IV

Acorde oscuro

A través de los cristales, el cielo parecía una hoja de papel delante de una lámpara. La llovizna reincidía, molesta. Desde hacía unos días Hans y Sophie se despedían treinta minutos antes: ahora oscurecía más temprano.

¿Ya te vas?, preguntó Hans tocándole un pezón como quien pulsa un timbre. Sophie asintió y empezó a vestirse rápido. Espera, dijo él, quería contarte algo. Ella se volvió, arqueó las cejas y siguió vistiéndose.

Verás, comenzó Hans, la editorial opina, o sea, me ha escrito diciendo que quizá convendría que retocáramos un poco la traducción de los libertinos franceses, ¿te acuerdas?, los poemas De Viau, Saint Amant, ¿no?, en fin, eso (¿retocarlas?, preguntó Sophie deteniendo el ascenso de la media, ¿convendría?, ¿pero a qué te refieres?), sí, me refiero, mejor dicho se refieren ellos, a que Brockhaus ya ha tenido unos cuantos problemas en los últimos años, y por eso nos sugieren (sugieren, lo interrumpió ella, ¿o exigen?), bueno, depende de cómo lo veas, nos piden que hagamos lo posible para no alertar a la censura, por lo visto el mes pasado volvieron a llamarles la atención por una de las traducciones que les enviamos (¿cómo?, ¿cuál?), no estoy seguro, no me lo han dicho claramente, el asunto es que ahora, tú sabes cómo son los textos de los libertinos franceses, parece que en la editorial están nerviosos porque temen que puedan requisarles el catálogo, ¿entiendes?, sólo sería cosa de, no sé, de rebajar un poquito el tono, sin renunciar a (espera, espera, ¿tú no me habías dicho que imprimiéndolos con sus nombres corrientes la censura no se iba a dar cuenta de que eran autores prohibidos?), ¡y así ha sido, mi vida, así ha sido!, no se han dado cuenta, pero al ir a dar el visto bueno a las galeradas parece que el censor ha dicho algo, la editorial me ha explicado que no era el mismo de siempre, ¿sabes?, a ese lo tenemos de nuestra parte y nos deja pasar todo, la mala pata es que se ha puesto enfermo, y el cretino de su suplente ha dicho que hay por lo menos quince páginas impublicables, a menos que nosotros, ¿me sigues?, eso ha dicho Brockhaus, a menos que seamos lo bastante hábiles retocando ciertos pasajes, y…

Sophie, ya vestida, puso los brazos en jarra. Hans se quedó mirando al suelo sin terminar la frase.

Escucha, intentó él, a mí tampoco me hace gracia, pero si lo que queremos es publicar a los libertinos no nos queda más remedio que (es que entonces, dijo ella, no serían los libertinos), sí, sí serían, serían los libertinos publicados con esfuerzo, lo más libertinos posible en tiempos de censura, es eso o nada, peor sería retirar la traducción entera (francamente, suspiró ella, no sé si sería peor o más digno), ya, ya, ¿tú sabes cuántas amenazas recibió la revista Isis?, ¿y sabes qué pasó con el semanario de la Literarisches Morgenblatt?, lo suspendieron varias veces, Brockhaus le cambió el nombre, se lo volvieron a prohibir y así durante años, la editorial terminó perdiendo muchísimo dinero y decenas de miles de ejemplares, es lógico que traten de evitar problemas, el mundo del libro también es esto, Sophie, no todo iba a ser visitar bibliotecas, también está lo otro, la lucha contra los elementos (comprendo, entonces neguémonos a los cambios y dejemos que le encarguen la traducción a otro, así no impedimos que la editorial publique el libro pero tampoco somos cómplices de una censura), ¡si los textos están casi acabados!, ¡cómo vamos a tirar tantas horas de trabajo! (a mí también me da pena, pero prefiero tirar nuestro trabajo que nuestra dignidad), amor, sólo te pido que lo mires de otra forma, la censura es inevitable pero también estúpida, podemos reescribir los versos más conflictivos y decir lo mismo de manera sutil, incluso podríamos aprovechar para mejorar la traducción (no puedo creer que me estés proponiendo obedecer una orden como esa), no pienso obedecerla, sino manipularla a nuestro antojo (traducir y manipular son cosas diferentes, ¿no te parece?), sabes muy bien que esta situación me repugna tanto como a ti, pero si de verdad creemos en nuestra traducción (¡mi amor, es que precisamente porque creo en esa traducción, en nuestra traducción, me niego a renunciar a una sola coma!), de acuerdo, esa es la teoría, la triste realidad es otra, ¿no sería más valiente asumir esa realidad y pelear desde dentro para dejar los textos lo más? (¡y me hablas de pelear!, ¿por qué no peleamos en serio y nos negamos a aceptar este atropello?, escríbele a la editorial y diles que), eso no es pelear, Sophie, eso es rendirse, confía en mí, esto es algo que se ha hecho otras veces (¿cómo?, ¿ya lo has hecho antes?, ¿así es como trabajas?, ¡Hans, no te reconozco, en serio, no te reconozco!), ¡sí, no!, o sea, a veces, pero a mi manera, nunca le he hecho decir a un autor nada que no haya dicho o hubiera podido decir, te lo juro, sólo que, a ver si me explico, en vez de indignarme o cruzarme de brazos he intentado resolverlo con astucia, ¿entiendes?, siendo ambiguo, es cuestión de estrategia (es cuestión de principios, remató Sophie).

Hans cayó en un silencio irritado. Miró a Sophie, que recogía sus cosas para irse, y dijo: Cómo se nota que no te ganas la vida traduciendo. Rudi tampoco, claro.

Hans vio cómo la mano de Sophie se apretaba en torno al picaporte, cómo los suaves nudillos se crispaban. Sophie soltó el picaporte. Se ciñó lentamente los guantes y contestó de espaldas: Haz lo que te dé la gana. Al fin y al cabo, como tú mismo te has encargado de recordarme, yo sólo soy una aficionada y tú un profesional. Me pregunto si un profesional necesita la colaboración de una aficionada. Buenas tardes.

Amor mío: no sé cuál de los dos tenía razón. Pero sí sé que esa traducción, igual que todas las demás, nos pertenece a ambos.

Y aunque no lo parezca, la discusión de ayer fue mi torpe manera de consultarte.

He escrito a Brockhaus diciendo que no modificaremos el texto, y que si desean publicar el libro tengan la bondad de encargarle el trabajo a otro traductor.

¿Me haría usted el honor de seguir colaborando conmigo y hacer de un servidor un mejor profesional, Fräulein Bodenlieb?

Mordiscos libertinos de su

H.

Señor libertino profesional: yo tampoco estoy segura de quién tenía razón, aunque me alegra ver que estamos de acuerdo en lo esencial: si trabajamos juntos, la decisión es de los dos.

Comprendo lo difícil que ha sido para usted escribir a la editorial. Leo un acto de amor en esa carta. Y, como tengo el honor de ser su traductora asistente, sería injusto por mi parte no interpretarlo así. Gracias.

Oh, mayores mordiscos le esperan a usted.

S.

Los hombros, por así decirlo, de Rudi Wilderhaus, pensaba Hans mirándolos, sus hombros parecían haber vuelto, cómo describirlos, con más carga tras las vacaciones. Y no era tampoco exactamente igual el tono que Rudi empleaba para dirigirse a él en el Salón, las palabras quizá sí, pero había algo nasal en su voz, algo de aire contenido cada vez que se volvía para decirle por ejemplo «que tenga buenas noches, me he alegrado de verlo» o «señor Hans, ¿me alcanzaría usted el cuenco del azúcar?», había, cómo describirlo, insistía en pensar Hans, algo de lupa entre los ojos en la turbia atención con que Rudi estudiaba sus gestos, cada reacción suya. Trató de ignorar todos estos matices y procuró mostrarse incluso más amable, erradicar cualquier posible indicio de culpa en sus maneras. Pero ahí estaba Rudi cada viernes, respirándole en la nuca, apretándole la mano al saludarlo de una forma demasiado enérgica. Pese a todo, con algún esfuerzo, el orden había regresado a las costumbres de ambas familias: los Wilderhaus se reinstalaron en la fastuosa mansión de la avenida Regia, Rudi estrenó la temporada de caza y en la casa Gottlieb se reanudaron los preparativos para la que iba a ser, sin duda, la boda del año en Wandernburgo.

En el portarretratos del escritorio, un rostro femenino y pálido extraviaba la mirada más allá de los ojos encharcados del señor Gottlieb, que contemplaba el retrato como esperando de él alguna palabra, un susurro, algo, mientras sostenía su sexta copa de coñac. Según oía Bertold, que en las últimas semanas solía apostarse al otro lado de la puerta del despacho, el señor Gottlieb se pasaba tardes enteras sin hacer otra cosa que abrir y cerrar cajones. La noche anterior, Bertold advirtió que su señor había incurrido en un olvido insólito e impropio en él: no le había dado cuerda al reloj de pared a las diez en punto, sino casi veinte minutos más tarde. Por lo demás, esa misma mañana el señor Gottlieb no había madrugado como era su gusto, y al mediodía había irrumpido en la cocina y le había gritado a Petra por algo relacionado con unas olivas negras.

Después de unos minutos de escucha, Bertold llamó con suavidad a la puerta del despacho. Al otro lado se oyó un gruñido. El criado entró con el mentón pegado al pecho. Señor, balbuceó Bertold, eh, llamaba, en fin, señor, para, quería recordarle que tiene usted pendiente una visita a casa de los Grass, y que ayer mismo volvieron a enviar una amabilísima invitación, era eso, mi señor, el coche está preparado para cuando usted disponga (¿los Grass?, exclamó el señor Gottlieb levantando la cabeza como un quelonio, ¿esos imbéciles?, ¿y desde cuándo tengo yo la obligación de visitar a unos imbéciles sólo porque me mandan un billetito cursi?, ¿para eso has llamado?, ¿para eso me molestas?), oh, no, señor, no era mi intención importunarlo, es que, y dispense usted que me atreva, es que hace días que el señor apenas sale a la calle y, francamente, empieza uno a preocuparse por su salud, señor, incluso la otra noche, señor, tuvo usted la imprudencia (¿imprudencia?, se encendió el señor Gottlieb, ¿imprudencia yo o tú?), eh, digo, la poca precaución de salir solo a dar un paseo nocturno, sin siquiera ordenarme que lo acompañase, exponiéndose a sabe Dios qué peligros, y tampoco sé si bien abrigado, señor, por eso esta tarde me he atrevido a considerar la posibilidad de preparar el coche, quizá para mañana, y además (puedes marcharte, Bertold, gracias, manoteó el señor Gottlieb).

Bertold retrocedió dos pasos y, disimulando su disgusto, alzó el mentón para decir: Hay una cosa más, señor, que venía a anunciarle. Bertold lo dijo firme, con aparente sentido de la obediencia pero deslizando en sus palabras una música insidiosa, casi de reproche: como si en el fondo, más que poniéndose al servicio del señor Gottlieb, estuviera intentando hacerle ver que ya era hora de recomponerse por el interés de ambos. Un lacayo de los Wilderhaus, agregó Bertold tras una calculada pausa, acaba de traer una tarjeta anunciando la visita del señorito Rudi. ¡Pero bueno!, reaccionó de inmediato el señor Gottlieb, ¿y ahora me lo dices?, ¿por qué demonios no me lo dijiste antes? Pretendía, señor, contestó Bertold, anunciárselo justo cuando usted me. Bah, bah, lo interrumpió el señor Gottlieb apartando la botella y arreglándose las solapas mientras se incorporaba, no perdamos más el tiempo, ve a pedirle a Petra que prepare un tentempié variado y una bandeja de tés indios, ¡pero por qué demonios no me lo dijiste antes!, ¿y cuándo ha dicho el lacayo que llega? Dentro de una hora, contestó Bertold irguiéndose. Entonces llévate esto, ordenó el señor Gottlieb señalándole la botella, y acompáñame a vestirme.

Los crujidos del charol cesaron frente al despacho. Se oyó un carraspeo. Como una súbita duda en mitad de un desfile, el zapato derecho de Rudi Wilderhaus se frotó contra la pernera izquierda. Denso, casi visible, el revuelo cítrico de su perfume se dispersó ante la puerta. Después hubo tres golpes consecutivos, firmes: Rudi sabía que un solo golpe en una puerta delata timidez, que dos suenan más bien serviciales, pero que tres siempre han sido una exigencia.

También al otro lado de la puerta carraspeó el señor Gottlieb, sin que ninguno de los dos hombres supiera que repetían gestos. El señor Gottlieb estuvo a punto de levantarse a abrir, pero tuvo la intuición de que, si le quedaba alguna fuerza intacta, no podría emplearla más que ahí, en el centro de su propio despacho, sin moverse de su butaca de cuero. Sí, adelante, recitó en un tono de fallida indiferencia y demasiado agudo. Rudi penetró en el despacho con deliberada brusquedad, similar a la del marido que regresa al hogar conyugal antes de tiempo y avanza pisando prendas. Se saludaron con acelerada ceremonia, hicieron dos o tres comentarios de rigor y entraron en materia.

Por eso le pregunto, estimado suegro, decía Rudi, y por el momento lo llamaremos sólo preguntas, cómo puede usted tolerar que su hija siga trabajando con ese hombre, ¡y para colmo en una posada mugrienta!, o cómo permite que ese caballero siga entrando en esta respetable casa. Ese caballero continúa visitando mi casa, contestó el señor Gottlieb con el mayor aplomo del que fue capaz, y haces bien llamándola respetable, porque no existen motivos reales para que el señor Hans deba dejar de asistir al Salón de mi hija. Porque si los hubiera, mi querido yerno, ¿acaso no habría puesto ya los remedios necesarios?, ¿no le habría prohibido terminantemente la entrada a ese hombre?, ¿no habría castigado a Sophie? Pero si no he tomado represalias, y créeme que comprendo bien tu inquietud, es precisamente porque no hay razones. Quiero decir, mi noble Rudi, ¿o tú sí tienes razones irrefutables?, ¿las tienes? Me cuentas que has estado oyendo cosas, ¡cosas!, ahora dime, ¿dudas del honor de mi hija, de tu futura esposa? Porque mientras su virtud esté fuera de duda, esta casa no vetará a nadie. Lo contrario equivaldría a aceptar oscuras infamias que, en nombre de mi decencia, ni siquiera me permitiré considerar.

Rudi reconoció en los ojos del señor Gottlieb una mezcla de severidad y miedo. Ahondando un poco más en el líquido de aquella mirada que lo desafiaba a duras penas, nadando en sus reflejos suplicantes, comprendió que el señor Gottlieb no estaba defendiendo a Hans, sino sólo actuando con auténtico decoro.

Yo, mi querido yerno, volvió a hablar el señor Gottlieb tirándose del bigote como si fuera el cordón de una bota, respondo por completo de mi hija, de su honorabilidad y buen nombre. Pero yo en tu lugar, si albergase la más mínima duda, como próximo marido de Sophie me encargaría de erradicarla de inmediato. Por supuesto, con la más absoluta discreción. Digo, llegado el caso. Porque, huelga decirlo, no es el caso.

Rudi sonrió con dureza y contestó: Por supuesto que no, querido señor Gottlieb, por supuesto que no. Es sólo una cuestión, ¿cómo decirle?, de corrección en las formas. Pero me tranquiliza usted. Quede con Dios.

La posada se había ido vaciando. Por las mañanas ya no había rumor de puertas, pasos por las escaleras ni inquietud en los pasillos. La madera del suelo crujía distinta, hueca. Las ventanas parecían más pequeñas, encogidas de luz. Había algo de anemia en los amaneceres y un eco pensativo en la lentitud de la señora Zeit cuando recorría las habitaciones desiertas como esperando una reaparición. La leña había empezado a acumularse en el cobertizo del patio trasero, las tenazas afloraban limpias junto a las chimeneas, las mantas de lana regresaron a los catres. El cartero apenas detenía su galope frente a la entrada, y los únicos paquetes que dejaba eran para el huésped de la número siete. El silencio ocupaba de nuevo la posada y sin embargo Hans, que se había pasado el verano lamentando los ruidos matinales que interrumpían su sueño, tampoco ahora podía descansar bien. Dormía con normalidad algunas horas y de golpe, sin causa aparente, empezaba a dar vueltas en el catre, desvelado por la expectativa de un trasiego que no tenía lugar. Hasta que esa mañana, tras levantarse y girar la acuarela para afeitarse, mirándose las ojeras y el granizo de barba en el mentón, intuyó el motivo de su desasosiego. No se debía sólo a ese aire estéril de los lugares que se despueblan. Se debía sobre todo a la consecuencia de ese vacío: con la caída del otoño, él había pasado de observador a protagonista en la posada. Se había acostumbrado a espiar a los ocupantes desconocidos, a leerles la vida en las caras, a conjeturar sus destinos. Ahora, de pronto, él volvía al centro de su propia mirada. Hans plegó la navaja, metió la lengua por detrás de los labios, se revisó los perfiles y giró de nuevo el espejo.

Contrariando sus hábitos noctámbulos, Hans pasó la mañana traduciendo. Al mediodía bajó a devorar las legumbres espesas de la señora Zeit. Después subió a cambiarse y perfumarse: era viernes. Salió de la posada guiñándole un ojo a Lisa (que al principio fingió apartar la cara) y se dirigió al Café Europa para tomar con Álvaro su cuarta taza del día. Pese a salir con tiempo, volvió a llegar tarde: necesitó rodear media docena de veces el Camino de los Cristales, y le juró a su amigo que no había manera de encontrar la bocacalle por la que solía venir. Los dos intercambiaron confidencias, se quejaron de cosas parecidas y fueron dando un paseo hasta la calle del Ciervo. Frente a las puertas de la casa Gottlieb, Hans comentó: Oye, perdona, te parecerá una tontería, ¿el aldabón de la golondrina no estaba a la derecha, y el del león a la izquierda? ¿Cómo dices?, se asombró Álvaro, ¿el qué?, ¿la golondrina a la dere?, Hans, ¿tú has dormido bien? La verdad es que no, contestó él.

Al emerger del pasillo destemplado, encontraron a Sophie sentada al piano y a su padre, Rudi y el profesor Mietter aplaudiendo. A Hans le pareció que ella estaba pálida y le sonreía con preocupación. ¿Nos concedería a los recién llegados el placer de un bis, estimada amiga?, saludó Hans. Ya sabe, contestó Rudi con sequedad, que «Paganini non ripete». Paganini, intervino Álvaro, toca el violín. Y eso, Herr Urquiho, se ofendió Rudi, ¿qué tiene que ver? Hans se deslizó hacia los ventanales. El cortinado azul parecía más denso. Por el hueco de los visillos se podía divisar una esquina nublada de la plaza del Mercado y la interrogación de la Torre del Viento. Hans intuyó que Sophie le miraba la espalda, pero prefirió ser prudente y quedarse contemplando la calle hasta que los demás llegaran. Álvaro, Rudi y el profesor Mietter se entretuvieron debatiendo sobre la función estética del bis. Entrecerrando los ojos y afinando el oído, Hans distinguió el susurro grueso y didáctico del señor Gottlieb dirigiéndose a su hija, cuya voz apenas se oía. Va a llover, pensó Hans, y un suspiro muy propio de Sophie (bien colocado, largo, con cierta alevosía irónica) acompañó su observación. Enseguida irrumpió la voz de la señora Pietzine, se oyó también a Bertold y se desató un campanilleo de tazas y cucharillas. Cuando Hans se volvió, alcanzó a captar el resorte de cejas de Elsa ante una sonrisa diagonal de Álvaro.

Más tensa que de costumbre, aunque sin renunciar a sus estratégicos modales, Sophie se aferraba a su papel de organizadora: era su modo de oponerse al desánimo que empezaba a rondarla y, sobre todo, de defender aquellas horas de discreta autonomía que tanto le había costado conquistar. Se levantó para recibir a los Levin, que acababan de llegar mostrando esa amabilidad forzada y un poco patética de las parejas que se han peleado un minuto antes de una fiesta. Bien, queridos amigos, anunció Sophie, ahora que estamos todos, quería proponerles que cumpliéramos la promesa que le hicimos la semana pasada al señor Urquixo: leer juntos algunos pasajes de nuestro amado Calderón (magnífico, se alegró Álvaro, magnífico), me he tomado la libertad de seleccionar unas escenas de La vida es sueño, porque suponía que todos la conocerían (Rudi carraspeó y se puso a aspirar rapé), ¿de acuerdo, entonces?, necesitaríamos, veamos, uno, dos, tres, siete personajes, en casa tenemos dos ejemplares de La vida es sueño, más otros dos que he tomado prestados de la biblioteca (ah, cayó en la cuenta Álvaro, ¿vamos a leerlo en alemán?), ¡naturalmente, amigo!, ¿cómo íbamos a hacerlo? (claro, asintió Álvaro decepcionado, lo comprendo, ¡pero en alemán!, ¡La vida es sueño!, ay), véale la parte edificante, así podrá usted escucharlo como por primera vez (¿a ver la traducción?, se interesó Hans, ¿me permite los libros?), aquí tiene, ¡no se nos ponga demasiado profesional ahora, señor Hans!, en fin, si les parece, repartamos los papeles. ¿Voluntarios?

