III

La gran manivela

Luz de miel repartida por el campo en reposo. Esperando la siega, las espigas brillantes peinaban la siesta al sur de Wandernburgo. Cada espiga tomaba una decisión y amarraba la brisa, que ondulaba como una cometa. Tibio, dulce grano expectante. Cielo limpio y barrido. Los colores goteaban sobre el trigal esparciendo cardos violetas, amapolas chillonas. El alboroto solar los derretía. Entre los álamos se escurría el Nulte, que ahora apenas alcanzaba para lavar la ropa, mojarse las piernas, mantener la vegetación de los flancos. Así flameaba la tarde recorrida por los labriegos. Por encima de todos, nítido como una cúpula, el sol martillaba el paisaje ensamblando sus piezas.

Tumbado frente a la boca de la cueva, Franz entrecerraba los ojos y olía los cambios del viento. Oía a las cigarras. Se rascaba una oreja. Se relamía pensando en un trozo de carne…

(La carne que el amo y sus amigos estaban asando. Asando para él. La carne. Asándola. Tenía sed pero no tenía ganas de levantarse. De levantarse para beber en el río. No iría ahora. Iría después de comerse la carne. La carne. ¿Iría ahora? Hacía calor. No tanto como antes. Menos. Le picaba una oreja. El amo había gritado. ¿Qué pasaba? Pero el amo lo había mirado. No pasaba nada. Sin peligro. Estaban todos bien. El amo y sus amigos. El que lo acariciaba siempre y el que no lo acariciaba nunca y el que olía muy fuerte y el que venía a veces y llegaba en caballo. Estaban todos bien. Qué descanso. No hacía tanto calor. Menos calor. Atardecía. El que no lo acariciaba nunca lo asustaba un poco porque no lo acariciaba nunca y lo miraba a los ojos como si fuera a patearlo. Pero no lo pateaba. Era amigo del amo. La oreja. Bajar al río. ¿Y la carne? Esperar. Al amo no le gustaba que comiera la comida antes del fuego. Le daría después trozos de carne. Antes no. No le gustaba. ¿Esa voz de repente? ¿Quién había gritado? Era de ese la voz. Del que venía a veces. Del que llegaba en caballo.)

… Álvaro soltó una de sus potentes carcajadas. En cierta forma le hacían gracia las opiniones del organillero. Seguía sin comprender del todo la fascinación de su amigo Hans por aquel viejo que vivía callado la mayor parte del tiempo y que tendía a confundir la austeridad con bañarse muy poco. Aunque, ahora que empezaba a conocerlo mejor, debía reconocer que cuando abría la boca, esa boca de barba pegajosa y dientes alternos, aprovechaba las palabras. Daba la impresión de estar medio dormido, como ausente, hasta que de pronto deslizaba un comentario que demostraba, aparte de la ingenuidad típicamente wandernburguesa, una intensa atención y una asombrosa memoria. Quizá lo más llamativo del organillero era esa apariencia de absoluta paz con el pasado, como si ya hubiera sido feliz y no esperase nada más del tiempo. Justo al contrario que Hans, que padecía una inquietud perpetua, siempre como esperando una noticia que no terminaba de llegar. Rara vez el organillero decía algo que Álvaro se esperase, y no había frase suya que no le arrancase a Hans una risa de ternura. Por un instante a Álvaro se le cruzó la idea de que, en cierto modo, él pudiera sentir celos del viejo. Pero en cuanto aquella ocurrencia tocó su mente, igual que una ficha cae sobre la palma de la mano, la arrojó lejos, por absurda. ¡Celoso él! ¡De ese pobre hombre! ¡Y encima por Hans! ¿No se estaba pasando con el vino?

Además, decía Hans, acaban de inaugurar otra línea en Saint Étienne. ¿Dónde, qué?, eructó Reichardt. En Francia, dijo Hans, cerca de la costa sur, más o menos entre Marsella y Niza, es un lugar bonito, ¿has estado en Francia? Ni en Francia, contestó Reichardt, ni en la casa de tu tía obesa. ¿Cerca de Niza?, intervino Lamberg, a mí me gustaría ir, para ver el mar. ¡Pues para ver el puto mar no hace falta irse a Francia, niño!, dijo Reichardt, ¡a ver si ahora los franceses también van a haber inventado el mar! No lo han inventado, sonrió Hans, pero lo llaman mer, que suena mucho mejor que Meer, no me digas que no. ¡Suena igual, igual, igual!, protestó Reichardt. No seas esnob, hombre, dijo Álvaro, suena muy parecido. No, no, insistió Hans, dilo, escúchate, pero tranquilo, mar tampoco está mal. ¡Por mí que el mar francés se lo meen los franceses enterito!, gruñó Reichardt, ¡y que lo meen en la boca de su mère! Los otros cuatro rieron y Reichardt, satisfecho de su hallazgo, se acercó al organillero para ver cómo iba la carne. Bueno, dijo Lamberg pensativo, qué importa cómo suene, la palabra es la misma, ¿no?, quiere decir lo mismo, se refiere a la misma cosa. Pero si suena distinta, dijo Hans, ya no dice lo mismo, ¿verdad, organillero? ¡Esnob, más que esnob!, confirmó Álvaro palmeándole la espalda. Además, continuó Hans, las palabras se refieren a cosas, pero también las provocan, por eso cada idioma no sólo tiene su sonido sino sus propias cosas. Eso, concedió Álvaro, sí es cierto. Bueno, ¿pero y el tren?, se impacientó Lamberg. Ah, retomó Hans, eso, la línea de Saint Étienne. ¿Quién ha viajado en tren?, preguntó Lamberg. Álvaro y Hans fueron los únicos que levantaron la mano. ¿Y tú, dónde?, le preguntó a Álvaro señalándolo con el dedo. En Inglaterra, contestó Álvaro, allá hay bastantes trenes, Darlington, Liverpool, Stockton, Manchester. ¿Y cómo es?, se ilusionó Lamberg. ¡Como montar a caballo!, intervino Reichardt desde el fuego, ¡pero con el culo menos apretado! No sé, dijo Álvaro, ruidoso. ¿Y divertido?, insistió Lamberg. Supongo que sí, contestó Álvaro, yo he viajado por negocios. Lamberg, dijo Hans, ¿sabes qué es lo más divertido de viajar en tren? No los lugares a los que vas sino las personas que conoces, caben muchísimas, es, imagínate, como cien diligencias enganchadas una detrás de otra, y en cada una va gente diferente (¡ricos!, ¡viajan ricos!, dijo Reichardt), y como llegan lejos hay pasajeros de lugares distintos, incluso de países distintos, y para mí eso es lo más divertido de viajar en tren, es como estar en varios países al mismo tiempo, ¿entiendes?, como si los países se movieran.

Pues en España, hazme caso, dijo Álvaro masticando una pata de pollo, tendremos que esperar a que inventen otra cosa, yo qué sé, ¡bucear con ruedas, volar a pedales!, para que llegue el ferrocarril, nos encanta usar siempre el penúltimo invento. ¿Y los barcos?, preguntó Lamberg, ¿alguien ha probado los barcos de vapor? ¿Y los pedos?, dijo Reichardt, ¿alguien ha vuelto a casa impulsándose a pedos?, escúchame, ¿tú para qué quieres saber esas cosas si vas a quedarte aquí, como todo el mundo? Eso tú no lo sabes, contestó Lamberg. Eso lo sabes tú, sentenció Reichardt, tan bien como yo. Los barcos de vapor, amigo, contó Hans, son una maravilla, como, no sé, ir por tierra y mar al mismo tiempo, parece que avanzas en un tren sobre el agua, y el agua que dejas atrás queda marcada con dos surcos que parecen vías, pero enseguida desaparecen y el agua queda lisa y tú la miras y te preguntas: ¿por dónde habremos venido?, y cuando subes a cubierta, Lamberg, te parece que vuelas, te despeinas, la ropa se te infla, ojalá conozcas alguno (¡ja!, eructó Reichardt, ¡seguro!), ¿por qué no?, si ahorra algún dinero podría hacer un viaje (¿tú crees?, dudó Lamberg), hay un Berlín-Charlottenburg que no es muy caro, otro a Potsdam que tampoco está lejos, los hay por todo el Rin, y en el Danubio, en el Elba. De hecho yo planeaba ir a Dessau en barco, ¿sabes?, pero cambié de idea a último momento y bueno, aquí sigo. ¡Y seguirás!, dijo Reichardt, de aquí no se va nadie ni en pedo de vapor, ¿eh, viejo? No sé, dijo el organillero mientras le entregaba a Franz los últimos trozos de pollo, hoy el mundo va tan rápido. Antes nadie pensaba en alejarse de ningún sitio más de seis o siete leguas en un día. Quizá por eso ahora los jóvenes no aman tanto los lugares, es demasiado fácil irse de ellos. Quieren ver mundo. Lógico. Al fin y al cabo, Reichardt, no es que tú y yo no pudiéramos irnos, ¿verdad?, es que no quisimos. Estamos bien aquí, hemos tenido suerte.

La noche apretaba el pinar. Franz jugaba con las botellas vacías haciéndolas rodar con el hocico: los reflejos de la luna se agitaban dentro como la miniatura de un barco. La fogata había perdido estatura pero ellos no lo notaban, el vino malo ardía en sus estómagos. Salvo el perro, cada uno estaba ebrio a su manera. Álvaro acababa de echarse a llorar sin previo aviso. Hans se asustó y gateó hasta él. Álvaro, que no solía dejarse abrazar, que mantenía siempre ese ademán convencido que tanto le admiraban los hombres, hundió la frente en uno de los hombros de Hans. Mezclando un alemán enmarañado con frases en pastoso español, Álvaro habló de Ulrike, de los viajes en tren que habían hecho juntos, de que la humedad de Wandernburgo la había matado, de que el invierno alemán era espantoso, de que en Andalucía el clima era muchísimo mejor, de que el invierno seco de Granada la habría curado, de que todas las noches antes de dormirse escuchaba su voz débil, de que el luto no se acababa nunca, nunca, nunca.

Álvaro se quedó blando. Trató de sonreír. Se acomodó el cabello y las ropas y se puso en pie como si nada hubiera sucedido. Señores, dijo, con perdón, creo que es hora. Lamberg le preguntó si podía acercarlo a la fábrica, que le quedaba de camino. Álvaro le contestó que sí y ensilló su caballo. Los cascos se perdieron en la noche.

¿Wandernburgo era la misma? ¿O no sólo seguía desplazándose sigilosamente, sino también cambiando de aspecto? ¿Tenía una fisonomía definida o era más bien un lugar ausente, una especie de mapa en blanco? ¿Podían ser esas calles luminosas, abiertas y animadas las mismas que hacía uno o dos meses permanecían mudas, heladas, sombrías? Mientras bajaba por la calle del Caldero Viejo, Hans contempló asombrado los jardines con niños descalzos, las ventanas florecidas, los músicos ambulantes, los aguadores sudorosos gritando su agua fresca, las terrazas radiantes donde las jarras parecían a punto de volcar luz por los bordes. En una de las mesas, bebiendo limonada con hielo, estaba Lisa Zeit, que al reconocer a Hans se rebañó los labios, se irguió en la silla y lo saludó con un alzamiento de hombro que él encontró tan exagerado como enternecedor. O eso pensó, se dijo que debía pensar: sólo enternecedor. Mal sentado frente a Lisa, Thomas devoraba un sorbete de frutas sin darse tiempo para respirar. Hans los saludó agitando una mano y continuó su camino. Cruzó la plaza del Mercado bajo un sol rectangular, atravesó la ansiosa muchedumbre que se agolpaba en torno a la fuente barroca para llenar sus cacharros, le guiñó un ojo cómplice al organillero y dobló por la calle del Ciervo. Hoy, se extrañó Hans mirando a su alrededor, parece que las calles están donde las recordaba.

Desde hacía un par de viernes las reuniones del Salón se habían trasladado al patio de la Casa Gottlieb, donde corría el aire a la sombra y murmuraba un surtidor. Los contertulios se acomodaban en unas sillas jardineras alrededor de una mesa donde se apretaban las viandas, las frutas relucientes y las bebidas heladas. Aunque todos habían alabado el traslado al patio, ni Elsa ni Bertold parecían contentos con el cambio y no cesaban de subir y bajar las escaleras del edificio, llevando y trayendo bandejas, tazas, jarras, cubiertos. Como era su costumbre, Elsa escondía su disgusto bajo una expresión de seriedad que los invitados elogiaban, confundiéndola con una diligente concentración. Bertold optaba por tener dos caras opuestas, como las dos mitades de su labio partido por la cicatriz. Dentro de los límites del patio, su boca sonreía ampliamente y sus ojos se entornaban con amabilidad; en cuanto cruzaba el arco que comunicaba el patio con la galería, su gesto se torcía y se ponía a mascullar comentarios irónicos y a imitar el tono de los señores y los invitados. De todos salvo Rudi Wilderhaus, de quien sólo osaba burlarse a solas en su habitación.

Aquel viernes el matrimonio Levin no había asistido a la reunión a causa de un compromiso familiar. Y, como suele ocurrir con los ausentes, ellos habían sido el primer tema de debate. Aunque Sophie hacía cordiales esfuerzos por desviar la conversación, la señora Pietzine y el profesor Mietter habían formado una insólita alianza y, cada uno a su manera, se resistían a abandonar el tema. ¿Pero no les parece que ella sufre?, insistía la señora Pietzine acelerando el aleteo de su abanico, ¿no es él demasiado frío, distante como marido? (querida amiga, suavizó Sophie deteniendo el suyo, tipos de matrimonio hay muchos, al fin y al cabo ellos), sí, sí, claro, yo no digo que no, ¡naturalmente es asunto suyo!, pero un buen esposo, niña mía, ¡y eso lo sabe nuestro admirado y cariñoso Herr Wilderhaus!, debe mostrarle afecto a su mujer, debe atenderla siempre, debe hacerla sentirse (¿protegida?, sonrió Sophie rozándose los labios con el abanico), ¡eso, justamente!, ¡si es que me quitas las palabras de la boca, querida! Hans carraspeó burlonamente y miró de reojo a Sophie. Rudi miró de reojo a ambos, carraspeó mucho más fuerte y Hans y Sophie apartaron la vista en el acto. Pero el señor Levin, terció Álvaro, me parece un hombre respetuoso, y no me negarán que es un buen contertulio. De alguna forma, sí, concedió el profesor Mietter sorbiendo una uva, el señor Levin sabe escuchar y opina, en fin, digamos que con cierta originalidad. Es corredor de comercio y matemático aficionado según tengo entendido, bien, ese es un mérito. Por desgracia carece de instrucción académica, aunque es un lector autodidacta y sin duda voluntarioso. Admitamos que se trata de un hombre interesante, más allá de su judaísmo. Profesor, dijo Sophie plegando el abanico, a veces su sentido del humor nos abruma. La señora Pietzine soltó una risita nerviosa. Un poco más de gelatina, si es tan amable, Fräulein, dijo el profesor Mietter empujando su plato con dos dedos.

Para cambiar de tema, o para otorgarle a Rudi algún protagonismo, el señor Gottlieb le preguntó en voz alta a su futuro yerno por el estado de las tierras familiares. Captando las intenciones del señor Gottlieb, Rudi compuso enseguida un gesto de perfecta timidez, como si detestase hablar de aquello. Agitó las manos, minimizando la importancia de sus asuntos y espantando casualmente a dos moscas. Mencionó extensiones de cultivos, prados y bosques, ganado, azucareras, cervecerías, destilerías y plantas manufactureras. En un momento del inventario, opinó que los campesinos estaban perdiendo su buen oficio. Cada día que pasa, dijo, se comportan más como mercenarios, como si estuvieran ahí pero pudieran estar en cualquier otra parte. Herr Wilderhaus, intervino Hans, ¿y acaso no podrían estar en cualquier otra parte? Para desgracia suya, se encogió de hombros Rudi, supongo que sí, créanme si les digo que las antiguas corporaciones funcionaban mucho mejor, quizás eran más estrictas pero les proporcionaban un hogar a los jornaleros, que en cambio ahora se llenan la boca de derechos, van de aquí para allá y terminan perdidos en las grandes ciudades sin ninguna protección. No se preocupe usted tanto por ellos, ironizó Álvaro, yo creo que se conformarían con que alguien les pagara dignamente. La dignidad, contestó Rudi, no se mide por jornales. Hasta hace unos años los campesinos sabían a qué atenerse y que podían contar con sus señores. Y eso, señor Urquiho, puede valer fortunas. ¿No te parece, querida mía? Me parece, dijo Sophie mordiéndose un labio, que mi opinión al respecto carece de importancia, los negocios no me incumben. ¡Cierto, cierto!, sonrió aliviado el señor Gottlieb.

Tan pronto como el trigo había cobrado un amarillo urgente, amarillo incendiado; antes de que el grano maduro se endureciera, en el momento exacto en que empezaba a quemar por dentro y mudar a rojizo; mientras el sol sudaba una luz masticable, a punto para la siega; en el tiempo de la ansiedad, del celo, de la monta; caída la lana de las ovejas que cruzaban los pastos esbeltas y como ultrajadas, los amantes también se desvestían. Hans y Sophie salían de excursión al campo y se quedaban solos con la colaboración de Elsa, que dejaba a Sophie a mitad de camino, se bajaba del coche e iba a ver a su propio amante, que la esperaba en su casa, al sudoeste. Al final de la tarde ambas se reencontraban para volver juntas.

Asomando la nariz fuera del círculo de sombra de su sombrilla verde, viendo pasar el campo al ritmo saltarín del faetón, Sophie observaba a los segadores. Contemplaba su labor encorvada, su péndulo de esfuerzo. Pero pensaba en Elsa, que parecía no querer mirarla desde el asiento de enfrente. Ella confiaba en la lealtad de Elsa, tenía pruebas de su discreción y estaba convencida de que le guardaría el secreto. Además, trataba de tranquilizarse Sophie, sus encuentros con Hans le permitían a Elsa liberarse del trabajo por unas horas y disfrutar del amor. Del placer llano que toda mujer merecía, fuera cual fuese su situación o estado. ¿Qué había de malo en ello? En opinión de Sophie, nada. ¿Y en opinión de su doncella? ¿Por qué Elsa parecía obedecerla sin aprobar realmente lo que ella estaba haciendo? ¿Desde qué moralismo arcaico una muchacha joven, despierta como Elsa podría juzgar su comportamiento? Y sobre todo, ¿por qué a ella le importaba tanto?, ¿los reparos eran sólo de Elsa o quizá también suyos? Sophie se sabía muy capaz de engañar a su padre, a Rudi, al mundo entero, pero no pretendía engañarse a sí misma. Pese a todo, si cerraba los ojos e inspiraba el aire ligero del mediodía, nada importaba demasiado frente a esa imprudencia que compartían los dos, Hans y ella, hasta quién sabía cuándo, hasta que el verano quisiera.

El faetón se detuvo para que Elsa bajase. Al ver a Sophie con media cara al sol, le dijo: Señorita, se lo ruego, protéjase, si no su padre me llamará la atención y me preguntará qué hacemos en el campo. Es que yo quiero tomar el sol, contestó Sophie, no sé por qué las chicas tenemos que estar siempre evitándolo. Eso, dijo Elsa, dígaselo a su padre, yo no soy quien lo decide. Sophie comprendió que Elsa no estaba de humor para jugar. Se acercó a ella y la tomó del brazo. Elsa, le dijo al oído, escucha, tú sabes lo importante que esto es para mí, ¿verdad?, y sabes lo importante que es la confidencialidad más absoluta. Por supuesto, señorita, asintió Elsa con gravedad, no hace falta ni que me lo recuerde, puede irse tranquila. Pero tú sabes, repitió Sophie. Yo, contestó Elsa, no sé nada, no veo nada, no escucho nada. Eso forma parte de mi trabajo. Eso, contestó Sophie, es lo que más me inquieta, lo sabes todo, y yo ni siquiera sé cómo piensas. No se preocupe, resumió Elsa, puede confiar en mi silencio. Lo sé, lo sé, susurró Sophie, ¿pero lo entiendes, verdad?, quiero decir, además de ser mi, bueno, cómplice en estas salidas, se me ocurre que tú harías lo mismo y por eso me comprendes. Señorita, dijo Elsa, mi función no es juzgar ni comprender lo que usted decida, sino servirla en todo lo que guste. Ya, ya, se impacientó Sophie, pero aparte de eso, Elsa, ¿no puedes ponerte en mi lugar y saber lo que siento, ver lo que veo? Elsa bajó la vista, después enfrentó sus ojos con los de Sophie y dijo: ¿Quiere que sea sincera, señorita? Te lo ruego, dijo ella. Si estuviera en su lugar, contestó Elsa, yo no me molestaría en pedirle opinión a mi doncella, no sé si me explico. Te explicas terriblemente bien, suspiró Sophie. ¿A las seis aquí, entonces?, dijo Elsa. Correcto, dijo Sophie, no, mejor a las cinco y media, esta noche salgo a cenar con el señor Wilderhaus. Aquí estaré, saludó Elsa bajando del coche. Nos vemos, dijo Sophie volviéndose a sentar, cuídate, cuídate.

La sombrilla verde yacía de canto junto al tronco. Los tobillos de los amantes descansaban entrecruzados. A medio levantar, la falda de ella zigzagueaba entre sus muslos. Los pantalones de él permanecían desabrochados y en acordeón. A la sombra del árbol, como siempre que pasaban unas horas juntos, los dos alternaban momentos de conversación eufórica con largas pausas de silencio compartido: sabiendo cuánto podían decirse, no los inquietaba estar callados. Les gustaba quedarse pensando sin hablar, cada uno ausentándose en el otro. Oían el líquido del silencio. Ella se incorporó, se ajustó los lazos del peinado y recuperó su sombrilla. Hans ladeó la cabeza para espiarla desde abajo, saboreando todavía la saliva, el sudor, el pubis amargo de Sophie al fondo de la lengua. Ella miraba el campo y hacía girar el pequeño mango de marfil como giraba el sol entre las copas de los árboles, como giraba la brisa abriendo el apetito, los cerrojos del aire, como a lo lejos giraban las ruedas de los coches por el camino principal, como en la plaza del Mercado giraban los engranajes de la Torre del Viento, como giraba y giraba en un rincón, minúscula, importante, la manivela del organillero.

Hans se había distraído y Sophie lo miraba risueña, tratando de adivinar sus imaginaciones. Él sonrió también y estiró un brazo para pellizcarle un pecho. Pensó en la agitación de esos pechos revoltosos cuando Sophie se entregaba, en su manera violenta de arañarlo, de morderle la cara, de sentarse encima de él y zarandearlo. Pensó en la honestidad casi brutal de los instintos de Sophie, en su inesperada fuerza física. Al contrario de lo que él había supuesto, ella no se limitaba a recostarse lánguidamente y dejar que él tomara decisiones: saciaba su deseo con la naturalidad de un jarro que se vuelca. A Hans le daba vergüenza reconocerlo, pero al principio la destreza sexual de Sophie lo había intimidado. Recordando sus ingenuas conjeturas sobre la inexperiencia de Sophie, Hans empezó a reírse. Ella lo acompañó sin saber de qué se reían, después lo besó y dijo: Dime. Nada, nada, dijo él, tonterías, pensaba en tus, bah, en nuestros, ¡así que no eras…! Hans, mi amor, lo interrumpió Sophie apoyándole dos dedos en los labios, te lo voy a pedir una sola vez: ¡no te parezcas ni un ápice a mi padre! Pero si no me parece mal, se defendió Hans, ¡al contrario!, simplemente no me lo esperaba, es que yo, o sea, ¿entonces has tenido muchas experiencias con hombres? Sophie sacudió los hombros con coquetería y dijo: ¿Tú qué prefieres que te conteste? No es eso, intentó explicarse él, no me malinterpretes, es sólo que, viéndote, te suponía más… ¿Más qué?, alzó las cejas Sophie. No sé, continuó Hans, más inocente, supongo. Ya lo ves, sonrió ella, ¿te decepciona? No, no, dijo él, me sorprende. Bueno, dijo ella sacudiéndose la falda, mientras te dure la sorpresa, mi vida, procura guardar muy bien el secreto, porque yo siempre he tenido una reputación intachable en las buenas familias y los amantes adecuados en las clases bajas. ¿Por qué las clases bajas?, dijo Hans. Me extraña que lo preguntes, contestó Sophie, primero por atracción natural, y segundo, mi despistado caballero, porque es improbable que los artesanos, los cocheros o los campesinos chismorreen con la aristocracia. Y si lo hicieran tampoco les creerían. Para serte sincera, los condesitos son bastante más puritanos que los hombres humildes. No pongas esa cara, ¿y sabes por qué?, porque los aristócratas viven tan bien que terminan subestimando el placer. Los hombres respetables le temen más a una revolución en la cama que a la anarquía política. ¿Te importaría abanicarme un poco? Me noto acalorada.

Una tarde, mientras charlaban en la habitación de Hans, Sophie se puso a curiosear entre los libros y papeles de la mesa. Él le mostró algunas de las revistas con sus traducciones y un par de títulos de poesía que había prologado para la editorial. Se sentaron a leer frente al quinqué encendido, y al repasar juntos las versiones bilingües de los poemas no pudieron resistir la tentación de sugerir otras posibles variantes diferentes a las publicadas. Sophie le formuló a Hans tres o cuatro tímidas objeciones que él encontró asombrosamente atinadas. Siguieron comentando las versiones hasta que Hans propuso que, en vez de entretenerse corrigiendo lo ya publicado, Sophie lo ayudara con la traducción de unos poemas ingleses que debía mandar urgentemente a la revista Atlas. ¿La revista Atlas?, se ilusionó Sophie, ¡pero si en la biblioteca sigo todos los números! Se pusieron manos a la obra y, a pesar de que Sophie insistía en que el inglés no era su fuerte, Hans se quedó prendado de la facilidad con que ella reordenaba las frases, alternaba los adjetivos o se atrevía con licencias razonables: parecía una niña jugando con objetos que manejaba a su antojo. Viendo la avidez con que Sophie releía los textos, su deleite al detenerse en los pasajes difíciles o recitar en voz baja los versos, Hans tuvo una idea que lo llenó de deseo y entusiasmo.

Unos días más tarde, Hans le envió un billete rogándole que se buscara cualquier excusa y viniera a verlo enseguida. Sophie no tardó demasiado en presentarse con Elsa en la posada y, mientras su doncella esperaba abajo jugando con Thomas, subió a la habitación. En cuanto la vio entrar Hans la besó, le pidió que se sentara y cerrase los ojos. Cuando Sophie volvió a abrirlos, se encontró con las pruebas de imprenta de la revista Atlas sobre el regazo. Al ver su propio nombre junto al de Hans debajo de las traducciones, soltó los papeles como si ardieran. ¡Pero Hans, no tenías, no debiste!, balbuceó con una mezcla de dicha y nerviosismo. ¿Cómo que no debía?, sonrió él, ¡si casi la mitad de los versos eran tuyos! Pero, dijo ella, ¿cómo hiciste, qué? Ah, muy fácil, contestó Hans, le escribí a la editorial y les indiqué la autoría compartida de las traducciones, ¿era lo justo, no?, ¿o vas a decirme que no te gusta? Sophie seguía negando con la cabeza y protestando, pero mientras tanto se iba deshaciendo del refajo hasta quedar sentada encima de Hans, atrapándolo en la silla. Ascendieron y cayeron, apretados el uno contra el otro, desorbitando el gesto sin hacer un solo ruido. Cuando recuperaron la quietud, lo primero que hizo Sophie fue ordenarse la falda y levantar del suelo las pruebas de imprenta. Hans le ofreció un poco de agua.

