrancada. Thomas, pequeño, se agachó Hans, mañana salgo de viaje, ¿sabes? ¿Y a mí qué?, dijo el niño pellizcándole una pierna.
Lisa había salido disparada hacia la calle del Ciervo. En una mano apretaba el sobre, con la otra se sostenía el tocado. Pensaba en su importante misión, en lo guapo que era Hans, en lo mucho que él siempre había confiado en ella. A mitad de camino, sin embargo, algo empezó a inquietarla, después a molestarla y finalmente a indignarla. Suavizó su carrera. Se frenó de repente. Contempló el sobre. La caligrafía fluida, experta de Hans. El nombre de la idiota de Sophie, que ahora ella era capaz de deletrear con odio. Buscó un portal con luz. Se sentó en el umbral y, sin pensarlo dos veces, abrió el sobre tratando de dañarlo lo menos posible. Leyó dificultosamente los primeros párrafos. Las oraciones eran larguísimas y la letra le resultaba confusa. Descifró pasajes sueltos, palabras aisladas. Reconoció muchos verbos, algunos sustantivos. No llegó a entender su contenido, pero era claramente una carta de amor para esa idiota. Una carta de amor de Hans que ella ni siquiera podía leer. Lisa se puso en pie rabiosa. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo podía ser tan tonta? Echó a correr en dirección opuesta. Llegó a la Puerta Alta. En cuanto vio asomar el río bajo el camino del puente, rompió el sobre en un montón de pedazos y los dejó caer al Nulte.
Álvaro y Hans se citaron en la Taberna Central para despedirse. Ninguno de los dos hablaba mucho: se miraban, sonreían incómodos, entrechocaban las jarras. El frío se colaba por las rendijas del local, neutralizando las estufas de leña. Enfrente, en los laterales de la plaza del Mercado, los vendedores trasnochaban preparando los puestos navideños con matracas, pan de centeno, estrellas, piezas de azúcar, bolas brillantes, garrafas de vino, bujías de colores, pastas de almendra, guirnaldas.
No tenía que haber venido, rezongó Álvaro, las últimas noches siempre son un espanto. ¿Te pido otra cerveza, mártir?, dijo Hans palmeándole la espalda. ¿Entonces ahora sí?, insistió Álvaro, ¿te vas de verdad? Sí, sí, contestó Hans, ¿tanto te extraña? No, se encogió de hombros Álvaro, bueno, un poco, supongo que esperaba que pasase algo, qué sé yo, cualquier cosa, y al final te quedaras. Amigo mío, brindó Hans, tengo que seguir viaje. Y también, brindó Álvaro, tienes que mejorar tu acento español. Si quieres, dijo Hans, hablamos de tu acento alemán. La risa de ambos se interrumpió de golpe. En fin, suspiró Álvaro, nunca había visto a nadie dejar Wandernburgo. Siendo exactos, dijo Hans, todavía estoy aquí, ¿no? A nadie, repitió Álvaro incrédulo. Será, dijo Hans, que no soporto las navidades. Ni yo las despedidas, contestó Álvaro, por eso, si no te molesta, preferiría no estar ahí mañana cuando salga tu coche.
Abandonaron la taberna. Caminaron juntos tratando de cambiar de tema, de distraerse con cualquier cosa, hasta que se detuvieron en la esquina de la calle del Caldero Viejo. Se buscaron los ojos. Tomaron aire. Asintieron a la vez. Prometieron escribirse. Volvieron a tomar aire. Hans dio un paso adelante con los brazos extendidos, Álvaro retrocedió. No, mejor no, dijo Álvaro, ya está. No puedo, en serio. Bastante tengo con volver mañana solo a esa puta taberna. Finjamos que mañana nos vemos como siempre. Así. Sin más. Me voy a casa. Buenas noches. Que descanses, hermano.
Álvaro levantó un brazo, dio media vuelta rápido, se perdió calle arriba.
Se golpeó las mejillas con agua helada, dándose un susto a sí mismo. Se afeitó frente al espejo roto de la acuarela. Se cortó dos veces. Quiso pensar que había dormido algo, aunque tenía la sensación de haberse pasado la madrugada entera hablándose en voz baja.
Aplastó ropa, apretó libros, dobló papeles. Logró cerrar su equipaje. Revisó la habitación para confirmar que no se olvidaba nada. Debajo de la cama, entre pelusas, distinguió una amalgama de tela fina que al principio creyó un calcetín y que resultó ser algo más inesperado: sostuvo ante sus ojos el camisón de Lisa. Arrinconó las sillas, alineó los candelabros, entornó los postigos: los cristales emborronaban los tejados vecinos. Hans tiró de la maleta, las manijas del arcón y el resto de bártulos. Le pareció que su arcón pesaba más que a la ida. No se volvió para mirar la habitación vacía. Salió al pasillo cerrando la puerta.