Se decidió por unanimidad que Rudi hiciera del príncipe Segismundo, lo que Hans celebró con un aplauso irónico. Sophie le rogó a Mietter que leyera la parte del rey Basilio y el profesor, halagado hasta la peluca, simuló negarse un poco antes de aceptar. A Hans le tocó Astolfo, también príncipe, aunque menos hablador que Segismundo. A la señora Pietzine le pareció bien encarnar a la dama Rosaura. No fue fácil convencer a la señora Levin para que se hiciera cargo de la tímida parte de la infanta Estrella. Como Álvaro se declaró incapaz de recitar a Calderón en alemán sajón y dijo que disfrutaría mucho más escuchando, Bertold no tuvo otro remedio que aceptar el papel de Clarín, el gracioso (si esto es sólo teatro, pensó Bertold, ¿por qué demonios no puedo hacer de príncipe o de rey?). Tampoco al señor Gottlieb le agradó saber que sería el viejo Cotaldo, aunque no se permitió más objeción que un retorcimiento de bigotes. El señor Levin, poco admirador de Calderón, se sentó junto a Álvaro para dar sensación de público. Sophie ejerció de directora de escena, y se puso a dar indicaciones hasta que todo estuvo listo para la representación.

Jornada II, versos 455-562

PROFESOR MIETTER [con afectada agitación]:

¿Qué ha sido esto?

RUDI [digamos que en su salsa, mirando a Hans, o quizá no]:

Nada ha sido.

A un hombre que me ha cansado

de ese balcón he arrojado.

BERTOLD [asintiendo sin entusiasmo, de gracia ya ni hablemos]:

Que es el Rey está advertido.

[Hans, que no tiene parte en la escena, deja de escuchar y se fija en Sophie: de perfil, tan atenta, parece una estatua melancólica.]

PROFESOR MIETTER [¡qué temblor de peluca, qué ira egregia!]:

Pésame mucho que cuando,

Príncipe, a verte he venido,

pensando hallarte advertido,

de hados y estrellas triunfando,

con tanto rigor te vea,

y que la primera acción

que has hecho en esta ocasión

un grave homicidio sea…

[La solemnidad del profesor y el énfasis que pone en cada acento divierten a Hans: el profesor, tan protestante, se ha puesto bastante católico. Álvaro le busca los ojos, intercambian guiños.]

… ¿Quién llegó a ver desnudo el puñal

que dio una herida mortal,

que no temiese?

[Elsa entra con una bandeja de canapés, sorprende al profesor en pleno parlamento, duda si seguir avanzando o detenerse para no interrumpirlo, está a punto de resbalar, se rehace, equilibra la bandeja, suspira contrariada. Álvaro la observa con ternura.]

RUDI [recordando de pronto, mientras lee, cierto episodio triste de su infancia]:

… que un padre que contra mí

tanto rigor sabe usar

que con condición ingrata

de su lado me desvía…

[Abochornada por la entonación de Rudi, que al final de cada verso insiste en hacer una larga pausa que agujerea la sintaxis, Sophie renuncia a darle instrucciones y posa la mirada en el reflejo de Hans, a quien encuentra guapo y despeinado. Cuando vuelve en sí, la escena está acabando y ella fuerza una pose de concentración.]

PROFESOR MIETTER [muy a sus anchas, más admonitorio que nunca]:

… Y aunque sepas ya quién eres,

y desengañado estés,

y aunque en un lugar te ves

donde a todos te prefieres,

mira bien lo que te advierto:

que seas humilde y blando,

porque quizá estás soñando,

aunque ves que estás despierto.

[Con intachable disciplina, el profesor Mietter hace ademán de salir, tal como indica la acotación original. Hans sigue sus movimientos y piensa que, bien mirado, el profesor no es mal actor. Se lo imagina disfrazado sobre un escenario. Se lo imagina tan bien que por un instante entorna los párpados. Lo sobresalta su propio bostezo.]

RUDI:

… Pero ya informado estoy

de quién soy; y sé que soy

un compuesto de hombre y fiera.

[La primera que aplaude es la dama Rosaura, o sea la señora Pietzine. Álvaro y la señora Levin la imitan cortésmente. Sophie sonríe con alivio, pronunciando: «Y esa ha sido la última escena, amigos, felicitaciones».]

Al besarla, Hans supo que la boca de Sophie paladeaba algún temor: sus labios se apretaban, la lengua estaba tensa, los dientes parecían defenderse. ¿Pasa algo?, dijo Hans retirando su boca. Ella sonrió, agachó la cabeza y lo abrazó. Él no volvió a preguntar.

Sophie se acomodó frente al escritorio y miró a Hans en silencio, como cediéndole el turno. Él fue a abrir el arcón, buscó un libro y se lo entregó. ¿Te acuerdas de nuestro ensayo sobre poesía alemana?, dijo Hans tratando de sonar alegre, ¿el que nos encargó la European Review?, bueno, antes de mandarlo me gustaría incluir a un nuevo poeta, échale un ojo, me llegó ayer mismo de Hamburgo, es el Libro de canciones de Heinrich Heine, acaban de publicarlo, parece que está teniendo mucho éxito, leí una reseña en la revista Hermes. Sophie abrió el libro y se fijó en su aspecto. No era exactamente el de un ejemplar nuevo, pero no dijo nada: ya se había acostumbrado a los misterios bibliográficos dé Hans. Él pareció advertir su extrañeza y aclaró: El correo funciona cada vez peor, los bestias de los carteros no tienen ningún cuidado.

¿Y?, preguntó él, ¿qué opinas? (no sé, contestó ella, suena incómodo, como si estropease a propósito la seriedad de sus poemas), ¡cierto!, y es lo que más me gusta. Por ahí hay un poema, no sé si lo habrás visto, sobre dos soldados franceses que vuelven a casa después de haber estado prisioneros en Rusia. Al pasar por Alemania se enteran de que Napoleón ha perdido y se echan a llorar. Ese poema me llama la atención porque se atreve a darle voz al enemigo, que es algo que los alemanes hubiéramos agradecido en un autor francés cuando los vencidos fuimos nosotros. Pienso que hoy en poesía no valen medias tintas: o aspiras a ser un Novalis, un Hölderlin, o renuncias al cielo y tratas de ser Heine (espera, dijo Sophie intercalando un dedo entre dos páginas, ¿este es el poema que decías?, ¿Los granaderos?), ese, justo, ¿quieres que lo leamos?

… los soldados lloran juntos

ante la fatal noticia.

«¡Cómo duelen!», dice uno,

«¡cómo arden mis heridas!»

«Quisiera morir contigo»,

dice el otro, «es el fin;

pero tengo esposa, hijos,

y no vivirán sin mí».

«¿Mujer, hijos?, ¿y qué importa?,

yo tengo un afán mayor;

que se arreglen con limosnas,

¡preso está mi Emperador!»

Leyéndolo dos veces, opinó ella, no estoy segura de que el poema sea bonapartista. Ellos se sienten obligados a dar su sangre por Napoleón y esa lealtad es inhumana, como la respuesta fanática del primer granadero, que es incapaz de comprender al otro cuando teme por su familia. Puede ser, dijo Hans, no lo había pensado. Quizás el acierto del poema es que no censura a ninguno de los granaderos, ¿no?, se limita a exponer dos maneras de entender el destino.

Con la cabeza reclinada sobre el hombro de Hans, Sophie observó la reacción mineral de sus pezones: seguían alzados, ya no de expectación sino de frío. Amor, dijo Sophie, ¿no iría siendo hora de usar la chimenea? Es verdad, dijo Hans incorporándose, hace un poco de fresco. Ya no es verano, susurró ella. Ya no, susurró él.

Oye, dijo Sophie, quiero decirte algo (Hans le entregó un zapato), ah, gracias, ¿dónde estaba? (Hans señaló el hueco entre la cama y la pared), bueno, quiero decirte algo y no sé cómo (él se encogió de hombros, sonriendo con tristeza), mira, mi padre está cada vez más nervioso, no para de beber, los Wilderhaus se están impacientando y yo disimulo todo lo que puedo, pero ya no sé cómo mantenerlos a raya. Ayer Rudi habló conmigo, ¿sabes?, estaba furioso, tuvimos una discusión y a duras penas conseguí tranquilizarlo, no sé por cuánto tiempo (¿entonces?, dijo él con los ojos cerrados), entonces pensé, digo, que a lo mejor sería buena idea, al menos por un tiempo, dejar de (¿de?, repitió él), me refiero, dejar de traducir, ¿no?, ¡pero mírame, Hans!, por un tiempo, hasta que las cosas se calmen un poco (ajá, respiró él muy despacio, ¿eso quiere decir que tampoco nos veríamos?), ¡no, claro que no!, mi vida, eso ya lo he pensado (ah, dime), mira, no va a ser tan distinto, sólo hace falta que nos veamos con cuidado y, bueno, quizá menos a menudo, Elsa me va a seguir ayudando, podemos encontrarnos una vez por semana como mínimo, ¿sabes?, cuando Elsa salga a hacer algún recado yo la voy a acompañar, voy a venir a verte y ella me va a esperar donde siempre a una hora prudente, calculo que así tendremos un par de horas sin vigilancia (si no hay otro remedio), por el momento no, creo que no.

Antes de que la puerta se cerrase, ella se volvió para decir: ¿Sabes qué me da rabia?, ¡dejar inacabada la antología europea! Media cara de Hans asomó para contestar: Algún día la terminaremos.

Abierto sobre el escritorio, un libro repetía unos versos de Heine:

Mucho hemos sentido el uno por el otro,

sin embargo tuvimos una exacta armonía.

A menudo jugamos a ser un matrimonio

sin tener que sufrir ni tropiezos ni riñas.

Nos divertimos juntos, gritamos con jolgorio,

nos dimos dulces besos y nos acariciamos.

Al final decidimos, con infantil placer,

jugar al escondite por los bosques y campos.

Así hemos logrado escondemos tan bien

que luego nunca más hemos vuelto a encontrarnos.

La pulpa de la tarde se exprimía sobre el campo. Desde el camino del puente Hans contempló las cúpulas brumosas, las torres cortantes de Wandernburgo. La tierra mantenía un olor revuelto a lluvia. El Nulte tintineaba a lo lejos. Algún carro cortaba la apatía del camino principal. Hans se quedó un buen rato ausente, hasta que bajó la vista y chasqueó la lengua: se había olvidado en la posada el queso de oveja para el organillero.

La cueva estaba fría. Las rocas del interior tenían una pátina resbalosa. Franz lo recibió olisqueándole con nerviosismo las manos, como intuyendo que deberían haber traído algo. El organillero y Lamberg acumulaban retamas, periódicos, restos de forraje. ¿Ayudo?, dijo Hans frotándose los brazos. Sí, gracias, contestó el viejo, hazme el favor, siéntate y piensa qué soñaste anoche, Lamberg hace días que no me sueña nada. Hans trató de hacer memoria y cayó en la cuenta de que no recordaba ningún sueño reciente: tendría que inventarlo, como tantas otras veces. Eso, resopló el organillero apilando la leña, es lo que más me divertía de Reichardt, siempre venía con algún sueño nuevo. ¿No ha vuelto a saber nada?, preguntó Lamberg, los jornaleros dicen que no lo ven hace tiempo. Nada, se lamentó el viejo, no sabemos nada. Hans se acercó y ayudó a avivar las llamas. Cuando el fuego se alzó iluminando las pieles, Hans vio una mancha redonda en el cuello de Lamberg: parecía una herida o una mordedura. Él interceptó su mirada y se subió las solapas del abrigo de lana.

Lamberg se fue temprano. Dijo que mañana iba a ser un día duro, que iban retrasados con los pedidos de otoño y en la fábrica se rumoreaba que podría haber más despidos. El organillero se echó una bufanda al cuello y salió a acompañarlo. Al cabo de unos minutos, viendo que no volvía, Hans se abrigó y salió en su busca.

Lloviznaba muy fino, como si no. Encontró al viejo absorto en el atardecer. Las nubes se consumían, lentos fuegos de artificio. Esta lluvia me pone nervioso, comentó Hans situándose a su lado. Siempre es así en estas fechas, dijo el organillero, es una lluvia lista, te avisa que se acerca el invierno y se ocupa de las flores. ¿Qué flores?, se extrañó Hans observando la hierba despojada. Esas, esas, contestó el viejo señalándole unos puntos de color alrededor de los troncos, las últimas flores del otoño son mucho más hermosas que las de primavera. Y se quedaron quietos, desiguales, viendo la luz romperse como un cordón umbilical.

Hans salió del Café Europa y se concentró en el angosto recorrido del Camino de los Cristales: si no se equivocaba, la tercera callejuela a la izquierda debía conducirlo hasta la calle del Alfarero, y de allí pasaría a la calle del Ducado, la del Banco de Wandernburgo, desde donde desembocaría directamente en la plaza del Mercado. Correcto, y era el camino más corto. ¿Pero dónde demonios estaba la calle del Alfarero?, ¿eran tres y a la izquierda pasado el Café Europa, o antes de llegar al Café Europa? Si podía dibujar de memoria un plano del centro de la ciudad, ¿por qué rara vez se cumplían sus cálculos?, ¿cómo era posible que?

¡Imbécil!, aulló un cochero desde lo alto de una calesa, ¿por dónde cree que va? Hans dio un brinco de gato, pegó la espalda al muro y se repitió la misma pregunta: eso, ¿por dónde iba? Las ruedas de la calesa pasaron a toda velocidad, rozándole las botas. Cuando el coche desapareció de su vista, al final de la calle, Hans se sorprendió al reconocer el empedrado de la plaza del Mercado.

Echándole un vistazo al reloj de la Torre del Viento, se alegró al comprobar que estaba a tiempo de saludar al organillero. Tenía ganas de escucharlo un rato y convidarlo a una cerveza. Hacía bastante que no daban un paseo juntos, últimamente sólo se veían en la cueva. Al principio no se dio cuenta: avanzó sin pensar hacia el rincón del organillero. Incluso cuando ya era evidente siguió caminando por costumbre, como si estuviera escuchando la música. Sólo a unos pocos metros de tropezar con el borde de la plaza, parpadeó varias veces y se detuvo. Por un instante tuvo la sensación de haberse equivocado de lugar. Hans volvió a consultar el reloj de la torre, miró a su alrededor desorientado: por primera vez en el año, el viejo no estaba en su puesto en horas de trabajo.

Entró agitado en la cueva. Lo encontró hecho un ovillo sobre el jergón de paja. El organillero trató de sonreírle. Hans le tocó la cara. Tenía la frente ardiendo, los labios fríos. Le temblaban los hombros y no dejaba de frotarse los pies. Una tos afilada puntuaba cada una de sus frases. Me duele la cabeza, dijo, pero, ¿sabes, cof?, no es la cabeza, es lo de dentro, cof, es lo de dentro. Oiga, organillero, dijo Hans echándose aliento entre las manos, esto está helado, ¿cómo no ha encendido un fuego? No es para tanto, contestó el viejo, cof, el año pasado fue peor, ¿te acuerdas, Franz?

El ladrido y la tos retumbaron al unísono.

Durante las cuatro mañanas siguientes, Hans madrugó (moderadamente) para llevarle el desayuno y algunas viandas. Lo obligó a tomar caldos, té de hierbas, limonada para el resfriado. También le trajo ropa de abrigo, que el organillero sólo aceptó a cuenta de las monedas que prometió entregarle en cuanto volviera a tocar. A medida que el viejo iba sudando, el jergón se ablandaba y sus ojos se aclaraban. No hubo forma de convencerlo para que lo visitara un médico. ¿Cómo se te ocurre?, había protestado, ¿con lo que cobran?, cof, ¿con lo que mienten? Tras varios intentos Hans había dejado de insistir, a cambio de que entonces obedeciera todas sus indicaciones. Los dos primeros días el organillero lo dejó hacer sin rechistar. Colaboró de buen grado, devoró cuanto le trajo y durmió tantas horas seguidas que de vez en cuando Franz le lamía las barbas para verlo parpadear. El tercer día amenazó con levantarse. Hans, querido, decía sin toser, escucha, ¿quién va a saber mejor que yo cómo me siento?, te agradezco en el alma tus cuidados, en serio, ya estoy bien, en el fondo esto ha sido un descanso, ¿entiendes?, uno ya está viejo para no permitirse unas vacaciones, ese ha sido mi error, y prometo abrigarme, de verdad, no, gracias, ya he tomado, sí, de maravilla, voy a salir un rato, ¡pero suéltame!, no soy un niño, ¿no me digas?, pues lo pareceré, qué le vamos a hacer, ¿no me sueltas?, será, ¿será posible?, Franz, ¡muérdele una bota!, Dios mío, qué tercos somos los dos, ¿eh, Hans?

Consiguió retenerlo en cama hasta el quinto día. Esa mañana, repuesto y con buen color, el viejo se puso en pie, se cambió de ropa, se embutió su flamante gorrito de lana gorda y abandonó la cueva empujando tranquilamente su organillo.

Después de la misa dominical, el padre Pigherzog departía con el alcalde bajo el pórtico de San Nicolás. Para no ser oídos, ambos se habían aproximado tanto que la nariz picuda del alcalde casi pinchaba el mentón de cera del párroco. Esto desagradaba un tanto al alcalde Ratztrinker, no sólo a causa del aliento del padre Pigherzog, sino porque la diferencia de estatura entre ellos quedaba excesivamente de manifiesto. De pronto algo distrajo la atención del párroco, que se volvió hacia el grupo de feligreses que abandonaba la iglesia. Al no encontrar la oreja contigua del sacerdote, la palabra táleros asomó bajo el bigote esmaltado del alcalde, quedó flotando y se diluyó como un gas.

Sophie salía del brazo del señor Gottlieb hacia la calle Ojival. El padre Pigherzog giró el cuello, carraspeó y la llamó un par de veces. Fue el señor Gottlieb, no ella, quien atendió a la llamada. Se acercaron al párroco, él sonriendo con amplitud, ella más seria, mientras el alcalde Ratztrinker se despedía diciendo: Mañana hablamos. Al cruzarse con los Gottlieb, el alcalde se rozó el ala del sombrero. Hija mía, dijo el párroco, celebro verte, te he tenido presente en mis últimas oraciones. Eso es muy generoso de su parte, contestó Sophie, ¿debo entender que antes no rezaba por mí? Buen padre, intervino azorado el señor Gottlieb, ya conoce el humor de mi hija. Ya lo creo, dijo el padre Pigherzog, descuide usted, descuide, he estado rezando por ti, querida (el párroco posó una mano sobre una mano de Sophie), y por la mayor de las venturas para tu enlace, ya sabes cuánto aprecio a la familia Wilderhaus y cómo me enorgullece ver a aquella niña curiosa y aplicada, ¿se acuerda, señor Gottlieb?, convertida en toda una mujer y felizmente unida a un hombre devoto, honrado y principal. Se lo agradezco, padre, de todo corazón, dijo ella, aunque faltan más de dos meses para. Precisamente de eso, la interrumpió el sacerdote, quería hablarte: he estado pensando en los detalles de la liturgia, en la missa pro sponso et sponsa, en el acondicionamiento del sagrado recinto, porque, en fin, como parte implicada, ¿me comprendes?, creo que no convendría dejar nada al azar, considerando la repercusión de. Oh, sí, sí, claro, se apresuró a exclamar el señor Gottlieb, faltaría más, nos sentiremos muy honrados de que nos asesore en todo lo necesario, y desde ya le confirmo, en realidad ya lo habíamos hablado, ¿verdad, Sophie, cariño?, desde ya le confirmo que no habíamos dudado ni un instante en encomendarle a usted el buen oficio de la boda, eso es algo, cómo decirle, que dábamos por sentado, de hecho estábamos a punto de solicitarle una reunión para. Naturalmente, naturalmente, sonrió el padre Pigherzog, si tenemos tiempo de sobra, sólo había pensado, ¿sabes, hija?, para facilitar los preparativos, que sería aconsejable reanudar temporalmente nuestras viejas entrevistas, quiero decir, aunque ya no acostumbres, existiendo como existe la obligación de confesarte antes de dar el sí, quería que supieras que me ofrezco a orientarte y a preparar tu alma para recibir en armonía la consagración. Mmm, murmuró Sophie mirando hacia la calle, lo tendré en cuenta, padre, muchas gracias. Estoy seguro, intervino el señor Gottlieb, de que habrá ocasión, ¡serán días tan atareados!, aunque naturalmente su propuesta nos resulta muy. Las entrevistas, lo interrumpió Sophie volviéndose hacia él, serían conmigo. No te noto serena, dijo el padre Pigherzog, ¿hay algo que te preocupe, hija mía?, podemos conversar con toda confianza, ¿estás inquieta por alguna razón?, ¿tienes algún temor en particular? Una siempre teme, padre, suspiró ella, la vida es un temor. Para eso mismo, dijo el párroco, está nuestro Señor que nos socorre cuando más lo necesitamos, no debes afligirte, todos arrastramos pecados y nuestra redención es su constante ofrecimiento, ya lo sabes, el hombre nace pecador. Dígame, padre, contestó Sophie, si el hombre nace ya pecador, ¿cómo puede darse cuenta de que peca?, ¿y las mujeres?, ¿qué hacemos mientras tanto?