Piénsalo bien, decía Hans, si tradujéramos a medias, no como una excepción sino formalmente, podríamos pasar un verano maravilloso. Disfrutaríamos leyendo y trabajando juntos, y además tendríamos un pretexto perfecto para vernos aquí. Es mejor no esconderse demasiado, sólo lo necesario, ya hemos hablado de esto, cuanto más naturalmente actuemos menos sospechosos pareceremos. Si nos empeñamos en ocultarnos, terminaremos creando un misterio. Nos gustan las mismas cosas en los libros y en la cama, ¿qué mejor plan podríamos tener? Sophie hizo un gesto con la mano, como dándose en parte por vencida, y contestó: Ya lo sé, en lo de no escondernos tanto estoy de acuerdo, no sé qué pasará, pero es mejor. Con mi padre ya veríamos, eso ahora no quiero ni pensarlo. Rudi dirá que sí, porque yo intentaría, si se lo explico de manera que, en fin: dirá que sí. Pero si te confieso toda la verdad, también dudo de mí misma, de mis capacidades y de lo que pueda pensar Brockhaus, ¡nada menos que Brockhaus! (no me salgas con eso, objetó Hans, ellos ven lo que ven, tus traducciones, y saben que son buenas, y es lo que les importa), sí, bueno, puede ser, y te agradezco la confianza, quizá confíes en mí más que yo misma, pero trata de entenderme, Hans, no es sólo eso, está lo otro, ¡ay, no sé si un hombre puede entender esto!, también tengo el temor de que en la editorial a ti te juzguen sólo por tus traducciones, mientras que a mí me juzguen por ser una traductora, es una diferencia pequeña pero terrible, ¿cómo sabré que ellos van a leerme con imparcialidad, si ni siquiera tengo experiencia y para colmo soy joven y mujer?, ¿cómo sabré que me toman en serio?, o incluso más importante, ¿cómo puedo estar segura de que me exigirán como es debido? (mi vida, dijo Hans, te complicas demasiado, es más fácil que todo eso, si el resultado les gusta te aceptarán, y si no les gusta te rechazarán, y en cuanto a la exigencia tienes razón: les pediré que repartan los pagos entre los dos, que me manden una mitad a mí y otra a ti, así no quedará ninguna duda), ¡no, no, Hans, eso ni hablar! (claro que sí, faltaría más), de verdad, te lo pido (¡mala suerte, princesa!), escúchame, ¡estás loco!, yo, lo sé, soy una señorita mantenida, pero tú, ¿tú qué harías?, ¿cómo vivirías con la mitad? (he conseguido ahorrar de nuevo unos táleros, y además, calcula bien: no sería la mitad del dinero, porque entre los dos podríamos traducir casi el doble, si nos repartimos bien el trabajo me resultaría más o menos igual de rentable), Hans, Hans, eres terrible, eres terrible y te quiero y algún día voy a arrepentirme, en fin, no voy a discutir contigo de dinero, no sé, imaginemos que es como tú dices, pero de todas formas lo siento, no cobraré ni un gros de lo que traduzcamos o no hay trato, eso sí que mi padre jamás lo consentiría, bastante tendré con intentar convencerlo, date cuenta, ¡su hija, trabajando!, ¡la prometida de un Wilderhaus!, ¡como si no tuviese quien me mantenga!, no habría manera, créeme, voy a hablar con mi padre, todo será más sencillo si se lo presento como una especie de pasatiempo literario, ¿entiendes?, como una forma de estudio, entonces puede que acepte, puede que todo salga bien, y entonces puede que yo venga aquí todas las tardes y te hable en latín y te decline todo y (¡eh!) te apriete esta cosa de aquí y (Sophie, que te esperan abajo) te la muerda bien mordida (huy, huy, huy) y trabajemos con la lengua que tú quieras.

El señor Gottlieb se tiró del bigote, hizo un bucle y se enredó el dedo índice. Dejó la pipa encima de la revista abierta y sacudió la cabeza disgustado. Pero, hija mía, dijo, ¿y no podías haberme consultado antes?, ¿cómo se te ocurre hacer una cosa así sin contármelo siquiera?, ¡siempre estamos igual!, ay, Dios bendito. Vamos, padre, ronroneó Sophie, ¿por qué se enfada tanto?, ¿tanto le molesta que su hija se entretenga con unos inocentes poemas? Sabes muy bien, contestó el señor Gottlieb, que nunca te he prohibido leer ni estudiar nada, no es eso lo que me molesta, lo que no me gusta nada es que tú y el señor Hans (¿el señor Hans y yo qué, padre?, dijo Sophie cantarina), en fin, esa colaboración literaria, como tú la llamas, pero hija querida, ¿te parece decente que alguien como tú se dedique a asuntos editoriales? Padre, sonrió Sophie, ¡dice usted asuntos editoriales como si estuviera nombrando un delito!, sea usted comprensivo, se lo ruego, ¿o insinúa que una chica como yo debería quedarse en casa recitando el Kinder, Küche, Kirche?, ¿espera usted que incluso antes de casarme centre absolutamente todos mis pensamientos en cocinar y darle nietos?, vamos, padrecito guapo, vamos, ¡yo sé que usted es bueno! Me conformaría, suspiró el señor Gottlieb domando la culebra de su bigote, con que de vez en cuando tuvieras esas cosas en mente. Si es por eso, dijo Sophie con tanta franqueza como ironía, despreocúpese: últimamente no hago más que pensar en la boda. Hijita, suplicó el señor Gottlieb, dime la verdad, ¿acaso no te hará feliz formar una buena familia? Bueno, contestó ella, depende, si lo menciona como una obligación ineludible, entonces quizá no mucho, padre, pero si me lo dice como una posibilidad, me imagino que sí, ¿por qué tenemos que hablar de eso ahora? Pero dime, insistió el señor Gottlieb, ¿acaso Rudi no te demuestra su amor cada día? Padre, se arriesgó Sophie, se me hace tarde, tengo que irme a traducir, y se lo digo en serio: si usted me lo prohíbe, si no me permite trabajar literariamente con el señor Hans, me encerraré en mi habitación a traducir de todas formas, supongo que eso no podrá impedírmelo, ¡me encerraré todas las tardes y no haré otra cosa que dormir, comer y traducir hasta el día de mi boda!, me quedaré pálida, triste y fea y el día del casamiento todos le preguntarán por qué tengo esa cara en un día tan feliz y a usted le dará vergüenza tener una hija tan, tan fea, ¡padre, padrecito guapo, sea bueno!, estoy en sus manos, haré lo que usted diga, y si usted lo dispone no pisaré la calle en todo el verano, y así usted estará contento y en el fondo yo, padre, también estaré contenta de cumplir con mi deber y obedecer sus órdenes, ay. Hija, tembló el señor Gottlieb, no me hables así, no seas injusta (puede estar seguro de que obedeceré lo que usted mande, dijo Sophie frunciendo los labios), ¡ahora no digas que yo! (confío en su equidad, padre, pronunció Sophie agachando la cabeza), ¡hija, hija!, ¡sé razonable, te lo suplico! (sólo espero su veredicto, que sea cual sea será sólo por mi bien), pero Sophie, si al menos, ¡si no quiero impedirte!, ¡tú sabes que yo siempre! (lo sé, lo sé, y le estoy profundamente agradecida, pestañeó ella), pero entonces, ¿y no hay otra manera?, ¿no? (¡oh, es usted tan comprensivo!, campanilleó Sophie abrazándolo), hija mía, hijita querida (¡no tanto como yo lo quiero a usted!), bueno, bueno, escucha, pero al menos, ¿al menos no podrías traducir aquí en casa con él?, ¿qué tendría de malo?, ¿por qué tiene que ser en esa posada de mala muerte? (ay, padre, ya se lo he explicado, aquí nos distraeríamos, hay demasiada gente, Bertold, Elsa, las visitas, mis amigas, además en la posada, padre, el señor Hans tiene una biblioteca apropiada para trabajar en las traducciones, eso no es cualquier cosa, allí tiene muchísimos papeles oportunos y todos los diccionarios necesarios, imagínese lo engorroso que sería trasladar todo eso hasta aquí cada tarde, seamos prácticos, padre, ¿no me lo ha enseñado usted?), ¡bien, muy bien, de acuerdo, de acuerdo!, ¡mira que eres imposible!, pero se hará con una condición, y te lo digo muy en serio, ¡una condición absolutamente innegociable! (¿cuál, padrecito, dígame?), que Elsa te acompañe sin falta cada día, y que vayas con ella y regreses con ella siempre a la misma hora y estéis aquí las dos sin excepción antes de que anochezca (padre, qué contratiempo, ¿está seguro?, dijo Sophie sin caber en sí de dicha, ¿le parece necesario que la pobre Elsa tenga que vigilarme a sol y a sombra?, ¿es así como confía en su hija?), ¡nada, nada!, ¡ni una palabra más!, ¡o traduces con Elsa en la posada o te quedas aquí y no se habla nunca más del asunto! (está bien, ¡qué severo se pone cuando quiere!, ¡con lo seria que es Elsa, tantas horas!, en fin, lo dejamos así como usted dispone, querido padre, un beso y buenas tardes).

Reichardt se levantó el sombrero de tres picos y se secó la cara con el antebrazo. Miró a su alrededor: de su fila de segadores, él era el único que se había detenido. Llevaban varias horas sin hacer una pausa, pero los demás continuaban como si nada. ¿No se cansaban nunca? ¿O querían quedar bien con el capataz? Porque no era posible que no estuvieran un poco doloridos, que no sintieran como él pinchazos en los hombros de tanto arrastrar la guadaña, la cadera rígida por culpa de los giros. No se iba a acabar el mundo ni el trigo iba a evaporarse si se sentaban un momento a descansar las piernas. Reichardt esperó a que el capataz mirase hacia otro lado y depuso la guadaña. Los callos de las manos le ardían, aunque nada le molestaba tanto como la maldita cintura. Cerró los ojos e inspiró hondo, tratando de recuperarse. Entonces se le hizo más claro el sonido del metal raspando el suelo, como un frotar de espadas. De joven aquel sonido le daba escalofríos. Había terminado acostumbrándose y ahora incluso le gustaba. Seguro que a los principiantes todavía les rechinaban los dientes cuando segaban. A él no. Él era duro. No viejo, sino fogueado. Y no estaba cansado. Lo único que necesitaba, lo único, era un pequeño respiro. Cinco minutos. Nada. Tiempo atrás él tampoco necesitaba parar, pero segaba mucho peor. En realidad no hacía falta tanta fuerza como creían algunos idiotas musculosos. Bastaba con saber a qué altura de la espiga pasar la guadaña. Si se la atacaba muy alto, quedaba corta y el capataz te reñía. Y si uno cortaba demasiado abajo, rozando la tierra con el filo, el esfuerzo era muchísimo mayor y casi nadie notaba la diferencia. ¡Por no hablar de cómo algunos empuñaban el mango! ¡Qué falta de destreza! Porque a experiencia a él no le ganaba nadie. Ni el capataz. ¿Le iban a enseñar a recoger el trigo? Las cosas del campo llevaban su tiempo, como todo. Al menos si querías hacerlas bien. Y él quería hacerlas bien. Por eso necesitaba cinco, cinco malditos minutos de respiro.

De frente al sol borroso, a contraluz, en fila, moviéndose a la vez sin levantar la vista, los jornaleros seguían segando el horizonte.

Mientras los segadores se iban desplazando, las mujeres se agachaban a recoger las mieses y las agavillaban. Después los jornaleros cargaban las gavillas en los carros de bueyes y las transportaban a los cobertizos. Reichardt siempre procuraba postularse para llevar los carros, porque era más cómodo que la siega. Pero esta vez fue el capataz quien se acercó por detrás, le tocó el hombro con un dedo y dijo: Tú. Él se volvió y miró al capataz con la expresión más fresca de la que fue capaz, tratando de disimular la extenuación. Buena labor, ¿eh?, dijo Reichardt abriendo los brazos y forzando una sonrisa. Más o menos, contestó el capataz, escucha, ¿tú llevas mucho tiempo por aquí, no? Reichardt escrutó al capataz y aguzó su intuición, intentando averiguar si aquello era una crítica o una señal de confianza. Más o menos, dijo él emulando el tono del capataz. Tengo que pedirte algo, dijo el capataz. Lo que usted mande, sonrió aliviado Reichardt, ahora mismo iba a seguir con esto, pero si se le ofrece alguna otra cosa… Quiero que vayas ahora mismo al cobertizo, asintió el capataz, selecciones el mejor grano que encuentres y lo lleves en un carro de caballos a la mansión Wilderhaus. Cómo no, señor, dijo Reichardt, ¡voy enseguida! Muy bien, contestó el capataz volviéndose. Eh, señor, lo detuvo Reichardt, perdone, señor. Qué quieres, dijo el capataz con expresión de estar perdiendo el tiempo. Nada, señor, perdone, dijo él, sólo me preguntaba, en fin, si pensaba pagarme esas horas. ¿Cuáles?, se asombró el capataz, ¿las que tardes en ir hasta allí?, naturalmente que no, viejo, se trata de un favor, no de un trabajo, y yo no dudo de tu buena voluntad, ¿o sí debo dudar? Claro que no, señor, se inclinó Reichardt, sólo lo preguntaba porque, bueno, yo estoy a lo que mande, por supuesto, pero el edicto dice que para los transportes… El capataz lo interrumpió con una carcajada y dijo: Veo que tienes amigos en el Parlamento, lo tendré en cuenta, lo tendré en cuenta. Y ahora a por el carro, ¡vamos, viejo, corre!, y no te olvides, un carro no de bueyes, de caballos.

Obtenida al fin la venia del señor Gottlieb, y bajo la supuesta vigilancia de Elsa, ambos se reunían tres veces por semana para trabajar en la posada después del almuerzo. Antes de salir, Sophie tenía la precaución de tomar el café con su padre y conversar un rato con él para dejarlo contento. Hablaban de parientes, de las novedades de tal o cual familia, de los preparativos de la boda o de cualquier anécdota de la infancia de Sophie que al señor Gottlieb lo emocionase. Alrededor de las tres de la tarde, Sophie besaba a su padre en la frente y partía con aire distraído. Elsa y ella llegaban juntas a la calle del Caldero Viejo. Entraban en la posada y, tras una espera prudencial, Elsa volvía a salir. Se aseguraba de que nadie la seguía y se subía a un coche para hacer su propia visita. El pacto con el señor Gottlieb era que debían estar sin falta en casa antes de que el sereno terminara la ronda de las siete. Elsa y Sophie se reencontraban a las siete y media en punto junto a la fuente barroca. Habían acordado citarse allí porque un regreso de Elsa a la posada, siempre a la misma hora y siempre sola, habría resultado aún más sospechoso. Sabiéndose observados, en vez de disimular a toda costa preferían comportarse con la mayor naturalidad posible, que era la única manera de contrarrestar los chismes. Y demos gracias a que sea verano, había dicho Sophie, porque si no tendría que irme a casa mucho antes.

En esas cuatro horas de las que disponían a solas tres veces por semana, Hans y Sophie pasaban de los libros al catre y del catre a los libros, buscándose en las palabras y leyéndose los cuerpos. Así, sin proponérselo, fueron alcanzando un idioma común, reescribiendo lo que leían, traduciéndose mutuamente. Cuanto más trabajaban juntos más se daban cuenta de lo parecidos que eran el amor y la traducción, entender a una persona y trasladar un texto, volver a decir un poema en una lengua distinta y ponerle palabras a lo que sentía el otro. Ambas misiones se presentaban tan felices como incompletas: siempre quedaban dudas, palabras por cambiar, matices incomprendidos. Ellos también eran conscientes de la imposibilidad de lograr la transparencia como amantes y como traductores. Diferencias culturales, políticas, biográficas, sexuales actuaban como filtro. Cuanto más intentaban mediar en ellas mayores se volvían los peligros, los obstáculos, las malinterpretaciones. Pero al mismo tiempo los puentes entre las lenguas, entre ellos mismos, se volvían más anchos.

Sophie descubrió que cuando hacía el amor con Hans tenía unas sensaciones similares a las que experimentaba traduciendo. Creía saber muy bien lo que quería decir, lo que deseaba. Pero después sus certezas empezaban a dispersarse y sólo le quedaban entusiastas, contradictorias intuiciones a las que se entregaba sin pensar en el resultado. Al rato la sorprendían unos instantes de lucidez insólita, unos golpes de luz a través de los que ella podía contemplar lo que había estado buscando: un sentido final, la sensación precisa, las palabras exactas. Entonces cerraba los ojos y sentía que estaba a punto de abrazar una enorme esfera, de quedarse con ella y entender. Pero justo cuando ganaba la cima y se disponía a escribir o a hablarle a Hans desde ahí arriba, la idea se le deshacía y la esfera resbalaba entre sus dedos, dividida en mil partes. Y aunque Sophie sabía que ningún temblor, ningún poema podía traducirse con otras palabras, porque aquella totalidad era inalcanzable, lo único que deseaba al terminar era empezar de nuevo.

El propósito de Hans, que coincidía en parte con los encargos semanales de la editorial, era trabajar sobre todo con poetas europeos contemporáneos, siempre soñando con una improbable antología general de poesía que Brockhaus no terminaba de aceptar por razones comerciales. «¿Pero de cuántos países hablamos?», le había preguntado el editor en una carta. «De todos los que podamos», le había escrito Hans sin pararse a pensarlo. «Usted primero envíenos una muestra», había respondido el editor acaso con ironía, «y ya hablaremos». Sin embargo Hans estaba convencido de que, con paciencia y la ayuda de Sophie, aquel volumen acabaría viendo la luz.

¿Cómo se puede hablar de libre circulación comercial?, disertaba Hans tendido junto a Sophie, ¿de la unificación de las aduanas y no sé qué más, sin pensar en el libre intercambio literario?, ¡tenemos que traducir todas las literaturas extranjeras que podamos, editarlas, rescatar libros de otros países y llevarlos a las aulas!, eso le escribí a Brockhaus. ¿Y él qué te dijo?, preguntó Sophie mordisqueándole un pezón. Hans se encogió de hombros, le acarició la espalda y dijo: Me contestó que bueno, que poco a poco, que no me altere. Pero en ese intercambio, dijo Sophie, habría que tener cuidado de que los países más poderosos no trataran de imponerles su literatura a los demás, ¿no crees? Completamente de acuerdo, contestó Hans hurgando entre las nalgas de Sophie, y además los países pequeños tienen mucho que enseñarles a las potencias: suelen ser más abiertos y curiosos, o sea más sabios. ¡Tú sí que eres curioso!, suspiró Sophie dejando entrar los dedos de Hans y reclinándose. Eso será, sonrió Hans, porque tú estás abierta y eres sabia.

Recompuestos y vestidos frente al escritorio, justo antes de ponerse a trabajar, Hans le contó a Sophie que acababa de leer un comentario de la adaptación francesa del Tasso, donde Goethe afirmaba que estaba inaugurándose una literatura universal. Por muy conservador que sea en política, dijo Hans, hay que reconocer que el viejo va siempre adelantado en pensamiento literario. ¡Una Weltliteratur! Él fue de los primeros en defender la cultura francesa cuando cayó Bonaparte, y no deja de repetir que la patria del poeta es la poesía, esté donde esté y escriba lo que escriba. Goethe es un poco Fausto, ¿no?, y a todos nos gustaría ser un poco Goethe: ser un lector eterno, hablar un montón de idiomas, conocer todos los países, estudiar todas las épocas. Hans rebuscó en su arcón, encontró el texto, se lo dio a Sophie. ¿Tú de dónde sacas todas estas revistas?, preguntó ella tratando de asomarse al arcón. Me las mandan, contestó él cerrándolo apresuradamente. «Se acerca la época de una literatura universal», leyó Sophie en voz alta, «y cada uno de nosotros debe contribuir a formarla». Esa, asintió Hans entusiasmado, es la única forma de construir la literatura alemana, sumándola, comparándola, mezclándola con las demás. Lo contrario sería como cerrar la puerta y tirar la llave al mar. Hace poco leí un artículo de un tal Mazzini sobre eso, ¿y si lo traducimos la semana que viene?, tú sabes más italiano que yo. Mazzini se refería a Europa, pero a mí me parece que sólo es el principio. Ahora por ejemplo están de moda las literaturas orientales, a lo mejor pronto le toca el turno al continente americano. ¿Y si algún día tenemos que viajar hasta allá para estudiarnos a nosotros mismos?, ¿te imaginas? Yo había pensado en embarcarme a América un año de estos, ¡oye!, ¿y si vinieras conmigo?, a lo mejor podrí. Hans, lo interrumpió Sophie con una caricia, ¿y si nos ponemos a trabajar?, ya son casi las cinco. Sí, sí, aterrizó Hans, disculpa. Tras revolver en el desorden de la habitación, extendió varios libros sobre la mesa junto con un puñado de cuartillas. Así que hoy tocan ingleses, dijo Sophie hojeando aquí y allá. Indeed, my dear, resopló Hans sentándose, and I must actually confess that it is urgent.

Los encargos de Brockhaus eran dos: la revisión a fondo de una compilación de nuevos poetas ingleses, que se encontraba agotada desde hacía unos años y con la que el editor no estaba satisfecho, más una traducción de los fragmentos centrales del prefacio a las Baladas líricas, que se incluirían a modo de apéndice. Hicieron una primera lectura rápida para señalar los pasajes más dudosos y facilitar el trabajo del día siguiente. El método que seguían era sencillo: Sophie, que sin lugar a dudas recitaba mejor que Hans, leía el poema original en voz alta, deteniéndose al final de cada verso con mimosa paciencia, dejando que el ritmo interior del verso se desplegara y asentase antes de pasar al próximo, como quien va levantando una torre de naipes. Hans repasaba mientras tanto la versión traducida e iba tachando palabras, subrayando imprecisiones, anotando variantes para consultar después con ella. Acostumbrado a trabajar solo, en un primer momento le había resultado difícil concentrarse porque la voz modulada de Sophie, sus pausas e inflexiones le provocaban una excitación de la que él mismo se sorprendía. Poco a poco empezó a disfrutar de esa ansiedad que lo llevaba desde una lengua extraña hasta el cuerpo de su compañera. E intuyó que Sophie tampoco ignoraba los efectos voluptuosos de aquel método: ella gozaba conteniéndose, graduando la tensión entre el rigor del trabajo y la distracción del deseo. Precisamente de aquel esfuerzo erizado, de aquel conflicto que estimulaba sus sentidos y afilaba sus inteligencias, solían aflorar las mejores ideas comunes. Al cabo de unas cuantas sesiones de trabajo, ambos se habían acostumbrado a desearse mientras traducían y habían comprobado que todas esas palabras que buscaban eran otra manera de encontrarse, de acortar la distancia entre sus bocas.

Revisaron las versiones de los poemas de Byron, un tanto mecánicas aunque en general correctas, ya que el traductor anterior había tenido la astucia de seleccionar las piezas más sencillas. Es curioso, comentó Hans, cuando Byron se ponía salvaje sonaba más retórico, académico. A lo mejor, sugirió Sophie, porque a veces él mismo se asustaba de lo que decía.

Decidieron en cambio retocar todas las versiones de Shelley, que encontraron afectadas y repletas de giros de indigesto patetismo. Hans propuso suprimir todos los adjetivos y ponerse a traducir lo que quedara. Sophie dijo admirar el Himno a la belleza intelectual, que en su opinión refutaba cualquier intento por separar a ilustrados y románticos:

¡Oh tú, la mensajera de esos entendimientos

que crecen o bien menguan en los ojos que aman,

tú que le das nutriente a nuestro pensamiento

como la oscuridad a una extinguida llama!

¿Te das cuenta?, se encendía Sophie, ¡la oscuridad avivando la llama! En este poema de Shelley lo que brilla es el misterio, pero lo hace para alumbrar el pensamiento. Y el pensamiento humano, ese «human thought» al que no se le oponen la emoción ni el amor, es a su vez alimentado por la belleza, ¿no es una maravilla? No sigas, rió Hans, que me convences, y voy a terminar queriendo a Shelley por tu culpa.

Al llegar a la parte de Coleridge, se concentraron sobre todo en reescribir El Khan Kubla, que era el único texto del autor que todos los lectores conocían:

En Xanadú el Khan Kubla

mandó alzar una cúpula

de placer gigantesca:

donde Alph, río sacro,

corría por cavernas

de inhumano tamaño

hacia un mar en tinieblas…

Lo divertido del caso, dijo Hans, es que El Khan Kubla no es ni de lejos el mejor poema de Coleridge. Pero ya sabes, la leyenda manda, la gente no espera que un poeta escriba una gran obra, sino que se comporte como un gran poeta. Y como al listo de Coleridge se le ocurrió contar que un día de opio soñó con un poema de trescientos versos, que al despertarse lo recordaba enterito, ¡que iba a ser genial, lo nunca visto!, y que se puso a transcribirlo hasta que al pobre lo interrumpieron, y por eso el poema se le quedó incompleto, pequeñito como lo vemos… Entonces, preguntó Sophie, ¿tú no le crees? Yo a un poeta le creo todo, sonrió Hans, con la condición de que nada de lo que me diga sea cierto. En ese caso, razonó ella, el poema no quedó incompleto, sino que continúa en el relato de Coleridge, en la historia que contó sobre aquel sueño, ¿no te parece?, y así donde el poema termina, o sea el sueño, empieza la otra historia, la que ocurre al despertar. ¡Me adhiero!, festejó Hans rozándole un tobillo por debajo de la mesa. En realidad, agregó Sophie ofreciéndole a Hans el otro tobillo, lo más romántico del poema es su explicación. Es verdad, dijo él excitándose de nuevo, ¿y qué me dices del final?, «y se bebió la leche del Edén», «and drunk the milk of Paradise», ¡tanta k justo al final, tanta dificultad para beberse el néctar!, ¡como si te estuvieras atragantando con el paraíso! Si lo piensas dos veces, te das cuenta de que los mejores poetas románticos nunca hablan del paraíso, sino de la imposibilidad de su existencia. (Al terminar de hablar de Coleridge, Hans advirtió con cierto desconsuelo que el tobillo de Sophie se había alejado del suyo.)

Comparando estilos, dijo Sophie mientras pasaba las páginas del libro, da la sensación de que la poesía inglesa tiene dos maneras: una grandilocuente y furiosa, como Shelley o Byron, y otra más serena pero más actual, como Coleridge o Wordsworth. ¿Y Keats dónde entraría?, preguntó Hans señalando sus poemas. En las dos, dudó Sophie, o en ninguna. De acuerdo, dijo Hans, en que Byron o Shelley, por muy buenos que sean, no pueden ser modernos como Wordsworth. Él trata de ser oral escribiendo, eso en poesía es un pecado. Y ya se sabe que la literatura sólo avanza a fuerza de pecados (¿tú crees?, sonrió ella con picardía), sí, por supuesto, o sea, cuando Wordsworth dice aquí, en el «Prefacio», espera, a ver, aquí, ¿ves?, cuando dice que el lenguaje de la prosa puede ser perfectamente adaptado a la poesía, e incluso que no hay ninguna diferencia esencial entre la buena prosa y el lenguaje de un poema, ¿ahí qué está haciendo Wordsworth?, ¿rebajar lo poético?, al contrario, para mí está elevando las posibilidades de la prosa. Y todavía más importante, está asociando la poesía con las palabras diarias, con cualquier momento de la vida, que no siempre es sublime. O sea, Wordsworth baja a la poesía de los altares para que gane campo de acción.