Antes de llegar a las escaleras estuvo a punto de tropezar con un abeto que no recordaba haber visto el día anterior. Dejó el equipaje en el rellano. Fue hasta la planta baja y se encontró a la señora Zeit con la saya y el delantal puestos, ya en plena actividad. ¿Desayuna?, preguntó con un cubo de agua gris en cada mano. Solamente café, gracias, contestó Hans. ¿Cómo que solamente?, lo reprendió la posadera, ¿piensa salir de viaje con el estómago vacío?, de ninguna manera, espere. La señora Zeit soltó los cubos (dos trapos mugrientos se agitaron como pulpos entre el jabón) y entró en la cocina. Reapareció con dos longanizas, un queso entero y un cuenco tapado con servilletas y cordeles. Tome, le ordenó a Hans, y aliméntese mejor. Mi marido va enseguida para ayudarlo con sus cosas.
La cara del señor Zeit enrojecía, se hinchaba, relucía, soltaba aire como un globo. Mientras bajaban las escaleras Hans tuvo la sensación de que la barriga del posadero, doblada por la presión de los bultos y desparramada encima de ellos, añadía su peso al equipaje. Acomodaron todo detrás del mostrador de recepción. El señor Zeit se desplomó en una silla (tembloroso, el respaldo cedió como una hamaca) y abrió su libro de cuentas. Hoy ya es lunes, anunció sin convicción. Hans le entregó una talega con monedas. El posadero deshizo el paquete y lo miró interrogativamente. Hay propina, aclaró Hans. No hacía falta, dijo el señor Zeit, pero no soy de los que se niegan. Dígame, preguntó Hans, ¿Lisa está en casa? Acaba de salir, contestó el posadero, para llevar a Thomas a la escuela, ¿quiere que le diga algo? No, no, dudó Hans, nada.
Para hacer tiempo hasta la hora convenida con el cochero, salió a dar un último paseo por Wandernburgo. Las calles olían a barro, pan, orina. Las rejas de las tiendas empezaban a chirriar. El amanecer ablandaba la escarcha. Hans atravesó la calle Ojival, pasó junto a la iglesia, rodeó la plaza del Mercado, se detuvo en un rincón. Vio pasar a un mendigo dando patadas al aire para despertar sus piernas. Creyó reconocer a Olaf. Le gritó. El mendigo lo miró: no era él. Perdone, dijo Hans, ¿se acuerda del organillero que tocaba siempre aquí? ¿Qué organillero?, contestó el mendigo pasando de largo.
Hans miró el reloj de la Torre del Viento. Caminó lentamente de vuelta a la posada. Sólo al verse frente a ella, se percató con asombro de que no se había perdido. En la puerta tiritaba una corona navideña.
El viento es un rastrillo, una polea, una palanca, el viento sabe, alisa el mapa, corre por todas partes y siempre es forastero, se acerca, toma forma, dibuja un cinturón en torno a Wandernburgo, se deja caer, planea entre los tejados, desnuda chimeneas, despierta farolas, araña muros, se desliza silbando, revuelve la nieve, se posa en los umbrales, llama a las puertas, el viento rueda, ronda, callejea, se dirige hacia la plaza, en la plaza del Mercado no hay nadie, el empedrado resbala, los puestos navideños están sin terminar, de la fuente barroca mana casi una escarcha, el viento la sacude y la desprende, de pronto vira, acelera, remonta como por una rampa, se encarama a la torre, el suelo empequeñece, los aleros vibran, la torre no se inmuta pero sí el tiempo dentro, ese tiempo que, atrapado, tose en el reloj, el viento se entretiene estremeciendo la veleta que señala hacia otra parte, da un par de vueltas más, se estira y se catapulta, va cayendo en parábola, hace tirabuzones, se precipita sobre el techo de un coche, lo frena ligeramente, rebota y se arrastra entre las losas, zumba a las espaldas del ayuntamiento, en la plaza del Mercado no había nadie o casi nadie, hay al menos un perro husmeando entre los puestos, un perro negro de orejas triangulares, cola inquieta, hocico atento, el viento roza el lomo de Franz, le despeina la cola, Franz levanta la cabeza, el estómago le cruje, sigue andando, sale de la plaza, olisquea en varias puertas, revuelve con las patas, encuentra alguna cosa, tiras de grasa, cáscaras, fruta podrida, huesos, mira a su alrededor más aliviado, curiosea aquí y allá, cambia de esquina, cruza a la calle Ojival y al pasar frente a San Nicolás, frente a la fachada torcida de la iglesia que parece a punto de caer, Franz se detiene a orinar copiosamente en ella, el muro absorbe parte de la orina, Franz reanuda su marcha, dobla la esquina siguiente, se aleja, el resto de la orina queda secándose al viento, el viento frota el muro, se reparte entre las escalinatas, abarca el pórtico, pule los arcos, se infiltra bajo el portón de hierro, patina por la nave central, hace temblar los cirios y el aceite de las lámparas, circula entre las naves laterales, tropieza con las bancas, levanta escalofríos en las espaldas madrugadoras, una de ellas encoge los hombros, se lleva una mano al pecho y retuerce su rosario, la señora Pietzine mueve los labios maquillados, tiene ojeras y reza, reza, otra