¡Pero cómo se te ocurre!, se indignaba entre dientes el señor Gottlieb mientras se dirigían a la calle Ojival, ¡cómo se te ocurre ser tan insolente!, ¿por qué me haces pasar estos bochornos?, ¿dónde tienes la cabeza?, ¿qué te pasa? (Sophie se disponía a responder, cuando se topó con unos ojos quemantes y unos rasgos contraídos vagamente familiares: Lamberg volvió la cara con pudor, después hizo ademán de pararse a saludarla y al final, viendo que ella desviaba la vista, siguió caminando con el torso muy rígido), hija, ¿me escuchas?, ¿estás escuchándome? (sí, sí, dijo Sophie, no hago otra cosa que escucharlo), muy bien, entonces haz el favor de contestarme cuando te hablo, ¿te das cuenta de cómo te comportas con él? (¿con quién?, se desconcertó ella), ¡con quién va a ser, con él, con Rudi!, ¡cielo santo!, ¿pero estás escuchándome o no? (ah, reaccionó ella, ya le he dicho muchas veces que todo va bien, que son sólo los nervios), serán los nervios o lo que tú quieras, pero no puedes darle esa impresión justo ahora, tienes que prestarle más atención, mostrarte cariñosa, ser más solícita (ya no sé si quiere que me convierta en una buena esposa o en una buena actriz), ¡Sophie Gottlieb!, ¡mira!, ¡sabes muy bien que nunca he sido partidario de estas cosas, pero te advierto que estás ganándote unas cuantas bofetadas!, lo único que hago, y no debería hacer falta, es recordarte que no puedes ser tan fría con tu prometido y tan amable con ese hombre, ¿o te piensas que los invitados del Salón no notan nada? (disculpe, ¿qué está insinuando?), ¡yo no insinúo nada, faltaría más!, sólo digo, y te exijo, que a partir de ahora sólo te ocupes de lo importante y le dediques a tu compromiso todo el tiempo que merece (¿dedicarle tiempo, dice?, alzó la voz Sophie, ¿más todavía?, ¿no he dejado de hacer lo que más me entusiasmaba?, ¿no he dejado de trabajar con el señor Hans sólo por complacerlo a usted?, ¿qué quiere que haga ahora?, ¿que deje de pensar?).

A mí lo que me gusta, cof, protestaba el organillero, es salir a trabajar, no puedo quedarme aquí pensando todo el día. Lo que no puede hacer, lo reprendía Hans muy serio, es andar por la calle en ese estado. ¡Pero si no es más que un, cof, un resfriado!, insistía el viejo. Sus palabras sonaban lejanas, como si las mantas que Hans había apilado encima de él amortiguasen su voz.

No había transcurrido una semana desde su regreso a la plaza, cuando el organillero había tenido que volver a guardar cama. La brisa húmeda y la lluvia intermitente le habían provocado un enfriamiento. Ahora las toses eran más largas, venían del pecho. La fiebre tardaba en bajar. Los huesos le dolían uno por uno. Envolviéndolo entre lanas, Hans lo ayudó a incorporarse y lo acompañó a orinar. De su mínimo miembro goteó con dificultad un líquido oscuro que horadó la escarcha.

Si Lamberg consideró la posibilidad de pararse a saludar a Sophie en la calle Ojival, fue sólo porque ella se había mostrado más afable de lo esperado en las dos o tres ocasiones en que habían coincidido. Lamberg tenía una opinión muy clara sobre los wandernburgueses como los Gottlieb: el apellido y las ropas les importaban más que las personas y sus actos. Él siempre había desconfiado de Sophie, pero la sencillez con que se había comportado en la cueva le había hecho recapacitar en parte. Por eso mismo le dolió tanto que, mientras él se atrevía a sonreírle y se decidía a acercarse, ella pasara de largo ignorándolo. ¿Se lo iba a contar a Hans al llegar a la cueva? No, para qué: él la justificaría. Qué idiota soy, se decía atravesando a paso furioso el camino del puente, nunca aprendo.

Lamberg vio al organillero menos pálido que la tarde anterior, aunque todavía bastante desmejorado. Al verlo entrar, el viejo soltó la cuchara y trató de levantarse. Hans lo detuvo suavemente y volvió a arroparlo. Álvaro, que acababa de llegar, le extendió una botella de aguardiente. Lamberg la rechazó con un movimiento seco que alarmó a Franz. Muchacho, dijo el organillero, al aguardiente nunca se le dice que no, ¡lo saben hasta los perros! Lamberg se permitió la segunda sonrisa del día, se sentó junto al jergón y levantó la botella.

La estatura del fuego se doblaba. El aire frío iba y venía como un columpio. El caballo de Álvaro ya no estaba. No quedaba aguardiente. ¿Y usted?, preguntó Lamberg, ¿qué ha soñado? Esta misma mañana, dijo el viejo, antes de despertarme soñé con un montón de mujeres en fila levantando la mano, ¿y sabes lo más curioso?, todas vestían de negro, menos una. ¿Y eso por qué?, se interesó Hans. ¿Y cómo quieres que lo sepa?, contestó el organillero, ¡era un sueño!

Así como los álamos del río sujetaban peor las hojas, así como las aguas del Nulte empezaban a escarcharse, así como las calles se volvían resbaladizas, los ánimos de Sophie y de Hans tiritaban, perdían firmeza. Cada vez les resultaba más complicado verse a solas. Las murmuraciones ya no eran una posibilidad o una vaga vigilancia, sino una rutina estricta que los acechaba en cada calle, cada esquina, tras los visillos de cada ventana. Antes de detenerse en la posada Elsa y Sophie debían rodearla, acercarse progresivamente a la puerta, mirar en todas direcciones, deslizarse con sigilo. Inconstantes, las citas se acortaban: oscurecía temprano y ellas regresaban antes a casa. A causa del horario o la precipitación, algunas tardes Elsa no podía visitar a Álvaro, lo que empeoraba su humor y su predisposición a encubrir las salidas de Sophie. Ella no siempre lograba mantener la calma con su padre y el trato cariñoso con su prometido. Tampoco Hans podía evitar acordarse de Dessau. Ahora de tarde en tarde discutían.

Yo no he dicho que quiera irme, contestó Hans removiendo las mantas. Antes de conocernos yo siempre viajaba, bueno, sólo quería saber si, llegado el caso, te atreverías a seguir viaje conmigo. Sophie se enderezó, tiró de la manta hacia su lado y dijo: Llegado el caso no me quedaría más remedio que recordarte que estoy a punto de casarme y que no puedo dejar solo a mi padre, y mucho menos causarle un escándalo. No lo olvides, te lo he dicho muchas veces: no es tan fácil salir de aquí. Al fin y al cabo, igual que yo podría irme contigo no sé adónde, tú también podrías seguir en Wandernburgo para estar conmigo, ¿no?, lo digo llegado el caso.

Se despidieron en círculos, sin darse ningún beso concluyente, como quienes ignoran cuándo volverán a encontrarse. Junto a la puerta, él se ofreció a acompañarla hasta la fuente barroca. ¿Salir juntos?, dijo ella, ¿estás loco?, ya hay bastantes habladurías, es mejor que vaya sola como siempre. Pero ahora es distinto, insistió él, está más oscuro y hay menos gente en la calle, puedo ir detrás de ti disimulando, sólo son unos minutos, si nos cubrimos bien nadie va a reconocernos. Amor, de veras, contestó ella calzándose los guantes y plegando en tres el chal de cachemira, te lo agradezco, tengo que irme.

Sophie se asoma a la calle del Caldero Viejo. Mira a izquierda y derecha, se ciñe el tocado y echa a andar. El contraste entre la tibieza de sus mejillas y la destemplanza del aire le causa cierto efecto de adversidad en el ánimo. Piensa que Elsa debe de estar impaciente y aprieta el paso. Todavía siente una cosquilla de humedad entre las piernas. Aunque incómodo, ese eco le arranca una sonrisa. Una luna mordida trepa el cielo.

Cerca de la esquina de la calle Ojival, incrustada en la penumbra entre dos faroles, la figura del abrigo largo oye llegar unos zapatos femeninos. Entrecierra los ojos, calcula la distancia, se coloca la máscara. Cuando Sophie cruza la esquina, espera unos segundos antes de despegar la espalda del muro. Se pone en marcha despacio. Sale del callejón del Señor y empieza a seguirla. Camina tras ella sin acercarse. Sophie oye o intuye algún movimiento detrás. Contiene la respiración para afinar el oído: sólo reconoce sus propios pasos, asustados de sí mismos. Sigue avanzando inquieta. Se vuelve a medias. No ve a nadie. Aun así, se da prisa. El enmascarado reduce poco a poco la distancia entre ambos, poniendo extremo cuidado en que sus zancadas golpeen el suelo a la vez que los nerviosos pies de su víctima. En doce o quince pasos, contabiliza, estará lo suficientemente cerca. En diez o doce pasos. En ocho o diez, apenas. A pocos metros de lo inevitable, Sophie tiene la idea afortunada de frenarse bruscamente. Sorprendido, el enmascarado no puede contener un par de pasos en falso antes de quedarse quieto. Ella oye resonar con claridad esas pisadas que no son suyas. Entonces reacciona. Deja caer al suelo todo: la sombrilla plegada, el chal, el bolso inútil. Toma impulso. Y rompe a correr con todas sus fuerzas, chillando a voz en cuello. El enmascarado tiene un instante de confusión: por lo general, sus víctimas tratan de huir cuando él se encuentra a menor distancia. Inicia la carrera contrariado, calculando el tiempo del que dispone hasta el final del callejón. Tras recuperar la mitad del terreno, sospecha que no podrá darle alcance antes de aproximarse peligrosamente a la siguiente calle, que está mucho mejor iluminada. Sin renunciar todavía a la persecución, reduce la velocidad. Sophie gana la esquina de la calle del Alfarero y entra en ella pidiendo auxilio. El enmascarado se detiene en el acto, da media vuelta y echa a correr en sentido contrario, hacia la oscuridad. En ese momento se oye el silbato de un sereno que se acerca agitando su farol.

A la mañana siguiente, Sophie se presentó con Elsa en la comisaría central de Wandernburgo. Las secundaba un adormilado Hans, que acababa de recibir una nota urgente y había salido a toda prisa hacia la calle de la Espuela. Dirección que milagrosamente, siguiendo el plano garabateado por Sophie, había encontrado al primer intento. Frente a la puerta de la comisaría, Hans supo del ataque fallido del enmascarado y apenas logró callar el reproche que de todas formas leyó en los ojos asustados de Sophie. Ella había decidido no decide nada a Rudi, y mucho menos a su padre: hubiera sido el motivo que le faltaba para prohibirle salir de casa. Cuando Sophie terminó de contárselo, Hans la abrazó imprudentemente y ella no se lo impidió. Elsa carraspeó, ambos se separaron. Antes de entrar en la comisaría, Sophie echó un vistazo al aspecto de Hans y le pidió que se quitara el birrete. ¿No te lo habían robado?, le dijo al oído. Sí, contestó él guardándolo, pero tenía otro de repuesto. ¿Y dónde los consigues?, se extrañó ella, ¡llevan años prohibidos!

Herein!, se escuchó al otro lado de la puerta. El gendarme que los había escoltado se apartó para que Sophie, Elsa y Hans ingresaran en la oficina del comisario. El comisario era un hombre indefinido, fofo, del todo olvidable salvo por un detalle sutilmente aterrador: hacía castañear los dientes cuando hablaba, como si su dentadura llegara una fracción de segundo tarde a sus palabras, o como si un apetito incontrolado lo llevase a masticar lo que iba diciendo. Escuchó los balbuceos de Sophie, alzó un brazo para interrumpirla, ordenó que la condujeran a la oficina contigua. Y, entrechocando los dientes, mandó llamar al teniente Gluck y al subteniente Gluck.

Tras descubrirse ante su superior, el joven teniente Gluck puntualizó en voz baja: Teniente, mi señor comisario, ya teniente. El comisario castañeó un «ah» y, dirigiéndose al otro, dijo: Teniente Gluck, estará satisfecho del teniente Gluck. Desde luego, mi señor comisario, asintió el padre, estoy muy orgulloso de mi hi, del subte, del teniente, mi señor comisario, muchas gracias. De nada, teniente, castañeó el comisario, a mí siempre me interesan los progresos de mis hombres. Y hablando de progresos, ¿qué novedades hay en la investigación?, ¿tenemos sospechosos firmes?, la gente está nerviosa, los políticos preguntan. El joven teniente Gluck dio un paso al frente para contestar: Así es, mi señor comisario. ¿No me diga, subteniente?, se interesó su superior. Teniente, comisario, teniente, puntualizó el joven. Bueno, intervino su padre, en realidad no hay nada totalmente confirmado, mi señor comisario, sería conveniente no darlo por seguro todavía, ya sabe usted, con la ansiedad pública que ha generado el caso sería imposible rectificar un error. ¡Al contrario, al contrario!, castañeó el comisario, cuanto antes les demos un culpable más tranquilos nos quedaremos todos. Y opino que es probable que haya sido un judío. ¿Usted cree, mi señor comisario?, se asombró el teniente Gluck. Le recuerdo que hace nueve años, explicó el comisario, ya tuvimos un violador judío. No podemos descartar que este sea el segundo. Entiendo, dijo el teniente Gluck, es una buena hipótesis, mi señor comisario, la tendremos muy en cuenta. Espero, castañeó por última vez el comisario, que lo finiquiten enseguida, tenientes, esto se demora demasiado. Pueden retirarse. Vorwärts!

En cuanto salieron de la oficina principal, el teniente Gluck se arrimó a su hijo para decirle: No debes hablarle así al comisario, un subteniente no puede… Un teniente, insistió el teniente Gluck. Un teniente tampoco, se disgustó el teniente Gluck, y no seas atolondrado. Como usted diga, padre, dijo el teniente Gluck. Teniente, llámame teniente, lo corrigió su padre.

El teniente Gluck interrogaba a Sophie. Su padre guardaba silencio con la mirada perdida en el ventanuco del fondo. El despacho, mucho más pequeño que la oficina del comisario, olía a humedad estancada. El joven teniente tomaba notas de pie y, cada vez que Sophie vacilaba, daba vueltas alrededor del escritorio carcomido. ¿Es todo lo que recuerda?, preguntó arrojando la pluma en el tintero (la tinta tembló, lamió los bordes del recipiente, amagó con rebosar, se aquietó poco a poco), ¿está completamente segura de que no vio ningún otro detalle del agresor?, ¿cabello?, ¿color de piel?, ¿tamaño de las manos?, ¿nada? Ya le he dicho que había poca luz, contestó Sophie, y podrá figurarse que estaba demasiado ocupada huyendo como para fijarme en esas cosas. ¿Y el olor?, intentó el teniente, ¿algún olor en particular, aliento, sudor, algo? No se me acercó tanto, negó ella cabizbaja, de verdad, caballeros, siento muchísimo no poder serles de más ayuda. Lástima, dijo el teniente. Disculpen, intervino Hans, ¿y no se puede hacer nada más?, no sé, ¿y si montamos guardia por las noches fingiendo que paseamos?, me imagino que sus gendarmes no darán abasto, y serenos tampoco se ven muchos. Señor mío, contestó molesto el teniente, ya hemos organizado numerosas guardias especiales sin ningún resultado. Volver a hacerlo ahora serviría de poco, el enmascarado jamás ataca dos días seguidos, ni siquiera dos semanas seguidas. Es extremadamente paciente. Reincide por sorpresa, sin precipitarse. Aparece y desaparece. Como si se lo llevara el aire. Sophie (soltando los largos dedos que había mantenido entrelazados durante el interrogatorio, frotándolos contra las mangas del vestido, acariciando el borde dañado del escritorio) dijo con un nudo en la garganta: Pues ojalá lo atrapen pronto, señores, ayer me escapé por los pelos, pero la próxima vez quizá no tenga tanta suerte, ¡si hubiera tardado unos segundos más, Dios mío, no quiero ni pensarlo! Muy bien, señorita, suspiró el teniente, le agradecemos su testimonio. Puede marcharse a casa. Le sugerimos que redoble las precauciones y nos alegramos de que haya sido tan veloz. En fin, susurró Sophie levantándose, tampoco fui tan rápida, sólo iba advertida, una lee el periódico.

Al escuchar esto último, el teniente Gluck padre (que había permanecido ausente con la mirada fija en el ventanuco) se volvió de golpe para preguntar: Espere, espere, ¿entonces cuándo dice que empezó a correr? Casi sobresaltada por la voz del otro teniente, Sophie dijo: Perdone, ¿a qué se refiere? Le pregunto, explicó él, cuándo inició usted exactamente la huida. Acaba de decir que en realidad no fue tan rápida. ¿Por qué el enmascarado no pudo darle alcance?

Sophie volvió a tomar asiento y les relató de nuevo la persecución, mencionando esta vez la pequeña frenada que le había permitido descubrir que la seguían. Aparentemente entusiasmado, el teniente Gluck padre quiso saber por qué antes había omitido ese detalle. Sophie contestó que no había pensado que fuera importante, y que además todas las preguntas habían estado referidas a su perseguidor y no a ella misma. El teniente le rogó que reprodujera la situación de ambos en el callejón con la mayor exactitud posible, y calculase la distancia aproximada que los separaba en el momento en que ella había soltado sus cosas y echado a correr. Tras escucharla con los ojos cerrados, el teniente insistió: ¿Está segura de que la distancia entre los dos era más o menos esa?, ¿y dice que aun así no consiguió alcanzarla antes de llegar a la esquina siguiente? Sophie asintió, pálida. Entonces el teniente Gluck miró al teniente Gluck, dejó caer sus años en una silla y exclamó: ¡Excelente, excelente! Hijo mío, ahora sí. Señorita, es usted un encanto.

Repartidas por los rincones, dobladas entre repisas, extendidas a lo largo del edredón naranja, apiladas encima de la cómoda, separadas por cajas y tamaños, las prendas del ajuar de novia invadían la alcoba de Sophie. Elsa, que desde hacía meses cumplía con la tarea de recolectarlas, enumeraba cada pieza y revisaba la lista. Apoyado en el marco de la puerta, tirándose de las puntas del bigote como quien iguala unos cordones, el señor Gottlieb supervisaba el recuento. Sentada en un rincón, Sophie bostezaba con disimulo.