Entiendo, dijo Sophie tomando el libro, suena muy atractivo. Pero si la poesía entra a fondo en el tono cotidiano, ¿cómo hacemos para distinguir un poema bien escrito de otro mal escrito? Esa, contestó Hans, es la cuestión más delicada para Wordsworth, supongo que por eso se apresuró a explicarlo al principio del «Prefacio», pásame el libro, por favor, eh, aquí: «El primer volumen de estos poemas, bla, bla, bla, se publicó como un experimento que, según yo esperaba, fuese de alguna utilidad para averiguar hasta qué punto, acomodando al orden métrico una selección del lenguaje real de los hombres…» (ah, se burló Sophie, el lenguaje de las mujeres sigue siendo un misterio), bueno, en fin, digamos «averiguar hasta qué punto, acomodando al orden métrico una selección del lenguaje real de las personas (muy gentil de tu parte, intercaló Sophie) en un estado de emoción intensa, era posible para un poeta comunicar esa emoción». Fíjate que Wordsworth lo llama experimento, no es nada mecánico, y más teniendo en cuenta que se refiere a una selección del habla cotidiana, ahí ya entraría el talento del poeta, y que esos momentos cotidianos deberían coincidir con una emoción intensa. Si se cumplen esas premisas el experimento de Wordsworth jamás podrá resultar vulgar. Otra cosa es que alguien tome la parte fácil de sus consejos y olvide la otra. Sobre todo, un momento, a ver, si lo tenía subrayado, ¿dónde era?, aquí: sobre todo la parte de «y al mismo tiempo impregnarlos de un cierto toque de imaginación, a través del cual las cosas cotidianas se presentasen al entendimiento de un modo inusual», esto es muy importante, ¿no?, y más abajo: «especialmente en lo que se refiere a la manera en que asociamos las ideas cuando nos encontramos en estado de emoción», o sea, introducirse en las emociones diarias, ordenarlas y traducirlas al lenguaje corriente, sin olvidar la capacidad de nuestra imaginación para asociar imágenes e ideas. ¿Te das cuenta de lo anticuado que parece Byron comparado con esto?

No es por defender a Byron ni a Shelley, dijo Sophie pensativa, pero creo que para juzgar el estilo de un poeta también habría que tener en cuenta la retórica de sus mayores. Quiero decir que la retórica es un péndulo, ¿no?, hay fases en que habla cotidiana y escritura parecen oponerse, como en Milton o Shakespeare, hasta que ese lenguaje específicamente poético se amanera y cae, digamos, en Pope, y entonces la poesía vuelve a acercarse a la lengua oral, como pasa con algunos poemas de Coleridge o Wordsworth. Se me ocurre que las oscilaciones de ese péndulo tienen sus momentos oportunos, y un poeta de buen oído debería saber en qué momento del péndulo está la poesía en su idioma. Esa idea, comentó Hans admirado, tendríamos que incluirla en la introducción. Sí, continuó Sophie, yo lo veo como una especie de balanza, y puede que ahora sea uno de esos momentos y Wordsworth tenga razón. Y buena falta, asintió Hans, que nos haría eso en Alemania. Siempre estamos buscando la pureza, y eso es lamentable. La poesía que busca la pureza se vuelve puritana, para mí el verdadero lirismo consiste en lo contrario, en, ¿cómo decirlo?, pura emoción impura. Eso es lo que me gusta de la poesía inglesa actual, sus impurezas. Por muy alto que vuele, nunca deja de confiar en lo que puede ofrecerle la realidad inmediata, ya sabes, «the fancy cannot cheat so well». Por eso (continuó Hans mientras pasaba las páginas del libro) he dejado para el final a Keats, mi favorito. Tenía muchas ganas de que lo tradujéramos juntos, empezando por la Oda a un ruiseñor. Un poeta alemán no se conformaría con un simple ruiseñor, le parecería poca cosa y se pondría a escuchar al cosmos, o como mínimo a una montaña enorme.

Sophie acababa de pronunciar el final de la Oda a un ruiseñor. Hans se quedó unos instantes en silencio con los ojos entrecerrados, paladeando el sonido posible de esos versos en otro idioma. Después le rogó a Sophie que repitiera más despacio la última estrofa. «Forlorn!», reanudó ella vocalizando con suavidad, «the very word is like a bell / to toll me back from thee to my sole self…». Simultáneamente, Hans fue anotando en sus papeles la versión que ella leyó enseguida:

¡Olvidadas! La propia palabra es la campana

que al repicar me lleva desde ti a mi ser solo.

¡Adiós! La fantasía no es capaz de mentirnos,

duendecillo engañoso, tanto como es su fama.

¡Adiós! Se desvanece tu lastimero himno

más allá de los prados, sobre el callado arroyo,

por la ladera… y queda sepultado en lo hondo

de los claros del valle: ¿acaso ha sido

una visión, o un sueño con los ojos abiertos?

La música se ha ido. ¿Duermo o estoy despierto?

Sophie releyó la estrofa. Anotó desaparece junto a se desvanece (quedaría más contundente, dijo cruzando una pierna), escribió ha volado junto a se ha ido (perderíamos una rima, aclaró quitándose un zapato, pero quedaría más fiel, así la música volaría igual que el pájaro) y sumergido en vez de sepultado (así dialogaría mejor con el arroyo, explicó dejando caer el otro zapato). Pero si el canto se sumerge, objetó Hans mirándole los pies, sacrificaríamos el matiz de que el ruiseñor no sólo se aleja, sino que de alguna forma muere en el poema. Entiendo, contestó Sophie humedeciéndose los labios, ¿y si probamos con enterrado, que suena más terrible? Podría ser, dudó Hans mordiéndose el labio. Sophie recitó la estrofa con sus distintas variantes. Me gusta, asintió levantándose, aunque así parece que el poeta se alegra de que el sueño termine, como si al despedirse del ruiseñor lo hubiera vencido, ¡adiós!, ¡vete!, ya me despierto, no podrás engañarme, sé que nada es eterno. Cierto, sonrió Hans viéndola venir, ¿y no te parece que Keats también decía eso? No sé, dijo Sophie deteniéndose frente a él, yo había entendido que se lamenta de que el hechizo del ruiseñor se rompa. La cuestión, opinó Hans despegando su silla de la mesa, sería saber si «the fancy cannot cheat so well» se dice con despecho, o sea, ¡qué pena que la fantasía no pueda embaucarnos siempre!, o si lo dice con orgullo, ¡a mí ya no me engañas!, como quien recupera la lucidez. ¡Exacto!, añadió ella acariciando los muslos de Hans, lo mismo pasa con «deceiving elf», ¿no?, eso de duende engañoso, ¿lo dice con rencor o con nostalgia? A mí, contestó él separando las piernas, me parece que Keats se estaba despidiendo de las ilusiones, estaba enfermo y sabía lo que le esperaba, ya no tenía tiempo para ciertas cosas, necesitaba bajar y pisar tierra todo lo que pudiese, supongo que cuando uno tiene tuberculosis lo que quiere es eso. Puede ser, dijo Sophie llegando a la entrepierna, aunque por otro lado, ¡qué poema tan hermoso y ambiguo!, pienso que por eso mismo, porque sabía que iba a morir pronto, Keats trató de imaginarse una voz más duradera que la suya, una manera de escapar volando con el ruiseñor, como si el ruiseñor fuese la poesía, ¿no?, «Thou wast not born for death, immortal Bird!», un pájaro que canta para siempre. ¿Sabes qué?, comentó Hans abriéndose el cinturón, en realidad las dos lecturas son ciertas, seguramente Keats por un lado pensaba: ¡qué maravilla sería vivir en un mundo fantástico donde la muerte no exista y se pueda cantar eternamente!, ¿por qué no protegerse del dolor con esa fantasía?, mientras por otro lado pensaba: pero cada día siento más dolores, la enfermedad avanza y al cantar sangro por la boca, ¿cómo voy a creer en la eternidad de los ruiseñores?, ya no puedo engañarme, adiós, que vuelen ellos, yo me quedo aquí abajo mientras dure.

Se hizo un silencio triste en la habitación: la luz volaba rasa a las siete menos cuarto de la tarde.

Aquí abajo, repitió Sophie arrodillándose, mientras dure.

Por alguna razón entre el pudor social y el refugio íntimo, Hans apenas le había hablado a Sophie del organillero ni de su cueva. La primera vez que Hans había mencionado a su amigo, Sophie tardó en comprender que se refería a ese anciano sucio que tocaba en la plaza del Mercado con un organillo destartalado y un perro negro a sus pies. ¿Cuál?, ¿ese?, había dicho sorprendida, ¿y qué tiene de particular?, lleva un montón de años ahí. Al notar que Hans se ofendía un poco, Sophie empezó a insistirle para que se lo presentara formalmente. Al principio él se había mostrado reacio, en parte por auténtica vergüenza (una vergüenza que lo hacía sentirse miserable) y en parte porque temía no poder soportar que ella también, como los otros, mirase al viejo por encima del hombro. Al cabo de un tiempo, ante los ruegos de Sophie, Hans decidió correr el riesgo. En realidad llevaba meses deseando y evitando presentarle al organillero. Junto con Álvaro, era su único amigo en la ciudad y era natural que Sophie lo conociese. Además, a esas alturas el viejo lo sabía casi todo de ella. Así que aquel mediodía, un miércoles caluroso de julio, Hans organizó la cita y cruzó los dedos. Sophie llegaría acompañada de Elsa poco antes del almuerzo, con la excusa de comprar unas bobinas de hilo y unos botones de angora en una mercería.

La plaza del Mercado era un revuelo. Los niños regresaban de la escuela, las mujeres paseaban el color de sus vestidos hinchados por la brisa, los hombres agitaban las tabernas. Proyectando una sombra perpendicular sobre el empedrado, la Torre del Viento apuntaba al cielo con ambas agujas, que parecían a punto de perforar la membrana del tiempo y echar a volar como dos flechas. Hans esperaba impaciente jugueteando con Franz, que le mordía la punta de la bota. El plato del organillero mostraba tres monedas, dos de ellas de Hans. Cuando reconoció una sombrilla verde flotando entre la muchedumbre, Hans se volvió hacia el viejo y le pidió que tocara una alemanda. El organillero asintió y desplazó el rodillo, pero de pronto alzó la cabeza para decir: Una alemanda no, mejor un vals. ¿Un vals por qué?, preguntó Hans. No seas torpe, sonrió el viejo, ¡porque es más atrevido!

Sophie, Elsa, pronunció Hans con ceremonia, este es mi buen amigo, el señor organillero. El viejo hizo una reverencia, tomó con dos dedos una mano de Elsa, la rozó con los labios y dijo: Es un placer. Repitió el gesto con Sophie, añadiendo: Estaba deseando conocerla, señorita, he oído muchísimo de usted y veo que no habían exagerado. Al ver que Hans se ponía nervioso, el organillero aclaró: Su familia siempre ha tenido un gran renombre en la ciudad. Desorientada por la caballerosidad del viejo, cuyos modales no parecían corresponderse con su aspecto, Sophie le cedió la sombrilla a Elsa, se inclinó y contestó: El placer es nuestro, señor, y debo confesarle que son más los elogios que he oído últimamente sobre usted.

Después se hizo un silencio que a Hans le resultó incómodo, a Sophie interesante y al organillero absolutamente encantador. Todos se miraban, sonreían y bajaban la vista sin saber qué decir. Hans carraspeó, inquieto. Entonces el organillero chasqueó la lengua, lanzó una exclamación y dijo: Caramba, pero qué desconsiderado he sido, les pido mil disculpas, señoritas, en fin, esta criatura que descansa aquí abajo es Franz, mi protector, Franz, levántate y saluda a las señoritas. Hans se tapó la cara con una mano y pensó: Esto no puede salir bien. Pero Sophie, definitivamente atraída por el viejo, dejó escapar una risa alegre y se agachó para acariciar a Franz, que se estiró como un resorte. Encantada, señor Franz, dijo Sophie. Franz la miró con ojos de agua, frunció sus cejas tostadas y volvió a descansar. Es un perro educado, explicó el organillero, pero administra sus fuerzas.

Sophie, Hans y el organillero charlaron un rato más de pie, como al pasar, antes de separarse. El viejo concluyó invitándola solemnemente a visitar la cueva. Mi humilde cueva, precisó, que es un lugar muy fresco en esta época del año. Sophie se despidió prometiendo que iría. Hans sospechó que pensaba cumplir su palabra. Mientras ella se volvía y tomaba del brazo a Elsa, Hans leyó su expresión: supo que Sophie se había divertido y que, de alguna forma, el organillero le había interesado.

El viejo mugriento del organillo señalaba al chucho. Sophie se agachaba para tocar al chucho y parecía contenta. Elsa los miraba sin moverse. Hans, que también andaba por ahí, hacía un gesto extraño con las manos. ¿Qué estarían diciéndose? A través de los cristales de la Taberna Central, Rudi Wilderhaus espiaba la escena. No podía escucharlos ni interpretar la situación con exactitud. Elsa estaba con ella, sí, ¿pero por qué se detenían tanto?, ¿de qué estaban hablando con Hans y el viejo mugriento?

Se oyeron risas en la barra. Uno de los jóvenes nobles que lo acompañaban posó una mano en el hombro de Rudi, que seguía de espaldas y con la vista fija en los cristales. Eh, Wilderhaus, dijo el joven noble, ¿y a ti no te molesta que tu prometida haga amistades con extraños?, ¿cómo toleras que ande entrando y saliendo de una posada barata? Mi prometida, contestó Rudi volviéndose, tiene las amistades que estima convenientes, porque no es una niña ni tampoco es imbécil como la tuya. En cuanto a sus visitas a la posada, su padre y yo estamos perfectamente al tanto y son para traducir literatura, que es uno de los pasatiempos preferidos de Sophie.

Los amigos de Rudi se miraron entre sí, reprimieron una carcajada y levantaron sus jarras. ¡Salud, Wilderhaus!, dijo uno, ¡brindo por los pasatiempos literarios de tu prometida! Rudi chocó su jarra y contestó: Y yo brindo por que tu descendencia nunca pierda la ignorancia que distingue a tu apellido. Todos rieron, salvo el aludido. Rudi se volvió una vez más hacia los cristales. Alcanzó a ver cómo las dos mujeres se despedían de Hans y del viejo mugriento antes de seguir su camino. Le pareció que Sophie sonreía. Cuando se acodó en la barra, estaba muy serio aunque tranquilo en apariencia. Wilderhaus, de veras, se atrevió a decir otro, ¿no te parece demasiado?, ¿no sería aconsejable intervenir por las dudas, aunque sea por decoro? El decoro, murmuró Rudi alzando el mentón, es algo que está fuera de duda en el caso de Sophie. Te repito que confío plenamente en ella, y confío todavía más en mí. Por supuesto, por supuesto, insistió el otro, pero dinos la verdad, ¿ni siquiera sientes celos? Rudi calló un momento. Soltó aire despacio, apoyó su jarra con violencia y rugió: Majadero, ¿con quién estás hablando?, ¿voy a preocuparme yo de un plumilla de medio pelo venido de no sé dónde?, ¿pero qué linaje tiene?, ¿qué hacienda?, ¿qué elegancia?, ¿esperas que me sienta siquiera imaginariamente amenazado por un plebeyo mal leído que duerme en una fonda? Lo que me indigna no son los pasatiempos de Sophie, que siempre se ha entretenido con extravagancias y está en su perfecto derecho, sino las insinuaciones innobles como la tuya. El mero hecho de que pienses que debo preocuparme por eso me rebaja y me ofende. Así que te exijo que retires inmediatamente tus groseros comentarios, o que me los repitas empuñando el arma que prefieras. Lo mismo os digo a todos los demás.

El otro agachó la cabeza y balbuceó una disculpa. Sus amigos se apresuraron a imitarlo. Se hizo un silencio en el grupo. Rudi Wilderhaus le hizo un gesto al camarero, dejó unas monedas encima de la barra y salió sin despedirse.

Cada vez que el profesor Mietter despegaba sus labios rígidos para tomar la palabra, el surtidor del patio volvía a oírse: los contertulios callaban prudentemente y aguardaban su opinión con los dedos entrelazados. A Hans no dejaba de admirarlo la autoridad del profesor Mietter, aunque tampoco lograse entenderla del todo. El profesor jamás hacía aspavientos para imponer sus opiniones: las dictaba con parsimonia mientras los demás parecían tomar nota en silencio. El señor Gottlieb asentía con profundo interés. Sophie sonreía con cierta ambigüedad. Y Hans, que estaba aprendiendo a interpretar sus gestos, sospechaba que si ella sonreía de forma prolongada y estática, eso quería decir que discrepaba por completo.

Enterado de la colaboración literaria de Hans y Sophie, el profesor comenzó expresando su preocupación acerca de que ella pudiese descuidar otros asuntos importantes para una muchacha de su edad, y mucho más si estaba a escasos meses de celebrar su enlace. Al oír esta opinión, el señor Gottlieb lanzó una exclamación que dejó temblando sus bigotes como dos dardos recién clavados. Después, casi en tono de súplica, dijo: Eso mismo, ¿ve usted?, eso mismo le he dicho yo, pero ella no atiende a razones. La señora Pietzine estaba de acuerdo con el profesor. Pero miró a Sophie, la vio arrugar la frente y dijo que en fin, bueno, que tampoco era para tanto. La señora Levin se cambió el abanico de mano, sacudiendo la cabeza reprobatoriamente. Su esposo carraspeó, pensativo. A Hans, que hubiera querido dedicarle una mirada de ánimo a Sophie, le pareció que en ese momento Rudi la vigilaba, echó en falta el espejo de la sala y pinchó una rodaja de naranja con canela. Viéndose rodeada de consejos protectores, Sophie prefirió no perder el tiempo justificándose y optó por el humor, que era lo único que el profesor Mietter ignoraba y que desautorizaba a su padre. Tienen tanta razón, caballeros, dijo, que ahora me avergüenzo de cada verso que he traducido, ¡qué ingenuidad la mía! Pero les prometo que a partir de mañana, qué digo, ¡de ahora mismo!, no estudiaré otra cosa que tratados morales y libros de cocina.

De no ser por la risa brusca de la señora Pietzine, Hans habría jurado que el señor Gottlieb y el profesor Mietter estuvieron a punto de creerle. Sophie aprovechó la ocasión para preguntar a los invitados qué bebidas deseaban, ponerse en pie y darle algunas indicaciones a Elsa. Para cuando volvió a su asiento, la discusión se había desviado y trataba de las posibilidades prácticas de la traducción. Con doctoral serenidad, el profesor Mietter cuestionaba la legitimidad de las traducciones poéticas. Hans, que apenas había dormido y sentía una pesadez en los párpados, se le oponía sin mucha diplomacia.

Entiéndame bien, joven, decía el profesor, no es que yo tenga nada contra el loable esfuerzo de intentar traducir un poema, Dios me libre, al contrario. Pero siendo rigurosos, si dejamos de lado las buenas intenciones y enfocamos el asunto más científicamente, tendrá usted que convenir conmigo, como buen lector de poesía, en que cada poema posee un carácter intransferible, un sonido peculiar, una forma y unas connotaciones exactas, imposibles de adaptar a otra lengua en los mismos términos de perfección. Otra cosa sería, por supuesto, renunciar a la ambición excesiva de traducir el poema y ofrecerle al lector una especie de guía, una transcripción fiel y literal del contenido léxico del poema, para que con ella se ayude y penetre en el original, que es lo que de verdad importa. Pero esas ya no son traducciones en sentido literario, que es de lo que usted hablaba y que con todos mis respetos, ya le digo, me parece un empeño irrealizable desde su mismo punto de partida.

(Al escuchar estas opiniones, Hans pensó que todo lo que decía el profesor podía trasladarse al campo de las emociones: alguien que descreía de las posibilidades de la traducción era, en pocas palabras, alguien escéptico con el amor. Este hombre, se dijo Hans con malicia, ha nacido lingüísticamente para la soledad. O, bien mirado, para el matrimonio. De pronto Rudi se atragantó con el aperitivo, y por un instante Hans dudó si lo acababa de pensar o lo había dicho en voz alta sin darse cuenta.)

El profesor Mietter seguía discurriendo sobre la fidelidad al original y el respeto a la palabra del autor. Hans levantó un dedo y, para su sorpresa, el profesor calló en el acto y le cedió la palabra con un ademán cortés. La boca mesurada del profesor engulló un triángulo de piña en almíbar.

Comprendo su opinión, dijo Hans algo nervioso, pero creo que esa fidelidad es una paradoja (Rudi se volvió hacia él y lo miró con fijeza: ¿y ahora de qué estamos hablando?, pensó Hans), quiero decir, en el fondo es una paradoja, porque en el mismo instante en que aparece en escena otro texto la fidelidad es inalcanzable, el poema ya es distinto, se ha convertido en otro. Hay que contar con eso, no es posible reescribir literalmente nada, ni siquiera una palabra. Algunos traductores le temen a esa transformación, como si en vez de un cambio fuera una deslealtad. Pero si se hace bien, si el esfuerzo de interpretación da los frutos correctos, el texto puede incluso mejorar, o al menos convertirse en otro poema tan digno como su antecesor. Y le diría más, precisamente por lealtad a su naturaleza poética, pienso que un traductor tiene la obligación de reescribir el original, o sea devolverle al lector un auténtico poema en su propia lengua. Claro que para eso es necesario un equilibrio delicado entre las libertades que se toma el traductor y una comprensión verdadera, digamos honesta, del primer texto. Ese es el riesgo, y quizá lo más difícil. El caso es que para mí no queda otro remedio que asumir ese riesgo. Y no nos engañemos: ni siquiera el original tiene un sentido único, leerlo también es traducirlo, nunca podemos estar totalmente seguros de qué dice un poema en nuestra lengua materna. Tal como la entiendo, una traducción no se compone de una voz de autoridad y otra voz que la obedece, es más bien un encuentro entre dos voluntades literarias. Al fin y al cabo siempre hay una tercera persona, ¿no?, quiero decir, un tercero en discordia, eh, que vendría a ser el lector (¿pero de qué?, se distraía Hans, ¿de qué estamos hablando?), y si ese lector realmente pudiera penetrar en el original, como usted sugiere, más que una buena guía, las traducciones literales serían algo casi inútil.

Ajá, dijo el profesor Mietter. Ejem, dependería, opinó el señor Levin. Podría ser, asintió Álvaro. No sé, dudó Sophie. Qué lío, suspiró la señora Pietzine. ¿Alguien quiere rapé?, ofreció Rudi. Qué calor, comentó el señor Gottlieb.

Mire, se aclaró la garganta el profesor, como veo que tiende a perderse en metáforas, voy a intentar ser muy concreto. La poesía es, evidentemente, un arte universal como modo de expresión. Ahora bien, en cada una de sus manifestaciones particulares, la poesía es un arte cultural, nacional y por tanto intraducible en última instancia. Le explicaré por qué. Como bien dice Hamann, a quien no sé si habrá leído, lengua y pensamiento no pueden separarse. Yo no pienso algo abstracto y después lo traduzco a mi propia lengua. Directamente pienso algo en mi idioma, lo pienso gracias a él, por medio de él. Por eso ningún pensamiento es traducible, como mucho adaptable. ¿Hasta aquí me explico?, bien. Si esto es así en cualquier campo, imagínese hasta qué punto el problema se radicaliza en la poesía, que es el idioma de las emociones. Tenga en cuenta, ya que antes hablaba de emociones, que es mucho más fácil pensar en un idioma extranjero que sentir en él (eso, dijo Álvaro levantando la cabeza, sí que es cierto), de lo cual se deduce que un sentimiento cualquiera expresado en otra lengua no puede ser el mismo sentimiento, ni siquiera una variante. Puede ser, en el mejor de los casos, una emoción inspirada en otra. Llámelo intercambio, influencia o lo que quiera. Pero, se lo ruego, no llame usted a eso traducción.

Bien, contestó Hans con la incomodidad de hallarse ante un razonamiento sólido del que era necesario discrepar, bien, profesor, vayamos por partes. Dice usted que un pensamiento es más fácil de traducir que un sentimiento. Ignoro hasta qué punto es posible concebir una idea aislada de cualquier emoción, o una emoción desprovista de toda idea. Ese sería mi primer reparo, parece usted partir de la existencia de las emociones puras como si fuesen algo dado, nacido de la nada y terminado en sí mismo. A mi modesto entender, las emociones no sólo son creadas por una lengua determinada, también provienen de cruces culturales, de encuentros anteriores con otras lenguas, de sobrentendidos nacionales y extranjeros. De esa heterogeneidad partimos para pensar, sentir o escribir. Trataré de ponerle un ejemplo concreto, profesor, para no perderme en metáforas y evitar disgustarlo. ¿Goethe siente en alemán por un lado y habla seis idiomas por otro? ¿O más bien, como individuo que habla y lee en varios idiomas, Goethe ha llegado a sentir de un modo determinado, de una manera propia que en este caso se expresa en lengua alemana? ¿No es su cultura múltiple una corriente que se encauza, se traduce en su lengua materna? Y por lo tanto, ¿no son las traducciones de los propios poemas de Goethe a otras lenguas un eslabón más en una cadena infinita de reinterpretaciones? ¿Quiénes somos nosotros para determinar cuál sería la unidad originaria, el primer eslabón? Aparte de eso, profesor, permítame decirle que aunque la traducción fuera un diálogo imposible, sería el imposible más necesario de la cultura. Renunciar a ese diálogo nos llevaría al peor nacionalismo, por no decir al esoterismo. Después de separar la poesía de cada país, el paso siguiente sería decidir cuál es anterior o superior a las demás. Así que también es cuestión de principios, no sólo de gramática o filología.

Sophie chasqueó la lengua: la lengua resbalosa, expresiva, mudable de Sophie. ¿Señor Levin?, dijo viéndolo tamborilear los dedos sobre la mesa.

Sí, ejem, intervino el señor Levin, yo quisiera, es decir, me parece que en esta discusión estamos marginando una cuestión importante, o algo que en mi opinión tiene su importancia. Porque la traducción no es sólo un proceso individual, ¿verdad?, también es un proceso que depende de la comunidad en la que se traduce. O sea, un traductor traduce para los demás, o mejor dicho con los demás, y las comunidades cambian con la historia. Cada autor, cada libro y cada texto tienen una historia de las maneras en que han sido leídos, ¿no?, y esa historia forma parte de la obra misma. Me refiero, ejem, ¿cómo podríamos separar las distintas lecturas colectivas de un clásico de ese clásico mismo?, y creo que las traducciones entran dentro de esa serie de relecturas, cada traductor se debe también a su época, al momento en que la traducción se lleva a cabo. Ningún libro es exactamente el mismo a lo largo del tiempo, los lectores de cada época van transformándolo, ¿no?, y lo mismo pasa con las traducciones, cada época necesita traducir de nuevo su biblioteca. Ejem, tampoco quiero extenderme.

Tiene mucha razón, dijo Hans (¿sí?, ¿usted cree?, balbuceó el señor Levin), la obra no termina ni empieza con su autor, es parte de un conjunto mucho más amplio, una especie de escritura en equipo que incluye a sus traductores. La traducción no traiciona ni sustituye, es una aportación más, un empujón a un texto que ya estaba en movimiento, como cuando alguien se sube a un coche en marcha. Y como usted dice, estimado señor Levin, a lo largo del tiempo todo texto va siendo traducido por los lectores de su propia lengua. Cada lector alemán de Goethe entiende, sobrentiende, interpreta y malinterpreta cada palabra, no hay ninguna transparencia entre un libro y su lector, siempre habrá una extrañeza que produzca un segundo texto, una versión de lo leído. Por eso, y disculpen mi insistencia, ninguna buena traducción podrá pervertir nunca la obra traducida: simplemente exagera los mecanismos de la lectura.

¡Ingenio!, ¡demagogia!, protestó el profesor Mietter, si tanto invocan ustedes a las comunidades, ¿van a negarme acaso la influencia de las culturas nacionales? Incluso para traducir un texto, señores míos, la nación es importante. Los franceses, por ejemplo, no intentan traducir los textos sino apropiarse de ellos, siempre han sabido hacerlo, por eso levantaron un imperio. Un traductor francés rara vez tratará de acercarse a la mentalidad extranjera del autor que traduce, más bien procurará adaptar la obra traducida a su propia mentalidad. Uno lee por ejemplo a Aristóteles en francés, y parece francés. Es un mérito sin duda, pero también la prueba de que el Aristóteles auténtico está y estará escrito sólo en griego (sí, discrepó Hans, pero por mucho que un traductor francés trate de acercar a Aristóteles a su propia mentalidad, ¿no cree que el resultado no se parecerá al original griego ni tampoco a un filósofo francés? Y después de esa traducción francesa de Aristóteles, ¿no quedarán modificadas para siempre la filosofía francesa y lo que usted llama su mentalidad nacional?), ah, jóvenes, jóvenes, ¡qué pasión por la réplica!, este señor mayor se merece un respiro, a ver, querida, ¿no queda por ahí gelatina de frambuesa?