espalda más flaca repite en voz alta las mismas oraciones, la señora Levin las entona con énfasis, las mastica, el viento se desvía hacia el altar, repasa el crucifijo, los candelabros, enfría los pies de los ángeles mientras al otro lado del retablo, en la sacristía, el padre Pigherzog se ciñe el cíngulo y franquea la puerta, al abrirse la puerta de la sacristía la corriente interior colisiona con el viento y, como repelido por un émbolo, el viento da media vuelta, se cuela bajo el portón y se disgrega en la intemperie, durante unos instantes el aire en Wandernburgo queda inmóvil, el humo de las chimeneas se endereza, los cristales descansan, las ropas reposan, hasta que el viento encuentra sus partes, las reúne y se refuerza, brinca de nuevo por las escalinatas, gana altura, supera la iglesia, saca punta a una torre, sacude el campanario, sobrevuela unas cuantas calles y empieza a decaer, se suaviza, traspasa los balcones, gotea dividido junto al agua que pierden las macetas, se descompone en ramales, uno de ellos progresa a ras de suelo, deambula por el Camino de los Cristales, se enreda entre caballos, ruedas, piernas, elude los escaparates, se ausenta de sus reflejos, lame la entrada del Café Europa, se impregna del aroma a chocolate, se demora frente a la puerta del café, al otro lado del cristal Álvaro tiene los codos clavados sobre un ejemplar de La Gaceta, no ha dormido, lleva así largo rato, sin leer, con la vista perdida en la pared del fondo, el viento pasa de largo, avanza, en la siguiente esquina se topa con el resto de sí mismo, se revuelve, engorda, atraviesa la calle del Caldero Viejo, penetra en la posada por el patio, barre el pasillo, invade la vivienda de los Zeit, visita el cuarto de los niños, mueve apenas los juguetes de Thomas, descubre a Lisa con una vela debajo de la cama, estudiando a escondidas, deletreando las palabras del cuaderno, al otro extremo del cuarto crepita la leña, el viento enfila el hueco de la chimenea, la recorre y sale propulsado al cielo blanco, se extiende elástico sobre el centro de la ciudad, se apoya en la torre de la plaza del Mercado, la rodea como si fuera un lazo, hace girar la veleta y traza una diagonal hasta la calle del Ciervo, los aldabones de la casa Gottlieb, león y golondrina, amagan con golpear la robusta madera o la golpean imperceptiblemente, las vibraciones se transmiten a la galería, las cocheras, el jardín helado, un ápice de viento es transportado escaleras arriba, arriba el señor Gottlieb duerme o no quiere levantarse, Bertold no se molesta en insistir, Petra maldice los alimentos que cocina frente a las cinco campanas de los cinco llamadores de las cinco habitaciones desde las que se puede reclamar al servicio, en la planta superior Elsa repasa sin convicción su manual de inglés, tiene poco trabajo últimamente, en la planta de abajo el reloj de pared espera a que alguien le dé cuerda, todo parece inerte en la sala de estar, y sin embargo las cortinas de azul prusiano se agitan, se doblan, se dejan plegar por las rachas de viento que ingresan por un hueco entre los ventanales mal cerrados, esas rachas de viento esparcen algunas cenizas fuera de la chimenea de mármol, sobre la cornisa se aburren las estatuillas doradas, los floreros inútiles, y a un lado de la chimenea, entre los retratos familiares, las copias de Tiziano, los bodegones y las escenas de caza, brilla discretamente el cuadro que muestra a un caminante adentrándose en el bosque, en un bosque con nieve, un bosque parecido al pinar donde ahora mismo también sopla el viento y se propaga entre las rocas de la colina, los esqueletos de los álamos, la cinta congelada del Nulte, los dardos de los pinos, la entrada de una cueva vacía, en todo ingresa el viento y de todo se marcha, se marcha de los campos lisos y lechosos, del trigal sembrado, de los pastos duros, del rebaño de ovejas que empiezan a parir en contra del invierno, se marcha de los cercos donde los campesinos entierran las raíces, de las aspas de los molinos, de la fábrica textil que tiñe el aire, de los senderos borrados, del camino principal que roza Wandernburgo por el este y que transitan unas pocas diligencias hacia el norte, en dirección a Berlín, o bien hacia el sur, en dirección a Leipzig, se marcha del camino del puente donde ahora Sophie, de pie con dos maletas, sujetándose el tocado para que no se le vuele, espera la llegada del próximo carruaje, dos maletas llenas de ropa, papeles y dudas, y más allá, mucho más lejos, tira también el viento del carruaje de Hans, que viaja adonde sea con su arcón rebotando encima de la baca, apretado entre lonas, cuerdas, nieve, Hans que lleva a sus pies un estuche de madera con un organillo dentro, Hans que limpia con una manga la ventanilla, la abre, asoma la cabeza y siente cómo el viento le da la bienvenida.
Granada, junio de 2003-noviembre de 2008