A ver, recapituló Elsa, la lencería: medias de hilo y de seda, lisas y con calados, enaguas, subcorsés, hasta aquí bien, los complementos, puños, cofias, bordados de camisolines, yo diría que tres juegos de docena serán suficientes, ¿no, señor? ¡Pero qué dices!, contestó el señor Gottlieb, ¿cómo tres?, deberían ser cuatro como mínimo, ¡qué digo cuatro, habría que contarlo todo por seis docenas! (padre, intervino Sophie, no exagere, ¿para qué gastar tanto?), hija querida, no estamos aquí para escatimar gastos sino para hacer las cosas como es debido, ¡tú te mereces eso y mucho más!, y descuida, que cuando seas una Wilderhaus no hará falta preocuparse del ahorro, en fin, Elsa, seis docenas entonces, continúa. Como usted disponga, señor, recitó Elsa: batas de tul claro para verano, de muaré oscuro para invierno, camisolas varias, zapatillas de raso, sí, correcto, sábanas de brocado y damasco, fundas de organdí para almohadas (¿organdí?, dijo Sophie, ¿para las almohadas?), así dormirá usted más cómoda, señorita, cobertores, cobijas, toallas de baño, toallitas de aguamanil, faciales, de reserva para invitados tres, digo seis docenas, ¿no?, está todo, faltarían tres de cada. (Insisto, protestó Sophie, en que no necesito ni la mitad, esto es absurdo.) Me duele, hija, mucho, la reprendió el señor Gottlieb, que hables así sabiendo durante cuántos años ha ahorrado tu padre para este momento, y conociendo las privaciones que pasó tu madre, a quien Dios tenga en su gloria, que tan dichosa se hubiera sentido viendo la abundancia de la que gozarás. Yo sólo quiero, hija, ¿tan difícil te resulta entenderlo?, que jamás te falte nada para poder tener una vejez en paz, con la conciencia tranquila y mi deber cumplido. Y la ingratitud no es, Sophie, la mejor manera de retribuirme ese esfuerzo. ¿Algo más, Elsa? (Vencida, Sophie guardó silencio y dejó caer los brazos.) Sí, reanudó Elsa, tres trajes entallados, un abrigo de nutria, una estola de marta, cuatro sombreros nuevos, ¿está bien dos de pluma y dos de flores, señor? No lo sé, dudó él, dóblalo todo por si acaso. Como usted disponga, señor, recitó Elsa, ¿y las marcas?, ¿qué hacemos con las marcas de la señorita?, ¿punto de cruz con hilo blanco? Nada de punto, la corrigió el señor Gottlieb, ¡bordado, todo bordado! (pero yo bordo mal, padre, le recordó Sophie), ¡que lo haga Elsa, demonios, que para eso está!, y vayamos terminando, que pronto llegarán los invitados.

A mitad de la tarde Hans se fijó en la leña que ardía en la chimenea de mármol: la encontró escasa para las dimensiones de la sala. Mirando en derredor, le pareció que las bujías eran menos blancas y olían quizá peor, por lo que sospechó que serían de una cera más barata que de costumbre. Los zapatos de charol de Rudi Wilderhaus crepitaron, sus hombros puntiagudos se crisparon y, por un instante, Hans creyó ver en él un candelabro de dos brazos. Sólo entonces volvió a escuchar sus palabras, a las que hacía rato no prestaba atención: Poco más de dos meses, pronunció Rudi. ¿Apenas?, se entusiasmó la señora Pietzine, ¡dos meses pasan volando! Sonriendo con satisfacción, Rudi le tomó una mano a Sophie, que se la cedió blandamente, y anunció: La luna de miel será en París. ¡Oh, mis queridos, oh!, redobló su emoción la señora Pietzine. Hans le rozó un codo a Álvaro. Este le susurró al oído: ¡Coño, qué original! La señora Pietzine interceptó la mueca sarcástica de Hans y levantó la voz: Niña mía, los hombres jamás entenderán lo que significa la ceremonia para nosotras. Entrar en la iglesia de blanco, entre los acordes del órgano. Avanzar tomada del brazo, en medio de la nube de incienso. Contemplar de reojo a todos nuestros amigos y parientes reunidos por única vez, sonriéndonos entre lágrimas. Los hombres no pueden ni siquiera imaginar la intensidad del sueño que acariciamos desde jóvenes. Pero años después, querida, créeme, ese termina siendo el gran recuerdo de nuestras vidas, del que una no olvida el menor detalle: los mosaicos de flores, los cirios ardiendo, el canto de los niños del coro, la voz del sacerdote, el anillo en el dedo temblando, la bendición sagrada y sobre todo, ¿verdad, querido señor Gottlieb?, el abrazo del padre orgulloso. Hans intentó cazar los ojos de Sophie en el espejo. Ella los desvió manteniendo una sonrisa vacía.

La voz cúbica del profesor Mietter lo devolvió a la tertulia. ¿Y usted, Herr Hans, qué opina?, dijo el profesor, ¿coincide con Pascal? Sin saber si ironizaba, Hans optó por contestar: Si lo dice Pascal, no tengo inconveniente. Creo que Pascal dijo también que casi nadie sabe vivir en el presente. Eso me pasa a mí, así que les ruego que disculpen mis distracciones. Hablábamos, lo socorrió Sophie, de si Pascal tenía razón en que es peligroso hacerle ver al pueblo que una ley es injusta, porque el pueblo obedece las leyes precisamente por creerlas justas. Ah, improvisó Hans, mmm, una idea profunda, y quizá falsa, ¿no?, quiero decir que muchas leyes justas nacen después de que los pueblos se rebelen contra una ley injusta. Eso depende, dijo el señor Levin, eso depende. Con su permiso, intervino Álvaro, me gustaría citar un pensamiento de Pascal que encuentro deliciosamente republicano, «el poder de los reyes se fundamenta en la locura del pueblo», creo que eso nos aclara la cuestión de la ley. Válgame Dios, se lamentó el profesor Mietter enderezándose la peluca, ¡Pascal se merece algo más que demagogias!

El profesor Mietter parecía sediento de debate, exasperadamente dialéctico. Fíjese usted que el otro día, Herr Urquiho, contaba ahora el profesor, estuve repasando la traducción de Tieck del Quijote, que para serle sincero no encontré tan superior a la de Bertuch (¿cómo que no?, reaccionó Hans, ¡si Bertuch le cambió hasta el título! ¿De veras?, se sorprendió Álvaro, ¿y cómo le puso? ¡Vida y milagros del sabio terrateniente don Quijote!, contestó Hans, imagínate qué espanto. Y qué malentendido, agregó Álvaro, porque Alonso Quijano apenas posee tierras, y además tiene la virtud de fracasar en cada milagro que se propone. El único milagro, rió Hans, fue el de Bertuch, que aprendió español traduciendo el Quijote), puede ser, caballeros, puede ser. De todas formas, no me digan que no es gracioso que un romántico militante como Tieck haya traducido un libro que parodia todos sus idealismos. La traducción más acertada para mí es la de Soltau (demasiado anacrónica, negó Hans), alles klar, lo felicito, es usted más minucioso que yo, en fin, a lo que íbamos, el otro día releyendo el Quijote pensé: ¿no es don Quijote un conservador al fin y al cabo, un conservador en el mejor de los sentidos?, ¿por qué lo identifican con un héroe revolucionario, si lo que más añora es que la historia se detenga y el mundo vuelva a ser como antes, si en realidad es un nostálgico del feudalismo? (ah, despertó Rudi cerrando su cajita de rapé, ¡por algo lo llamaron sabio!), por otra parte, caballeros, para mí el discurso más brillante de todos, no sé qué opinarán ustedes, es el de las armas y las letras (estimado profesor, bromeó Hans, espero que no lo defraude saber que casi estamos de acuerdo), ¡caramba, joven, qué excepción tan grata! En ese discurso don Quijote refuta una división que por desgracia sigue vigente: la potencia física por un lado, la intelectual por el otro. Incluso me atrevería a decir que la cosa ha empeorado, porque hoy las letras mismas han sido divididas entre artes y ciencias, lo que prueba una vez más la decadencia de Occidente. ¿Cómo separar la sensibilidad del raciocinio?, ¿y cómo negar que una preparación física deficiente perjudica el entendimiento?, yo, por ejemplo, leo mucho mejor después de hacer gimnasia (pero don Quijote, objetó Hans, no hablaba de la fuerza física sino de la bélica), se equivoca, hablaba de ambas, que además son la misma, la guerra es tan necesaria para la paz de los pueblos como la fuerza física para la paz del espíritu (no nos venga con eso, dijo Hans, las guerras no se hacen para darle paz al pueblo, y la fuerza rara vez se utiliza para bien del espíritu. Bueno, intervino Álvaro, en eso el profesor tiene razón, algo así dice don Quijote en el discurso de las armas y las letras, ¿no?, «las armas tienen por objeto la paz, y esta paz es el verdadero fin de la guerra». Dicho así, contestó Hans disgustado, lo firmaría la Santa Alianza), ¡o Robespierre, Herr Hans, o Robespierre! (es que a mí, profesor, se enfadó Hans, Robespierre me asquea tanto como Metternich. ¿Qué?, se exaltó Álvaro, ¿estás hablando en serio?), caballeros, no saben cuánto me divierte verlos a ustedes dos discrepando (por favor, amigos, se deslizó Sophie, no perdamos la calma, estas reuniones sirven justamente para discrepar, de lo contrario no tendrían sentido. Les ruego que no se alteren. En cuanto a ese admirable discurso, desde mi inmensa ignorancia quisiera recordarles que quien compara las armas con las letras, nuestro héroe de la Mancha, se hace caballero por virtud de las letras, no de las armas. Y por cierto habla mucho más de lo que pelea, y antes que batallas gana discusiones. Elsa, cielo, ¿nos traes las pastas?).

Ah, no, disculpe usted, precisaba el profesor, si hablamos de Calderón hablamos de un poeta antes que de un dramaturgo, esto es algo evidente si se estudian los versos de sus dramas, siempre están muy por encima de la acción. Por otra parte, dicho sea con todos mis respetos, lieber Herr Gottlieb, porque sé que usted lo aprecia, en las flores poéticas de Calderón hay demasiada agua bendita. Una cosa es la fe y otra el furor litúrgico. Caramba, profesor, dijo Álvaro, ¡qué tarde tan española tiene! Tan española, contestó el profesor Mietter, como la confusión que acabo de mencionar. No se lo niego, sonrió Álvaro, no se lo niego. Para poetas católicos me quedo con Quevedo, que podía ser reaccionario pero jamás beato, ¡Dios mío, y con perdón, qué maldad maravillosa la suya! Lo que me impacienta de Calderón son sus autos sacramentales, ¡esos ricos y pobres iguales en la muerte, esos reyes unidos al final con sus vasallos!, ¿qué hubiera dicho Sancho Panza de El gran teatro del mundo? Estimado amigo, dijo con gravedad el profesor, es que si algo nos iguala, eso es la muerte. Es una verdad irremediable, y una idea teatral poderosa: escuchar a los muertos si pudieran saber qué les espera. Sólo politizando la filosofía se puede dudar de semejante cosa. Mire, contestó Álvaro, si el mundo de los vivos es un teatro, entonces Calderón se olvidó de describir las bambalinas. Tanta curiosidad por el más allá disimula las evidencias del más acá. Fíjese que Cervantes hizo justo lo contrario en el Quijote: conmovernos con las desigualdades, las injusticias terrenales, las corrupciones cotidianas. En cambio la muerte del personaje, y lo que pase después, apenas importa. Cómo no va a importar, objetó el profesor, ¡si Quijano se retracta mientras agoniza! Quijano se retracta, dijo Álvaro, pero don Quijote no.

Qué interesante, intervino la señora Pietzine, ¡yo adoro el Quijote! No lo he leído entero, pero hay episodios encantadores. Y usted, querido señor Urquiho, como lector español, ¿con quién se quedaría?, ¿con don Quijote o Sancho?, ¡espero no ponerlo en un aprieto! Señora, dijo Álvaro, no hay elección posible, la historia los necesita a los dos, y ninguno tendría sentido sin el otro. Don Quijote sin Sancho parecería un viejo sin rumbo y no sobreviviría ni una semana, y Sancho sin él sería un gordito conformista y perdería la curiosidad, que es su mayor tesoro. De acuerdo en todo, observó Hans, menos en una cosa: don Quijote no tiene rumbo, y ese es su secreto. «Prosiguió su camino», ¿te acuerdas?, «sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras». Si no hay caballero sin escudero y viceversa, sin Rocinante no habría libro. Qué interesante, se admiró la señora Pietzine, ¡y estas pastas están de-li-cio-sas!, Sophie, querida, felicita a Petra de mi parte. Ah, se burló Rudi con una mota de rapé en la punta de la nariz, ¡por fin un comentario razonable!

Después de varios días de fiebre, toses y náuseas, el organillero accedió a ser visto por un médico. Y conste, cof, había declarado, que lo hago para que tú y Franz dejéis de preocuparos. Hans lo lavó para la ocasión. Los músculos le colgaban como una cuerda suelta.

El doctor Müller llegó en carruaje. Hans lo esperaba al final del camino del puente. El doctor descendió de forma temeraria y se acercó dando saltitos: parecía caminar con los tobillos amarrados. ¿Nos conocemos de algo usted y yo?, preguntó el doctor. No creo, contestó Hans, aunque quién sabe. Qué extraño, dijo el doctor Müller, su cara me resulta familiar. Y casi nunca, no es por presumir, me olvido de una cara. A mí me pasa al revés, dijo Hans guiándolo a través del pinar, yo confundo las caras todo el tiempo.

Entraron en la cueva. Lejos de manifestar ningún asombro, el doctor Müller fue directo hacia el jergón del organillero. Lo contempló interesado, asintió varias veces, se echó al cuello un aparatoso estetoscopio (es francés, aclaró), auscultó al paciente y anunció: Este buen anciano padece pénfigo. ¿Qué cosa, doctor?, preguntó Hans ansioso. Pénfigo, contestó Müller, no es nada infrecuente. ¿O sea?, insistió Hans. Ampollas, explicó el doctor, ampollas cutáneas, en este caso sobre todo en las manos. Quizás el hombre ha trabajado con las manos, o al menos esa es mi impresión. Correcto, dijo Hans, ¿pero eso qué tendría que ver con su estado? ¿Con las fiebres y las toses?, dijo Müller, oh, poca cosa. Más bien nada. Pero en cuanto lo he visto lo detecté enseguida. Sin dudarlo. Pénfigo. ¿Y lo demás, doctor?, se impacientó Hans. Müller divagó sobre taras nerviosas, hervores, gripes mal curadas, la edad, el mal de huesos. En fin, concluyó el doctor Müller, no es grave. O, ya sabe usted, podría serlo.

Tras examinar con más detenimiento al organillero, el doctor Müller le recetó purgas corrientes de acíbar cada ocho horas. Media docena de ungüentos pectorales, uno por día, descansando los domingos. Enemas atemperantes matutinos, con tripa de gallina para su mejor deslizamiento. Emplastos de bizma por las tardes. Sinapismos de mostaza amarga después de la cena. Vinagre de Pomerania con cada comida. Cataplasmas de alholva para suavizar las digestiones. Cinco gramos de melisa desmenuzada para evitar las náuseas. Diez gramos de marrubio hervido y bien colado para la tos mediana. Cuatro tacitas de bayas de enebro al primer síntoma de tos convulsa y, en cuanto le bajara la fiebre, otras cuatro tacitas de infusión de árnica y culantrillo para facilitar las expectoraciones. Raíz de mandrágora con granos de pimienta macerados para combatir la debilidad. En caso de que el enfermo evacuara demasiado, raíz de bistorta a discreción. Y, si tuviera dolores agudos o antojo de bebida, un cóctel de lilas cocidas en leche y aguardiente. Por último, como recurso extremo ante la falta de mejoría, frotaciones enérgicas de hoja de Celedonia en la frente y en las sienes.

¿No es demasiado, doctor?, preguntó Hans tomando nota. Dígame, se ofendió el doctor Müller, ¿conoce usted el método Reil?, ¿la anatomía experimental de Carus?, ¿los fluidos animales de Mesmer?, bien, entonces, si es usted tan amable, tenga confianza en la ciencia. Eso intento, resopló Hans, ¿alguna otra cosa? No, creo que no, contestó Müller pensativo, o sí, dedíquele al paciente unas cuantas oraciones, que no cuesta ningún trabajo y nunca está de más. En eso, dijo Hans, ya no puedo prometerle nada. Comprendo, sonrió el doctor, despreocúpese, yo tampoco soy hombre de grandes devociones. Lo que ocurre es que a veces los pacientes sienten más alivio con la oración que con el tratamiento.

El viejo parecía dormir plácidamente. El doctor Müller plegó su estetoscopio francés y se enderezó de un salto. Franz emitió dos ladridos. Bien, dijo Müller dando un rodeo para evitar a Franz, misión cumplida, ¿verdad?, en fin, me voy, o sea. ¿Cuánto?, preguntó Hans. Por ser usted, contestó el doctor, cinco florines. El organillero entreabrió un ojo vidrioso e intervino por sorpresa: ¡Hans, cof!, ¡no pases de tres táleros!, ¿me oyes?

Últimamente, cada vez que salía a la calle, Sophie notaba que la observaban. Que estudiaban sus gestos. Que cotejaban lo que veían con lo que habían escuchado. Que le miraban, por ejemplo, el talle. Que le miraban con insistencia el vestido y el vientre, que la escrutaban de perfil como por si acaso. Al principio no estuvo segura. Le costaba distinguir los rumores exteriores de sus temores íntimos, el juicio ajeno de sus propias prevenciones, y trató de convencerse de que no. Hasta que cierta mañana una señora vagamente conocida la había saludado de manera extraña, le había dado los buenos días entrecerrando los ojos, unos ojos pintarrajeados, atentos, y había comentado: Querida mía, la encuentro, cómo decírselo, de lo más saludable, ¿no le parece?, como más generosa y radiante, claro que hoy, ya se sabe, la ropa de mujer la cosen de una forma…

De nuevo en casa, turbada, Sophie había corrido a pesarse en la báscula. Entonces averiguó que no sólo no había engordado, sino que había perdido casi dos kilos desde el verano.

Una tarde, después del almuerzo, Elsa y Sophie salieron con el pretexto de hacer unos encargos para completar el ajuar. En la esquina de la calle del Caldero Viejo se toparon con la señora Pietzine. La señora Pietzine se mostró afectuosa, aunque sin abandonar cierto rictus de preocupación que incomodó a Sophie. Antes de despedirse formó un anzuelo de seda con un dedo índice, indicándole a Sophie que se acercara. Elsa se distanció dos pasos y se puso a contemplar los carruajes que pasaban.

Sólo le pido eso, que lo piense, susurraba la señora Pietzine, no vaya a ser que tire por la borda algo tan prometedor, un futuro tan privilegiado, por un afán insensato. Y no me mire así, se lo suplico, que soy su amiga. No sé si usted me considerará así, pero yo soy su amiga, y como tal le digo, es mi consejo, que procure que no la pierdan las pasiones. Mi apreciada señora, contestó Sophie en tono helado, esas son frases dignas de su confesor. ¡No sea injusta conmigo!, replicó la señora Pietzine con desconocida firmeza, y seamos sinceras de una vez, que es algo muy difícil en esta maldita ciudad. Sí, maldita, y sé perfectamente que usted opina igual. La comprendo muy bien, querida amiga, ¡una chica como usted!, ¡con su carácter!, ¿cómo no voy a comprenderla? No me refiero al pecado, me refiero al tiempo: las pasiones nos pierden, ¿sabe por qué?, porque les damos todo lo que tenemos, lo que hemos tardado media vida en ganar, por una recompensa que dura muy poco. Pero después de esa pasión hay que seguir viviendo, escuche lo que le digo, ¡hay que seguir viviendo, pase lo que pase! Al final, lo único que una tiene es lo que a veces rechaza: la familia, los amigos, los vecinos. No hay otra cosa que dure. Y no lo olvide, Sophie, una no es joven siempre. Todas lo sabemos, claro, pero preferimos no pensarlo hasta que es tarde. Cuando una es joven y alegre no quiere aceptar que su alegría se la debe a la juventud misma, y no a las decisiones imprudentes que va tomando. Pero un día se dará cuenta, ¡escúcheme!, de que ha envejecido. Sin remedio. Y lo que tenga ese día será lo único que tenga hasta el último día. No la molesto más, querida. Buenas tardes.

Tendida junto a Hans, con la frente arrugada y un pezón asomando por encima de la manta, Sophie disipó el silencio. ¿Sabes?, dijo, viniendo a la posada me encontré con la señora Pietzine y me dijo unas cosas terribles. Esa pobre mujer, contestó Hans, es una entrometida, no deberías escucharla. Una no debería escuchar a casi nadie, continuó Sophie, pero no es así de fácil. No es posible vivir como si estuviéramos solos, Hans. Además creo que la señora Pietzine no lo hizo con mala intención, yo sentí que quería ayudarme. Que estaba equivocada, pero quería ayudarme. Sí, claro, resopló él, ¡aquí todos quieren ayudarte a resolver tu vida!, ¡y los que más, los Wilderhaus, con su hijito a la cabeza!