(¡Frambuesa!, pensó de golpe Hans como quien abre una ventana, frambuesa, a eso sabe exactamente el sexo de Sophie: frambuesa al empezar, y al final a limón.)

¡Eso, frambuesa!, dijo Rudi saliendo de su aburrimiento, ¡buena idea, profesor!, Elsa, liebe Jungfer, ¿podrías…?

(Aquí pasa algo raro, se dijo Hans mirando alarmado a Sophie, que le devolvió una mirada de deseo. Hoy aquí pasa algo raro, se repitió Hans, o no he dormido bien, o qué.)

¡Frambuesa!, exclamó entonces la señora Pietzine, ¡mucha, mucha frambuesa!

(No, no he dormido bien, se decía Hans, anoche traduje hasta la madrugada y me acosté tarde, tarde, muy tarde.)

¡Mucha, mucha frambuesa!, aullaba eufórica la señora Pietzine. Y la señora Levin la secundaba soltando el abanico y levantándose la falda: ¡Igualita, igualita que el sexo de Sophie!

(Un momento, ¿qué?, se decía Hans, ¿aquí qué…?)

Señor Hans, dijo Sophie.

(¿Aquí qué…?)

¡Señor Hans!, repitió Sophie entre risas.

¡Qué!, preguntó Hans abriendo los ojos sobresaltado.

Mucho nos tememos, dijo Sophie divertida, que estaba usted gozando de una pequeña siesta, Herr Hans. Él se enderezó en su asiento y notó que le dolía el cuello. Miró a su alrededor: todos los invitados lo miraban burlones. Señores, tartamudeó Hans abochornado, señores míos, lo siento mucho, muchísimo. Al contrario, festejó Sophie, eso quiere decir que encuentra usted muy confortable nuestro patio. Es que anoche, intentó rehacerse Hans, anoche yo, es decir, traduje, ¡ah, la traducción!, disculpe, So, eh, señorita Gottlieb, ¿pero cuánto tiempo he dormido? Poca cosa, dijo Álvaro sin poder contener la risa, unos minutos, ¡más o menos los mismos que ha tardado el profesor en contestarte! Profesor, dijo Hans incorporándose, le ruego que dispense este accidente que nada tiene que ver con su respuesta sino con mi cansancio, tengo mucho trabajo acumulado y anoche… Oh, dijo el profesor manoteando con displicencia, descuide usted, descuide: siguiendo sus teorías, todos lo hemos traducido como un acto de intercambio cultural con nuestro estimado Herr Urquiho.

Todos los contertulios estallaron en una carcajada. Hans se sumó con una mueca forzada. Sentía un silbato en los oídos, los ojos inflamados y un remoto sabor a frambuesa en el paladar.

Al atardecer, Elsa y Bertold bajaron cuatro candiles al patio y los distribuyeron a lo largo de la mesa plegable. La charla se llenó de contrastes y perfiles aceitosos. Antes de despedirse a la hora habitual, el señor Gottlieb posó una mano carnosa sobre el hombro de Hans. Mi estimado señor, dijo Hans poniéndose en pie. El señor Gottlieb bajó la pipa, acercó sus bigotes de lápiz y murmuró discretamente: ¿Tendría usted la bondad de acompañarme un momento a mi despacho? Hans se temió lo peor y contestó que por supuesto, que sería un honor. Mientras ambos salían del patio, Sophie los observaba de reojo.

Subieron juntos las escaleras y atravesaron el túnel gélido del pasillo, que parecía mantener siempre la misma temperatura. Aunque desde el inicio de su amistad con Sophie había tenido la precaución de seguir visitando al señor Gottlieb a solas, Hans nunca había entrado en el misterioso cuarto donde el señor Gottlieb se recluía durante horas. Bertold les abrió la puerta, se adelantó, encendió un par de lámparas de aceite y se esfumó. Lo primero que llamó la atención de Hans fueron los anaqueles con volúmenes encuadernados en piel. Después se fijó en la madera oscura del escritorio, en la butaca de cuero y en la escribanía de bronce: un tintero, varias plumas, una navaja de bolsillo y una campanilla para llamar al servicio. En un vértice de la mesa había un portarretratos en el que se adivinaba un rostro femenino, joven y pálido. Debido a la ubicación de las lámparas toda la habitación quedaba en estudiada penumbra, obligando al visitante a una mayor cautela o cierto temor al moverse. El señor Gottlieb ocupó su butaca, invitó a Hans a sentarse enfrente y sirvió dos generosas copas de coñac. Hans tragó saliva.

Verá, querido amigo, dijo el señor Gottlieb, quisiera serle franco. Sé que puedo confiar en usted, porque desde el principio hemos simpatizado y siempre me ha parecido que era un muchacho responsable y despierto. Hace algunas semanas que contemplo con preocupación la colaboración literaria que mi hija mantiene con usted. No me malinterprete, conociendo a mi hija como la conozco, no veo nada extraño en su interés por traducir y publicar sus trabajos en esas revistas, de hecho le diría que se trata de su enésimo capricho. Comprendo que ella necesite empezar a emanciparse de la autoridad de su padre y también, de alguna forma, confirmar ciertas libertades ante su futuro esposo. Sophie siempre ha sido así, desde que era una niña. Y me temo que el señor Wilderhaus lo sabe perfectamente y por suerte la ama de todos modos, demos gracias al cielo por ello. Sin embargo, querido Hans, no puedo dejar de preguntarme hasta qué punto es apropiado que una joven a punto de desposarse trabaje, digamos, de manera tan estrecha con un hombre soltero como usted. Insisto en que no abrigo la menor objeción hacia su persona, todo lo contrario, me permito suponer, y le ruego que me corrija, me permito suponer que a estas alturas usted y yo compartimos una cierta amistad, ¿me equivoco?, me alegra estar en lo cierto. Para mí es un alivio confesarle esto, porque yo, ¿me comprende?, sufro como padre, y también como amigo suyo. ¿Usted qué opina, querido muchacho?

El coñac se hacía denso.

Los pies, le ordenó Sophie, los pies también. Hans detestaba sus pies. Sophie los adoraba. Adoraba sus talones toscos, sus dedos un poco cuadrados. Desprotégete, vamos, lo apremiaba ella mientras se desnudaba, y él obedecía con la excitación humillada del que se deja atropellar los últimos pudores. Sophie estiró los brazos dejando caer otra prenda y revelándole el vello de sus axilas. Hans, avergonzado, feliz, se quitó los calcetines como quien pela una fruta.

Hans aguardaba boca arriba las maniobras de Sophie, que solía demorar y prolongar esos instantes de contemplación en los que de algún modo sentía que él estaba a su merced. Le gustaba que Hans se mostrase impaciente, que la llamase, que le rogase. Y no porque ella no compartiera su ansiedad, sino porque encontraba una violenta simetría, una tensión ecuánime en poseerlo a él antes de ser poseída. Sophie se tendió de lado y se asomó a los testículos de Hans. Vio su espesor, sus manchas, sus poros crispados, su oscuridad rugosa. Los surcos y las líneas le recordaron un mapa con su sistema de ríos, con sus senderos, promontorios y valles. Se imaginó transitando por aquellos testículos de tierra, explorando su simiente. Acercó la boca, entornó los párpados y empezó a lamerle los testículos, a humedecer sus huellas, a ablandarlas. La lengua caminante de Sophie llegó hasta el ano. Afiló la punta y se detuvo a las puertas. Entonces abrió los ojos, levantó la vista y miró a Hans. Él asintió en silencio y se tapó la cara con un antebrazo. Sophie le levantó las piernas, que no pesaban tanto o se dejaban hacer por mucha cara de extrañeza que pusiera su dueño. Hans temió que las uñas de Sophie pudieran herirlo, pero vio de reojo cómo ella arrimaba el aguamanil y se untaba las manos con jabón. Lo primero fue un merodear, un buscarle el entresijo. Lo siguiente fue detectarle las blanduras, el vello alrededor del cráter. Lo siguiente fue un dedo impregnado, un moverse entre gelatinas. Lo siguiente le abrió las carnes.

Sophie disfrutaba viendo el progreso de los músculos en la espalda de Hans, que se esforzaba sobre ella como si escalase. Le gustaba sentir su peso, aquella mezcla de protección y agresión, de libertad y falta de aire. En la piel de su espalda leyó las pugnas, las contracciones, las pausas. Después se reclinó, sintió que se acercaba al borde de algo y apretó los brazos de Hans, que la flanqueaban latiendo, abultándose, sosteniéndose apenas. Ella apretó esos brazos igual que alguien se aferra a unas barandas para no caer, hizo palanca, trató de derribarlos, comprobó cada bulto, se echó a reír de pronto sin saber por qué. Entró en el tubo de la risa, lo atravesó en busca de un final que fuera un principio. Hans forzó las ingles, retuvo el derrame y cerró los ojos: en la oscuridad pudo ver claramente unas líneas de luz doblándose en espirales, almendras dentro de almendras, como si en el reverso de los párpados estuvieran imprimiéndole unas huellas dactilares.

Ella se devanó, giró sobre sí misma igual que un huso: ahora encima de Hans, sentada sobre su prisa, fue cediendo en su asiento y tuvo la impresión de que era ella quien lo penetraba a él con su propio miembro. El miembro de Hans ya no era suyo ni tampoco de ella, era un intermediario. Apoyó las manos en el pecho de él, sintió que se lavaba en un río y braceó, se zambulló, nadó. Debajo, ahogado, vivo, Hans la vio retorcerse comprometiendo la resistencia de las maderas del catre. Pensó que los crujidos se estarían oyendo abajo. Pensó que el señor Zeit podría darse cuenta. Pensó que la señora Zeit podría estar subiendo las escaleras. Pensó que quizá Lisa estuviera rondando el pasillo. Pensó que aquello no les convenía y que no le importaba. Dejó, de un latigazo, de pensar, y Sophie lo arrastró. Hans manoteó sin rumbo, soltó las riendas y encontró sus pechos. Rodaban cuesta abajo con ellos dos adentro.

Se aseaba canturreando frente al aguamanil. Se lavó la entrepierna, se refrescó las axilas, se perfumó el escote y las mejillas. Le pidió a Hans que la ayudara a ceñirse el corsé. Él aprovechó para retirarle unos vellos púbicos que se le habían pegado a la espalda. Ella se acomodó la falda, desplegó con cuidado el miriñaque. Después fue hasta el pequeño espejo para recomponerse el peinado y repasar el maquillaje. Al final de todas aquellas veloces artesanías, Sophie se volvió y Hans la estudió intrigado: en tan sólo diez minutos, había vuelto a ser la señorita Gottlieb.

Sophie se sentó junto al escritorio, cruzó una pierna y dijo con voz distraída: ¿Revisamos lo del lunes o pasamos a otra cosa?

Con el bullir de julio, con las pieles calientes y los abanicos exhaustos, comenzaba la época de veraneo en Wandernburgo. Las familias acomodadas elegían balneario o se marchaban a una casa de campo a orillas del Nulte. Los jóvenes preferían viajar al Rin y visitar Bonn o Colonia, atraídos por su vida nocturna. Era la época de veraneo, aunque pocos veraneaban: la mayoría de los wandernburgueses se quedaba y pasaba el día a la sombra en los jardines. Algunas familias se contentaban yendo y viniendo de excursión en calesa, apretados, incómodos y felices porque la luz estaba en su apogeo. Los artesanos suspendían sus trabajos, colocaban candados y se echaban a dormir con las ventanas cerradas. Los niños se agolpaban en parques o plazas y se enfrentaban a una repentina libertad que entonces parecía infinita.

Más al sur, en los pastos cercados, los pastores vigilaban perezosamente el ganado. Las ovejas esquiladas deambulaban con un punto de melancolía, sintiéndose engañadas o quizá ridículas. Las ovejas en celo lanzaban balidos estridentes y se dejaban cubrir por los moruecos vigorosos, expeliendo por las vulvas un líquido tan espeso como el aire del verano. Los carneros castrados, más orondos y dormilones, presenciaban las montas con displicencia. Al oeste de los pastos, barco inmóvil, la fábrica textil humeaba. En su interior, encaramado a la plataforma, Lamberg sudaba a chorros, apretaba los ojos derretidos y pensaba en su semana libre de agosto como quien repasa una oración. Afuera, en los trigales de los alrededores, los campesinos disponían lentamente la futura siembra, la entrada sigilosa de ese otoño que a todos los demás les parecía una amenaza infundada.

¿Y el organillero? El organillero se abanicaba con periódicos viejos, se bañaba en el río y le soplaba las orejas a Franz.

Últimamente el señor Gottlieb pasaba más horas de las habituales encerrado en su despacho. Había dado orden de que no lo molestaran y repasaba sus cuentas una y otra vez. Esa mañana, al levantarse, Sophie se lo había encontrado con una camisa idéntica a la del día anterior y cara de haber descansado poco. Desayunaron en silencio, oyendo sólo los sorbos, los arañazos de los cubiertos, el crujir del pan tostado, hasta que el señor Gottlieb hizo a un lado su taza, se aclaró la garganta y dijo: Hijita, he estado pensando, he pensado en nuestro verano y he decidido que, bueno, para qué hacer lo mismo de todos los años, ¿no?, quiero decir, en la ciudad tampoco estamos mal, ¿verdad, hijita?, además este año no está haciendo tanto calor, tú pareces contenta aquí y en fin, no es por nada, pero los balnearios se han puesto por las nubes esta temporada. No es que no podamos permitírnoslo, pero estos abusos me hacen rabiar un poco, ¿qué derecho tienen a doblar las tarifas de un año para otro?, eso no es adecuado, no señor. Padre, dijo Sophie, ¿y la casa de campo? El señor Gottlieb forzó un gesto de asombro, como si le hubieran mencionado un detalle remoto y olvidado. Después contestó: Ah, ¿no te lo había dicho?, creía que sí. En fin, el caso es que la vendí hace algunos meses. ¿Por qué me miras así?, ¿qué tiene de raro?, sencillamente se presentó una oportunidad de venta y pensé que, bueno, que como vas a casarte y nos hacía falta una buena dote, digo, una cantidad honorable para la ocasión, ¿no?, y yo además quería…

(El señor Gottlieb siguió dándole explicaciones, pero Sophie ya no escuchaba. Ahora sólo pensaba en una cosa: en que podría estar con Hans todo el verano. ¡Todo un verano! Aunque no había querido decírselo a Hans, llevaba semanas temiendo el momento en que su padre le anunciara la fecha de su viaje, como cada mes de agosto. No cabía en sí de gozo y suerte. Aquello sí que era una noticia. Tenía que contárselo enseguida, tenía que escribirle.)

… Por eso te digo, hijita, concluyó el señor Gottlieb, que estoy seguro de que pasaremos un verano agradable y de que esta decisión ha sido para bien, por la boda y tu futuro. Aunque, te lo repito, si tú te habías hecho ilusiones de viajar, quizá podría ver si. ¡No, de ningún modo!, lo interrumpió Sophie, eso sí que no, padre. Me da un poco de pena no viajar como solemos, para qué ocultárselo. Pero lo más importante es que usted ha tomado una decisión meditada, y yo confío ciegamente en su criterio y me pongo en sus manos, como siempre. Hijita, dijo el señor Gottlieb, ¿estás segura? Completamente, padre, asintió ella con cara de estoicismo. Sophie, querida mía, se alegró su padre, ¡sabía que ibas a entenderlo!, ven, dame un beso, anda, tesoro, mi tesoro.

Tesoro, mi tesoro, no te lo vas a creer, estoy tan feliz…

Sophie interrumpió la escritura, se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada y volvió a recostarse sobre el edredón naranja.

… en realidad el último verano ya había notado algo: cuando salimos de vacaciones, hicimos todo el viaje de espaldas a los caballos. Eso nunca había pasado antes. Mi padre me dijo que no había encontrado plazas de frente, pero a mí me pareció raro y durante el viaje vi cómo nos cruzábamos con varios coches con asientos libres. Mi padre siempre se explica a medias y en casa todo el mundo parece nervioso. Qué más da, estoy feliz. Voy a quedarme aquí, mi vida, traduciendo para nosotros. Y con suerte, con otra pizca de suerte, Rudi saldrá pronto de vacaciones y todo será más fácil, amore d’estate, estate d’amore…

Elsa tocó la puerta del despacho: la rozó tan temerosamente que debió hacerlo tres veces antes de que el señor Gottlieb levantara la vista del retrato de la joven pálida, se aclarase la garganta y contestase. En los años que Elsa llevaba viviendo en la casa, aquella era la segunda vez que el señor Gottlieb la llamaba a su despacho. La primera había sido cuando Gladys, la criada de la limpieza, amenazó con renunciar si no se le concedía un fin de semana libre al mes.

Pasa, querida, pasa, dijo el señor Gottlieb llenándose la copa de coñac, ¿cómo te encuentras, muchacha?, ¿todo en orden?, ¿mucho trabajo hoy?, bien, bien, me alegro. Vamos a ver, ya sabes que valoro mucho tu eficacia y tu sentido de la responsabilidad, ¡sin ti esta casa sería un pequeño desastre!, en fin, siempre he sabido que podía confiar en ti y contar con tu colaboración, ¿no es así, querida?, bien, muy bien. Te estarás preguntando por qué no llamo a Bertold, pero esto, esto no puedo preguntárselo a él porque tiene que ver con Sophie, es una cuestión delicada y claro, no quisiera, mucho más tan cerca de la boda, que esta conversación saliera de aquí, ni una palabra de esto a mi hija, ya sabes cómo es y lo difícil que se pone cuando no le gusta algo, ¿entendido? Bien. Se trata, sabes, de esos paseos y excursiones que haces con mi hija y, bueno, de las sesiones, ¿no?, de esas sesiones de trabajo con el señor Hans. Como tú siempre estás con ellos, quería preguntarte si ellos dos, o sea, si tú habías notado en algún momento, aunque fuera casualmente, no pongas esa cara, querida, esto no es un interrogatorio, relájate, tranquila, sólo es una charla, ¿no?, es así como yo la veo, el dueño de casa a veces se preocupa por la marcha de las cosas, nada más. Sí, claro que sí, querida, no me cabe la menor duda de que si hubieras notado cualquier… Pero a veces la gente habla, ¿entiendes?, y esas habladurías pueden llegar… Claro que nuestro nombre está por encima de eso, no hace falta que me lo recuerdes, lo que te estoy pidiendo, Elsa, y tómalo si quieres como una advertencia amable, es que redobles la atención y el cuidado en… Eso es, exacto. Queda claro, entonces.

En cuanto Elsa puso un pie en la cocina, Bertold se abalanzó sobre ella para preguntarle de qué había estado hablando con el señor Gottlieb. De nada en particular, contestó ella. No me vengas con eso, dijo Bertold tomándola del brazo, ¿te crees que soy tonto? Eso lo sabrás tú, dijo Elsa soltándose, y si no me crees, no preguntes. ¡Claro, disculpe usted!, exclamó él, ¡la señorita Elsa no quiere que la molesten!, ¡sobre todo porque entonces se acabarían sus paseítos y sus salidas al campo! Lo que se va a acabar, dijo ella, es mi paciencia, déjame en paz, Bertold, tengo que salir a comprar. ¡Será posible!, dijo él volviéndose hacia la cocinera, Petra, ¿la has escuchado?, ¿qué me dices?, ¿te parece bonito que esta vaya de aquí para allá con la señorita Gottlieb, mientras nosotros nos quedamos aquí dentro todo el día? Tras la mesada de mármol, frente a las cinco campanas de los cinco llamadores de las cinco habitaciones desde las que los señores podían reclamar al servicio, Petra levantó la cabeza, dejó de cortar tomate y contestó: A mí me da lo mismo lo que hagan todos, esta no es mi familia, es mi trabajo. Sí, Petra, dijo Bertold, ¡pero no es justo! Aquí lo único justo, bufó Petra partiendo otro tomate, sería que mi hija no tuviera que vivir pelando patatas.

Elsa y Bertold siguieron discutiendo mientras bajaban las escaleras. ¿A qué viene tanto secreto?, la perseguía él, ¿ya no confías en mí? Confío en ti, ironizó ella, tanto como tú en mí. Pero Elsita, preciosa, susurró él, ¿no te acuerdas de cuando pasábamos las noches enteras juntos?, ¿qué pasa?, ¿ya no podemos hablar? Me acuerdo perfectamente, contestó ella, por eso mismo no quiero que hablemos, porque te conozco. ¿Y son buenos, esos recuerdos tuyos?, dijo Bertold agarrándola por la cintura. Ni mejores ni peores que otros, dijo Elsa liberándose. ¡Puta!, gritó él. ¡Lacayo!, contestó ella. ¿A mí, lacayo?, se enfureció Bertold, ¿y tú me llamas lacayo a mí?, ¡pero si no haces otra cosa que obedecer a tu señorita!, ¡si no das un paso sin su permiso! Te equivocas, dijo ella frenándose frente al portón de entrada, no sabes de qué hablas y te equivocas, como siempre. No, contestó él, no me equivoco: en vez de serle leal al señor Gottlieb le sigues la corriente a tu amiguita, que no es quien nos paga. Me pagan por atenderla, dijo Elsa, y la señorita Gottlieb no es mi amiga ni lo va a ser nunca. ¿Entonces por qué la sigues?, dijo Bertold, ¿por qué la acompañas a esa posada cuando sabes que puede perjudicar el honor de los Wilderhaus y dejarnos a todos en la calle?, ¿qué haces en la posada, Elsa?, ¿por qué no me cuentas qué te dijo el señor Gottlieb? Ah, rió ella, así que te preocupa el honor de los Wilderhaus, ¡ya veo por dónde van tus lealtades!, ¿pero qué esperas, estúpido?, ¿que te dé un puesto de mayordomo?, ¿que te regale un carruaje? Estoy ahorrando, se defendió Bertold, ¿qué tiene de malo? No tiene nada de malo, contestó ella, yo también estoy ahorrando. Mira, Elsita, dijo él, trata de entenderme, necesito más dinero, si no hay boda te juro que me largo, lo que yo quiero es mejorar, no sé, tener mi propia tienda. Lo entiendo perfectamente, dijo ella, eres tú el que no entiende, yo también quiero progresar, tener mi vida, casarme. ¿Para eso estás ahorrando?, preguntó Bertold entrecerrando los ojos y desplegando la cicatriz. Puede que sí o puede que no, contestó Elsa abriendo el portón. ¿Pero con quién, con quién?, dijo él. Con nadie, dijo ella saliendo a la calle. ¡Elsa!, ¡pero Elsa!, vociferó Bertold mientras la veía salir, ¡espera, ven!, ¡nunca me cuentas nada! ¡Puta, más que puta! ¡Y para que lo sepas, yo tampoco me acuerdo de las noches que pasábamos!

El sacristán encontró al padre Pigherzog comiéndose una pata de pollo fría y bebiéndose el vino de la ceremonia. Padre mío, dijo el sacristán turbado, ya es casi la hora. Sí, sí, dijo el sacerdote masticando, voy enseguida. Padre mío, perdóneme, vaciló el sacristán, ¿no deberíamos estar ayunando? ¡Ja!, se relamió el padre Pigherzog, ¡aún te queda bastante doctrina por aprender! Dime, ¿acaso los apóstoles no recibieron la comunión de manos del mismísimo Jesucristo después de una gran cena?, ¿no habían comido y bebido hasta hartarse?, ¿te crees que la auténtica pureza de espíritu depende de un bocado más o menos?, ¿no va el cuerpo de Cristo en el pan de cualquier ágape? El sacristán se disculpó avergonzado y empezó a desplegar el alba y el amito. Espera, hijo mío, dijo el padre Pigherzog, ven aquí, por favor, y lávame los dedos.

La señora Pietzine se inclinó hacia el confesionario, acercó los labios a la rejilla. Las cuentas de su rosario se separaron del escote, chocando contra un lateral con un ruido de dados.

Adorado padre, musitó, menos mal que me ha recibido, se lo agradezco en el alma, llevaba demasiados días sin confesión y necesito comulgar mañana, enseguida, cuanto antes. Hija mía, dijo la voz del padre Pigherzog al otro lado de la rejilla, yo no soy el único que puede confesarte, si tanta urgencia tenías también está el padre Kleist, o. ¡Ay, padre, eso nunca!, lo interrumpió la señora Pietzine. Bueno, hija, bueno, dijo el sacerdote procurando no sonar orgulloso, aquí me tienes.

Durante veinte minutos la señora Pietzine se confesó sin dejar de hipar y cubrirse los labios con el abanico. El padre Pigherzog se mantuvo en silencio, aunque de vez en cuando podían oírse sus movimientos en el asiento o su respiración algo ronca. Cuando la señora Pietzine terminó, el sacerdote inspiró hondamente y dijo: Veo, hija mía, cuánto sufres. Y por supuesto haces bien en confesarte con semejante devoción, pues sosiega tu alma. Sin embargo la confesión tampoco debe caer en el exceso. Es preferible darle también lugar a la penitencia, para estimular nuestro sentido de la culpabilidad y consagrar lágrimas a Jesús (lo haré, lo haré, lo haré, se arrepentía la señora Pietzine). Yo te absuelvo, hija mía, con esa indicación y diez padrenuestros y seis avemarías (sea, sea, sea, asintió ella). Y ahora escucha, hay otra cosilla sobre la que quería llamarte la atención (soy toda oídos, padre) y que no es otra que esos vestidos un tanto, un tanto ostentosos, hija, que has empezado a usar, pese a que deberías guardar medio luto (padre mío, dijo la señora Pietzine tirándose hacia arriba del escote, ¡mi esposo falleció hace más de cinco años!), cinco años, en efecto, ¿y qué son cinco años, hija?, ¿cuánto representan para tu matrimonio entero?, ¿y qué son para el decurso de la vida eterna de la que goza ya tu difunto esposo?, ¿cinco años, dices?, ¿acaso no es perpetua la presencia de la muerte en nuestras vidas? (tiene razón, tiene razón, tiene razón, pero le suplico que me comprenda: aunque pueda sonarle frívolo para mí la ropa es un consuelo, ¿sabe?, es una de mis pocas distracciones, voy a comprar las telas, elijo los colores, el corte, eso tampoco me aleja del luto, padre, al contrario, si no lo tuviera siempre presente no necesitaría entretenerme con esas minucias), lo comprendo, hija mía, pero eso no significa que lo apruebe, esos vestidos, hija, son, son (dígame, padre, con todos mis respetos a su santa condición, ¿usted nunca ha sentido la tentación de probarse ropa nueva?, ¿un traje, algún abrigo?), ¿yo?, jamás, hija. Qué cosas. Me ordené de muy joven y siempre me he sentido cómodo en estos humildes hábitos.

Viendo su estado de ansiedad, el padre Pigherzog estimó conveniente hacer comulgar a la señora Pietzine en el acto, fuera de misa. Mandó llamar al monaguillo y le pidió que preparase el altar.

… en la medida en que su voluntad de contrición no se encuentra todavía al mismo nivel que su disposición al recogimiento. Habiéndosele señalado los excesos de su atuendo, la mencionada Frau H. J. de Pietzine se mostró algo renuente, lo cual viene a confirmar nuestros presagios negativos. En otro orden de cosas, sería aconsejable que dejase de leer esas historias sacrílegas de templarios y se entregase al estudio de los textos píos. Redoblar insistencia a este respecto.

… pasando en último lugar a exponer a su Altísima Dignidad a quien beso las manos con encarecimiento y de quien me manifiesto su más fiel servidor, el estado de cuentas trimestrales de las tierras otorgadas en concesión por nuestra SMI. En términos generales, examinada pormenorizadamente la evolución de las contribuciones a lo largo del segundo trimestre, podemos afirmar con relativo pesar que la tendencia alcista que habían propiciado las Santas Pascuas no ha podido mantenerse durante las postrimerías de la primavera. Digo no obstante pesar relativo, porque aun teniendo que sobrellevar las carencias que son ya de su ilustre conocimiento, gracias a la caridad del Señor que todo provee y xxxx xxxx acaso en una ínfima proporción a la modesta labor que venimos desempeñando, me hallo en condiciones de notificarle a su Altísima que el promedio de ingresos por colectas viene rozando los 10 groses por misa dominical, con lo que nos situaríamos a tan sólo 2 del medio tálero con que cerramos el anterior ejercicio.

¿Qué nos toca traducir hoy?, dijo Sophie mientras se vestía. Ah, mademoiselle Gottlieb, contestó Hans abotonándose la camisa, nous avons des bonnes choses aujourd’hui!, pero antes quería mostrarte algo, ven, mira.

Hans se puso en cuclillas frente al arcón. Revolvió en su interior y le entregó a Sophie varios números antiguos de las revistas Frankreich y Deutschland. ¿De dónde las has sacado?, preguntó ella asombrada. ¿La verdad?, sonrió él, de la biblioteca pública. ¿Cómo?, dijo Sophie, ¡no las habrás! Las he robado, sí, admitió Hans, sé que no está bien, pero no pude evitarlo. Hans…, lo reprendió ella. Es que nadie las leía, se excusó él rodeándole la cintura, al contrario, hoy están muy mal vistas por estar dedicadas al diálogo franco-alemán, me sorprendió encontrármelas aquí, te prometo que nadie las va a echar en falta en los próximos cincuenta años. Ladrón, ronroneó Sophie dejándose abrazar. Ladrón, no, la apretó Hans, ¡coleccionista!

Ambos giraron durante el abrazo y Sophie se detuvo junto al arcón abierto. Espió discretamente hasta donde pudo: cuadernos en desorden, artilugios de utilidad desconocida, una multitud de papeles revueltos, pilas de libros de colores insólitos, con encuadernaciones extrañas que jamás había visto. Cuando Hans se volvió para llenar un vaso de agua, Sophie ya curioseaba entre los libros del arcón. ¿Y esto?, preguntó alzando un ejemplar. ¿Eso?, dijo él, el Cromwell de Víctor Hugo. Ya lo veo, dijo ella, ¿pero cómo lo has conseguido? Ah, contestó Hans, me lo mandaron por correo, ¿por? Por nada, se extrañó Sophie, es que aquí, en el colofón de imprenta, dice «París, Ambroise Dupont…». Sí, sí, la interrumpió él quitándole el libro de las manos, acaban de publicarlo, tiene un prefacio muy interesante, me lo hizo llegar Brockhaus, a lo mejor lo traducen el año que viene. ¿Nos ponemos a trabajar, amor mío?, se hace tarde.

Se sentaron frente a frente en el escritorio, cada uno con una pluma y el tintero en el centro. El trabajo consistía en hacer una pequeña selección de los últimos poetas franceses. Hans y Sophie se intercambiaban libros y revistas (ejemplares sueltos de Le Conservateur Littéraire, Globe, Annales o La Minerve) y anotaban en una lista los autores que más les gustaban. Este chico, comentó ella mientras subrayaba el prólogo de las Nuevas odas, tiene razón, no tiene sentido dividir a los autores entre clásicos y románticos, ¿por ejemplo Goethe qué sería?, un clásico bastante romántico, ¿no?, o este mismo Hugo, que escribe como un romántico entre clásicos, ¿a ti qué te parece? Estoy de acuerdo, dijo él, supongo que los románticos son clásicos inquietos. Lo que me apena de Hugo o de este otro, Lamartine, es que siendo tan jóvenes ya sean tan monárquicos y cristianos, ¡es como si Chateaubriand fuera una epidemia! Cierto, rió Sophie, y cuanto más declaman más se encuentran a Dios por el camino. Hugo está bien, ¿no?, dijo Hans hojeando un libro suyo, parece más despierto que los otros, aunque hay algo, no sé cómo decirlo, algo irritante en él, ¿verdad? Suena, dijo Sophie, como si se tomara demasiado en serio. ¡Exacto!, dijo Hans, además es hijo de un general napoleónico y se hace llamar vizconde, así que puedes imaginártelo, mucha grandeur perdue y mucho ay ay ay. ¿Sabes qué?, dijo ella, tengo la sensación de que la poesía francesa de ahora suena un poco patética por eso, se nota que está escrita de vuelta de un imperio. ¡Eso tienes que escribirlo!, dijo Hans rozándole un hombro con el reverso de su pluma.

Finalmente se quedaron con Hugo, Vigny, Lamartine y, a petición de Hans, con un joven casi inédito llamado Gérard de Nerval. Le propuso a Sophie que cada cual tradujera a dos poetas y después se corrigiesen mutuamente las versiones. Ella sugirió que, cuando terminaran cada borrador, lo leyesen en voz alta para ver cómo sonaba.

Hans levantó la cabeza, soltó la pluma y dijo: Este Nerval me gusta mucho, escribe como si estuviera medio dormido. Además conoce bien el alemán y se pasa la vida viajando, ¿sabías que es traductor?, acaba de publicar una traducción del Fausto y Goethe dice que su versión en francés es mejor que la original. El poema que te voy a leer no está en el librito que tenemos, lo encontré en el último número de la Muse Parisienne y es mi favorito:

La parada

Detenemos la marcha, bajamos del carruaje:

dejo atrás unas casas, me adentro en el paisaje

mareado del camino, del caballo y del látigo,

el cuerpo entumecido y el ojo fatigado.

De repente ante mí, verdoso y en silencio,

un valle de humedad y de lilas cubierto,

un arroyo que silba a través de los álamos,

¡y el ruido y el camino ya se me han olvidado!

Y me tiendo en la hierba y la escucho vivir,

embriagado del heno, de sus verdes olores,

y contemplo este cielo sin pensar más en mí…

Una voz grita entonces: «¡Al carruaje, señores!».

Muy propio de ti, asintió ella pensativa, muy propio de ti. La pregunta sería: ¿esa voz del final viene simplemente del cochero?, ¿o el viajero la escucha porque ese es su destino y no es capaz de quedarse en ese pequeño rincón donde es feliz? Sophie agachó la cabeza y siguió traduciendo.

Al cabo de un rato, su pie buscó el pie de Hans. ¡Listo!, anunció, he terminado, la verdad es que tengo debilidad por este poemita de Hugo. Por ahora sólo te digo las tres primeras estrofas, que son las únicas que me han quedado presentables:

Deseo

Si pudiera ser la hoja

que gira en alas del viento,

que en el agua veloz flota

y que el ojo sigue en sueños,

fresca aún me entregaría,

de mi rama liberándome,

a la brisa matutina o al arroyo de la tarde.

¡Más allá del brusco río,

más allá del bosque espeso,

más allá del alto abismo

me escaparía, corriendo!

Felicitaciones, dijo Hans, ¡aunque veo que tu hoja tampoco quiere quedarse! Sí, contestó Sophie, pero hay una gran diferencia con tu viajero: esa hoja no es libre, está atrapada en su lugar de nacimiento, y le gustaría huir antes de marchitarse.

Trabajaron en otros dos poemas y alrededor de las seis se tomaron un descanso. Decidieron corregir el próximo día los borradores que tenían y dejar a Vigny y a Lamartine para la otra semana. Entonces Hans fue al cofre, buscó un par de libros de tapas oscuras y se los dio a Sophie con expresión traviesa. Ella leyó los nombres: Théophile de Viau, Saint Amant, Saint Evremond. ¿Estos no son…?, se sorprendió. ¡Son, sí!, asintió Hans, ¡los antiguos libertinos franceses! ¿Y vamos a traducirlos?, preguntó Sophie. Sí, vamos, contestó él. ¿No estaban prohibidos?, dijo ella. Están, sonrió él, pero tenemos un truco muy sencillo. Como en la lista oficial de la censura los libertinos franceses figuran con sus seudónimos, he convencido a Brockhaus para que publiquemos unos textos de Saint Amant y Saint Evremond con sus nombres de nacimiento: Marc Antoine Girard y Charles Marguetel. Les pondremos algún título inofensivo como Divertimentos o algo así. Los censores son tan ignorantes que no notarán nada. Y si por casualidad se dieran cuenta, alegaríamos que no teníamos ni idea de que esos caballeros de nombres tan corrientes fueran los mismísimos libertinos. Con De Viau no podemos hacer lo mismo porque nunca usó seudónimo, pero como sus Coplas libertinas se publicaron sin nombre hace ya doscientos años, las dejamos anónimas y nos lavamos las manos. No sé si funcionará, pero no tendremos que hacernos responsables. La editorial está acostumbrada y sabe cómo hacer estas cosas. A mí me entusiasma la idea de traducirlos, hicieron por la revolución francesa tanto como Voltaire, Montesquieu o Rousseau. Escucha, escucha:

Sobre la resurrección

Y llegó el feliz día, si uno cree la historia,

en el que el Creador, coronado de gloria,

venció su propia muerte y derrotó al infierno.

Amigo, si eso crees, ¡ve y que te joda un burro!

Al clavarlo teníamos los ojos bien abiertos:

cuando resucitó, ¡no miraba ninguno!

Qué bruto era De Viau, rió Sophie, ¡eso le encantaría al padre Pigherzog! Más adelante, agregó Hans, se pone serio:

¿Por qué tanta campana y tanta misa?

¿Pueden acaso revivir al muerto?

Transmitámonos la sabiduría

de que el alma se muere con el cuerpo.

Sophie corrió a sentarse encima de él. Eh, libertino mío, dijo rodeándole las piernas con la falda, ¿y si dejamos la poesía para mañana y hacemos algo por la mortalidad del cuerpo?

Tenemos que hacer algo, decía Elsa sacudiendo una pierna debajo de la falda. Las puertas de la Taberna Pícara crujieron y Álvaro se volvió para ver quién entraba. Aunque era improbable que en aquel lugar se encontrasen con algún conocido, él se sentía inquieto: rara vez se reunía con Elsa en lugares públicos. Te digo que tenemos que hacer algo, insistió ella, no puedo más con esta vida ni con esa casa, la señorita Sophie me obliga a encubrirla casi todos los días, ya no soporto al imbécil de Bertold y el señor Gottlieb cada día bebe más (Elsa, bonita, dijo Álvaro, tu situación con los Gottlieb no es tan mala, te aseguro que conozco muchas casas en las que), ¡tonterías!, ¡una sirvienta es una sirvienta!, ¿no me entiendes? (cómo no te voy a entender, contestó Álvaro, sólo digo que los Gottlieb te pagan razonablemente y), ¿razonablemente?, ¿eso qué quiere decir?, ¿según la razón de quién? (de acuerdo, bajó la voz Álvaro, disculpa, me refiero a que esa familia te respeta, ¿no?), ¡respeto, no me hagas reír!, mira, ¿sabes cómo aprendí a leer?, ¿lo sabes?, pues te lo voy a contar. Antes de entrar en el servicio de los Gottlieb mi madre me mandó a trabajar para la familia Saittemberg, ¿los conoces?, bueno, esos. En fin, puede que te sorprenda, pero aprendí a leer a los catorce años con las cartas de amor de Silke Saittemberg. La señorita Silke siempre venía y me pedía que guardara las cartas de su amante debajo de mi colchón, porque ella sabía que era el único lugar que su padre no iba a registrar nunca. Así, querido mío, aprendí a leer de corrido, y no solamente eso, también aprendí que los criados vivimos de los restos de los amos, crecemos con lo que ellos tiran, Álvaro, por eso un criado tiene que aprovechar cualquier ocasión, como hice yo con las cartas de la señorita Silke, que releía por las noches y que copié palabra por palabra, y después usé las copias para estudiar gramática con un libro que robé de la biblioteca del señor Saittemberg.

Un momento, un momento, dijo Álvaro, ¿las cartas de Sophie también las lees? Ella bajó la vista y removió el café tibio. Elsa, repitió Álvaro, contéstame, ¿las lees? Bueno, admitió ella, pero nunca se las he mostrado a nadie, ¡te lo juro!, las leo sólo por curiosidad, me ha quedado esa costumbre (Elsa, Elsa, niña, dijo él tomándole una mano, eso no está bien y lo sabes), ¿y cuántas cosas hacemos sabiendo que son malas?, mira, Álvaro, yo me limito a hacer lo mismo que ellos, a aprovechar como pueda mi posición. Piensa en las cartas de la señorita Silke, si yo hubiera sido discreta, como probablemente tú me hubieras aconsejado, ahora casi no sabría leer (tienes razón, dijo Álvaro, lo que intento decirte es que Sophie te aprecia y eso va a ser difícil que lo encuentres en otro sitio), ¡es que no pienso irme a otro sitio para hacer lo mismo!, y cielo, no te confundas, que ya no tienes edad para ser ingenuo, la señorita Sophie es amable, no tengo queja de su trato, pero me sentiría más cómoda si ella no fingiera que somos amigas, porque no lo somos. Yo soy su doncella. La sirvo. La atiendo. La ayudo a vestirse. La escucho. ¿Qué más tengo que hacer?, ¿quererla? (qué dura eres, dijo Álvaro), contigo no (¿no?, sonrió él), no. Sólo querría vivir juntos, empezar otra vida (no corras tanto, Elsa), ¡es que el tiempo corre!, y tú, amor mío, perdona que te lo diga, tienes menos tiempo que yo (y si te parezco tan mayor, ¿por qué te gusto?), ¡porque a mí me gustan así!, como tú, viejos.

Elsa apuró su café frío. ¿Y si nos vamos?, dijo, ¿y si salimos de viaje? No me mires así, no digo para siempre, te hablo de viajar, irnos a Inglaterra, nunca he estado en Inglaterra (eso no puede ser, murmuró él retirando la mano, de verdad, al menos por ahora no puede ser), ¿y por qué no?, explícamelo, ¿por qué?, sé sincero conmigo, te lo pido, ¿no será que te avergüenza querer a una criada, es eso, eh? (por supuesto que no, Elsa, dijo él volviendo a acercar la mano, ¡cómo se te ocurre!), ¿y entonces qué es?, ¿por qué no podemos mostrarnos?, ¿de qué nos escondemos? (¿y ahora qué?, gesticuló él, ¿no estamos mostrándonos aquí, ahora?), vamos, vamos, sabes muy bien que tus amigos ricachones nunca vienen a esta taberna (pero, ¿pero qué estás diciendo?, ¡qué dices!, ¿quieres que el próximo día nos encontremos en la Taberna Central?, ¿en el Café Europa?, ¿o dónde?, porque por mí no hay problema, ¿eso quieres?), no, amor mío, no quiero verte en otra taberna ni en ninguna parte, lo que quiero es ser libre, no esconderme más y salir de esa casa de una vez, eso quiero. Quiero hacer otras cosas. Estoy dejando de ser joven (para mí estás cada vez más joven. Y más atractiva). No me sobornes. Ay, no me sobornes.

Cuéntame, dijo ella dejándose besar la mano, ¿cómo es Inglaterra? (grande, contestó Álvaro suspirando, y complicada), pues yo estoy deseando complicarme, ¿sabes? Además he empezado a estudiar inglés. ¡En serio! ¿De qué te ríes, tonto?, ¿no me crees?, ¡será posible!, ¿no me… don’t you… no… believe me not?, y que sepas… know you now that I… ¡que no pienso pasarme la vida entera así!, like this, ¿no?, en… being a… (a maid, sonrió Álvaro, se dice maid, ¡Elsa, no puedo creerlo!), créetelo, tonto, ¿así que es maid?, pues maid, en fin, querido dear, vete haciendo a la idea, y no sé de qué te sorprendes. Si tú aprendiste a hablar alemán, no veo por qué yo no puedo aprender inglés, o incluso español (claro que podrías, ¡de ti me creo cualquier cosa!, y además me gusta, Elsa, me gusta), ¿sí?, pues… ¡mucho bien!, porque también he visto en la casa un manual de español, ¡en unos meses voy a darte lecciones en tu idioma!

Elsa, dijo él, yo te quiero, tú lo sabes. ¡Más te vale!, dijo ella rozándole una pantorrilla y revelándole el inicio de una media de algodón.

Las manos de Lisa, delicadas de forma y de bordes arrasados, sostenían el lápiz con torpeza artesanal. El lápiz temblaba, giraba sobre su eje buscando la inclinación, el pulso. Hans espió la cara fresca de Lisa y la vio fruncir el ceño, tensar los párpados, asomar la punta de la lengua por la comisura de los labios. Su atención era tanta, pensó Hans, que Lisa ni siquiera reparaba en él: sólo había un renglón interminable, un lápiz lento, dos ojos encendidos y una mano insegura. Lo demás se había esfumado. El poder de concentración de Lisa no dejaba de asombrarlo. Hasta hacía diez minutos había estado yendo y viniendo al mercado, fregando a toda velocidad, cosiendo sin pausa, igual que enseguida volvería a hacerlo hasta el atardecer. Ahora mismo, sin embargo, sentada frente al escritorio de Hans y con la vista fija en la escritura, parecía una alumna que no hubiera salido jamás del aula de estudio. Teniendo en cuenta el escaso tiempo del que disponían para las clases, no más de media hora dos veces por semana, sus progresos eran formidables. Cometía pocos errores, y si incurría en alguno ella misma se reprendía y se imponía pequeños castigos que Hans, admirado, trataba de retirarle. Si vuelvo a equivocarme con este verbo, había dicho Lisa la semana anterior, me quemo un brazo con una vela, ¡cómo voy a hacer algo en la vida si ni siquiera sé conjugar el verbo hacer! Hans había tratado de animarla diciéndole que hacer era un verbo que no siempre se comportaba igual, y que era lógico que se confundiera al conjugarlo en tiempos diferentes. Lisa le había contestado que eso no era excusa, porque cuando ella hacía algo tampoco se comportaba siempre igual, algunas veces las cosas le salían de una forma y otras veces de otra, así que no tenía por qué confundirse tanto.

Recordando esta anécdota, Hans se distrajo. Cuando volvió a mirar la libreta de Lisa, sus cejas dieron un brinco: la tabla de verbos en presente y en pasado estaba completa, y junto a la columna del verbo hacer Lisa había añadido por su cuenta otra columna con el verbo terminar. Cuando una hace cosas, dijo ella, hay que saber terminarlas, ¿no?

Mientras Lisa recitaba con orgullosa dificultad las oraciones en presente y pretérito que Hans acababa de dictarle, se oyó un rugido desde la planta baja. Lisa soltó el lápiz de inmediato y se puso en pie atemorizada. El señor Zeit gritaba el nombre de su hija mientras subía pesadamente las escaleras. Lisa cerró el cuaderno, se despidió de Hans dejándole un beso rápido en la mejilla (beso que por otra parte, pensó él, delataba que el susto no era para tanto) y cruzó a la carrera el pasillo para esconderse en una de las habitaciones vacías. Hans se quedó escuchando por detrás de la puerta: cuando el señor Zeit la encontró, ella fingió estar cambiando las ropas de cama de la segunda planta. Pero el padre no se aplacaba, había subido realmente furioso.

¡Niña maldita!, gruñó, ¿de dónde has sacado esto? Lisa miró las manos de su padre y retrocedió espantada: eran sus maquillajes nuevos. ¿De dónde lo has sacado?, repitió el señor Zeit, ¿si apenas tienes dinero? Agarró a su hija por los pelos y la sacó de la habitación a rastras.

La señora Pietzine dobla la esquina de la calle Ojival. Se ha pasado la tarde en la iglesia, pensando. Ahora va con retraso y necesita un coche. En la plaza del Mercado no hay ninguno libre, así que sólo puede quedarse esperando allí o probar suerte en la parada del norte. Cuando suenan las campanas de las siete y media, la señora Pietzine duda. Piensa en cómo ha desatendido últimamente sus obligaciones de madre y en cuánto detestan sus hijos cenar con la criada. Entonces vuelve sobre sus pasos y camina hacia la parada del norte, cortando camino por las callejuelas diagonales.

Una vez dentro de la vivienda familiar, el posadero da un portazo, suelta a su hija y busca un saco. Al ver cómo su padre arroja sus pinturas y frascos de perfume dentro del saco, Lisa rompe a llorar. El señor Zeit avanza hacia ella con un puño en alto. ¿Cómo consigues estas porquerías?, grita, ¿no será con las vueltas de la compra?, ¿no habrás robado el dinero, el dinero de tu familia?, ¡contesta!, ¡criatura desagradecida!, ¿es así como haces feliz a tu padre?

La figura enmascarada oye ingresar a sus espaldas, en el callejón de la Lana, los zapatos apresurados de la señora Pietzine. Como no ha anochecido del todo, en vez de esperarla camina delante de ella con las manos en los bolsillos, sin hacer movimientos extraños, incluso acelerando para alejarse un poco. Hasta que lleguen a la curva del callejón del Señor, no conviene precipitarse.

Y no puede admitirse, aúlla el señor Zeit, que una jovencita, ¡una niña como tú!, se perfume de esa forma. Además de devolverle el dinero a tu madre, no se te ocurra volver a traer otro frasco a casa. Te lo prohíbo terminantemente. No pienso tolerar ni una sola vez más, ¡ni una sola!, que me desobedezcas. ¿Entendido? ¿Entendido?

Con la espalda pegada a la esquina en penumbra del callejón del Señor, la silueta se ladea el sombrero, se coloca la máscara y verifica el orden de sus herramientas. Los tacones se aproximan más y más. La máscara se mueve a la altura de las mejillas: el enmascarado sonríe. Tiene bastante suerte. Ha dejado de ir a los callejones durante varias semanas, por precaución. Los gendarmes han estado rondando la zona, él los ha visto al pasar por allí sin máscara. Incluso alguna vez los ha saludado con una respetuosa inclinación de cabeza. Pero la policía ya no monta guardia desde hace días, y aquella es la primera tarde que él sale de nuevo con su abrigo largo y su sombrero de ala negra. Cada vez pasan menos mujeres solas a partir de las siete.

Mordiéndose los labios hasta herirlos, Lisa se encierra en su cuarto y traba la puerta por dentro. Se tumba boca abajo, aprieta la cara contra la almohada y trata de no sentir el escozor en los brazos, en la espalda, en las nalgas. Se retuerce para asfixiar el llanto que ni su padre ni su madre se merecen arrancarle. Tiene que dejar de llorar como las niñas y aprender a hacerlo como las señoritas: sin escándalo, sin hipidos, sin moquear, dejando rodar las lágrimas con indiferencia, como si se pensara en otra cosa. Manoteando en la cama toca una de sus viejas muñecas de trapo. Se incorpora, la alza ante sus ojos y la contempla fijamente. Entonces descubre que la muñeca tiene un descosido entre los brazos y el pecho.

Lo primero que ella ve al doblar la esquina es la hoja del cuchillo. Por un segundo la señora Pietzine se olvida de gritar, impresionada por el filo y la proximidad con su cuello. Cuando intenta gritar, ya le han tapado la boca con un pañuelo.

Al otro lado de la puerta el señor Zeit todavía grita. Lisa no lo escucha, no quiere escucharlo, se concentra en su vieja muñeca de trapo y en el agujero bajo el pecho. Mientras suenan los golpes en la puerta, Lisa empieza a tirar de los hilos sueltos de la muñeca. Tira cada vez más fuerte, cada vez más rápido, y ve cómo el costado de la muñeca se va descosiendo. Siente un placer hiriente, una superioridad amarga, y se lanza a ensanchar el agujero, a deshacer el pecho de la muñeca.

La falda de la señora Pietzine se rasga un poco. Da patadas, manotea y se paraliza súbitamente cuando siente la punta del cuchillo perforándole casi el costado del cuello. Se queda quieta, ahogada, como esperando la caída de dos guillotinas diferentes. No empieza a rezar entonces. Primero piensa en sus hijos, en la cena y en la muerte. No se siente arrepentida, sí castigada. Cuando nota el primer frío en las piernas, comienza mentalmente una oración.

Lisa abre en dos la muñeca e indaga en sus entrañas. ¿Guarda algún secreto?, ¿qué esconde? Pero no hay nada interesante dentro de su querida muñeca. Hilos, tela, algodón, nada. Al otro lado de la puerta, tratando de forzar el picaporte, su padre grita su nombre.

En un último reflejo de resistencia, la señora Pietzine contrae los músculos y pega los brazos al tronco: acaba de descubrirse una fuerza bruta que desconocía. El enmascarado se sobresalta. Se paraliza por un instante. Duda: es la primera vez que conoce a la víctima. Está a punto de soltarla. De retroceder. Pero ya parece tarde para abandonar. Y además está ansioso. Muy ansioso. Y en el fondo lo excita el imprevisto. Así que finalmente el enmascarado se quita un guante para forcejear mejor: entonces se libera un ligero aroma a manteca. Mientras es doblegada, en una contracción de pánico, la señora Pietzine cree reconocer esa mano o le resulta de algún modo familiar. Después cree equivocarse. Le parece que delira, que sueña horriblemente, que ya despertará, que todo gira muy rápido, que el dolor se le filtra por una grieta. Después tiene la sensación de deslizarse por una pendiente muy brusca, y de que ya nada va a importarle nunca.

Cuando el señor Zeit irrumpe iracundo en el cuarto, se queda inmóvil durante un instante: su hija Lisa sostiene la cabeza arrancada de su muñeca de trapo y sonríe de forma ausente, como si él no estuviera ahí con un cinturón de hebilla entre las manos.

Al tomar asiento y ver una silla libre, la señora Levin se interesó por la ausencia de la señora Pietzine. Con el tiempo le había tomado aprecio y, en el fondo de sus contrastes, sospechaba que ambas se parecían. La locuacidad compulsiva de la señora Pietzine no era más que una timidez tan atroz como la suya, igual que la viudez la había sumido en una soledad que ella misma, como mujer casada desde hacía demasiado tiempo, podía comprender muy bien.

Mientras servía la primera ronda de té, Sophie comunicó a sus invitados que aquella mañana había recibido un billete de la señora Pietzine, que se encontraba indispuesta y lamentaba no poder asistir como cada viernes. Cuando se detuvo junto a Hans y se encorvó para llenar su taza, a Sophie le pareció que él alzaba un hombro para rozarle un pecho. Aunque Rudi tenía la cabeza vuelta y conversaba con su padre, Sophie decidió hacerle una advertencia a Hans y volcó unas gotas de té sobre su plato. Hans se enderezó de inmediato y susurró: Oh, no importa, señorita, no importa. Elsa y Bertold trajeron bandejas con cuencos de consomé y compota de frutas. Se oyó un arrastre de sillas y un cruce de cucharas. Álvaro buscó los ojos de Elsa, pero ella esquivó su mirada. Hans hizo un esfuerzo por entablar conversación con Rudi. Este respondió con amabilidad y le narró sus últimas anécdotas de caza. Viéndolos charlar juntos, Sophie respiró aliviada. Elsa salió del jardín. Álvaro se levantó y dijo que necesitaba subir al aseo.