El vientre de Sophie, sobre el que Hans apoyaba una oreja, se endureció de pronto. La escuchó contestar: ¿Cómo te atreves a criticar a alguien que me sigue queriendo a pesar de los rumores? Siempre hablas de largarte, pero opinas de los wandernburgueses como si te incumbieran. ¿En qué quedamos?, ¿estás aquí o no estás? No estoy criticando a Rudi, se defendió Hans, me preocupo por ti. Sabes muy bien que ese matrimonio no es lo que necesita una mujer como tú. ¿Y tú cómo lo sabes?, se indignó ella, ¿o tú también vas a decirme lo que debo hacer?, ¿quién te ha dicho a ti lo que yo necesito? ¡Tú!, gritó él, ¡me lo has dicho tú!, ¡aquí, entre estas cuatro paredes, de mil maneras distintas! Hans, suspiró ella, he llegado a aplazar mi boda por ti. No me hables como si no supiera lo que siento. ¿La aplazaste por mí?, preguntó él, ¿o fue por ti, por tu propia felicidad?

Sophie no contestó. Hubo una pausa. De pronto Hans se oyó a sí mismo decir: Ven a Dessau. ¿Qué?, se incorporó ella. Eso, ven, repitió él, te lo estoy pidiendo. Pero mi vida, dijo Sophie, yo no puedo irme así como así. O sea, dijo él, que no soy suficiente motivo para irte. No entiendo cómo esperas tanto de tu amante y tan poco de tu esposo. Eso es distinto, dijo ella. Yo no tengo expectativas con Rudi, contigo sí, ¿entiendes? Por eso a ti te pido algo, Hans, te pido que te quedes. Me angustia no saber si vas a estar mañana. A ti lo que te angustia, murmuró él, es no atreverte. ¿Y tú qué?, gritó Sophie, ¿eres muy libre o muy cobarde?, ¿a quién le das lecciones? Sé mujer un momento, solamente un momento, y verás qué distinta te parece la valentía, estúpido.

En un pliego manuscrito con prisa, color marrón papiro, no violeta, Hans leyó:

Ojos míos: este es el mensaje de las posibilidades, porque ya no tengo certezas. ¿Te escribiré otra vez? ¿Me escribirás tú? ¿Nos veremos? ¿Dejaremos de vernos? ¿Pensaré lo que escribo? ¿O pensaré escribiendo?

Hasta hace un momento yo quería que, si volvíamos a vernos, ese reencuentro fuera voluntad tuya, que tú me lo pidieras después de estos días de soledad. Mi razonamiento, si es que podía razonar, era que si yo te escribía pidiéndote que nos viéramos, tú habrías acudido (porque habrías acudido, ¿no?) por iniciativa mía y quizá contra tus dudas, nuestras dudas.

Pero resulta que ese razonamiento impecable acaba de romperse. Porque entre ayer y hoy sencillamente he descubierto que, por encima de todo eso, está el deseo de tocarte aunque sea una hora. De tenerte como yo quiera, y no como convenga o sea sensato. Y he descubierto que, si durante estos días he sido ecuánime, era porque en el fondo confiaba en que tú me buscarías, en que mi insistencia no sería necesaria. Me destroza el orgullo admitirlo. Aunque lo más orgulloso que tenemos es la inteligencia, y a ella la ofendía seguir con el engaño. No son exactamente mis sentimientos los que se imponen (mis sentimientos son un laberinto), sino las evidencias. Ingenua, ¿cómo pude estar tan segura de mí? ¿Cómo no vi antes que ese orgullo mío era valioso como un tesoro, sí, pero que ese tesoro también era un regalo de amor que podía darte? ¿Y cómo pude dar por sentado que tú querrías quedarte aquí siempre, incondicionalmente? Me consuelo pensando que lo hice con el mismo empecinamiento con que tú dabas por sentado que, tarde o temprano, yo aceptaría irme contigo adonde fueras.

Aunque sigo creyendo en la intensidad de las cosas, en su fugacidad, es sólo ahora, mientras atardece, cuando acabo de asimilar la idea de que quizá te vayas. No es que ahora lo sepa (lo he sabido siempre), sino que lo he sentido. Y la idea me ha parecido insoportable. No hay nada más insoportable que sufrir en la carne lo que se ha ensayado demasiado en la mente. Puede que mañana por la mañana yo reciba un billete parecido a este, unas líneas en las que tú me pidas que vaya a verte. O puede que cambies de opinión al leer este billete. O puede que ninguna de estas dos cosas ocurra, y los días sigan pasando. O incluso (me estremezco) puede que no leas estas líneas y ya estés en otra parte. Puede ser. Como te decía, este es el mensaje de las posibilidades.

Nada más que decirte. O muchas cosas, pero en otro lugar, en otro momento. Si es posible el amor, te beso aquí o allá, ahora o algún día.

Dueña de sí de pronto, o sea tuya,

S.

Al mediodía siguiente, en un breve billete de estela perfumada y color violeta, Hans leyó:

Tu respuesta me ha devuelto el ánimo. Leerla ha sido como un sorbo de agua en mitad del desierto. Yo también te perdono. Nos vemos en la posada de tres a cuatro y media. Hoy no. Mejor mañana, porque pasado hay Salón y me será más fácil encontrar alguna excusa para salir a buscar cualquier cosa. Eres un descarado. Te recompensaré como es debido. S.

Sophie mordía el aire, aposentada encima de él con las rodillas separadas. Más que hacer el amor, aplastaba uvas. Cada vez que su cadera impactaba sobre el vientre de Hans, ella se propulsaba y ascendía más alto para percutir más fuerte. Debajo de la tormenta, entre abrumado y conmovido, Hans apenas podía reaccionar ante la corriente que lo arrastraba a algún lugar más allá de los dos, fuera de allí, dentro de él.

La chimenea balbuceaba entre chispas. Hans llevaba un rato con la vista clavada en las ascuas. Sophie no hacía nada, lo había absorbido todo. Hans apañó los ojos de la chimenea, giró la cabeza y se quedó mirándola. ¿Pasa algo, mi vida?, preguntó. Nada, contestó ella, no sé si he tenido un orgasmo o un presentimiento.

Elsa se había desnudado del todo, Álvaro no. Ahora él se abrochaba de nuevo el cinturón, metiendo la camisa dentro de los pantalones. Ella terminaba de vestirse a toda prisa y se recomponía el peinado. Álvaro se había quedado sumido en una pesadez soñolienta: le costaba moverse, incluso hablar. Elsa en cambio parecía dispersa, como a punto de decir algo. A él lo inquietaba verla en ese estado después del sexo, le sembraba una duda en su satisfacción. Además sabía que era en esos momentos cuando ella se mostraba más exigente con ciertos asuntos, y cuando más cedía él.

Mira, empezó Elsa, voy a tratar de decírtelo sin rodeos (Álvaro suspiró, se incorporó en el sofá, le hizo notar que la escuchaba), tú dices, y yo te creo, que antes de fundar tu negocio estabas del lado de los trabajadores (antes no, la corrigió Álvaro, ahora también), sí, pero ahora tienes dinero (he cambiado de situación económica, puntualizó él, no de ideas), bueno, lo que tú quieras, en eso te explicas mejor que yo, pero atiende. Lo que yo creo es que, por mucho que digas, tú te avergonzarías un poco de que nos vieran juntos (¿qué tonterías dices?), lo que oyes, tesoro, lo que oyes. Aquí en tu casa de campo parecemos iguales, pero en la calle yo no dejo de ser lo que soy y tú no dejas de ser quien eres (perdona, me ofendes. Y por si todavía no te has enterado, lo que me pesa es la viudez, no nuestra posición. Eso es lo que yo soy, un viudo, ¿tanto te cuesta entenderlo?), ay, Álvaro, claro que no, lo que pienso es que el presente nunca ofende al pasado, ¿no va siendo hora de dejarlo atrás?, quiero decir, ¿no a ella sino a su muerte? (necesito más tiempo, Elsa), tiempo tenemos, mi vida, ¡una eternidad no! (lo sé, lo sé), por ejemplo, ¿cuándo vas a dejarme acompañarte a Inglaterra? (pronto, pronto), ¿pero de verdad pronto? (ya sabes que sí, mi cielo), ¡yo qué voy a saber! (do you speak english enough, princesa?), lo de después de english no lo entiendo, pero voy mejorando (nobody would deny it, dear), sí, nadie lo que tú digas, ¿entonces cuándo voy a conocer Inglaterra? (pronto, pronto…).

Es como si estuviera dos veces exiliado, dijo Álvaro mirando a través de la jarra, la primera por haber venido, y la segunda por haberme quedado. Así me siento, Hans, qué le vamos a hacer. Prost! Y salud.

Según Álvaro acababa de averiguar, las autoridades de Wandernburgo habían estado haciendo gestiones para que el señor Gelding y sus socios considerasen la posibilidad de cambiar de distribuidora textil. Idea que, al menos por el momento, el señor Gelding descartaba. No por lealtad alguna hacia la empresa de Álvaro, sino porque los balances seguían siendo muy satisfactorios y mantener la estructura comercial era lo más aconsejable. Al parecer, desde el ayuntamiento aumentaban las voces que, de manera más o menos discreta, hacían llegar sugerencias al entorno de la fábrica. Los ediles más voluntariosos calificaban la iniciativa de «estrategia de acción por incompatibilidad ideológica». El alcalde Ratztrinker lo denominaba «restablecimiento de la cordialidad empresarial». El señor Gelding prefería llamarlo «el mal humor de los muchachos».

¿Y por qué no vuelves a Londres?, preguntó Hans chocando su jarra con la de Álvaro. Aquí tengo mi casa, contestó Álvaro, y no pienso volver a irme de ninguna parte porque quieran echarme. Pero si decidieras irte por tu propia voluntad, dijo Hans, ¿no estarías mejor allá? Me imagino que sí, suspiró Álvaro, ¿a quién no le gusta Londres? Lo que pasa es que esta ciudad, ¡esta puta ciudad!, tiene, no sé cómo explicártelo. Algún día me largaré.

Pasaba de la medianoche. Las sillas reposaban boca abajo sobre las mesas. En una mitad de la barra algunos parroquianos apuraban el penúltimo trago, mientras un camarero restregaba un trapo mugriento en la otra mitad. Tú mira los cuadros del congreso de Viena, divagaba Álvaro, ¿qué ves?, ¡lo de siempre!, ¡decenas de señores gordos decidiendo el destino de Europa!, ¡payasos protocolarios reunidos para hincharse de comer y decidir la fecha de la próxima reunión!, ¡una legión de señoritos que se miran el anillo y firman en nombre de sus pueblos!, ¡que cruzan las piernas fofas, se frotan los zapatos contra las pantorrillas, miran la barriga del vecino y eructan en voz baja! Oye, dijo Hans muerto de risa, eres peor que Goya. ¡Amén!, eructó Álvaro.

Te digo, dijo Álvaro tropezando en la puerta de la Taberna Central, que aquí va a pasar algo, tiene que pasar algo. ¿Aquí do-dónde?, tartamudeó Hans, ¿en la taberna? ¡No, hombre, no!, contestó Álvaro, ¡en Europa! Cuida-dadito con la puerta, advirtió Hans tirándole del brazo. ¡Cuidadito con Europa!, vociferó Álvaro saliendo a la intemperie. Oye, que me ca-caigo, dijo Hans. ¡Que a lo mejor Europa se cae!, ¡que se agarre, cojones!, insistió Álvaro. Ve-ven, resopló Hans, es por aquí, Alvarito, que te-te me tuerces. ¿Adónde quieres ir?, se desorientó Álvaro. Vamos a ver al viejo, propuso Hans. ¿Ahora?, dijo Álvaro, ¿a la cueva?, ¿no te parece lejos? Pa-para nada, contestó Hans, los lugares no están lejos ni cerca, eso depe-pende, nos po-ponemos a caminar y aparecemos ahí enseguida, si-sígueme, vamos, ¿pero qué haces?, no te sientes ahí, dame un brazo, leva-vántate.

Álvaro no contestó. Tenía la cara oculta entre las manos, sus hombros subían y bajaban.

El día de los difuntos amaneció destemplado, con corrientes que inclinaban las ramas como dándoles un susto. El cielo se cargaba de bultos aguachentos. El aire olía a nieve próxima. El empedrado resbalaba, rociado de algo turbio. Los caballos relinchaban más de lo normal. La plaza del Mercado se había llenado de sombras que la cruzaban en silencio. Sobre el alero de la torre, pegajosas, las agujas del reloj parecían lastradas por alguna polea. La veleta chirriaba sin encontrar su ritmo. A espaldas de la plaza, recién salidos de la misa de Nona, los feligreses desfilaban cabizbajos.

Esa tarde Hans había salido a dar un paseo, menos por gusto que por inquietud: llevaba horas intentando concentrarse, sin poder traducir tres palabras seguidas. Su mente era un cubilete donde se agitaban imágenes, temores y raíces verbales. Lo angustiaba la dificultad del texto, la situación con Sophie y la salud del organillero. Dejándose guiar por el flujo de transeúntes, subió la Cuesta del Lamento hasta verse frente a las rejas del cementerio de Wandernburgo, que nunca había visitado. Contempló la multitud de paños negros, los abrigos a ras de tierra, los velos desplegados, los sombreros de fieltro inclinados hacia delante, los brazaletes oscuros, los zapatos sumidos en su propia negrura, el contraste rebelde de las ofrendas florales. ¿De dónde había salido toda aquella gente?, ¿por qué en Wandernburgo ni siquiera en primavera se veían tantos vivos por las calles como el día de los muertos?

Un mendigo deshecho esperaba limosna con la espalda hundida en el muro de entrada. Los visitantes que pasaban junto a él estiraban un brazo, dejaban caer unos groses sobre su regazo y aceleraban. Era el único día del año en que el mendigo no necesitaba hablar o mirar a sus benefactores. Se limitaba a recibir su caridad medio dormido, casi con indiferencia. El luto, pensó Hans, es desprendido: aspira a comprar una migaja de supervivencia. Hans empezó a revolverse los bolsillos frente al harapiento. El bulto abrió los ojos y gruñó: ¿Cómo está? ¿Quién?, se sobresaltó Hans, ¿yo?, bien, ¿y usted? No, contestó el mendigo sacudiendo la cabeza con fastidio, tú no, el organillero, ¿está mejor? Ah, se sorprendió Hans, bueno, más o menos. Cuando lo veas, dijo el mendigo, dile que su amigo Olaf lo está esperando, no vayas a olvidarte, ¿eh?, Olaf, el de la plaza. Y ya puedes irte, gracias, que me tapas la clientela.

Hans notó que nadie, absolutamente nadie a lo largo y ancho del cementerio de Wandernburgo, ni siquiera al dirigirse a otros, se permitía el menor amago de sonrisa. Semejante unanimidad le pareció inverosímil. En un lugar así, ¿no era tan razonable llorar como reír de puro asombro, reír por el ridículo, el milagro de estar vivos? Pero los concurrentes, más que lápidas, parecían tener espejos delante. Las viudas se afligían con el velo descubierto, ensayaban diversos preámbulos del desmayo. Los señores sacudían sus paraguas con reciedumbre, ejercitaban los hombros, mostraban las mandíbulas. Impresionados por el espectáculo, los niños imitaban a sus padres con toda la gravedad que podían. Cada vez que se alzaba un llanto, otro llanto a su lado aumentaba de volumen. De pronto, entre las siluetas de negro, Hans reconoció el perfil cosmético e hinchado de la señora Pietzine. Al verla en pleno trance derramando lamentos, secándose los lagrimones por debajo de la redecilla, no se atrevió a interrumpirla y siguió de largo.

Sendero arriba se topó con una extraña visión: en una colina apartada, con los ojos cerrados y en silencio, un hombre bailaba solo alrededor de una tumba decorada con crisantemos. Su danza era serena y pasada de moda. En los rasgos del hombre, por encima del recuerdo doloroso, asomaba una intensa gratitud. Hans se alejó pensando que quizá fuera el duelo más sincero de todos los que había presenciado.

Cerca de la salida, mientras se entretenía en leer los nombres y fechas de las lápidas, Hans estuvo a punto de tropezar con un sepulcro cuyos bordes habían quedado disimulados por las malas hierbas. Como surgida de la nada, se oyó una voz a sus espaldas: «Cuidado con los muchachos, je». Era el sepulturero. Hans se volvió hacia él y lo observó con curiosidad. Le extrañó descubrir que era joven (¿por qué uno se imagina que los sepultureros son ancianos?) y bastante risueño. ¿Mucho trabajo, jefe?, dijo Hans por decir algo. No creas, contestó el sepulturero, el trabajo siempre te lo dan los vivos. Aquí los muchachos, a mí me gusta llamarlos así para tomarles cariño, ¿sabes?, aquí los muchachos están bastante tranquilitos, je. Perdone, dijo Hans, quería (¿por qué no me tuteas?, se quejó el sepulturero, ¿tanto miedo doy?), claro, perdona, es la primera vez que vengo al cementerio y quería preguntarte si los días normales viene mucha gente. ¿Mucha, dices?, rió el sepulturero, ¡nadie, nadie!, todo el mundo viene una vez al año, el día de los difuntos. En fin, dijo Hans palmeándole la espalda (una espalda extraordinariamente firme, como de madera), tengo que irme, encantado, mucha suerte. Gracias, lo mismo digo, contestó el sepulturero, si algún día me necesitas ya sabes dónde encontrarme. Espero, dijo Hans, y no te ofendas, no necesitarte. ¡Es cuestión de paciencia, je!, se despidió el sepulturero con un brazo en alto.

A través de la verja, lo primero que vio Hans no fue la altura desmesurada de la copa, ni las calzas de seda transparente, ni la casaca de terciopelo negro: fue la nariz picuda, rapaz del alcalde Ratztrinker descendiendo de una carretela. Mientras el bigote del alcalde se asomaba a la intemperie, un lacayo plegó la capota. En cuanto su excelencia pisó tierra, otro lacayo le extendió una corona fúnebre que el alcalde sostuvo como quien recibe un solemne salvavidas. El séquito avanzó despacio, dejándose saludar. Al pasar junto a Olaf, el alcalde Ratztrinker miró de reojo a un lacayo y este dejó caer un chorro de monedas sobre el mendigo. Buenas tardes, excelencia, murmuró Hans mientras se cruzaban en la entrada. El alcalde detuvo su marcha, le cedió la corona a un lacayo, se rozó el sombrero y le retribuyó el saludo con una demora que a Hans se le antojó sospechosa. Intercambiaron fórmulas de cortesía, mencionaron el empeoramiento del clima, y antes de despedirse el alcalde Ratztrinker dio un paso hacia delante. Miró a Hans de pies a cabeza, le señaló el birrete y dijo en tono casual: Los jacobinos no son bienvenidos en Wandernburgo. Los adúlteros tampoco. Imagínese lo que pensamos de los jacobinos adúlteros. La policía, como es lógico, está inquieta. Buenas tardes.

Llegó a la cueva al mismo tiempo que la noche. El organillero conversaba con Lamberg, que le había traído la cena. Hans se sentó en una roca y tranquilizó el lomo de Franz. Llegas en, cof, le dijo el viejo, en buen momento, estaba contándole a Lamberg lo que soñé ayer (¿y cómo se siente?, preguntó Hans), ¿yo, cof?, bien, muy bien, ¡pareces una madre!, pero atiende, soñé, cof, que estaba solo en el bosque y tenía mucho frío, como si estuviera en pelotas, y entonces me ponía, cof, me ponía a temblar, y cuanto más temblaba más sudaba, ¿raro, no?, pero en vez de gotas, cof, en vez de gotas de sudor me salían sonidos del cuerpo, ¿entiendes?, como notas, y el viento las movía por el bosque, cof, y la música empezaba a sonarme familiar, y yo seguía temblando y sonando hasta que, cof, empiezo a reconocer la melodía que me sale del cuerpo, y justo en ese momento me desperté (de la impresión, ¿no?, preguntó Lamberg), no, no, cof, ¡del hambre!

Hans se echó a reír. Después se quedó muy serio. El organillero estiró un brazo flaco para indicarle que se acercara y preguntó alegremente: ¿Cómo está Olaf?

No, hija, no, le decía al oído el padre Pigherzog mientras el campanario de la torre redonda iba tosiendo los golpes del mediodía con un repiqueteo parecido al de monedas que caían dentro del recipiente de la santa voluntad, hija, serénate, pese a todo es mejor que no se lo cuentes a nadie, nemo infirmitatis animi inmune est, te comprendo, ya hablamos de eso el otro día, ¿recuerdas?, pero por mucho dolor que sientas sólo tú misma podrás redimirlo, eso es lo que nos hace dignos del Señor, la capacidad de convertir el mal en bondad y perdón, claro que no, hija mía, no digo que el Señor quiera que sufras tanto, lo que te digo es que el Señor quiere que ames al final de ese sufrimiento, así la recompensa será mucho mayor. Por eso no debes, hija, contar eso que te ha pasado.