Tras un documentado panegírico de Schiller a cargo del profesor Mietter (que mereció el elogio del señor Levin y el señor Gottlieb), Hans soltó sin pensarlo: ¡Schiller iba para teólogo y acabó siendo médico! Sepa, joven, reaccionó de inmediato el profesor Mietter (y Hans lo miró casi agradecido, porque se aburría), que Schiller fue uno de nuestros más grandes hombres, el único a la altura de Goethe, que escribió siempre a favor de la libertad y luchó contra la enfermedad trabajando hasta el último día, ¡no veo qué le hace tanta gracia! Veo, sonrió Hans, que prefiere que nos pongamos solemnes. Bueno. Hölderlin, que fue discípulo de Schiller, dice que la filosofía es el hospital del poeta, y en eso estamos de acuerdo. Schiller murió enfermo y filosofando. Eso me parece digno del mayor respeto. Lo que no entiendo es por qué Schiller le cantó a la alegría de joven, y después se pasó la vida entera regañando a los poetas jóvenes, que por cierto eran mejores que él. Eso, objetó el profesor Mietter, lo dirá usted. Disculpe, dijo Hans, eso lo dice la poesía. ¡No sea presuntuoso!, se ofendió el profesor Mietter cruzándose de brazos. Sophie intercedió, suave: Profesor, se lo ruego, continúe. En fin, accedió él equilibrándose la peluca, veamos. Schiller sólo les señaló a los jóvenes las reglas básicas del arte, no se trataba de censurarlos sino de recordarles la importancia de su estudio. En esto se limitó a seguir la Crítica del juicio y, si no recuerdo mal, el señor Hans ha defendido a Kant en más de una ocasión. ¿Estimado Hans?, basculó Sophie divertida, ¿algo que comentar? Hans, que se había propuesto guardar silencio para no crear mis tensiones, vio la palmadita de felicitación con que Rudi obsequiaba al profesor, su sonrisa burlona, su manera olímpica de aspirar rapé, y contestó sin apartar los ojos de Sophie: Dice nuestro inestimable profesor que Schiller siguió a Kant. Cierto. Pero Kant fue un crítico libre, porque fundó sus normas. Así que obedecer a Kant es traicionarlo. ¿De veras creen ustedes que puede hablarse de un juicio universal, de estética objetiva, de un uso inadecuado de lo bello?, ¿qué demonios es eso?, ¿de qué se asustaba Schiller? Si eran las diferencias sociales lo entiendo, porque esas vienen impuestas (Rudi, querido, lo distrajo Sophie, ¿cómo encuentras la compota?), ¡pero oponerse a las diferencias estéticas, proponer un consenso del gusto, eso ya es exagerar!, ¿o queremos también policías del gusto?, ¿necesitamos más policía de la que ha puesto Metternich? Usted, contraatacó el profesor Mietter sujetándose los anteojos, confunde la censura con las reglas. En el arte, y también en la sociedad, toda libertad, ¡toda!, necesita su orden. Y el verdadero miedo está en negar esa evidencia. Muy bien, replicó Hans agitando su taza y derramando té en el plato, pero ese orden nunca puede ser permanente. Como decía Kant, eso sería caer en la minoría de edad. En la sumisión de la razón, en la muerte del räzonieren. Ha leído usted mal a Schiller, concluyó el profesor Mietter encogiéndose de hombros. Puede ser, dijo Hans, hasta que la policía me lo quite, supongo que todavía tengo ese derecho.

Señores míos, calma, pidió Sophie, aquí el mejor derecho que tenemos es el de discrepar sin perder las formas. Bien dicho, hija, la secundó el señor Gottlieb amarrándose un dedo a un extremo del bigote, y ya de paso, si nuestros invitados gustan, quisiera aprovechar este interesante debate para proponerles que el próximo viernes, como despedida del Salón hasta el final de las vacaciones, leamos unos pasajes de algún drama de Schiller. (Rudi miró a Hans y dejó escapar una risita.) Particularmente, sin ser ningún experto, debo decir que en esta casa siempre hemos admirado la obra de Schiller, y (querido suegro, lo interrumpió Rudi, ¿y dónde tendrán ustedes el placer de pasar las vacaciones?), ¿cómo?, ¿qué?, ¡oh, bueno, improvisaremos!, ya sabes cómo es agosto, querido yerno, ¡hay tantísima gente en todas partes!, así que dependiendo de lo que nos cuenten unos amigos u otros, consideraremos la posibilidad de viajar aquí o allá (bien pensado, aprobó Rudi, bien pensado), o incluso, ¡quién sabe!, también podríamos quedarnos aquí descansando, a mi edad las aglomeraciones de los balnearios se vuelven fastidiosas (mil perdones, ejem, retomó el señor Levin, ¿y qué obra le gustaría más?), ¿qué obra qué?, ¡ah, sí, discúlpeme!, en fin, naturalmente, no es que uno haya leído todo Schiller, quizá, no sé, ¿qué les parecería Guillermo Tell? (Por mí excelente, padre, dijo Sophie, si están todos de acuerdo…)

Aplaudo la sugerencia, opinó el profesor Mietter, ¡ojalá, con perdón, los jóvenes dramaturgos la vieran! Así escribirían buenos dramas, en vez de escribir dramáticamente. Una obra ejemplar, se sumó el señor Levin, ¿verdad, querida? Su esposa asintió sin entusiasmo. Guillermo Tell, bien, por supuesto, dudó Rudi. Lo único ejemplar (murmuró Hans al oído de Álvaro, que había tardado bastante en volver del aseo) es que el tirano muere. Álvaro soltó una carcajada y miró de reojo a Elsa.

Pasada la medianoche, los invitados empezaron a despedirse entre los farolillos de aceite del patio. El señor Gottlieb, que se había retirado al despacho, acababa de bajar de nuevo para saludarlos y quizá también para vigilar a su hija. Los primeros en marcharse fueron los Levin y Rudi Wilderhaus, que se ofreció a llevarlos en su carruaje. Sophie hizo un aparte con Rudi, se dejó besar el dorso de la mano y contestó que sí cuando su prometido mencionó un encuentro para el día siguiente. Aunque aguzó el oído, Hans no pudo escuchar más. El siguiente en saludar fue el profesor Mietter. Espero, dijo el profesor, que al menos Guillermo Tell sea del agrado de Herr Hans. No se preocupe, profesor, contestó él estirando la comisura de los labios, soy bastante fácil de conformar. En vez de impacientarse, que era lo que Hans buscaba, el profesor se le acercó, posó una mano sobre su hombro y replicó: Joven, es usted todavía impulsivo, y lo comprendo.

Sophie, Álvaro y Hans se quedaron conversando al fresco del patio. El señor Gottlieb orbitaba a su alrededor fingiendo darles órdenes a los sirvientes.

Después de que Sophie convenciera a su padre para que se acostase, se quedaron a solas en compañía de Elsa, que mostraba un raro interés en mantenerse despierta. Sophie admitió entre risas de licor de frutas: Lo que menos me gusta de Schiller es esa especie de terror al placer que hay en sus ideas, como si la sensualidad traicionara al intelecto. Baja la voz, niña, ironizó Hans. En serio, dijo Sophie, eso es lo que me deprime de Schiller y la escuela de ilustrados decentes. Es como si para ellos la emoción fuera un problema geométrico, «hasta aquí sí, hasta aquí no, bien, suficiente, no nos pongamos retóricos», y lo peor es que a eso lo llaman nobleza. En una palabra, con perdón de los caballeros presentes, los encuentro demasiado viriles. Pues a mí, opinó Álvaro, qué queréis que os diga, la nobleza viril no me parece tan mal. Hans lo rodeó con un brazo y dijo: ¡Viva España! Los otros rieron, incluida Elsa. Al verla de pie en un rincón, Sophie la invitó a sentarse con ellos y le sirvió el oporto que quedaba. Álvaro dijo: Prost! Elsa respondió con naturalidad: ¡Salud! De haber estado sobrios, Hans o Sophie se habrían extrañado.

Junto al portón, sin terminar de despedirse, charlaban dando voces. De vez en cuando Sophie susurraba: ¡Shh!, y después seguía gritando. Voy a confesar algo, dijo Hans, es triste pero cierto: en el fondo los ensayos de Schiller me parecen buenísimos, lo que pasa es que no pienso darle ese gusto al remilgado de Mietter. ¡Lo suponía!, festejó Sophie, no sé si te habrás dado cuenta, pero de hecho cuando el profesor no está, repites sus argumentos. Lo sé, lo sé, contestó Hans, ¿sabes qué es lo peor? Que en realidad discuto con él para evitar que me convenza, porque a veces me parece que tiene mucha razón. Álvaro se asomó a la calle y recitó: «¡Todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende! ¿Qué es la vida? ¡Un frenesí! ¿Qué es la vida? ¡Una ilusión! ¡Una sombra, una ficción!». Hans se trepó a su espalda, aullando: ¡Calla, barroco!

Inclinada junto al confesionario, a la señora Pietzine el llanto apenas la dejaba hablar. Había permanecido días enteros encerrada en casa sin querer ver a nadie, aquejada de fiebres y jaquecas. Esa mañana al fin había salido a la calle, había asistido a misa y después había ido a confesarse. No había mencionado, ni pensaba hacerlo jamás, lo ocurrido en el callejón del Señor. Se había convencido de que, más allá del oprobio, el escarnio y las habladurías, contarlo habría significado aceptar que era realmente cierto. Y ella estaba decidida a callar hasta olvidar, hasta borrar de su memoria aquellos minutos de espanto. La fiebre, bien lo sabía ella, era capaz de hacer estragos en la conciencia, era capaz de producir falsas visiones, dolores imposibles, alucinaciones infernales. ¿Por qué no podía haber sido todo, como tantas otras cosas en su vida, una terrible pesadilla?

Notándola más alterada que de costumbre, el padre Pigherzog interrogó a la señora Pietzine con mayor detalle. Hija mía, la sosegaba él, no debes torturarte tanto, el pecado anida en todos nosotros y es mejor asumir nuestra culpa. Pero padre, hipaba ella, si este valle de lágrimas es transitorio, ¿para qué vivir? El Creador, decía el sacerdote, merece que vivamos y lo honremos antes de ir a su encuentro. ¿Pero dónde?, aullaba la señora Pietzine, ¿dónde está el Creador cuando sufrimos? Hija mía, decía el padre Pigherzog, hoy el dolor de tu alma es distinto, sé sincera y cuéntamelo todo, todo, para aligerar tu carga.

… susodicho forastero al que nos hemos referido en anteriores ocasiones, que sin duda ejerce ya un nocivo influjo en la señorita Gottlieb (ya de por si tendente a mostrarse demasiado voluble en el cumplimiento de sus obligaciones) y que, si la experiencia no me engaña, podría incluso distraer su próximo y dichoso enlace con el ilustre señor Wilderhaus hijo, varón de Dios e inmejorable cónyuge. La posibilidad de dialogar razonablemente con el interfecto, tras diversos intentos fallidos, se confirma como irrealizable: su alma está perdida, xxxxxxx imo serio irascor. Quiera Dios que se marche pronto con su Voltaire a otra parte…

Mientras el padre Pigherzog volcaba su letra primorosa en el Libro sobre el estado de las almas, la señora Pietzine abandonaba la iglesia con una sensación de ausencia consumada: como si algo hubiera sido definitivamente desalojado de su interior, o como si alguna esquina rota hubiese terminado de desprenderse. Siempre, desde niña, había sospechado que el tiempo le depararía más sufrimiento que alegrías. Ahora se daba cuenta de que toda su angustia cobraba sentido, un sentido siniestro, pero ya del todo comprensible. El resto de su existencia sería el pasadizo hacia la vida eterna y sus hijos, la única razón de su permanencia en ese pasadizo. Al salir de San Nicolás con la mirada fija en el suelo, la señora Pietzine se quedó paralizada contemplando los restos de arroz de la boda de la mañana, dispersos en la escalinata como un jeroglífico.

La señora Pietzine se alejó de las torres torcidas de la iglesia y se dirigió a la plaza del Mercado evitando la calle Ojival. La misma calle que acababa de esquivar Elsa, conociendo la atención con que el padre Pigherzog y su fiel informante, el sacristán, espiaban a los viandantes. Venía de dejar a Sophie en la posada y avanzaba rápido, con media cara oculta bajo la sombrilla, en busca de una calesa que la llevase al campo. La señora Pietzine caminaba lenta, meditabunda, sujetándose la pamela con dos dedos del guante. Ambas se cruzaron frente a la parada de los cocheros: Elsa casi la arrolla. La señora Pietzine levantó la cabeza, se despejó la frente y miró a la muchacha con extrañeza. Al cambiarse de mano la sombrilla y toparse con la cara maquillada y triste de la señora Pietzine, Elsa abrió mucho los ojos, murmuró unas disculpas y siguió su camino a la carrera.

¿Por qué la señora Pietzine no le había dicho nada?, ¿o iba tan distraída que ni siquiera la había reconocido? Ojalá, pensó Elsa preocupada mientras se subía a la calesa, porque ese loro idiota es de lo más chismoso que hay en Wandernburgo.

A pocos metros del coche, con la mirada perdida, la señora Pietzine lo comprendía todo y, sin preocuparse de los pasajeros que la adelantaban en la cola, se decía en silencio: Ojalá sean felices.

En un rincón de la plaza, reverberando discretamente, el organillero giraba la manivela.

La ropa, ese placer contradictorio: se adora porque está y se desea que no esté. La faja de Sophie comprimía el afán de los pechos, las sorpresas del vientre, el arco de la espalda, presionaba la carne haciéndola impacientarse. Hans deshacía lazos, derribaba telas, soltaba ceñidores. Ella mientras eludía solapas, vencía botones, le bajaba las perneras de lienzo. Él solía desvestirla con prisa. Ella gozaba fingiendo no tenerla.

Recobrando el aliento, Hans y Sophie contemplaban el paisaje alborotado de sus ropas. Se miraron, sonrieron, se besaron con la punta de las lenguas. Él se levantó de un salto para recoger las prendas y colgarlas en el respaldo de una silla: como quien rehace un equipaje, después del sexo tenía la costumbre de doblar meticulosamente su chaqueta entallada, la camisa de lino, el pañuelo de satén. Sophie, que prefería ver la anarquía de las prendas y prolongar la evidencia de que habían sido arrancadas, se incorporó para preguntarle: Amor, ¿de qué te asustas? Hans detuvo su tarea. ¿Yo?, contestó volviéndose, de nada, ¿por? Entonces, dijo ella sin apartar la vista de las nalgas de Hans, ¿por qué te inquieta tanto la ropa desordenada? Él parpadeó varias veces, dejó caer de nuevo su camisa y dijo: Me parece que aquí la traductora eres tú.

Sonreiría: ¿qué más daba? En cuanto pisó el patio y los demás se pusieron en pie y se acercaron a saludarla, la señora Pietzine decidió que sí, que seguiría adelante. Si ya no esperaba nada de la vida, ¿qué más daba llorar o sonreír? Había pasado una semana entera guardando silencio en su dormitorio, y ahora que regresaba a la vida social y al Salón se daba cuenta de que no había ninguna diferencia: siempre estaría sola. En un acceso de furia, como si se tratara de una venganza íntima y no de un acto de buenos modales, se lanzó a saludar, chillar, festejar cada broma. Pero no lo hacía igual que antes. Ahora era consciente de que actuaba.

Querida mía, la recibió la señora Levin, ¡la echamos tanto de menos el viernes pasado!, por favor, siéntese aquí a mi lado, han servido unos pasteles deliciosos, ¿entonces cómo dice que se encuentra? Oh, muy repuesta, contestó la señora Pietzine, ¿cómo iba a perderme la despedida de la temporada?, no fue nada, querida, unos mareos tontos, unos, ¡ya sabe usted que a nuestra edad pasan ciertas cosas! Ah, dijo la señora Levin cerca de su oído, ¡pero yo, o sea nosotras, todavía somos jóvenes para eso! Mmm, contestó enigmáticamente la señora Pietzine. ¡Mmm!, la imitó la señora Levin, ¡usted lo ha dicho! Y ambas rieron juntas y se abrazaron, encantadas de ignorarse.

Aunque rara vez hablaba de más, el señor Levin tenía una tarde elocuente. Incluso por momentos dominaba el debate. Hans lo escuchaba sorprendido y meditaba sobre la incontinencia súbita de las personas calladas. La gente silenciosa tiene mucho que decir, sobre todo cuando no habla. Existen muchas clases de silenciosos. El silencioso avaro, que se reserva sus opiniones para repasarlas con mordacidad y detalle en cuanto se queda a solas. El silencioso resignado, que jamás se plantea la posibilidad de tomar la palabra porque está convencido de que no tiene nada que decir. El silencioso perverso, cuyo mayor placer es disfrutar de la curiosidad que su mutismo despierta en los demás. El silencioso impotente, que quisiera decir algo pero nunca encuentra el momento y es, en realidad, un hablador frustrado. El silencioso estricto, que ni siquiera cede a la tentación de confesarse a sí mismo sus secretos. O el silencioso precavido, como era quizás el caso del señor Levin. El señor Levin había aprendido a callarse ante las opiniones ajenas para no resultar incómodo. Esta disciplina de silencio le habría resultado mortalmente aburrida, de no ser porque le daba la ventaja de conocer qué pensaban los otros sin que ellos supieran lo que pensaba él. Y aunque no utilizase esa ventaja para nada en concreto, le parecía que esta forma ahorrativa de concebir la palabra era una especie de tesoro moral que tarde o temprano le daría dividendos.

Pero esta vez el señor Levin monologaba sin medida, sin precauciones, casi con lujuria. Alguien había tocado su tema predilecto, las interpretaciones de la Biblia. Y él había citado las siete esferas astrales, el carro de Ezequiel, y ya no había podido retenerse. Sophie, maravillada ante el fenómeno, hacía lo posible por interrumpir a los demás y prolongar su arrebato. Y sin embargo, querido profesor, sostenía el señor Levin, cuando Jesús se autodenominó La Puerta obviamente estaba remitiéndose a su metáfora inmediata: ¡hay que abrir esa puerta, abrirla! Quiero decir que las enseñanzas cristianas del amor a Dios y al prójimo tenían una clara base teosófica, ejem, me refiero, no se trataba de una simple emoción sentimental sino del amor griego, el ágape, un reconocimiento de la realidad suprema de la experiencia humana, que es la mía y la del otro, o sea, no es de nadie, ¿no?, en la medida en que todos los seres han sido engendrados como uno y por lo tanto debieran actuar como uno solo, ejem. Si se estudia con atención la letra se comprende que la divinidad tiene una naturaleza dinámica, centrípeta, esencialmente engendradora, y en este sentido, y dispénsenme ustedes, puede decirse que los astros copulan en el cielo. Todo copula entre sí y todo está en orden. La creación, amigos, no es otra cosa que un acto de fecundación recíproca… (¡querido, por favor!, dijo la señora Levin, ¡esas metáforas! Pero el efecto de su advertencia pareció el contrario: cuando ella se atrevía a discrepar, la obediencia final hacia su esposo se hacía más evidente. El profesor Mietter observaba al señor Levin con una contenida expresión de espanto, como si se le estuvieran tostando los bucles de la peluca. Cada vez que resonaba en el patio la palabra cópula, Hans y Sophie intercambiaban una mirada traviesa y procuraban tener alguna atención con Rudi, preguntarle si tenía calor, alcanzarle una jarra, sonreírle con amabilidad)… y la naturaleza se comporta como un organismo animado, ansioso. Es un ciclo infinito e infinitamente subordinado, o sea, los organismos individuales son remansos que interrumpen la corriente general para intensificarla. Por eso la muerte no existe, un individuo nace de otro. Lo mismo pasa con el pensamiento. El pensamiento también es una fuerza que avanza nutriéndose de todo, integrando lo adverso. Es el principio del cometa y la estela, que parecen dos realidades distintas cuando sólo son una consecuencia del otro. Todo gira en una rueda de calor y ese todo es la unidad primordial, lo único que vive. El resto es apariencia, pura reacción, ejem.

Cuando la energía giratoria, calórica y centrípeta del señor Levin pareció descansar, Sophie se permitió citar un nombre que hacía tiempo deseaba introducir en su Salón. Señor Levin, repóngase, dijo ella, pruebe un poco de este té indio, acaban de traérnoslo, espero que le guste, y a propósito de estas interesantes cuestiones religiosas, ¿por casualidad han leído ustedes a Schleiermacher?, tengo entendido que es un teólogo que se ocupa de asuntos terrenales. Ni idea, dijo la señora Pietzine, pero estoy muy de acuerdo en probar el té indio. ¿Schleiermacher?, bah, se encogió de hombros el profesor Mietter. ¿Té indio?, se interesó Rudi, ¿de Jaipur o Madrás? No sé, dudó el señor Gottlieb encendiéndose la pipa, creo que de Calcuta. Señor Hans, continuó Sophie defraudada, ¿y usted qué opina?, no del té: de Schleiermacher. Me parece un autor valioso, contestó Hans, aunque no se atrevió a recorrer el camino que señalaban sus ideas. Si la religión es cosa del sentimiento, como él dijo, el paso siguiente era admitir que Dios tiene una esencia subjetiva, o sea, con perdón, que se alimenta de las emociones humanas. Eso hubiera sido, ¿verdad, Álvaro?, más revolucionario que Descartes. Porque si la mismísima razón se apoya en la existencia de Dios, bueno, la religión se vuelve irrefutable. Pero siendo cosa del sentir… Señor Hans, sonrió Sophie complacida, ¿quiere usted decir que un sentimiento nunca es razonable? No, no, se avergonzó Hans, quiero decir que algunas ideas de Schleiermacher fueron avanzadas y otras reaccionarias, no hay más que ver a Schlegel, cómo se ha puesto a sentir. De decir «cuanta más formación, menos religión» pasó a anunciar que la religión era el centro de la humanidad, ¡una lástima!, ¡haber llegado tan lejos para volverse tan cobarde! Cuidado, joven, señaló el profesor Mietter, el ateísmo puede ser la mayor de las cobardías, «lo que no entiendo, no existe» tampoco parece el lema más valiente de la historia. Ejem, si me permiten, regresó el señor Levin tras vaciar en su taza, yo podría, señor Hans, aceptar la tesis de la cobardía del catolicismo, y aquí, querido señor Gottlieb, amigos, ya me entienden, no me refiero a los católicos sino a la ortodoxia misma que, ejem, que de algún modo pretende oprimir a sus fieles, en fin, eso puedo aceptarlo, pero en lo otro ya no puedo estar de acuerdo. No hay ninguna cobardía en el pensamiento divino, al contrario, se necesita un gran arrojo para lanzarse a su abismo, porque se trata de algo cuya forma no conocemos. De ahí que, ejem, insisto, la divinidad tenga una naturaleza dinámica y los astros copulen en el cielo.

La señora Levin posó su taza en el plato y exclamó: ¡Y dale con la cópula!, ¡qué fijación, Señor, qué fijación!

Y hablando de la naturaleza dinámica, dijo la señora Pietzine con un amargor en el paladar, ¿adónde piensan salir de vacaciones?

Nada del otro mundo, contestó enseguida Rudi peinándose las solapas, ya sabe usted, un poco aquí, un poco allá, supongo que en agosto iremos con mis padres a Baden (¿a Baden?, dijo la señora Levin abriendo mucho los ojos, ¿al balneario?), naturalmente, querida señora, ¿qué iba a hacer uno en Baden si no?, ¡es un lugar tan aburrido!, y más tarde pasaremos unos días en una mansioncita campestre cerca de Magdeburgo, no son muchas habitaciones, pero… Por cierto, mi Sophie (¡mi Sophie!, se asqueó Hans), que si reconsideras nuestra invitación, tenemos un jardincito muy coqueto y agradable que a ti (te lo agradezco en el alma, mi buen Rudi, ¿para qué ser impacientes?, ya conoces mis principios: iré con mucho gusto, pero después de la boda), sí, sí, claro, sólo sugería (¡bien!, masticó Hans).

Nosotros, explicó el señor Gottlieb, improvisaremos, a mi hija la divierte no saber qué haremos, ¿verdad, corazón mío?, precisamente el otro día les contaba a nuestros amigos lo fastidioso que hoy resulta viajar a cualquier parte, la gente está cada vez más ansiosa, las ruedas de un carruaje no le bastan, sólo quieren montarse en un vagón y bajarse en el acto, ¡cuanto más rápido vamos más rápido queremos ir!, supongo que viajar ha pasado de moda, la moda ahora es llegar. Completamente de acuerdo, señaló el profesor Mietter, y viendo el ritmo al que vamos empiezo a temer por la salud mental de los pasajeros, y no lo digo yo, ¡lo dicen los médicos!, cuanto menos humanos son los medios de transporte, más peligrosos se vuelven para los nervios, ¡la manía de la velocidad es una tontería!, los viajeros de hoy quieren preverlo todo, calcular la hora exacta, eliminar cualquier sorpresa. Alles klar, adelante, ¡todos a vapor y no se hable más!, pero cuando no les queden incertidumbres, ¿en qué van a pensar? (en lo mismo que ahora, dijo Hans: adónde ir), sí, ¿pero y el ritual?, ¿la emoción de partir? (le aseguro a usted, dijo Álvaro, que en los andenes de la estación de Liverpool los pasajeros se emocionan más que en misa).

Antes de que el patio oscureciera y se encendiesen las lámparas, los invitados procedieron a la prometida lectura del Guillermo Tell de Schiller. Acordaron representar informalmente la primera escena, la última y un par de escenas centrales. El reparto de papeles resultó interesante. Alguien sugirió que Rudi hiciese del poderoso barón de Attinghausen, o al menos de su sobrino. Pero él rehusó esos papeles y eligió ser Conrado Baumgarten, hombre del pueblo llano. Álvaro bromeó: ¡Ya nos dirá qué se siente! A Álvaro, que en realidad nunca había leído la obra, le tocó hacer del pescador Ruodi, y a Hans le pidieron que leyera la parte del cazador Werni para formar pareja con él en la primera escena. El señor Levin fue víctima de otra pequeña tentación y, sin proferir siquiera un ejem, pidió ser Ulrico de Rudenz, el rico sobrino del señor de Attinghausen. Todos coincidieron en que Berta de Bruneck, la joven heredera, sería un buen papel para Sophie. Después de insistir bastante, Sophie logró que el señor Gottlieb fuera Guillermo Tell, en homenaje al amor paterno. La señora Levin, que escondía la cara detrás del abanico, sonrió incómoda cuando la designaron entre aplausos como Hedwigia, esposa de Guillermo Tell. ¿Pero Hedwigia tiene que hablar mucho?, preguntó azorada, y Sophie la tranquilizó explicándole que en esas escenas apenas tenía cinco o seis frases. En cuanto al sanguinario y despótico gobernador Geszler, nadie quiso el papel. Tampoco el profesor Mietter, que rechazó la malintencionada propuesta de Hans argumentando que en vez de actuar tocaría el chelo para darle ambiente a la representación. Tras algunas discusiones, y como Geszler era imprescindible en una de las escenas, la señora Pietzine pidió la palabra y, con expresión de infinito cansancio, dijo: No importa, seré yo. Finalmente el profesor, que además de encargarse de la música se había erigido en director escénico, anunció pasando las páginas de su ejemplar: Un momento, nos hemos olvidado del pastor Kuoni, que tiene un par de frases en la primera escena. De inmediato el señor Gottlieb le hizo una seña a Bertold y el criado, suspirando con resignación, recibió un ejemplar del drama. También faltaría, añadió el profesor, por lo menos una aldeana. Los contertulios se volvieron hacia Elsa. Al principio ella no opuso mucha resistencia. Pero, en cuanto supo quién debía ser, no hubo forma de convencerla. ¿Ermengarda?, dijo Elsa, ¿con ese nombre?, ¡ni en sueños! Entonces Sophie se ofreció a leer las líneas de la aldeana, y todos los personajes quedaron atribuidos.

Acto I, escena primera

… RUDI [en voz alta y potente]: ¡Rápido, rápido, que me pisan los talones! Me persiguen los soldados del gobernador, y si me atrapan seré hombre muerto.

ÁLVARO [sobreactuando un gesto de sorpresa]: ¿Y por qué os persiguen?

RUDI [más autoritario, menos suplicante de lo que debería]: Salvadme primero; luego os lo diré.

HANS [con buena entonación, aunque mirando de reojo y sin justificación a Berta, es decir a Sophie]: Estáis manchado de sangre, ¿qué ha ocurrido?

RUDI [volviéndose también hacia Sophie]: El baile del emperador que residía en Rossberg…

BERTOLD [desganado, con dolor de pies]: ¿Os persigue Wo…?, eh, ¿os persigue Wolfenschieszen?

RUDI [imitando el ademán de quien levanta una espada]: No, ya no hará más daño a nadie; lo he abatido.

TODOS [no precisamente al unísono]: ¡Dios os perdone!, ¿qué habéis hecho?

RUDI [con verosímil cólera]: Lo que todo hombre libre en mi lugar. Me he valido de mi derecho contra quien ultrajó mi honor y el de mi esposa.

BERTOLD [exagerando la entonación de la pregunta; Hans empieza a prestar atención súbitamente]: ¿El baile ultrajó vuestro honor?

RUDI [clavando sus ojos en Hans]: Dios y mi hacha se han opuesto a sus infames designios.

HANS [tragando saliva]: ¿Le habéis… partido el cráneo de un hachazo?

Acto V, escena tercera

… TODOS [a la señora Levin apenas se la oye; la señora Pietzine, aunque no le corresponde, chilla igual; el señor Gottlieb saluda, halagado]: ¡Viva Tell el cazador, el libertador!

SOPHIE [colocando bien la voz]: Amigos y confederados, admitid en vuestra alianza a la afortunada mujer que fue la primera en hallar auxilio en la tierra de la libertad. Fío mis derechos a vuestro robusto brazo, ¿queréis protegerme como vuestra ciudadana?

ELSA [convencida a última hora por el profesor, contestando en nombre de los aldeanos]: Sí, os ayudaremos con nuestros bienes y nuestra sangre.

SOPHIE [distrayéndose de pronto, sin saber muy bien por qué]: Pues bien; doy mi mano a este mancebo. La libre ciudadana va a ser esposa de un hombre libre.

SEÑOR LEVIN: Y yo les doy, ejem, la libertad a mis siervos.

[El profesor Mietter hace vibrar una nota larga en el chelo y deja que se evapore en un diminuendo. Breve silencio. Aplausos, felicitaciones. Todos se abrazan y comienzan a despedirse alegremente, deseándose buen verano. Sophie saluda uno a uno, aunque de pronto parece preocupada. Cuando le toca el turno a Rudi, él le deja en la mano un beso efervescente y pronuncia: Después del verano, amor mío, será toda una dicha regresar a este Salón como tu legítimo esposo. El telón de la noche ha caído por completo. Una lámpara se apaga.]

¿Y qué flores había en la mesa?, preguntó el organillero. Acacias, contestó Hans, eran acacias. ¿Cómo lo sabes?, dijo Lamberg. Al oír la voz de Lamberg, Franz encogió el rabo. No lo sabía, dijo Hans, se lo pregunté a la doncella. Eso está bien, muy bien, sonrió el organillero dando otro trago de vino, las acacias quieren decir amor oculto.

Después de devorar la cena, Lamberg se puso en pie. ¿Ya te vas?, se quejó Reichardt, ¡si mañana es domingo! Sí, contestó Lamberg, pero estoy cansado, tengo que volver. Mira que queda vino, lo tentó Reichardt, y pienso beberme tu parte. Es tuya, dijo Lamberg restregándose los ojos.

Lamberg pasó entre los molinos, rodeó las instalaciones de la fábrica, atravesó el sendero de tierra donde se acumulaban las viviendas de los trabajadores. Subió a tientas las escaleras: los crujidos de los peldaños se confundieron con los ronquidos de las habitaciones. Mientras iba dejando atrás puertas, Lamberg averiguó quiénes dormían y quiénes habían salido a la ciudad para aprovechar la noche libre. Comprobó satisfecho que las habitaciones contiguas a la suya estaban vacías.

Entró de puntillas. Lo invadió un olor a axila. Distinguió la silueta de Günter durmiendo. A los pies del jergón había una botella de aguardiente y dos vasos de agua con mariposas de aceite encendidas. Lamberg sonrió entre sombras: le hacía gracia esa debilidad de su compañero de habitación, tan barbudo, corpulento y brusco, pero incapaz de conciliar el sueño a oscuras. Lamberg se acercó a Günter. Lo miró dormir. Estaba desnudo, tendido boca abajo, con la sábana retorcida entre los muslos. Respiraba por la boca. Un ligero sudor le rondaba los omóplatos, subrayándolos. Alumbrado por las chispas de aceite el vello de Günter parecía anaranjado, salpicaduras de lava. Todo en él parecía latir plácidamente salvo los glúteos: los glúteos se contraían y después descansaban, como si en su sueño Günter estuviera haciendo algún esfuerzo físico. Lamberg fue a su litera, se desvistió con sigilo, se acostó boca arriba sin cerrar los ojos. Supo que tendría insomnio. Con dos cuerpos transpirando al mismo tiempo, la temperatura del cubículo se hacía insoportable en verano. Lamberg pensó que debería haber pasado por la Taberna Pícara, beber unas copas, entretenerse un rato. Pero entonces oyó la voz ronca de Günter arrancada del sueño: ¿Eres tú? Lamberg sonrió, giró la cara, dijo: Soy yo, ¿dormías? No, no, se revolvió Günter estirando los brazos, te estaba esperando. Lamberg se sentó en el jergón de enfrente. Acercó los labios a la barba colorada de Günter y le dijo al oído despacio: Dime, ¿qué soñabas? Nada, repitió Günter, ya te he dicho que estaba esperándote. ¿Seguro?, preguntó Lamberg mientras con una mano dispersaba el sudor del torso hinchado de Günter. Günter lo agarró por la muñeca, se la apretó hasta lastimarlo. Lamberg se dejó atraer. Al encontrarle la boca, lamió su lengua de aguardiente. Günter dobló las rodillas. Lamberg vio su miembro erguido sobre el vientre. Lo rodeó sin tocarlo, desordenándole el vello. Se demoró en los bordes de la cadera, en los bultos del abdomen. Günter dejó escapar un gruñido distinto, casi una súplica. Entonces Lamberg despegó el miembro del vientre, se inclinó y, con los ojos inyectados en sangre, sorbió el glande de Günter como si fuera una fresa.

Lo esperaban hojeando poemas de Quevedo. Hans y Sophie le habían pedido a Álvaro que les echara una mano con las traducciones del español. Cohibidos por su inminente visita, sonreían nerviosos y no se atrevían a tocarse. ¿A qué hora dijo que venía?, preguntó ella. A las tres y media, dijo él, y me extraña, porque es muy puntual.

Quince minutos más tarde tocaron a la puerta de la habitación número siete. Álvaro los saludó en castellano, imitando jocosamente el acento sajón de sus amigos, y se disculpó por el retraso. ¿Elsa sigue ahí?, preguntó Sophie. ¿Quién?, se inquietó Álvaro, ¿Elsa?, ah, sí, la he visto abajo, ¿por? No sé qué le pasa hoy, dijo Sophie, ha estado muy arisca, me ha puesto toda clase de excusas para no acompañarme y se ha quedado abajo en vez de irse en coche, como siempre. Bueno, carraspeó Álvaro, el servicio, hoy en día, ya se sabe.

Tenemos a Quevedo, enumeró Hans, a Lope de Vega, San Juan, Garcilaso… ¿Y Góngora?, dijo Álvaro. Góngora mejor no, contestó Hans, es intraducible. Pero, dijo Sophie, ¿tú no decías que la poesía siempre puede traducirse? Sí, sí, toda, sonrió Hans, menos Góngora. ¿Y has podido leerlo en español?, se extrañó Álvaro. Bueno, dijo Hans, más o menos, tengo un par de libros suyos en el arcón. ¿Pero tú cuántos idiomas sabes?, preguntó Álvaro. Unos cuantos, dijo Hans. ¿Y cómo los has aprendido?, preguntó Álvaro. Digamos que viajando, contestó Hans. Después fue hasta el arcón, removió su interior y extrajo un grueso volumen que llevó al escritorio. Álvaro lo estudió con curiosidad. Se trataba del Dictionary of the Spanish and English Languages, Wherein the Words Are Correctly Explained, Agreeably to Their Different Meanings, de Henry Neuman, impreso en Londres en 1823, que contenía gran cantidad de términos referentes a las artes, las ciencias, los negocios o la navegación. Esta maravilla, explicó Hans, me ha sacado de más de un apuro.

Lo que todavía no tenemos en nuestra antología europea, explicó Sophie, son poetas españoles de ahora, ¿tú conoces a alguno? No te molestes, bromeó Álvaro, en España todos los poetas modernos murieron en el barroco. Entonces, dijo Sophie, me gustaría incluir a Juana Inés de la Cruz, que vivió en el México colonial y tengo entendido que fue muy leída en España, ¿no?, he visto unos sonetos suyos, ¿dónde estaba ese tomito antiguo de Madrid?, Hans, ¿me lo pasas?, gracias, a ver, este, por ejemplo. En vez del enésimo caballero cortés alabando a su amada, una de esas chicas ausentes que no abren la boca en todo el poema, aquí es ella la que habla. Es un soneto cortés muy serio y muy irónico. Mira, lee:

Al que ingrato me deja, busco amante;

al que amante me sigue, dejo ingrata;

constante adoro a quien mi amor maltrata;

maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante,

y soy diamante al que de amor me trata;

triunfante quiero ver al que me mata,

y mato al que me quiere ver triunfante.

Si a este pago, padece mi deseo;

Si ruego a aquel, mi pundonor enojo…

Si quieres traducir este, observó Álvaro, hay que tener mucho cuidado con el diamante, es un juego de palabras: di-amante, alguien precioso pero duro, impenetrable para el amor. Cierto, dijo Sophie levantando la vista del libro, ¡no me había dado cuenta!, y fíjate en el final. El poema empieza trágico pero termina de lo más práctico. Después de tantos desencuentros, la dama elige entre causar dolor o padecerlo. Y decide que el sufrimiento y la abnegación no le convienen para nada:

… de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo, por mejor partido, escojo

de quien no quiero, ser violento empleo,

que, de quien no me quiere, vil despojo.

El ideal, claro, continuó Sophie entusiasmada, sería la correspondencia, pero Juana Inés nos advierte que si tiene que haber una víctima, no va a ser ella. ¡Una monja mexicana del siglo diecisiete!, ¡si la leyeran mis amigas! (vamos a traducirlo, rió Hans, y se lo das el domingo a la salida de misa), ¡es que es tan diferente a otros sonetos amorosos por el estilo!, como por ejemplo estos de aquí, ¿no?, los de Garcilaso, maravillosos, delicados, pero siempre con esa espantosa idea de fondo: te amo si te callas, eres perfecta porque apenas te conozco, ni falta que me hace:

Escrito está en mi alma vuestro gesto

y cuanto yo escribir de vos deseo…

Si no he entendido mal, dijo Sophie señalando la página con un largo dedo, la imagen de la amada está tan clara en el alma del poeta, que él ni siquiera necesita estar ni hablar con ella: todo lo que pretende decir sobre ella lo tiene previsto, va escrito de antemano en su interior (¡vamos, por favor, vamos!, protestó Álvaro), por eso después dice, y corrígeme si me equivoco, querido, por eso reconoce que esa imagen que tiene de la amada prefiere contemplarla solo:

… vos sola lo escribisteis; yo lo leo

tan solo que aun de vos me guardo en esto…

Se supone, continuó Sophie, que ella tiene grandísimas virtudes que inspiran el poema. Pero el poeta se guarda de ella al interpretarlas, ¿eso quiere decir que se protege, no?, o que se esconde, para que su amada no interfiera demasiado. O sea, ¡él lo escribe solito, con los ojos cerrados, y se lo dice a sí mismo! (eh, Hans, suplicó Álvaro, ¡detenla, contéstale!, ¡que nos deja sin clásicos! Hans se encogió de hombros suspirando), y más abajo, fíjate, otro verso bellísimo y un poco sospechoso: «mi alma os ha cortado a su medida», ¿y por qué habría que cortar a alguien?

Con la ayuda de Álvaro, un par de diccionarios y una gramática española, trabajaron en poemas de Quevedo, Juana Inés, Garcilaso y San Juan. Primero los comentaban, discutían sus sentidos, y después hacían un primer borrador de traducción. El alemán de Álvaro era casi perfecto, pero no sabía medir versos. Si Hans o Sophie dudaban en algún verso, le pedían que lo tradujera lo más literalmente posible y trataban de adaptarlo a la rima y los pies métricos. A Álvaro le divertía escucharlos intercambiar sílabas y golpecitos, como si tuvieran un metrónomo en la boca. Los veía parecidos, felices y un poco ridículos. Cuando tardaban demasiado, Álvaro se preguntaba por qué era tan importante cómo decirlo, si ya sabían qué querían decir. Extraño pasatiempo, pensaba, y extraña manera de quererse. Pero no les decía nada (ni de los versos ni del amor) y esperaba a que se decidieran.

Hicieron un descanso. Hans le pidió a la señora Zeit que les subiera una jarra de limonada. Mientras charlaban, Sophie habló de las diferencias que encontraba entre su idioma y el de Álvaro. Al revés de lo que creía, dijo ella, la métrica alemana o la inglesa parecen una danza, y la española un paseo militar. En la poesía alemana el bailarín va marcando los pasos hasta que decide dar media vuelta y pasar al verso siguiente, no importa cuántos pasos dé. Hay algo más oral, ¿no?, más de pulmón. Los versos en español son hermosos pero tienen algo rígido, algo obligatorio que no parece salir del habla, además de los acentos tienes que contar las sílabas, es una cosa casi pitagórica. Imagino que eso exige un mayor entrenamiento técnico, quizá por eso la poesía en español puede sonar tan retórica como la francesa, ¡Álvaro, qué difícil tiene que ser sonar coloquial en tu idioma respetando la métrica! Supongo, se encogió de hombros Álvaro, no sé mucho de versos. Aunque debo decirte que la sintaxis castellana me parece mucho más flexible, digamos más acuática que la alemana. El alemán y el inglés me hacen sentir como un tambor, ¡pum-pom!, ¡pum-pom!, ¡primero-segundo!, ¡sujeto-verbo!, nunca puedes salirte demasiado del camino de la oración, quizá por eso los alemanes sois tan contundentes razonando, vuestra lengua os permite improvisar menos en mitad de la frase, necesitáis premeditar la idea para respetar el orden. En cambio el español, ya veis, ¡la sintaxis hispana es igual que la política!, todo va según sale, a tirones. Ulrike me decía que cuando hablábamos en español yo me ponía más ocurrente y menos claro. Ich weiß nicht, puede ser.

Pero es mucho más difícil, intervino Hans, traducir un poema rimado del español al alemán que al revés, ¿no? En español las rimas asonantes son fáciles de conseguir y suenan. En cambio en alemán, por la variedad de vocales y este atasco de consonantes que tenemos, ach!, las asonancias son raras y débiles. A mí lo que me cansa de mi lengua, dijo Álvaro, es lo largos que son los adverbios, ¡larguísimamente largos, coño!, y lo torpe que es uniendo sustantivos. En inglés o alemán dos o tres cosas pueden ser una sola, una cosa nueva, pero en español somos tan esencialistas con las palabras como con la religión, cada cosa es cada cosa, y si quieres otra tienes que usar otra palabra. Pero, contestó Hans, como tú decías antes, la sintaxis castellana, ¿se dice castellana o española? (¡puf!, resopló Álvaro, es un asunto aburridísimo, como quieras, me da lo mismo), bueno, en tu idioma la sintaxis te permite jugar con las palabras como en un rompecabezas, eso en poesía se nota enseguida. En alemán las oraciones se ensamblan como un buque, las piezas son pesadas, enormes. ¡Qué graciosos!, comentó Sophie, ¡Álvaro elogiando el alemán y Hans fascinado con el español! No tiene nada de raro, wandemburguesa, dijo Hans, ¿quién no querría ser un poco más extranjero?

Reanudaron el trabajo cuando la jarra de limonada quedó vacía. Habían dejado para el final el poema favorito de Álvaro. Después de consultarle la traducción de la palabra antaños y el verbo huirse, Sophie le rogó que leyera en voz alta el soneto de Quevedo:

Represéntase la brevedad de lo que se vive

y cuán nada parece lo que se vivió

«¡Ah de la vida!»… ¿Nadie me responde?

¡Aquí de los antaños que he vivido!

La Fortuna mis tiempos ha mordido;

las Horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde

la salud y la edad se hayan huido!

Falta la vida, asiste lo vivido,

y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:

soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el hoy y mañana y ayer, junto

pañales y mortaja, y he quedado

presentes sucesiones de difunto.

No sé qué me impresiona más, tragó saliva Sophie, si la velocidad con que se esfuma el tiempo en el poema, o la desesperanza del poeta con el tiempo que le queda. Un momento, dijo Hans, no sé si habré entendido bien, ¡este poema está partido en dos! (correcto, se burló Álvaro, ¡en cuartetos y tercetos!), muy gracioso. Si te fijas en el título, se supone que el poema va a hablar de la fugacidad del tiempo, de lo rápido que envejecemos, ¿no? Y de eso hablan los cuartetos. Lo raro es que los tercetos dicen casi lo contrario, ahí parece hablar una voz distinta, alguien cansado de vivir, un viejo al que se le está haciendo un poco largo el final, ¿por qué será? No lo había pensado nunca, se sorprendió Álvaro, y eso que me lo sé de memoria. Precisamente, contestó Hans, no lo habías pensado porque te lo sabías de memoria. Se me ocurre una idea, dijo Sophie pensativa, a lo mejor el secreto está en ese extrañísimo «soy un fue», o sea, ¿por qué no «soy un fui»? A lo mejor ese viejo asustado por los años, después de hacer memoria en los cuartetos, logra ver su vida entera y toma tanta distancia de sus recuerdos que los contempla como si fueran de otro, entonces se desprende de sí mismo y se convierte en la segunda voz, la que habla en los tercetos. ¡Bravo!, exclamó Hans. Estáis locos, dijo Álvaro releyendo el soneto disimuladamente. Ahora que lo dices, asintió Hans, se me ocurre otra vuelta de tuerca: después de convertirse en otro que contempla su propia vida, el viejo sigue su camino hacia la muerte y al toparse con ella, o por lo menos al verla, completa el ciclo y encuentra la espalda del niño que fue, su propio origen. Entonces el ayer, el hoy y el mañana se funden en el último terceto. En ese caso, agregó Sophie, te propongo un final optimista: una vez alcanzado el origen, el cierre del círculo puede entenderse como una especie de infinito. De ahí salen las «presentes sucesiones de difunto». ¡Pero presentes!, ¡todavía está vivo!

¡Quevedo, Quevedo!, exclamó Álvaro, ¡resucita, diles algo!

Hans y Sophie se miraban sin pensar ya en Quevedo: sólo veían una sucesión de presentes.

Requerido por sus padres, finalmente Rudi no tuvo otro remedio que salir de Wandernburgo para pasar con ellos las vacaciones en Baden, donde cada verano la familia reservaba un sector del balneario, y después en la mansión campestre de los alrededores de Magdeburgo, donde los Wilderhaus poseían tierras que era preciso vigilar de vez en cuando. Rudi se despidió de Sophie con solemnidad, insistiéndole de nuevo para que lo acompañara. Ella volvió a negarse cortésmente invocando la necesidad que su padre tenía de su compañía, y el celo que el señor Gottlieb estaba poniendo en los detalles del protocolo. Ya sabes, amor mío, le había dicho Rudi antes de darle un último beso con sabor a rapé, que aunque vinieras conmigo yo jamás dudaría en respetarte hasta la ceremonia. Lo sé, lo sé, había parpadeado ella respondiendo a su beso con más fogosidad de la habitual, por eso te adoro tanto, mi vida, pero seamos pacientes, así gozaremos más de la recompensa.

Y así, con cien promesas y una vaga inquietud, Rudi emprendió su último viaje de vacaciones como hombre soltero. El día de su partida le entregó a un lacayo una enfática carta de amor dirigida a Sophie, en la que prometía escribirle a diario y regresar como muy tarde para el comienzo de la temporada de caza. Ella le contestó enseguida con una carta más breve que remitió a la dirección del balneario, para que Rudi pudiera leerla recién llegado a Baden. Pero antes garabateó unas líneas en un billete color violeta.

Amor, travieso amor: cuanto más breve es el tiempo más me parece hundirme en las cosas, como si la profundidad de ¡a huella dependiera de la velocidad del pie. Me siento emocionada, asustada de mis actos y a la vez indiferente ante las consecuencias. ¿Es posible sentir todo eso junto? Sí, siendo más de una. La mujer que acaba de despedirse de Rudi se siente aliviada, y también se apena por él y se arrepiente aunque no quiera. Esa Sophie tiene que hacer funambulismos para que reine la normalidad en casa mientras todo se agita, y para que papá no dude de lo que es muy dudoso. La Sophie que te escribe, en cambio, es como una corriente rapidísima con dos temperaturas. Cuando necesita mentir o fingir, tiene una sangre fría que me asusta y en cierta forma me admira, porque nunca pensé que llegaría a tanto. Pero, en cuanto te ve o piensa en verte, el caudal se le desborda y empieza a bullir con una urgencia desconocida. Entonces da lo mismo todo, cualquier obligación, cualquier dolor mañana, con tal de no sufrir ahora lo peor, que sería alejarnos. En este momento el futuro me parece una montaña inútil y decorativa. Y yo estoy acostada en el valle, a la sombra, hablándote desnuda. E non abbiamo più.

Al menos hasta septiembre, con las vacaciones de todo el mundo, podremos vemos con más facilidad. Será cuestión de mantener las formas fuera de tu habitación, que es nuestro mundo. Estos días tengo ganas de divertirme, lo cual naturalmente incluye arriesgarse un poco. Cumplir con las visitas y conocidos de mi padre empieza a resultarme una tremenda carga. Me agota medir cada palabra, cada opinión. Me exaspera arreglarme y vestirme por deber. Detesto que la biblioteca pública esté cerrada. Y me aburro mortalmente con mis amigas. Si no es de vestidos, hablamos de jóvenes apuestos. Y si no es de jóvenes apuestos, hablamos de vestidos. ¡Peor sería hablar con ellas sobre Dante! ¿Te he dicho lo mucho que te quiero? Bueno, por si acaso.

Te veo mañana. ¡Qué espera tan larga! He encontrado en casa unos poemas de Calderón que podrían servirnos. Por cierto, ¿cuándo vas a mostrarme la famosa cueva de tu organillero?

El beso más políglota y cantarín de tu

S.

… y una tendencia a hundirte en las cosas, dices. Conozco esa sensación: como poner de nuevo el pie sobre la huella de lo que has gozado. Pero también está el viaje de vuelta. Uno se hunde en las cosas, pero después las cosas se hunden en uno. Y estos días, Sophie, lo sé muy bien, vayamos adonde vayamos, se han hundido en nosotros y eso ya no se elige. Yo tampoco sé xxxxxx cuánto tiempo durará todo, pero ahora no me importa. Hoy es así, estamos de acuerdo, y contigo siempre es hoy.

Aun sabiéndolo, niña, ¿me permites decirte hasta mañana?

Todo el amor de

H.

En las ventanas amanecía con urgencia y atardecía con mansedumbre. La luz se estiraba, caliente. Poco a poco, sin que nadie reparase en su ausencia, Wandernburgo fue vaciándose de autoridades. El alcalde Ratztrinker se retiró con su familia a la finca ajardinada que el señor Gelding acababa de traspasarle. Los ediles dejaron desierto el ayuntamiento un viernes a media mañana. Y a lo largo de ese día, en una coincidencia que un cronista de El Formidable calificaría de «difamatoria», seis muchachas menores de edad abandonaron repentinamente sus hogares.

Quienes no descansaban eran los tenientes Gluck y Gluck. Discutían las distintas posibilidades, volvían a recorrer los callejones donde solía actuar el enmascarado, se reunían en el despacho para repasar sus notas. El hijo sostenía que ahora los sospechosos no eran más de tres. El padre, más cauto, opinaba que eran cuatro. ¡Entonces vayamos a interrogarlos!, se impacientaba el teniente Gluck, ¡y acabemos con esto de una vez! Todavía no, hijo, lo contenía su padre, no nos apresuremos. Si interrogamos a los sospechosos, lo más probable es que el culpable huya al día siguiente. Hay que esperar un poco más, no podemos equivocarnos. Necesitamos que haga algún otro movimiento. Y cuando estemos seguros, no interrogaremos a nadie: iremos a arrestarlo directamente con una orden del comisario. ¡Está usted perdiendo reflejos, padre!, se quejó el teniente Gluck. Subteniente, contestó el teniente Gluck, le ordeno que se calme.

Rumores. El rumor del rumor de boca en boca, de ventana en ventana, de nombre en nombre, el rumor que retumba como una melodía cambiante, que fecunda como un mal polen. En una ciudad pequeña las palabras son grandes, viscosas, son de nadie y de todos. En Wandernburgo la buena vecindad exigía saber quién era quién, dónde qué, cuándo cómo. Y para poder saber quiénes eran quiénes, todos aparentaban ser lo que no eran.

Las habladurías habían ido creciendo poco a poco, esquina por esquina, puerta a puerta. Ahora todo el mundo hablaba de lo mismo y callaba al mismo tiempo.

Sophie miraba más allá de la ventana. Llevaba largo rato quieta, hecha un ovillo sobre el edredón de tafetán naranja. Tenía los ojos turbios, los párpados inflados, la punta de la nariz como quemada. Al pie de la cama estaba su álbum con las tapas abiertas, un espejito caído y un lío de hojas manuscritas con una pluma encima. No estaba segura de qué debía hacer, pero sabía muy bien qué deseaba hacer. Tampoco pretendía ninguna eternidad: sólo quería un poco más de tiempo. Tomó aire despacio, se frotó la nariz. Ordenó las hojas, las dobló, las metió en un sobre y después llamó a Elsa.

Cuando Elsa entró en la alcoba, le extendió el sobre cerrado. Querida, dijo, ¿puedes echar esto al buzón? Mañana mismo, señorita, asintió Elsa, en cuanto salga a comprar. No, no, dijo Sophie, ve ahora. Pero ahora, protestó Elsa, tengo que preparar la mesa para el almuerzo. No importa, dijo Sophie levantándose, yo me encargo de la mesa, y tú mientras ve al buzón. Ya sabe, señorita, resopló Elsa, que a su padre no le gusta que usted se ocupe de. Te he dicho, la interrumpió Sophie, que vayas ahora. Y al ver la expresión de Elsa, que no estaba acostumbrada a que le hablase en ese tono, agregó: Por favor. Elsa alzó los hombros, tomó el sobre y salió sin entender qué prisa había en echar al correo otra carta para el señorito Rudi. Cuando la puerta de la alcoba volvió a cerrarse, Sophie fue hasta el tocador. Se maquilló velozmente para disimular la hinchazón de los ojos. Se coloreó una pizca el cutis. Se peinó casi a golpes. Y corrió hasta el despacho de su padre.

… convencida de que, bien pensado, un acontecimiento de esta magnitud merece coincidir con las fiestas navideñas y con otro feliz aniversario, porque en esas venturosas fechas (¿recuerdas, amorcito?) se produjo la petición de mano. Además ten en cuenta que quedan algunos pequeños detalles de organización sin resolver que, al disponer de más tiempo, me gustaría supervisar personalmente. Sé que comprendes estas razones, y te lo agradezco de todo corazón. ¡Será maravilloso!

Tu carta llegó el jueves y la encontré deliciosa, como todas las tuyas. Creo que de vez en cuando deberías entretenerte leyendo versos, porque muy a tu pesar insisto en que tienes maneras de poeta, y así podríamos gozar compartiendo algunos libros que estoy deseando que conozcas. ¿Lo harás, querido mío? Descansa mucho en ese precioso balneario (que, por supuesto, visitaremos juntos el próximo verano), cuida de tus encantadores padres y por favor salúdalos muy cariñosamente de mi parte. No juegues demasiado a las cartas, que te conozco, ¡y estate muy atento con esa tal señorita Hensel, que las tímidas son las peores! Por lo que cuentas de ella, la verdad es que no me cae muy simpática. Pero claro que puedes invitarla a pasar unos días en Magdeburgo, tonto, ya sabes que no necesitas pedirme permiso para esas cosas. Y no es que sea poco celosa, como me dices en tu carta: es que detesto disponer del tiempo libre de los demás, tanto como detesto que dispongan del mío.