Al pie de la otra torre de la iglesia, la puntiaguda, la señora Levin y Sophie movían los labios, asentían, levantaban los hombros, se defendían del aire frío sosteniéndose el tocado. Unos metros más adelante el alcalde Ratztrinker y el señor Gottlieb retiraban los sombreros de sus cráneos, aunque por la escasa claridad del mediodía pudiera parecer, de lejos, que hacían lo contrario: retirar los cráneos de sus respectivos sombreros. Tras las despedidas, la última frase de su excelencia flotó viscosa, trepó entre las grietas de la torre, escaló los peldaños de la humedad otoñal, se abrió paso entre las nubes planas, se evaporó poco a poco: «… E insisto, señorita, en que se la ve radiante, ¡nada como el entusiasmo de una boda para encender la belleza de una mujer…!».

Aunque había sido apenas un instante, la señora Levin se sentía inmensamente dichosa por el saludo del alcalde Ratztrinker. Sin duda la presencia de los Gottlieb había influido. Pero era, de cualquier forma, la primera vez que el señor alcalde tenía la deferencia de dirigirse a ella y pronunciar su nombre. De reconocerla como ciudadana respetable y aceptarla, por fin, como buena cristiana. Por eso, ahora más que nunca, se sentía con fuerzas para hacer lo que iba a hacer. Lo que hacía algún tiempo le había pedido un vecino suyo que era gendarme. La señora Levin esperó a que pasaran los carruajes y cruzó la calle Ojival. Debía darse prisa. Sólo faltaba una hora para servirle el almuerzo a su marido, que seguía negándose a asistir a misa, y al que había tenido que mentirle para poder volver más tarde a casa. Mentirle a su marido le daba pánico: siempre le parecía que él se daba cuenta. Pero además de miedo, esa mañana ella sentía la euforia de ser útil, de ser por una vez realmente útil para las autoridades. La señora Levin miró a sus espaldas, a un lado y a otro, asegurándose de que nadie la observaba. Aceleró el paso. Se encaminó hacia la calle de la Espuela. Ahora, más que nunca, se sentía con fuerzas.

Ajá, castañeó el comisario. ¿Cabo, ha tomado nota? Continúe.

La señora Levin era, de pronto, un torrente de locuacidad. Apenas conseguía hacer una pausa, salir de su trance cuando el comisario movilizaba la dentadura para hacerle otra pregunta. Algunas preguntas eran fáciles de contestar: actividades profesionales del señor Hans, inclinaciones políticas del señor Hans, amistades del señor Hans, trasiego de libros en la posada del señor Hans, costumbres cotidianas del señor Hans, dudoso civismo del señor Hans. Otras preguntas eran un poco más difíciles o dudosas. Pero esas también las contestaba en el acto la señora Levin, contando con detalle lo que sabía, dando por seguro aquello que sospechaba y fabulando lo que desconociera. Al fin y al cabo no lo hacía sólo por ella: también lo estaba haciendo, aunque él no lo supiese, por el bien de su marido. Quizás algún día el señor alcalde lo saludaría a él también.

El comisario asentía, entrechocaba los dientes, verificaba que las notas del cabo siguieran el ritmo atolondrado del testimonio. De vez en cuando levantaba una mano, hacía callar a esa perra judía y se tomaba unos segundos para pasar a la siguiente pregunta.

Cuando la información reunida fue más que suficiente, el comisario levantó ambas manos con cansancio y dijo sin mirar a la judía: Gracias por venir.

De pie ante el escritorio, el señor Gottlieb terminaba de inventariar la dote: alhajas familiares, abanicos importados, guantes de piel, cepillos finos, frascos de perfume, esponjas de lujo, pomposas bomboneras. Después de cada pausa entre artículo y artículo, Sophie decía «sí» o decía «ya», su padre murmuraba «correcto» y la enumeración se reanudaba.

Cerrado el inventario, el semblante del señor Gottlieb cobró una repentina solemnidad. Dejó la pipa humeante en la mesa, se tiró del chaleco y se irguió como un general listo para emprender la misión definitiva. Le tendió una mano a su hija y la condujo a lo largo del invierno del pasillo. Si Sophie no se equivocaba, iban a los aposentos de su padre: hacía años que no franqueaba sus puertas.

Un sendero de luz rayaba la habitación desde los ventanales hasta la pared del fondo; el resto estaba en penumbra. El señor Gottlieb caminó con lentitud, subrayando cada paso, hasta el inmenso armario de caoba. Giró la doble llave, deshizo la pesada clausura y suspiró tres veces el nombre de su hija. Entonces sumergió los brazos en las profundidades del armario para extraer un resplandor alargado. Sophie reconoció el vestido de novia de su difunta madre. Era un vestido de una ingravidez insólita. Parecía hecho de luz. Estudió la prenda mientras su padre se la ofrecía: la caricia deslizante del raso, el mínimo entramado de organza del talle, el vapor de tul de la falda. Dejando el vestido entre los brazos de su hija como quien cede a un invisible bailarín, el señor Gottlieb dijo: Este es el blanco que le gustaba a tu madre, blanco huevo, blanco original, el más puro de todos, el de la inocencia de corazón. ¡Ojalá ella estuviera aquí para ayudarnos! Niña, niña mía, ¿me harás abuelo pronto? Siento tanto que apenas hayas conocido a tus abuelos. No quiero que a mis nietos les pase lo mismo. Pero ve, hija, ve. Necesitamos saber cómo te queda.

Un cuarto de hora más tarde, Sophie reapareció en los aposentos de su padre con el vestido puesto. Nada más ceñírselo, ella había sabido que era de su talla. Quizá los tres botones de perla le apretaran apenas en la parte posterior. Quizás el lazo dorado le adornase el escote un centímetro o dos por debajo de la altura ideal. Pero era, sin duda, de su misma talla. Elsa la había ayudado a fijar el antiguo corsé que estilizaba su figura, le elevaba el busto y redondeaba las prudentes transparencias del escote. Se había calzado unas medias de seda bordada y unas zapatillas de cintas forradas en raso. Antes de salir al pasillo, al mirarse en el espejo, una cosquilla rara, como de aguja, le había estremecido la curva de la espalda.

Un cuarto de hora más tarde, cuando Sophie reapareció en los aposentos de su padre con el vestido puesto, el señor Gottlieb no dijo nada. No dijo nada al principio y se quedó mirándola, mirando a través de ella como otean los miopes o acechan los ciegos. Se quedó quieto, atrás, ausente, hasta que de improviso desmesuró los ojos, ensanchó las pupilas, entreabrió los labios y opinó tardíamente: Es exacto, mi amor, exacto.

Hacía mucho, desde niña, que Sophie no escuchaba a su padre llamándola mi amor.

Después el señor Gottlieb dijo: Ven, hija, mi vida, acércate, mi amor.

Sophie avanzó hacia su padre. Se detuvo a dos pasos de él. Se dejó abrazar, inmóvil.

Tienes, dijo su padre, los hombros de tu madre.

Sophie se mareó un poco. En aquella habitación faltaba aire. El vestido de novia le oprimía el estómago. Como los brazos de su padre.

Tienes, dijo su padre, la cintura de tu madre.

El vestido blanco se reflejaba entero en el espejo del armario.

Y tienes, dijo su padre, la misma piel de tu madre.

El aire, el vestido, el espejo.

Como emergiendo de un pozo, Sophie retrocedió impulsándose con los brazos.

Pero no soy, dijo ella, igual que mi madre.

Los labios del señor Gottlieb volvieron a ocultarse tras los bigotes. Sus facciones se ablandaron. Sus pupilas se redujeron.

Hija, murmuró él, qué joven, pero qué joven eres (no diga eso, padre, contestó Sophie, a usted también le queda juventud), no, a mí ya no (claro que sí, padre, dijo ella), no son sólo los años, hija querida, es el daño, ¿sabes?, tú tienes mucha juventud por delante porque, ¿cómo decirte?, todavía tienes la sensación de estar intacta, y se nota que tienes la esperanza de seguir estándolo. Cuando se pierde eso, la sensación de estar intacto, tengas la edad que tengas, la juventud se termina, no sé si me entiendes. Y yo te quiero tanto.

Poco después los lacayos de Rudi llamaron a la puerta. La berlina esperaba en la calle del Ciervo.

¿Te pasa algo, querida?, preguntó Rudi retirando con un dedo las motas de rapé de su levita aterciopelada. ¿A mí?, contestó Sophie volviendo en sí, nada, ¿por? Por nada en particular, querida, dijo Rudi despidiendo una ola cítrica, o quizá porque llevo un buen rato intentando acordar de una vez el menú nupcial contigo, y tú apenas me contestas. Ah, dijo ella, ya sabes que a mí esos detalles no me preocupan mucho, decide tú, de veras. ¿No te preocupan mucho?, puntualizó él, ¿o no te importan en absoluto? Bueno, replicó ella, ¿y cuál sería la diferencia? ¡Cochero!, exclamó Rudi dando tres golpes en el techo, ¡pare aquí!

No pares, gemía ella, o lo pensaba. Pero el vaivén de Hans se detuvo, como si acabase de recordar algo. Algo que lo alejaba de la habitación y, al mismo tiempo, le permitía contemplarla con claridad. Ahí estaban los dos. Él se veía. Ella también.

Perpendiculares sobre el catre, él de costado y con las piernas pasando por debajo de las piernas de ella, ambos se vieron asaltados por la misma visión, la misma sin saberlo. Vieron dos torsos en L sumergidos en agua, como si se hubieran sorprendido fornicando con el propio reflejo, luchando por poseerlo y distinguirse de él. Como si, en su empuje opuesto, ninguno de los dos reconociera su final o su comienzo, y ya no supiesen si eran dos o estaban solos. Como si no pudieran descifrar al otro contemplándolo, contemplándose mientras se entregaban. Al gritar a la vez, con el temblor, la imagen se deshizo. El agua se aquietó. Se disolvió el azogue. Sus cuerpos quedaron fríos.

Después de dejar la mansión para emprender su habitual paseo en coche, en la acera derecha de la avenida Regia, a unos metros de la esquina con el Paseo de la Orla, Rudi lo vio pasar. Lo vio pasar con su birrete agitador, su levita vulgar, su pañuelo mal anudado, caminando a ese irritante compás suyo entre la distracción y el desafío, en parte descuidado y en parte medido, un poco al modo de su cabellera suelta, como si, al abandonarse a su capricho, no dejara de saberse observado. Lo vio a través de la ventanilla, estuvo a punto de alterarse, respiró en busca de cierta serenidad. Dio tres golpes pausados en el techo del coche, se dejó mecer por la cadencia de la frenada, deslizó las nalgas a lo largo del paño. Esperó a que el cochero abriese la portezuela, giró la cadera con gracia, dejó caer las botas sobre la escalerilla desplegada. La pisó con un tenue crujido de charol, echó hacia atrás el fornido torso para compensar la inclinación del coche, ganó la acera sin mancharse de barro las calzas. Se acercó a Hans por la espalda, siguió su ritmo durante varios pasos, extendió una zancada. Clavó el tacón afilado, amortiguó el estiramiento, juntó los flexibles tobillos. Elevó un brazo enguantado, lo extendió hacia Hans, posó un dedo en su hombro. Y cuando Hans se volvió hacia él, sin pronunciar palabra, le propinó un soberbio puñetazo en la cara.

Hans cayó como un muñeco y quedó tendido en la acera. Intentó incorporarse. Rudi le ofreció un brazo, lo ayudó a ponerse en pie y lo golpeó de nuevo. Dos veces más. Una con cada puño. Un puño en cada pómulo. Hans volvió a derrumbarse. Durante esta segunda caída, entre los clavos del dolor y el chisporroteo en la cara, alcanzó a darse cuenta. Recibió desde el suelo seis o siete puntapiés cortos, exactos, de charol. No intentó defenderse. Tampoco hubiera podido. Notó, entre el vendaval, que Rudi no intentaba destrozarle los huesos: elegía las partes blandas, le buscaba el estómago, eludía las costillas. Lo golpeaba con asombrosa fuerza pero sin perder el orden, como quien comunica un mensaje con tambores. Hans respondió al castigo tratando de no ahogarse ni aullar demasiado. Concluida la paliza, además del miedo, el sabor a bilis y el anillo de ardor en la cabeza, Hans sintió una humillante arcada de comprensión.

Algo agitado, Rudi revisó sus guantes para comprobar que no se habían ensuciado. Se felicitó por haber evitado la nariz o la boca: esa clase de impactos convierten al vencido en aparatosa víctima, y para colmo ensucian innecesariamente. Sosegó el pulso, se emparejó las mangas, corrigió la altura del mentón. Se percató de que había perdido su sombrero de hebilla, lo recogió del suelo doblando la cintura, se dedicó a soplarlo con delicadeza. Se encasquetó el sombrero, dio media vuelta, regresó al coche. Divisó a un gendarme a caballo, se detuvo a esperarlo, le hizo una seña al cochero.

El comisario lo recibió con una fofa mueca de interés, como si la visión de las heridas de Hans lo hubiera despertado de una siesta. Descolgó la mandíbula y en su boca sucedió algo parecido a una sonrisa. Antes de empezar a hablar entrechocó los dientes, emitiendo un sonido de dominó desparramado. De pie junto a la puerta, el gendarme que había arrestado a Hans desvió la mirada hacia el techo. Allí contó seis grietas, cuatro bujías inútiles y tres arañas tejiendo.

¿Otra vez por aquí?, castañeó el comisario, no pierde usted el tiempo, le gusta divertirse.

El comisario lo interrogó durante media hora. En el curso del interrogatorio, Hans pasó de ser usted a llamarse forastero. Al preguntar por Rudi, Hans fue informado de que el señorito Wilderhaus había sido eximido de cualquier proceso por tratarse de una cuestión de honor. Él, sin embargo, debería permanecer retenido durante algunas horas para dar cuenta de su relación e incidente con el ofendido. ¿El ofendido?, se asombró Hans. Viendo que el forastero se resistía a colaborar, el comisario ordenó que pasara la noche en el calabozo para que se le refrescasen las ideas.

El calabozo en sí no daba ningún miedo: era más feo que intimidatorio. Un simple cubo sumido en la oscuridad. No estaba más sucio que la morada del organillero. Era, naturalmente, frío.

Y sobre todo húmedo, como si las paredes hubieran sido untadas con una mezcla de vapor y orina. El jergón tampoco era peor que otros. Aunque, por precaución, Hans prefirió retirar la colcha. El carcelero que vigilaba el calabozo mostraba cierta afición por los eructos y tenía un peculiar sentido del humor. No parecían importarle las detenciones ni nada de lo que ocurriera en la comisaría. Él simplemente abría y cerraba la jaula. Lo demás, según dijo, no era cosa suya, ni le pagaban lo suficiente como para preocuparse. Cuando Hans le preguntó si podía emplear la bacina como asiento, contestó encogiéndose de hombros: Mastúrbese, si quiere. Pero después añadió: Eso es lo que hacen todos con esa bacina. Hans la soltó en el acto y se acurrucó lo mejor que pudo.

Al principio a Hans le extrañó que el carcelero insistiera en darle de cenar. Incluso sus bromas crueles (si a uno lo ajustician, había dicho el carcelero, mejor que lo sorprendan con el estómago lleno) le resultaron graciosas. Hans devoró el pan salado, el trozo de tocino y la salchicha. A continuación, con inesperada diligencia, le fue concedida una segunda hogaza de pan salado. Pronto comprendió la razón de semejantes atenciones: el carcelero tenía instrucciones de no ofrecerle agua. No es nada personal, le dijo, y no se queje, que podría ser peor. ¿Qué esperaba?, ¿que lo atáramos?, ¿que le pegáramos?, ¿que lo colgáramos de los pies? No sea idiota. Aquí economizamos esfuerzos. Sufra un día entero de sed. O firme la declaración y váyase.

A medianoche lo despertó un alguacil golpeando los barrotes con una porra. Sin dejar de beber agua y derramarla ostensiblemente, el alguacil instó a Hans a reconocerse por escrito culpable de provocación y disturbios en la vía pública, a cambio de liberarlo de inmediato. Cada vez que Hans se negaba, el alguacil se volvía hacia el carcelero exclamando «¿has visto?», «¿te das cuenta?», «¿qué me dices?». A lo que el carcelero replicaba «dicen que ha estudiado en Jena», «es toda una eminencia» y cosas por el estilo. Si Hans invocaba las leyes o exigía un abogado, el alguacil repetía entre risas «¡un abogado!» y el carcelero apostillaba «¡qué maravilla!».

Antes de irse, molesto por la terquedad del preso (que en su fuero interno empezaba a asustarse de verdad), el alguacil le dijo: ¿Leyes?, ¿me hablas de leyes?, voy a recordarte cómo funcionan las leyes. Fritz Reuter se pasó dos años encerrado por mostrar una bandera negra, roja y amarilla. A Arnold Ruge lo condenaron a quince años por sospecha de pertenencia a clanes subversivos. Varios camaradas tuyos se han suicidado en sus celdas. Otros piden trabajos forzados con tal de beber agua o ver el sol. En la región del Harz la mutilación es legal. No es el único sitio. Por si no lo sabías, en este principado la pena capital puede ejecutarse con hacha. Se decapita a los campesinos que roban. Muchos pagan ocho groses para verlo. Hacen bien. Hay cosas edificantes. No sé si me he explicado. Esa es la ley. Esa es la realidad, hijo de puta. Buenas noches.

A la mañana siguiente, al ir a despertarlo, el carcelero lo encontró con los ojos abiertos. A través de los barrotes se colaba una luz espesa y grasosa como un caldo. Un cabo muy joven lo llevó ante el comisario, que no se había cambiado de ropa o se había puesto la misma. ¿Se encuentra más tranquilo el forastero?, lo saludó el comisario, ¿ha reflexionado?, ¿ya está en disposición de completar el trámite? Temeroso, contrariando las dudas que lo abrumaban, Hans se negó de nuevo a firmar la declaración. El comisario ordenó reingresarlo en el calabozo. Al fondo del cubo, Hans lloró en silencio. Minutos después el carcelero abrió las rejas y lo dejaron en libertad.

Hans abandonó desconcertado la comisaría. Álvaro lo esperaba en la esquina de la calle de la Espuela. ¡Por fin!, dijo, esto empezaba a tardar. ¿Cómo has conseguido que me suelten?, lo abrazó Hans. Fácil, contestó Álvaro, pagando la fianza. Ah, ¿pero había fianza?, se sorprendió Hans. Y no era demasiado alta, dijo Álvaro, ¿qué, no te lo dijeron? ¡Adivina!, resopló Hans, en fin, ¿a ti qué te contaron? Vine a primera hora, explicó Álvaro, y me dijeron que tenía que esperar porque estabas firmando una declaración.

Atravesaron cabizbajos la calle del Alfarero, zigzagueando hasta el Café Europa. Bueno, lo palmeó Álvaro, ¿cómo te sientes? ¡Como una rosa, hombre!, dijo Hans, sólo querían intimidarme. ¿Y lo lograron?, sonrió Álvaro. Bastante, contestó Hans.

Con el segundo café, la somnolencia de Hans dio paso a esa lucidez quemante que asalta a quienes han pasado la noche en vela. Le narró a su amigo la paliza en la avenida Regia, el interrogatorio del comisario, el arresto en el calabozo, la conversación con el alguacil. ¿Duele?, preguntó Álvaro señalando su pómulo inflamado y su nariz enrojecida. Hans se disponía a responderle cuando reparó en uno de los jugadores de las mesas del fondo: entre los chasquidos de las bolas de billar, Rudi le sonrió con sorna. Mira quién está, murmuró Hans apartando la vista y descubriendo que lo hacía con miedo. Señorito imbécil, gruñó Álvaro, ¡voy a decirle que lo espero a las ocho en el puente, a ver si tiene honor! No te pongas heroico, dijo Hans, pídete un té de hierbas. Te digo que lo reto, insistió Álvaro, y te, ¡suéltame el brazo!, ¡suéltame! Hans calmó a su amigo. Tampoco le costó tanto: lo que menos le convenía a Álvaro era un conflicto con los Wilderhaus. Cuando se levantaron para irse, el camarero les comunicó que el señorito Wilderhaus había pagado la cuenta.

En cuanto lo vio entrar, el posadero salió con desacostumbrada agilidad del mostrador. ¡Hoy ya es jueves!, lo recibió con gesto preocupado. Y tomándose la barriga como quien alza un saco de legumbres, agregó: Esta mañana unos gendarmes han subido a su habitación (¿cómo?, se alarmó Hans, ¿y usted lo permitió?), ¡oiga, que llevaban bayonetas!, traté de detenerlos, pero imagínese, subieron a registrar sus cosas (¡mierda!, exclamó Hans llevándose las manos a la cabeza), pero alcancé a pedirle a Lisa que escondiera su arcón en la número cinco, que está vacía. No, no me dé las gracias. Usted aquí siempre ha pagado.

Y un cliente, señor, es un cliente.

Hans subió las escaleras a toda velocidad. En un rellano tropezó con Thomas, que se agachó como un felino, pasó entre sus piernas, le tiró de las perneras del pantalón y huyó escaleras abajo.

Entró en su habitación y se quedó observándola. Las sillas estaban volcadas, medio colchón asomaba fuera del catre, la maleta estaba abierta y con la ropa desparramada, la tina había cambiado de rincón, los papeles del escritorio estaban en desorden, la leña había sido desalojada de la chimenea. Revisó a fondo el cuarto y comprobó que los gendarmes no se habían llevado nada importante, salvo algún dinero que tenía guardado en la maleta dentro de un calcetín. El único daño grave era la acuarela, que recogió del suelo y cuyo espejito se había partido en varios pedazos. Salió al pasillo, se aseguró de que no había nadie y corrió a la habitación contigua: aliviado, encontró su arcón debajo de la cama, detrás de unas escobas y barreños que Lisa había dispuesto a modo de camuflaje.

Más tarde, tras un buen baño, un almuerzo y una siesta, Hans salió a buscar un coche y se dirigió a la cueva. Franz, que llevaba todo el día merodeando el jergón, lo recibió con la algarabía del centinela que ve llegar a su relevo. Hans encontró al organillero bastante debilitado. Tenía fiebre y los ojos hundidos. Los ojos, dijo el viejo, cof, me duelen, y tengo, cof, tengo un mareo que me tira de las orejas, como si flotara. ¿Ha estado solo mucho tiempo?, preguntó Hans. Solo no, dijo el organillero, Franz me cuida, cof, también ha estado Lamberg, cof, me ha traído comida. ¿Y se siente mejor?, dijo Hans. Ven, contestó el viejo, cof, ven, quédate un rato cerca.

El jueves por la tarde Hans recibió un billete color marrón papiro. El mensaje era escueto y de caligrafía un tanto rígida para el pulso de Sophie. Eso, conjeturó, significaba que lo había escrito contra su voluntad, o al menos obligándose a sí misma a decirle lo que le decía: que mañana mejor no asistiera al Salón.

Antes de la firma Hans leyó sin embargo la palabra amor.

Y debajo de la firma, una posdata:

P. S. Creo que ya sé por qué Lucinde no tuvo segunda parte.

Hans arrugó el billete y se vistió para salir. Se puso el birrete, dudó, se lo quitó, volvió a ponérselo, dudó de nuevo, y lo lanzó a la chimenea maldiciendo.

La cicatriz de Bertold se dilató de manera anómala, como si de ese labio crecieran dos sonrisas: una de cortesía, otra de burla. Lo siento, no está en casa, anunció Bertold, la señorita se encuentra tomando el té en la Mansión Wilderhaus, ¿desearía dejarle una nota? Desearía, contestó Hans casi sin pensarlo, saludar al señor Gottlieb.

Hans y el señor Gottlieb se escrutaron mutuamente. Este intentaba adivinar las verdaderas intenciones de aquella visita por sorpresa, el otro trataba de averiguar si su arresto y el incidente con Rudi se habían divulgado. Ninguno de los dos logró confirmar nada. Aunque ambos notaron diferencias: el siempre hospitalario señor Gottlieb se mostró seco e irritable, mientras Hans parecía nervioso, menos elegante que de costumbre. ¿Y esas heridas en la mejilla, Herr Hans?, preguntó el señor Gottlieb sin dejar entrever la menor pista tras el bigote. Los gatos, explicó Hans, mi posada está llena de gatos. Sí, dijo el señor Gottlieb, con los gatos nunca se sabe. En eso, dijo Hans, se parecen a los hombres. Usted mismo lo ha dicho, caballero, asintió con seriedad el señor Gottlieb, usted mismo lo ha dicho.

En ningún momento Hans fue invitado a marcharse, aunque tampoco le ofrecieron té. Cuando Hans inició la despedida, el señor Gottlieb le pidió que aguardase un instante, fue hasta su despacho y le entregó un díptico de suntuosos arabescos. Hemos tenido que personalizar las invitaciones, dijo el señor Gottlieb mordiendo su pipa, porque la concurrencia va a ser numerosa. Hans leyó los nombres impresos de los contrayentes y sintió un tornillo en las vísceras. Al remontar el pasillo hacia la salida, reparó en el jarrón que Sophie empleaba para los arreglos florales: eran violetas.

Hans se alejó de la calle del Ciervo y se sumó a la fila que esperaba un coche frente a la plaza del Mercado. Mientras aguardaba vio pasar al señor Zeit, agitando la barriga.

El posadero trotaba con dificultad: llegaba tarde para recoger a Thomas de catequesis. El sacristán lo saludó desde las escalinatas. Su hijo hacía piruetas bajo el pórtico. Cuando el señor Zeit empezó a subir las escalinatas, el sacristán se dejó absorber por las sombras del templo. Casi de inmediato, el padre Pigherzog reapareció en su lugar.

Buenas tardes te dé Dios, dijo el sacerdote, ¿cómo se encuentra tu esposa? Buenas tardes, padre, dijo el señor Zeit, perfectamente, muchas gracias. Me alegro, hijo, me alegro, sonrió el padre Pigherzog, la salud familiar es la máxima bendición. Y ya que estás aquí, quisiera preguntarte por ese huésped al que alojas. ¿Quién?, contestó el posadero, ¿él?, bien, bien. Nada especial. Se acuesta tarde y se levanta al mediodía. Pasa horas leyendo en su habitación. No molesta. ¿No ves que es un impío?, dijo el sacerdote. Yo veo poco, padre, se encogió de hombros el señor Zeit, y me voy haciendo viejo. Lo que veo son táleros y groses, ¿me comprende?, porque puedo apretarlos con las manos. No sé si el señor Hans será un hereje. Si usted lo dice, padre, yo no lo pongo en duda. Pero es puntual pagando, eso no hay quien lo niegue.

El organillero llevaba todo el día sin incorporarse. La frente le chorreaba. No tenía apetito. Con la presencia de Hans se reanimó un poco. Cuando Franz vio moverse a su dueño, corrió a lamerle las barbas. Y dices, cof, preguntó el viejo, ¿dices que había violetas? Un ramo enorme, confirmó Hans. Entonces, dijo el organillero dejando caer la cabeza, no te preocupes por ella, cof, esas flores las eligen los corazones tranquilos, ¿sabes qué soñé anoche?, era bastante raro, cof, había una legión de hombres sin manos. ¿Y qué hacían?, dijo Hans secándole la frente. Eso es lo raro, contestó el viejo, ¡me saludaban!

La figura del sombrero de ala negra descuelga el abrigo largo del perchero. Lo sostiene un momento por las solapas, como el cazador que estudia una pieza. Siente una inquietud indefinida, la insinuación de un presagio en el estómago. Vuelve a colgar el abrigo. Según acostumbra antes de salir, extiende y flexiona brazos y piernas. Lento. Rápido. Lento. Rápido. Bajo los pantalones nota una erección. Resopla. Se quita el sombrero. En la penumbra de la habitación busca un pañuelo de muselina. Le cuesta encontrarlo: sin los anteojos, que le impiden la correcta colocación de la máscara, cada vez ve menos. Encuentra el pañuelo entre los manuscritos de sus nuevos poemas. Se desabrocha los botones del pantalón. Introduce una mano en su ropa interior. Retira el miembro. Se masturba de forma mecánica, con la mente puesta en otras ideas. Sólo se trata de algo necesario para mantener la frialdad y la paciencia durante las esperas. Así también evita o reduce la polución de la mañana siguiente a las consumaciones, que es algo que le desagrada profundamente. Descarga el semen en el centro del pañuelo. Lo dobla en cuatro con cuidado. Se rebaña la punta del miembro con el reverso limpio del pañuelo. Se compone las ropas. Deposita el pañuelo en un cesto con prendas sucias. Se lava las manos con abundante jabón. Aprovecha para cortarse las uñas. Se refresca la cara con agua fría para estimular los reflejos. Percibe con disgusto el ligero aroma a manteca de oso que emana de su cabeza. Se perfuma el cráneo liso. Engulle tres medios tomates que tiene abiertos en un plato. Los efectos vigorizantes del tomate no son nada despreciables. Se enjuaga la boca. Vuelve a lavarse las manos. Regresa al perchero. Se anuda la bufanda. Vuelve a colocarse el sombrero. Se pone el abrigo. Revisa el contenido de los bolsillos: el cuchillo, la máscara, la cuerda, los guantes. Suspira. Piensa en Fichte. Se frota los ojos. Y sale de la casa ignorando el ardor en la boca del estómago. Cuando la puerta se cierra, en uno de los brazos del perchero queda oscilando una peluca de bucles blancos.

Herein!, castañeó el comisario abriendo la cajonera y extrayendo la comunicación urgente que acababa de traerle un guardia montado.

Tras algunos segundos de calculada inmovilidad, como si hubieran pretendido provocar la ansiedad del comisario, los tenientes Gluck y Gluck entraron en la oficina. Marchaban con parsimonia, deleitándose en la certeza de estar siendo observados. Los escoltaban dos gendarmes más armados de lo habitual. Entre ambos tenientes y ambos gendarmes, con las muñecas esposadas por detrás de la espalda, pálido, indiferente, iba el profesor Mietter.

El profesor Mietter oyó durante media hora el detallado informe de los tenientes y los cargos que se le imputaban. Respondió a las preguntas del comisario con monosílabos. Apenas parpadeaba. Un temblor previo a la risa dominaba sus labios. Siguió como entre sueños las voces de sus captores. Oyó decir al teniente joven que en el domicilio del reo (el profesor tardó unos instantes en darse por aludido, y le hizo gracia aquella burda jerga de funcionarios: el reo) habían procedido a confiscar, entre otros enseres incriminatorios (¡enseres!, desaprobó el profesor, ¡qué ridículo!), una colección de máscaras venecianas y un juego de cuchillos de acero de Prusia. Oyó al teniente mayor (que, según observó el profesor, se expresaba con algo más de propiedad, tendiendo a la naturalidad léxica y evitando el exceso de perífrasis administrativas) describir con cierta precisión su modus operandi (aunque aquel oficial no había dicho modus operandi, ni era probable que el latín se contara entre sus facultades). Oyó al teniente joven enumerar (más bien justificar enrevesadamente) las dificultades que habían demorado el descarte de los últimos sospechosos, a causa de los constantes engaños y distracciones tramados por el reo (el profesor se permitió un parpadeo irónico: algunas de las trampas mencionadas ni siquiera se le habían ocurrido). Y lo oyó explicar cómo, tras un examen comparativo de los ataques, habían advertido que ninguno había tenido lugar un viernes, excepto una sola vez en agosto. Y que esta circunstancia los había puesto sobre la pista definitiva del reo, cuyos hábitos ya venían estudiando, incluida su asistencia al Salón Gottlieb, el cual sólo se interrumpía durante las vacaciones de verano (bien, pero, objetó para sí Mietter, ¿no habría sido todavía más sospechoso faltar algún viernes al Salón para atacar?). Oyó al teniente mayor puntualizar que uno de los motivos de duda había sido la agilidad del enmascarado en los trechos cortos, agilidad que en principio no parecía coincidir con un hombre de la edad del profesor (tomaremos esta aporía, se burló el profesor, como un elogio). Oyó al teniente joven comentar cómo, en efecto, el buen estado físico del susodicho (¡Dios santo!, ¡susodicho!) los había sorprendido, y cómo finalmente se habían informado de sus gimnasias y regímenes saludables. Oyó al teniente mayor añadir que, avanzada la investigación, un pequeño detalle había sido decisivo: el aroma a manteca, a manteca de oso para ser más exactos, que al menos dos de las víctimas decían haber olido por debajo de la intensa colonia de su agresor. Hasta ese momento, continuó el teniente, los sospechosos eran varios. Cuando confirmamos lo de la manteca de oso, que es un remedio casero contra la calvicie, supimos que buscábamos a un calvo descontento (qué tautología tan estúpida, razonó el profesor, ¿qué calvo está contento con su calvicie?) y este hombre, mi señor comisario, nunca se quita la peluca. Así que puede decirse que lo delató su coquetería.

Al oír esto último G. L. Mietter, doctor en Filología, miembro honorario de la Sociedad Berlinesa para la Lengua Alemana y la Academia Berlinesa de las Ciencias, catedrático emérito de la Universidad de Berlín, colaborador asiduo del Almanaque de las musas de Gotinga y crítico literario principal de El Formidable, hizo lo único que nadie, ni siquiera él mismo, hubiera esperado: romper a llorar desconsoladamente.

Caballeros, hemos hecho un buen trabajo, opinó el comisario.

Señor, felicitaciones, ironizó el teniente Gluck hijo.

Al mediodía siguiente, por medio de lacónicos billetes color marrón papiro, los contertulios del Salón Gottlieb fueron informados de que las reuniones quedaban anuladas con carácter indefinido.

Con los ojos cargados de sueño, mientras devoraba un desayuno tardío en el Café Europa, Hans leyó en la tercera de El Formidable el vehemente editorial que concluía:

«… de este oscuro individuo cuyas inclinaciones luteranas en más de una ocasión habían sembrado la inquietud entre nuestras autoridades, por no mencionar sus posibles contactos con sectas anabaptistas. Tampoco el pulso de su pluma parecía ser el mismo de sus primeros años: si bien sus aptitudes pretéritas estaban fuera de duda, el nivel de sus colaboraciones —tal como nuestros atentos lectores no habrán dejado de advertir— había menguado ostensiblemente. Por estas y otras razones, este periódico —dadas las execrables circunstancias, hoy podemos revelarlo sin tapujos— llevaba largo tiempo sopesando el relevo del antecitado de su espacio dominical, con el —creemos que loable— propósito de dar entrada a voces jóvenes y renovadoras, que es lo que nuestro público merece y lo que nuestra redacción se ha preciado siempre de ofrecerle. Los oprobiosos hechos acaecidos en la jornada de ayer tan sólo han provocado que ese inminente relevo se precipitara fatalmente: como sentenciara el sabio, hay ocasiones en que el destino de los canallas parece escrito con tinta indeleble. Desde lo más profundo de nuestros corazones celebramos, como profesionales de la prensa y como padres de familia, la consumación del fulminante arresto. No otra cosa habíamos venido exigiendo por activa y por pasiva desde esta misma tribuna. Ahora bien, nuestro deber nos impulsa asimismo a preguntarnos: ¿cierra esto el caso de forma definitiva e incuestionable? ¿Actuaba realmente a solas el funesto criminal? ¿Es, sin la menor vacilación, el perpetrador único de todos y cada uno de los ataques? ¿O se trata, acaso, de una versión oficial destinada a tranquilizar a la ciudadanía? La duda resulta legítima, y en su absoluto esclarecimiento se juega la seguridad de nuestros hogares. Y estamos convencidos de que, en este mismo instante, la inteligencia del lector rumia parecidas inquietudes. Nos referiremos a todo ello con mayor detalle en la edición de mañana.»

Noviembre se enfriaba, el organillero ardía. A mediados de mes el doctor Müller reconoció que el paciente empeoraba: sus bronquios se cerraban, los sudores aumentaban y en los últimos días había experimentado pérdidas momentáneas del conocimiento. A ratos volvía en sí, decía tres o cuatro cosas razonables y volvía a cerrar los ojos para caer en un sueño discontinuo. El doctor Müller seguía recetándole purgas, ungüentos, infusiones, emplastos, enemas. Pero lo hacía con menos convicción (o eso le parecía a Hans), como quien repasa una lista de minerales. La fe es tan poderosa como cualquier remedio, amigo mío, había opinado el doctor en su última visita. ¿Usted cree, doctor?, había dicho Hans retirando el orinal de entre las piernas secas del viejo. No me cabe la menor duda, había contestado Müller, la ciencia empieza en el espíritu. Tenga paciencia y fe, su amigo todavía puede reponerse. ¿Y si sigue empeorando?, había preguntado Hans. El doctor Müller había sonreído, se había encogido de hombros y había doblado el estetoscopio.

Los párpados del organillero se estremecieron como dos orugas. Se plegaron, se inflamaron, separaron sus bordes pegajosos y dejaron al descubierto dos globos oculares flotando en savia. Sus ojos dieron varias vueltas, se extraviaron entre parpadeos, hasta que poco a poco reenfocaron la visión. Un lengüetazo de Franz le refrescó la frente. Detrás, al fondo, lejos, Hans lo saludó agitando una mano. Hans se agachó, atravesó el estanque de reflejos y sombras que los separaba, y le habló al oído. Va a venir el doctor, le susurró. Lástima, tosió el viejo, pensaba salir de compras. Después se quedó en silencio, boca arriba.

Hans lo observaba sin atreverse a tocarlo, respirando con él, siguiendo el ir y venir del aire en sus pulmones, viéndolo entregar y recibir luz, en vilo durante cada intervalo. Se arrodilló junto al viejo, lo tomó por los hombros con suavidad y dijo: No se vaya.

El organillero volvió a despegar los párpados y contestó despacio, sin toser: Hans, mi querido, no me voy, al revés, pronto voy a estar en todas partes. Mira el campo. Mira las hojas de los abedules.

Dicho lo cual se entregó a un prolongado, aunque a la vez tranquilo, ataque de tos convulsa.

Hans le extendió un pañuelo y se volvió para mirar las hojas. Desde el interior de la cueva sólo se veía un abedul, con las ramas casi desnudas. Mantuvo la vista en las ramas, en el vaivén de las hojas opacas.

Hans, lo llamó el viejo. Qué, reaccionó él. Voy a pedirte un favor, dijo el viejo. Lo escucho, asintió Hans. Cof, por favor, tutéame, dijo el viejo. Bueno, sonrió Hans, dime, te escucho. Ya está, gracias, dijo el viejo. ¿Cómo?, preguntó Hans. Ya está, contestó el viejo, sólo era eso, cof, que me tutearas. Shh, no hable, susurró Hans, no hables tanto, ten paciencia, que vas a mejorar. Sí, suspiró el viejo, como ese abedul.

Afuera, junto al río, silbó el viento. Las ramas del pinar hacían de sonajeros. Dentro de los pulmones del organillero también crujía el aire, ascendía por el tronco, se ramificaba. Los pinos pinchaban la bruma. Su pecho trepaba las ramas.

Venciendo el pudor, o quizás intentando acompañarlo hasta donde podía, Hans sintió curiosidad. ¿Qué se siente?, le preguntó al oído. Al organillero pareció gustarle la pregunta. Se siente, dijo el viejo, se huele, se toca. Y sobre todo, cof, se oye. Vas entrando poco a poco, es como intercambiar algo con alguien. Pero todo muy lento, cof, muy lento, lo vas reconociendo, ¿entiendes?, se acerca y tú lo oyes, como si desaparecer fuera un, cof, no sé, un acorde oscuro, hay notas agudas y graves, se entienden bien, unas suben, otras bajan, cof, suben, bajan, ¿no las escuchas?, ¿no las escuchas?, ¿no las…?

El doctor Müller carraspeó dos veces. Hans se volvió sobresaltado, Müller se descubrió a modo de saludo. Pensé que ya no venía, dijo Hans más en tono de súplica que de reproche. Por desgracia, dijo el doctor, hay muchos enfermos que atender. Hans guardó silencio y se apartó del regazo del viejo. El doctor Müller se arrodilló sobre el jergón, lo auscultó, le tomó la temperatura, le colocó una píldora entre los labios. Tiene bastante fiebre, anunció Müller, y parece aliviado. Doctor, objetó Hans, ¡está sudando y tiembla!, ¿cómo va a estar aliviado? Caballero, dijo el doctor Müller poniéndose en pie, en mi vida he visto a muchos hombres pasar por este trance, y le aseguro que rara vez me he encontrado a uno que sufriera tan poco. Mire. Pálpele la muñeca. Tiene el pulso tranquilo, asombrosamente tranquilo para lo mal que respira, es como si durmiera, fíjese, ¡ah, bueno!, es que acaba de dormirse. Bien, era lo mejor que podía hacer. Necesita reposo, mucho reposo. Y ahora no se preocupe, caballero, que le he dado un somnífero. Descanse usted también.

La semana se fue lenta, con horas de barro. La salud tiene propiedades deslizantes: su transcurso acelerado es imperceptible. La enfermedad en cambio demora, detiene el tiempo, que paradójicamente es lo que extingue. Gradual, constante, la debilidad avanzaba sobre el cuerpo del organillero untándolo de sombras. Sus miembros habían adelgazado. Una lámina traslúcida le envolvía los huesos. Cuando la fiebre alcanzaba un pico, sus manos redoblaban los temblores y lanzaban al aire indescifrables dibujos. El viejo, sin embargo, parecía apagarse con confiada naturalidad. Cuando no lo extenuaban las náuseas o perdía el conocimiento, hacía el esfuerzo de incorporarse entre la mugre del jergón para otear algo que estaba en el pinar y más allá del pinar. Entonces Franz, que no se despegaba de su lecho más que para ir en busca de alimento o defecar entre los troncos, alzaba sus orejas triangulares y se sumaba a la atención. ¿Lo escuchas, Franz?, asentía el organillero, ¿estás escuchando al viento?

Hans acudía a la cueva cada mediodía. Le llevaba el almuerzo, se aseguraba de que bebiera líquido y le hacía compañía hasta el atardecer. Dependiendo de las fuerzas, conversaban o guardaban silencio. El organillero dormía mucho y se quejaba poco. Hans tenía la sensación de estar más asustado que el enfermo. También Franz andaba inquieto: se empeñaba en montar guardia, despedía vahos por el hocico y una tarde había intentado morder a Lamberg cuando se presentó en la cueva. Alguna noche Hans se había quedado adormilado junto al viejo y se había despertado tiritando frente a la leña consumida. Después de reavivar el fuego había regresado a la posada atravesando a oscuras el camino del puente, como tantas otras veces ese año. Pero si entonces las caminatas por el campo ciego solían parecerle misteriosas, con ese punto de euforia que da la exposición voluntaria al peligro, ahora se le hacían largas, fatigosas e imprudentes. Nada más entrar en su habitación, se abrigaba cuanto podía, se dejaba caer en el catre y dormía unas horas. Madrugaba a duras penas. Se empapaba de agua fría, bebía tres tazas seguidas de café, le escribía a Sophie y se sentaba a traducir. La mayor parte del tiempo permanecía absorto, balbuceando frente a un libro impreso en alguna lengua hostil, hermética, inconexa.

Uno de esos mediodías salió con retraso. Viendo que no pasaban coches libres y la fila que esperaba en la plaza del Mercado, prefirió ir a pie. En vez de seguir el itinerario habitual por el Paseo del Río, tomó un atajo por un sendero que cruzaba el campo abierto y desembocaba en el camino principal, desde el que se accedía al pinar de la cueva. Echó a andar con la mente en blanco. Las lluvias frías habían ablandado el sendero. Floja como una bolsa rota, la brisa cambiaba de dirección. A lo lejos, arañados de surcos, los trigales del sur aparecían y desaparecían. Un resplandor devaluado menguaba los contornos del paisaje. Era un día (pensó Hans) para pintores, no para caminantes. Cuando intentó calcular la distancia que lo separaba del pinar, descubrió que se había perdido.

Consiguió reorientarse al divisar de frente, ya muy cercanos, los trigales. Caminó hacia ellos para asegurarse de dónde estaba. Paralela al horizonte, una hilera de campesinos se inclinaba sobre la tierra. Mientras se aproximaba al cerco, Hans distinguió la silueta encogida de un labriego entrado en años. Se detuvo a observarlo.

Al otro lado del cerco, un labriego levantó la cabeza intentando averiguar qué demonios miraba tan fijamente el tipo de cabellos al viento. Por un momento (se convenció de que no) le pareció que lo miraba a él. El labriego escupió (qué suerte la de algunos, ¿el señorito no tenía nada mejor que hacer?) y volvió a agacharse. (Había que apresurarse. No era ninguna broma. El capataz de los Rumenigge había venido echando espuma por la boca. Les había gritado que llevaban dos jornadas de retraso. Que el amelgado se había hecho tarde. Que algunos surcos estaban torcidos como culebras. Y que a partir de mañana les pagaría la mitad del jornal a menos que recuperasen el tiempo perdido. El capataz tenía razón, pero si amelgaban más rápido iba a ser peor. Y si enterraban el grano de cualquier manera, el nudo de las plantas iba a quedar poco cubierto. ¿Hacía cuánto que el capataz no sembraba? Corriendo demasiado, sembrarían mal. Pero si no corrían, les pagarían menos. Así estaban las cosas hoy en día. Al que no iba a buen ritmo no volvían a llamarlo nunca más, sobre todo a los más viejos, como le pasó a Reichardt. Y el idiota de los pelos, ¿qué seguía mirando?) Alzando de nuevo el saco y apretándolo contra su costado izquierdo, el labriego hundió la mano en la simiente y esparció otro puñado, procurando describir una curva completa con la muñeca (¿y cómo demonios iban a hacerlo rápido, si el viento cambiaba cada dos por tres y no había manera de repartir el grano?).

Hans se alejó del cerco sin apartar la vista de la hilera de campesinos que avanzaban peinando los surcos con escardas, almocafres, azadones. En los idiomas que creía conocer, pensó Hans mientras se iba, ¿cómo se decía azadón, almocafre, escarda? ¿Y por qué traducía tan mal últimamente?

Reencontrada la senda, aceleró con la mente puesta en los medicamentos que debía suministrarle al organillero. Ahora que el viejo flaqueaba, Hans se daba verdadera cuenta de lo frágil que era su viaje, su amor, su estancia en la ciudad, sus certezas. Y supo, o admitió, que no cuidaba a su amigo sólo por lealtad: lo hacía sobre todo por él mismo, por no cambiar otra vez de destino, por aferrarse a Wandernburgo, a Sophie, a los días de alegría en la cueva, por retrasar el momento de irse, que es lo que había hecho desde siempre en cada lugar, cada ciudad, cada país por el que había pasado.

Cerca del cruce del puente una bandada de cuervos atravesó las nubes incoloras y fue a repartirse entre las ramas de los árboles, a la espera de que el grano de los trigales se quedara solo. Uno de los cuervos cayó tan recto que pareció que alguien tiraba un adoquín desde alguna rama. Varios más lo siguieron graznando con escándalo. Entre el revuelo de sus picos Hans divisó el vientre abierto de una oveja, sus intestinos violáceos, el remolino de moscas.

Al agacharse junto al organillero, el viejo abrió los ojos esforzándose por sonreír. Has caminado mucho, dijo ahogando una tos, ¿adónde fuiste? ¿Cómo lo sabes?, se sorprendió Hans, ¡tú eres adivino! No seas bobo, dijo el viejo, llevas barro en las botas, mucho barro. Ah, sí, sonrió Hans, tomé un atajo y me perdí. Voy a contarte un secreto, dijo el organillero, cof, escucha: ¿sabes qué hay que hacer para no perderse en Wandernburgo? Elegir siempre el camino más largo.

Hans oyó desensillar un caballo y se asomó a ver quién era. El aire se había endurecido, el sol se retiraba de las cosas. Me imaginé que estabas aquí, dijo Álvaro dándole un abrazo. Hans olió en su camisa una mezcla de crines de caballo y perfume de mujer. ¿Cómo estás?, dijo Álvaro (Hans se encogió de hombros), ¿y la editorial? (no muy contenta conmigo, dijo Hans, tengo todos los encargos atrasados), ¿y Sophie? (eso mismo quisiera saber yo, suspiró Hans). De pronto el organillero lanzó un grito y entraron en la cueva. Lo encontraron dormido, hablando solo. ¿Delira mucho?, preguntó Álvaro. A veces, contestó Hans refrescándole la cara, depende de la fiebre, estos días la ha tenido más alta. Ayer deliró tanto que no parecía de aquí. Creo que hoy está un poco mejor.

Viendo que su dueño quedaba vigilado, Franz salió a buscar comida. Sus ojos se llenaron de cielo. El horizonte corría. La luz ahuyentaba las nubes como una antorcha sembrando el pánico.

La fiebre subía y bajaba, ardía y enfriaba, trepaba por la frente del organillero y cedía un poco dejándolo descansar. Hans dormía cuatro horas por noche y había pedido una semana de asueto a la editorial.

Eh, Hans, carraspeó el viejo. Ah, se volvió él, ¿estás despierto? Yo siempre estoy despierto, contestó el viejo, cof, sobre todo cuando duermo. Hans no supo si le había subido la fiebre o hablaba en serio. Eh, ¿sabes con qué he soñado?, contó el organillero, algo increíble, cof, siempre te digo lo mismo, pero este es especial, a ver qué te parece, ¡un hombre con dos espaldas!, cof, soñé con un hombre que tenía dos espaldas. Hans se quedó mirándolo con una mezcla de asombro y susto. Trató de imaginarse al hombre de las dos espaldas, de hacerse una imagen nítida de semejante criatura, hasta que se estremeció. El hombre de las dos espaldas viviría mirando en dos direcciones, siempre yéndose dos veces, o llegando y al mismo tiempo yéndose de todas partes.

Eh, cof, dime, dijo el organillero, ¿tú crees que los sueños dicen la verdad? Quién sabe, contestó Hans tratando de no pensar en el hombre de las dos espaldas, en fin, Novalis decía que los sueños ocurren en un lugar que está entre el cuerpo y el alma, o en un momento en que cuerpo y alma están químicamente unidos (ajá, cof, dijo el viejo, ¿y eso quiere decir que los sueños dicen la verdad?), bueno, más o menos (eso es lo que me parecía, dijo el organillero cerrando los ojos).

Eh, cof, Hans, dijo el organillero abriendo los ojos, ¿sigues ahí? (sigo, sigo, contestó él humedeciéndole la frente con un pañuelo mojado), me aburro, Hans, hace un montón de días, cof, ¿cuántos?, que no toco el organillo, si no, cof, si no puedo tocarlo yo me aburro y él también (Hans miró hacia el fondo de la cueva y no pudo evitar un escalofrío al ver el bulto del instrumento cubierto por una manta), cof, eso es lo que me da más pena, Franz y yo no tenemos música, cof, y nos pasamos las horas escuchando el viento.

Cof, Hans, eh, Hans, volvió a despertarse el viejo, ¿me cuentas algo? (¿algo como qué?, preguntó Hans), cualquier cosa, lo que se te ocurra, tú siempre cuentas cosas (no sé, dudó él, me toma, me tomas desprevenido, déjame pensar, a ver, no se me ocurre nada, bueno, sí), cof, ¡ya me parecía! (voy a seguir hablándote de Novalis, el que te dije antes, ¿te acuerdas?), cof, claro, estoy moribundo, no amnésico (tú no estás moribundo), sí, sí que estoy, sigue (bueno, ese, acabo de acordarme de otra cosa que dijo sobre tu asunto favorito), ¿los organillos, cof? (no, no, los sueños), ah, perfecto (algo así como que mientras dormimos el cuerpo digiere lo que ha visto el alma, o sea que el sueño vendría a ser la digestión del alma, ¿me explico?, eh, organillero, eh, ¿estás despierto?), sí, cof, sí, estoy pensando.

Eh, Hans, escucha (¿ya te has despertado?, ¿tienes sed?), sí, gracias, cof, pero dime, entonces, cof, a ver si lo he entendido, entonces cuando el cuerpo termina de digerir lo que comió el alma, ¿no, cof?, cuando ya no le quedan sueños para digerir, ¿entonces de repente nos despertamos con hambre?

Cof, Hans, eh (¿sí?), tengo (¿sed?, ¿quieres más agua?), gracias, no, sed no, cof, tengo miedo (¿miedo de morirte?), no, de morirme no, eso pasa y ya está, cof, es apenas un momento, no sé si dolerá, cof, pero el dolor del cuerpo ya lo conozco, ¿entiendes?, el miedo que yo tengo es por el organillo, Hans, mi organillo, cof, cof, ¿quién va a tocar las canciones? ven, ven aquí (dime, dime), quiero pedirte algo (lo que quieras), cof, quiero que averigües cómo se dice organillo en todos los idiomas que puedas, me gustaría mucho que me digas los nombres, cof, necesito escucharlos, ¿me haces ese favor?, ¿eh, Hans?, ¿me haces ese favor?

Las tardes perdían claridad como un jarro de leche roto. Habían llegado las primeras nieves, las ramas se cargaban. Un aire helado lesionaba el campo. El viejo ya no tenía toses sino algo más denso y profundo en la caverna del pecho. Había que estar muy cerca de él para poder oírlo. Hablaba sin vibrar, perdiendo aire. Soplaba más que hablaba. En cuanto vio entrar a Hans, trató de incorporarse. ¿Los tienes?, susurró, ¿me has traído los nombres? Hans apartó el nudo rancio de sábanas, pajas, lanas. Se sentó en el jergón. Le tomó una mano sin carne y sacó una cuartilla del bolsillo.

Ya sabes que además de Leierkasten, dijo Hans sin soltarle la mano, nosotros lo llamamos Drehorgel (nunca me ha gustado ese nombre, susurró el organillero, prefiero Leierkasten, así se ha dicho siempre), aparte de eso, ¿por dónde empezamos?, a ver, bueno, por ejemplo en italiano lo llaman organetto di Barbería (ese nombre, dijo el organillero, tiene humor, ¿no?, es un nombre de fiesta) y en francés se parece mucho, fíjate: orgue de Barbarie (¡estos franceses!, rió el organillero al escucharlo pronunciar), en holandés se dice de muchas formas, hay un nombre parecido al que no te gusta, mejor no te lo digo, pero hay otro muy sencillo: straatorgel (bien dicho, sí señor, aprobó el organillero, eso es ni más ni menos, ¿sabes que el organillo nació ahí, en Holanda?), no, no sabía, pensé que lo habíamos inventado nosotros, ¿y qué más?, lirekasse en danés (eso está bien, muy bien, ahí parece que nos han copiado un poco, ¿no?), podría ser, o a lo mejor nosotros copiamos a los daneses (imposible, imposible, los organillos alemanes son más antiguos), bueno, sigo entonces, eh, en sueco se dice positiv (excelente, excelente), los noruegos lo llaman fatorgan (ese parece un nombre de instrumento más grande), los portugueses le dicen realejo (raro, pero bonito), en polaco es katarynka (¡fantástico!, ¡ese tiene campanillas!) y después, bueno, en inglés se dice de muchas maneras, ¿sabes?, según el tamaño o el uso (lógico, lógico, siempre tan prácticos, estos ingleses), a ver, por ejemplo le dicen barrel organ (ajá), también está fair organ (correcto), hay otro que es street organ (bien, bien) y está mi favorito: hurdy-gurdy (¡oh, sí!, ¡para niños…!).

Cuando Hans terminó de decirle los nombres, el organillero se quedó pensativo. Bonitos, asintió finalmente con una sonrisa que se le fue desdibujando, son muy bonitos, gracias, ya estoy mucho mejor. Un efímero alivio pareció relajar sus rasgos. Casi de inmediato, las convulsiones volvieron a crisparlos.

Ya no tose, dijo Hans, ¿eso es bueno? Yo diría más bien, contestó el doctor Müller, que es inevitable.

El organillero se pasaba las horas mirando al techo con los ojos vidriosos o gimiendo entre sueños que se interrumpían de golpe. Parecía dolerle respirar, como si en vez de aire estuviera tragando un brebaje viscoso. El vapor de su voz apenas traspasaba la barba. Costaba trabajo ayudarlo a hacer sus necesidades. Lavarle medio cuerpo era un triunfo. Tenía los miembros aceitosos, el cabello hecho una pulpa, la piel comida por las chinches. Se lo veía repulsivo, bello muy a su modo, digno de todo amor.

Pertrechado con mantas y ropas de la posada, Hans llevaba varias noches durmiendo en la cueva: había decidido instalarse ahí hasta el final. Álvaro les traía una cesta diaria con comida. Esa mañana Hans le había pedido también un libro de Novalis. Necesito discutir con él, había dicho. Cuando su amigo vino a entregárselo, Hans se alarmó: ese no era el ejemplar que había sobre el escritorio, tal como le había indicado, sino otro que guardaba (o al menos eso creía recordar) dentro del arcón. ¿Habría encontrado Álvaro la llave del arcón? ¿Se habría detenido a examinar su contenido? ¿Qué más habría visto? Hans lo miró a los ojos. No supo leer en ellos. Tampoco preguntó.

Hacia el atardecer, con un fondo de nieve aguada, Hans sintió que los párpados se le cerraban. Poco después, a oscuras, lo despertó un ruido a rama rota. Ya no caía nieve. Avivó las llamas, se volvió hacia el viejo y reconoció los ruidos. No eran ramas rotas, eran sus pulmones. Gemía con la cara tirante. El aire frío entraba por la boca de la cueva, pero apenas salía por la boca del viejo. ¿Qué te pasa?, se acercó Hans, ¿qué tienes? Nada, dijo el organillero, ya no tengo nada, es como si se estuviera yendo otro.

Eh, organillero, llamó Hans, ¿sigues ahí? No sé, contestó el viejo. ¡Qué susto!, dijo Hans, creí que. Pronto, pronto, gimió el organillero. Escucha, se acercó Hans, quería decirte una cosa, o sea, no quiero, pero tengo que decírtela, perdóname, ¿tú dónde prefieres que te entierren? ¿A mí?, contestó el viejo, déjame por aquí, gracias. ¿Cómo aquí?, dijo Hans, ¿aquí dónde? Por ahí, donde sea, contestó el viejo, acostado en la tierra. ¡Cómo que acostado!, protestó Hans, ¡por lo menos un entierro digno! No hace falta, gracias, dijo el viejo, si me dejas encima los cuervos y los buitres se comerán mi cuerpo, y si me entierran se lo van a comer los gusanos y las hormigas, ¿qué más da?

Eh, Hans, eh, susurró el organillero, ¿estás dormido? No, no, bostezó Hans, ¿qué necesitas? Nada, dijo el viejo, quería pedirte que cuando pase ordenes un poco la cueva.

El organillero llevaba todo el día sin hablar. No se revolvía en el lecho. No gemía. Estaba quieto y consciente. Sus rasgos parecían dibujados con el filo de un carbón. Su expresión era una mezcla de daño y pereza, como quien no tuviera ganas de saber lo que sabe. Junto a él, alerta, a oscuras, Hans sentía que esa espera era la máxima soledad y a la vez la mayor compañía.

De pronto el organillero empezó suavemente a decir unas plegarias. Hans lo miró asustado. Esa misma mañana se había ofrecido a traerle un sacerdote, pero el viejo se había negado. Sin saber muy bien qué hacer, lo besó en la barba sucia. Le preguntó al oído si quería alguna ceremonia. El viejo entreabrió los labios tiesos, le apretó una muñeca, susurró: Esta es la ceremonia.

Franz se acercó a lamer los dedos de su dueño. Hans miró instintivamente hacia la entrada de la cueva, aun sabiendo que no vendría nadie: Álvaro ya había pasado con la cesta, Lamberg estaba en la fábrica y al doctor Müller no le tocaba venir. Le extrañó la sencillez brutal del momento. Estaban juntos, solos, y no iba a haber nada más. Ni siquiera una gran frase. El organillero había tenido muchas palabras sabias durante su enfermedad y ahora, justo al final, se quedaba callado. Sólo miraba a Hans con una sonrisa débil, sin soltarle la mano, como un niño a punto de atreverse a saltar. Incapaz de soportar ese silencio, Hans preguntó: ¿Un poco más de agua?, ¿vino?, ¿qué te gustaría? El organillero movió apenas la cabeza y dijo: Me gustaría respirar. Después entornó los párpados, inspiró, y eso fue todo.

Hans se quedó mirándolo, incrédulo ante lo evidente. No lloró todavía. Se mantuvo un rato en la misma postura, como quien ha quebrado una copa y teme abrir los dedos. Después se puso en pie con lentitud, esforzándose por concentrarse en cada movimiento. Se propuso no mirar el jergón, no perderse del todo, antes de cumplir su promesa. Recorrió la cueva ordenando bártulos, agrupando herramientas, recogiendo objetos caídos. Cuando llegó al organillo, las piernas le temblaron. Dudó, retrocedió. Volvió a acercarse y tiró de la manta que lo cubría. Encima de la tapa del organillo encontró una nota sujeta con una piedra. La nota era un garabato que decía: «Hans».

Asomado a la boca de la cueva, Franz ladraba. El viento había empezado a soplar fuerte.