Un beso de tu «diurna lunita inaprensible» (¡qué preciosa metáfora, Rudi mío!) y muchas gracias por el collar de gemas, ya no sé cómo agradecerte tanto regalo. Yo también te echo muchísimo de menos. Hasta la próxima carta, tu

S.

¡Qué!, bramó el señor Gottlieb, ¿que has hecho qué?, ¿y sin consultarme?, ¿es una broma de mal gusto?, ¿o te has vuelto loca? No es ninguna locura, padre, musitó Sophie, sólo es un ligero cambio, unas pocas semanas, y además diciembre es mucho mejor fecha que octubre. ¡Pero si estábamos a punto de empezar con los preparativos!, rugió su padre arrojando la pipa sobre el escritorio (la pipa chocó contra la botella de coñac e hizo un ruido a campana). Por eso, padre, por eso, insistió ella, me pareció que era un buen momento para comunicárselo a Rudi, antes de que nos pusiéramos a organizarlo todo. ¿Y no has pensado en qué dirán los Wilderhaus de nosotros, insensata?, dijo el señor Gottlieb enroscándose el bigote, ¿o en qué pensará Rudi? Quédese tranquilo, padre, dijo ella, Rudi estará de acuerdo, se lo prometo, yo ya le había sugerido un pequeño aplazamiento en la última carta. ¡Cómo, cómo!, se escandalizó el señor Gottlieb, ¿y él qué te contestó?, ¡dímelo exactamente o leeré esa carta yo mismo! Me contestó, dijo Sophie, que no le gustaba demasiado la idea, pero que si yo estaba segura y no había más remedio… ¡Válgame Dios!, se desesperó el señor Gottlieb, ¡un día vas a acabar conmigo! No diga eso, padre, balbuceó ella. ¡Pues es lo que te digo!, gritó su padre, ¡ah, bueno, y en cuanto a la verbena de esta noche, ni se te ocurra mencionármela, me oyes!, ¡por supuesto que no irás!, ¿entendido? Como usted diga, padre, asintió Sophie. ¡Y ahora sal de aquí!, concluyó él, ¡déjame solo, vete!

La verbena de Wandernburgo era como cualquier fiesta de provincias: aspiraba a ser fastuosa y parecía desvalida, tiernamente ridícula. Instalados en un pequeño parque frente a la Cuesta del Lamento, los farolillos de papel alegraban la noche de buena luna. Había una orquesta juvenil, columnas postizas de yeso alrededor de la pista de baile, guirnaldas de colores y tablones con bebidas. Hans pidió un cóctel con frutas y, oteando una vez más entre el gentío, se extrañó de no ver a Sophie: aquella era una buena ocasión para escaparse a algún rincón del parque, como habían convenido. Mientras le hablaba a Hans, Álvaro vigilaba de reojo los movimientos de Elsa, que parecía muy seria y seguía conversando con Bertold sin concederle un baile. De pronto, por detrás de Elsa, Álvaro distinguió la figura contraída de Lamberg deambulando por la pista. ¿Has visto?, le dijo a Hans señalándoselo, ¡lleva así como una hora, dando vueltas con una copa en la mano y sin bailar con nadie! Pobre Lamberg, dijo Hans, vamos a saludarlo, a ver si se anima un poco.

Lamberg pareció contento de encontrarlos, pero habló poco y sacudió la cabeza con irritación cuando le propusieron abordar a una chica de rizos rubios que lo miraba insistentemente, acariciándose los pliegues de la falda. Al rato lo perdieron de vista, y Álvaro se acercó a Elsa. Hans aprovechó para sumarse a la conversación y tratar de averiguar algo sobre Sophie. Pero Elsa, que tenía el encargo expreso de avisarle a Hans de su ausencia, no esperó a su pregunta y comentó distraídamente que aquella era una fiesta muy bonita, y que era una pena que la señorita se hubiese encontrado indispuesta.

Perfumada sin permiso de su padre y con un peinado que le dejaba la nuca al descubierto, Lisa Zeit atravesó radiante la pista vigilando la espalda de Hans. Lo que más le gustaba de él era esa cabellera suelta, tan poco apropiada para un caballero de su edad, y la voz grave y un poco seria que ponía cuando le daba clases de gramática. No era muy alto, pero caminaba erguido y eso era lo que importaba. También le gustaba que algunas mañanas no se afeitase. Lisa había logrado que su padre la dejara asistir a la verbena para estar un rato con sus amigas y volver a casa pronto, nunca más tarde de las once. Ella había montado un griterío, se había quejado de que a las once la fiesta estaría empezando, se había encerrado a llorar en su cuarto y finalmente, después de la merienda, había empezado a arreglarse como si nada hubiera pasado. Antes de salir el señor Zeit había insistido en sus recomendaciones y, al ir a besarla en la frente, le había dicho que podía volver a las once y media, ni un minuto más.

Hans sintió una caricia en el hombro y se volvió esperanzado. No le llevó más de un segundo sustituir su rictus de decepción por otro de cordialidad, aunque a Lisa ese gesto no le pasó desapercibido, y además le pareció que su vestido nuevo y sus zapatos altos merecían algo más que cordialidad. Hans observó aquel vestido: reconoció que le acentuaba muy favorablemente las incipientes formas, pero lo encontró demasiado formal y de un conmovedor mal gusto. El propósito del vestuario, el peinado y el perfume de Lisa, pensó él, era evidente: parecer mayor a toda costa. Pero ese afán, que se veía recompensado en la soltura de los brazos y las curvas del talle, en realidad subrayaba la auténtica edad de Lisa, que necesitaba disfrazarse de mujer porque aún no lo era. Buenas noches, señorita, sonrió Hans. Lisa pensó: Esa sonrisa ya está mejor. Buenas noches, caballero, saludó ella, me imaginaba que nos veríamos por aquí, conociendo tus costumbres nocturnas. Lo que me extraña, contestó Hans algo incómodo, es verte a ti por aquí, conociendo las tuyas. Ah, suspiró Lisa, las costumbres cambian, una cambia, el tiempo pasa rápido, ¿no? Rapidísimo, dijo Hans, no te imaginas cuánto. En fin, dijo ella mirando hacia los costados de manera muy ostensible, estaba buscando a unas amigas pero me parece que no han venido, es una lástima, me habían jurado que vendrían, supongo que sus padres no las habrán dejado, son casi un año más jóvenes que yo, ¿sabes?, habrán tenido que quedarse en casa. Dime, intentó distraerla él, ¿y cómo van los deberes?, ¿sale o no sale ese subjuntivo? Hans, contestó Lisa, ahora no estamos en clase, ¿verdad? Perdona, dijo él, no quería decir eso, era sólo por saber cómo estabas. ¿Entonces por qué no me lo preguntas, tonto?, rió ella, dime «¿cómo estás, Lisa?», yo te contesto, y conversamos tan tranquilos.

Hans fue a buscar el cóctel que Lisa le había pedido, indicándole al camarero que sirviera poco alcohol en la copa. Cuando Lisa probó el cóctel y dijo que estaba rico pero fuerte, Hans sonrió y sintió un vago alivio. Lisa hablaba en voz muy alta, movía mucho los hombros y no cabía de dicha. De vez en cuando Hans desviaba la vista, sin poder localizar a Álvaro. Su diálogo entrecortado fue diluyéndose hasta que se quedaron callados. Lisa miró hacia la orquesta como si acabara de reparar en ella, y dijo: ¿No sería de muy buena educación por tu parte pedirme un baile? Sinceramente, carraspeó Hans, sería de mejor educación no hacerlo. Lisa palideció, le pareció que se mareaba y estuvo a punto de dejar caer su copa. Sintió un dolor intenso en el estómago, como si se hubiera puesto a digerir cristales, y para contener las lágrimas apretó con fuerza los labios rosados. Hans contempló el gesto de su boca y la encontró hermosa. De veras que lo siento, murmuró él. Muy bien, dijo ella con un hilo de voz, no te preocupes, además no importa, acabo de ver a un amigo. Que te diviertas mucho, dijo él. No lo dudes, dijo ella dando media vuelta. Lisa, la frenó Hans, ¿pero entiendes? He entendido perfectamente, contestó ella alejándose, eres libre de bailar con quien te dé la gana, adiós, ya nos veremos.

En cuanto se mezcló entre el gentío, Lisa echó a correr fuera del parque sosteniéndose el vestido como una princesa rota.

Al principio, en las primeras sesiones, Hans y Sophie habían dudado si trabajar en las traducciones temprano y hacer el amor más tarde, o si empezar haciendo el amor para pasar, ya más calmados, a los libros. En un primer momento Sophie se mostró partidaria de demorar la zambullida en el catre, no por falta de ganas sino porque disfrutaba de la ansiedad de Hans y porque además había notado que, con la expectación carnal, ambos parecían más sensibles a las insinuaciones, los sobrentendidos y las sugerencias de los poemas. Hans se había apresurado a abogar por el sexo como preámbulo de la lectura, no sólo por la urgencia que lo invadía al verse a solas con Sophie, sino también por el convencimiento de que ese estado flotante y beatífico que les dejaba el placer resultaba óptimo para atender a los detalles de un poema.

Con el paso de las tardes, sin embargo, se habituaron a improvisar el orden de los factores. Nunca lo decidían de forma explícita: simplemente, al saludarse y cruzar las lenguas, palpaban la inclinación del otro y se dejaban llevar por la más apremiante. El hecho de no inscribir otra rutina dentro de la rutina de trabajo los mantenía alerta, acostumbrados pero ligeramente desconocidos. Esta alternancia también era sexual: a veces Sophie se mostraba autoritaria, casi brutal en sus impulsos, hasta asustar y maravillar a Hans; otras veces ella gozaba deslizándose debajo de su cuerpo y dejándose mecer de fuera adentro, de lento a rápido, en una especie de descanso intenso que también la complacía.

Ahora, por ejemplo, yacían reclinados sobre el precario cabecero del catre, hojeando hombro con hombro una novela. Su postura era incómoda, el resplandor hirviente que atravesaba la ventana hacía sombras en el libro y debían torcerse para evitarlas. No les importaba: sus músculos conservaban la flexibilidad del deseo recién saciado. Sophie y Hans releían juntos la Lucinde de Schlegel, una promesa que se habían hecho hacía tiempo. Y de vez en cuando se detenían en comentarios que se extendían más que la novela misma.

¿Sabes?, dijo él, en este momento tengo la sensación de que somos dos en uno. ¿Dos en uno?, preguntó ella girando el cuello y apoyando la cabeza en un hombro de él. Quiero decir, explicó Hans, que no es lo mismo que dos personas sean o crean ser una sola (qué horror, suspiró Sophie, eso sería como reducirse a la mitad), ¡exacto!, y no es lo mismo eso que, digamos, ser dos al mismo tiempo, ¿no?, dos al unísono. Aquí, ahora, tú y yo parecemos coincidir completamente, pero a la vez siento que cada uno de nosotros es quien es con más fuerza, no sé si me explico. Si te digo que me pasa lo mismo, rió Sophie, ¿voy a tener que darte la razón en todo?

Oye, dijo Sophie acariciándole una rodilla, ¿no tienes miedo de que nos hayamos enamorado porque lo teníamos prohibido? No sé, contestó Hans, no pienso en eso, sería complicarlo demasiado, ¿cómo saber qué sentiríamos si pudiésemos vernos normalmente?, ¿y qué demonios sería vernos normalmente?, yo sólo pienso en cuánto me gusta estar juntos. ¿Y qué es lo que más te gusta de estar juntos?, preguntó ella. No sé, dijo él, que podemos dejarnos ser, no fingir nada. Mmm, dudó Sophie, ¿no es demasiado ser?, a mí lo que más me gusta es que podemos ser el otro si queremos: tú una dulce muchacha que me recibe, o yo un hombre resuelto que te obliga a abrazarme. ¡Tú lees demasiado al primer Schlegel!, rió él. Nunca lo suficiente, dijo ella, para olvidar al segundo, querido.

«Al principio nada lo atrajo tanto ni lo impresionó tan poderosamente», leyó Sophie en voz alta, «como la percepción de que Lucinde era de similar o igual carácter y espíritu que él; ahora cada día descubría nuevas diferencias. Pero incluso estas diferencias se basaban en una igualdad más profunda, y cuanto más ricamente se desarrollaba la personalidad de ambos, más polifacética y emocionante se volvía su unión». ¿Ves?, para mí este es uno de los pasajes más importantes de la novela. Y qué lejos de eso estamos todavía, ¿te imaginas a una legión de narradores pensando en sus propios cambios porque las mujeres que aman han cambiado? ¿Y qué me dices de esto?, dijo Hans, mira, aquí, cuando él se compara con los amantes que se sienten ajenos al mundo, separados de todo porque se aman, y dice: «No así nosotros. Todo lo que amábamos antes, lo amamos más. El sentido del mundo se nos ha abierto», para mí esa visión es admirable, el amor no como huida sino como llegada al mundo, como forma de conocerlo. Eso quiere decir que una sociedad nueva empezaría por reinventar el amor. Muy cierto, dijo Sophie, aunque Schlegel también tiene sus contradicciones, acuérdate del capítulo que leímos hace un rato, ¿a ver?, creo que en este, hubo algo, espera, que me chocó bastante, y no me refiero a las tonterías de la mujer como el más puro de los seres y esas cosas, eso ya ni lo menciono, ah, aquí: «Cuanto más elevado es alguien, más semejante se vuelve a una planta, la más moral y hermosa de todas las formas de la naturaleza», eso. Más bien se trataría de todo lo contrario, ¿no?, de cuestionar las raíces, de oponernos a la supuesta naturaleza de las cosas, a veces por ejemplo una mujer necesita desobedecer a la naturaleza para crecer. Además las plantas también evolucionan, se adaptan al terreno, cambian de necesidades, como las personas. Y como las novelas, ¿no?, Lucinde es una especie de novela híbrida, sin naturaleza pura. ¡Prólogo!, aplaudió Hans, ¡queremos un prólogo tuyo para la próxima reedición! Eh, tú, protestó ella, ¡no me adules! Bueno, adúlame, pero sin que me dé cuenta.

¿Sabías que Schlegel quiso escribir una segunda parte de la historia?, comentó Sophie mientras le desordenaba a Hans el pubis con un dedo, parece que planeaba continuarla ya no desde el punto de vista de Julius, sino de ella. Porque es curioso que Lucinde apenas tenga voz en la novela. A veces pienso que si Schlegel hubiera escrito la segunda parte de Lucinde, su historia y la nuestra habrían sido distintas. Pero su esposa Dorothea, dijo Hans pellizcándole el vientre, publicó una novela paralela, ¿no? Cieno, contestó ella, y aunque cuenta la historia de una chica que desea enfrentarse a su familia y ver mundo, el libro acabó llamándose Florentin, como el joven vagabundo que la protagoniza. Dicen que Dorothea también quiso escribir una segunda parte y que iba a llamarse Camilla, un nombre de mujer contado por una mujer. Nunca la terminó. Silencio. Esa es la historia de la literatura.

La cuestión, dijo Hans para tirarle de la lengua, es que Lucinde habla del matrimonio, ¿no? En absoluto, se apresuró a contestar Sophie, habla de la unión amorosa en general. Pero esos personajes que se aman, insistió él, son marido y mujer. Amado mío, se disgustó ella, tu sagacidad se ofusca un poco cuando entra en materia de hombres y mujeres. La novela habla de amor, de otra clase de amor, y si eso pasa dentro de un matrimonio es para darle naturalidad a esa pasión, una especie de ejemplo cotidiano. Algunas lectoras, ¿sabes?, estamos hartas de enamoramientos trágicos y deseos imposibles, por eso pienso que Schlegel acertó dándole a la historia un marco conyugal, diario. Seré curioso, se atrevió Hans, ¿podremos decir lo mismo de tu matrimonio?

Sophie se levantó sin decir una palabra. Se puso en cuclillas sobre el orinal y, por unos instantes, lo único que se oyó en la habitación fue el goteo reflexivo de la orina. Cuando volvió al catre se quedó sentada en el borde, dándole la espalda a Hans. Él temió haberla ofendido más de lo esperado, pero cuando se disponía a pedirle disculpas, ella murmuró: He aplazado la boda. ¿Cómo?, se sobresaltó Hans. Ella repitió las mismas palabras en idéntico tono. Hans se sintió perplejo, eufórico, asustado. ¿Para cuándo?, tanteó. Para diciembre, contestó ella, en navidades. Él supo que debía quedarse callado. Sophie se mantuvo durante un buen rato así, desnuda al borde del catre, atendiendo a su propia respiración. Finalmente volvió a recostarse, acomodó la cabeza sobre el vientre de Hans y, descubriendo por casualidad las telarañas de las vigas, empezó a contarle.

Después de escucharla, Hans pensó que había llegado el momento de una pregunta tan evidente como incómoda que se había cuidado de hacerle. Él no quería ataduras ni tampoco las pedía. Pero lo cierto era que, desde que conocía a Sophie, sentía un insólito arraigo y asistía extrañado a su propia permanencia en Wandernburgo. Y ya que seguía allí, quizá fuera una muestra de cobardía, no de libertad, seguir actuando como si acabase de llegar. Sophie, dijo despacio, ¿cómo pudiste comprometerte con Rudi?, ¿por qué sigues con él?

Sophie sabía que Hans no solía hacer ese tipo de preguntas, y decidió ser relativamente sincera. Mira, dijo, yo no estoy enamorada de Rudi, en eso no voy a engañarte ni engañarme porque sería inútil. Pero nunca me opuse a la boda. Rudi me adora y yo le tengo cada vez más aprecio, que es menos de lo que una soñaba pero bastante más de lo que pueden decir muchas. Y bueno, más allá de las fantasías, un matrimonio así le asegura el futuro a cualquiera, dejará contento a mi padre y solucionará nuestros percances económicos. No es que haya buscado a Rudi, al principio no estaba en absoluto interesada en él. Pero mi padre empezó a invitarlo cada vez más a menudo, y después se incorporó al Salón. Un día me confesó que estaba enamorado y que esa era la única razón por la que venía a casa (en eso, pensó Hans, no puedo culparlo), yo no me lo tomé demasiado en serio, pero él me juró que seguiría viniendo hasta que empezase a quererlo o le prohibiese entrar, cosa que naturalmente no iba a hacer. Y siguió pasando el tiempo, a veces es tan simple como eso, ¿no? Yo no le dije ni que sí ni que no, me dejé halagar, mi padre me suplicaba que considerase su proposición y yo pensaba en las necesidades de la familia y en que de todas formas nunca me había enamorado de nadie. Muchos hombres me atraían, claro, me veía con ellos a escondidas, pero no los admiraba. Ninguno me parecía lo suficientemente sensible o inteligente, supongo que eso era vanidad juvenil. Terminé decidiendo que, para no amar a ningún hombre, prefería casarme con uno rico y cariñoso. Llámalo conformismo, yo lo llamo sentido común. Rudi me ha prometido que, mientras le dé hijos y sea una buena esposa, jamás me impedirá estudiar ni dedicarle tiempo a la música y los viajes (pero, dijo Hans, ¿no podías aspirar a otra clase de matrimonio?), yo no persigo ilusiones, quiero hechos, y las mujeres confundimos demasiadas veces el amor con las expectativas. Por lo menos Rudi es joven, atractivo (¿sí?, ¿de veras?), por supuesto, ¿estás ciego?, y aunque pueda parecerte poco sensible respeta mis gustos, es paciente conmigo y fue tenaz como nadie (cuéntame, ¿y cómo te cortejó el señorito Wilderhaus?, ¿qué hacía?), bueno, ya te imaginas, me hacía un montón de regalos, me llevaba a cenar, esas cosas, pero sobre todo me escribía cartas. Sus cartas eran tan apasionadas que yo de alguna forma lo envidiaba, quería enamorarme como él, enamorarme de su amor. Él me contaba cómo me veía, y a mí me parecía raro porque cuantas más virtudes me encontraba él, menos me reconocía yo en sus descripciones. Te confieso que llegué a utilizar sus cartas para saber cómo comportarme, ¡no pongas esa cara, Hans! Y a mí me daba igual, ya sabía de sobra que cuando un hombre retrata a su amada, autorretrata sus deseos. Y ahora te pido que no hablemos más de esto, por favor, y disfrutemos de la noticia. No me caso hasta diciembre y eso es lo que importa.

Lo que importa, decía Elsa al pie de la calesa, es qué va a pasar después, entiendes, ella tiene un futuro y no le conviene tirarlo por la borda. Pero, dijo Álvaro reteniéndola, ¿no te parece que se entiende muy bien con él? Yo no opino, contestó Elsa haciéndole un gesto al cochero para que esperase, él es tu amigo, ¿tú qué vas a decir? Algún día se irá por donde vino, y para la señorita todo serán problemas. Lo dudo, dijo Álvaro, y además te repito que eso es un problema sólo de ellos dos. Te equivocas, dijo Elsa, no es sólo de ellos dos, hay una familia entera en juego, incluyendo a los que trabajamos en la casa. Qué curioso, sonrió Álvaro, de repente hablas como si te interesara esa familia.

Elsa se inclinó, le dio un beso veloz y dijo: Tengo que irme, llego tarde a la fuente.

Pasos, en marcha, situarse, agarrados, el giro, más rápido, vivo, cruzar, traslación, agarrados de nuevo, cintura, la mano, muy bien, y las piernas más juntas, un-dos, un-dos-tres, va mejor, y los brazos, espera, así no, ya no importa, más vivo, los hombros, ¡qué torpe!, me encanta, talón y paramos, el cruce y cambiamos, no corras, el pie con el mío, te espero, ¿me sigues?, arriba, inclinarse, la vuelta, un momento, ¿qué haces…? Eh, ¿pero adónde vas?

Definitivamente, el vals no estaba hecho para Hans.

Los bailarines de la Sala Apolo vieron cómo abandonaba la pista en mitad del baile, y cómo Sophie salía en su busca sin parar de reír. Antes los habían visto pasar juntos al centro de una cuadrilla, y más de uno había notado que ella, una bailarina impecable y una muchacha bastante seria, se dejaba arrastrar por el susurro de aquel forastero y perdía el ritmo de manera grosera. Hans y Sophie subieron a la carrera las escaleras de mármol, atravesaron la galería y se acomodaron en una mesa libre, frente a una de las arañas de gas con forma de parra. Nunca Sophie se había atrevido a tanto en público, a la vista de todos. Tampoco nunca le había importado tan poco lo que pensaran los demás: el verano entero era una pista de baile y ella iba a aprovecharla hasta que la cerrasen. Y aunque su posición fuera cada vez más vulnerable, la emoción la hacía sentirse invulnerable.

Impulsada por el vals y exaltada por el ponche, Sophie le hablaba a Hans de la última carta de Rudi. Tras algunas resistencias, Rudi había aceptado posponer la boda e incluso parecía convencido de que la nueva fecha era más apropiada para un evento de esa trascendencia. Por lo demás, reconfortado por los esfuerzos literarios que Sophie había derrochado en sus cartas, Rudi se declaraba tan enamorado como siempre y orgulloso de la capacidad organizativa de su prometida, lo cual garantizaba el éxito de la ceremonia. Todo esto no era mentira, aunque tampoco exactamente cierto: Rudi llevaba una temporada mostrándose susceptible, oscilando entre un tono de orgullo ofendido y súplica sentimental. Durante algunos días había interrumpido el envío de regalos por correo, pero al comprobar que Sophie no hacía la menor mención al respecto, se había arrepentido de aquella represalia y había redoblado el contingente de ofrendas. Ella conocía bien el carácter de Rudi e imaginaba sus padecimientos. Por eso, igual que lamentaba no poder revelarle su verdadero estado de ánimo, también lamentaba no poder explicarle a Hans cuánto sufría Rudi: ambos eran un intruso moral a los ojos del otro.

No, Hans, amor, ni soy tan generosa como dices ni me entrego a ti sin más: lo que tú tomas de mí ya me lo diste antes, y cuando vuelve a tus manos es porque entre nosotros todo tiene un poder de ida y vuelta, un efecto de eco. Al pensar en ti, al darme, siento que me dirijo a mi propio encuentro, y eso me hace más fuerte y me da paz. La paz también consiste en poder brindar lo mismo que recibes. ¡Bendito egoísmo este, que se satisface en su generosidad!

Buenas noches, mi bien. Rózate un dedo del pie y dile que ha sido mi mano traviesa. Tu

S.

Sophie, delicia, has dado con una idea maravillosa: lo que tomas de mí ya me lo diste. He pensado todo el día en eso. Y creo que tu idea, que es más bien una vivencia (como todas las auténticas ideas), nos lleva a un estadio más elevado del amor: el del individualismo bien entendido. Los amantes clásicos se prometen ser los mismos para siempre, pero contigo he aprendido a cambiar de planes para bien. No te hablo de dejar libre a quien se ama por olímpico altruismo. Se trata de la certeza de que tu amplitud es mi horizonte.

Después de cada breve separación, después de este tranquilo recobrarnos a nosotros mismos por separado, me siento capaz de emprender una más dulce reconquista de nosotros juntos.

Contigo, amor de

H.

El humo de las mesas aureolaba el sombrero de Álvaro, recorría el ala como un fantasma sobre una cornisa, trepaba por la copa y se perdía titilando entre candiles. El Café Europa se había llenado de golpe, como si los clientes hubieran esperado una señal para asaltar la puerta. Álvaro había revisado unos presupuestos de la empresa, había pedido una taza de chocolate y ahora hojeaba un ejemplar atrasado del Diario de avisos. Hans bebía su sexto café del día y contemplaba distraído los caprichos del humo. Uno acababa de despedirse de Elsa, el otro venía de estar con Sophie. Ninguno de los dos se había referido nunca a esos encuentros simultáneos, no por desconfianza sino por discreción. Lo suyo con Elsa, pensaba Álvaro, fuera lo que fuese, no iba a traer grandes consecuencias. Lo de Sophie era distinto, mucho más delicado. Y no sabía cómo ayudar mejor a Hans: callando como hasta ahora o hablando de una vez.

¿Has visto?, decidió disimular Álvaro abriendo otro periódico, ¿has visto The Manchester Guardian? Y extendió una doble página que rebasó los bordes de la mesa. Hans se asomó a los titulares: en Fráncfort acababan de celebrar el aniversario del nombramiento de Metternich como canciller. Habían asistido Francisco de Austria, Federico Guillermo de Prusia, Nicolás de Rusia, Jorge del Reino Unido y Carlos de Francia. Hans se encogió de hombros. ¿Has visto los discursos?, insistió Álvaro, escucha, escucha: «Su Majestad Imperial destacó», están hablando de Francisco, «el incremento continuo de sus méritos», de Metternich, «gracias al ininterrumpido celo», ¡realmente ininterrumpido, sí!, «la habilidad política y el coraje con que se ha consagrado a la preservación del orden general», ¡literal del discurso, eh!, «y al triunfo de la ley sobre los desórdenes de quienes intentan perturbar la paz dentro y fuera de nuestros estados», en fin, espera, bla, bla, aquí, «Su Majestad Friedrich Wilhelm III de Prusia ensalzó la trayectoria del homenajeado, elogió la labor de la Dieta, y advirtió de la necesidad de ampliar el margen de maniobra de los estados alemanes», ¡qué caradura!, después va el otro y, fíjate, «Siempre dentro de un clima de concordia y cooperación», ¡conmovedor!, «Su Majestad George IV subrayó la importancia de la Cuádruple Alianza, que refuerza los acuerdos económicos y comerciales entre estados por encima de su signo religioso», ¡ay, qué ingleses, los ingleses!, pero escucha, escucha lo que… Perdona, lo interrumpió Hans, ¿puedo? Álvaro le cedió el periódico y levantó los brazos en señal de inocencia. Hans leyó en silencio:

«Finalmente intervino el conde y príncipe de Metternich-Winnenburg, que concluyó expresando entre los aplausos del Parlamento: “La palabra libertad no posee valor alguno como punto de partida, sino como meta por la que se lucha. Es la palabra orden la que designa el punto de partida. Los admiradores de la prensa actual pretenden honrarla con el título de representante de la opinión pública, aunque lo escrito en ella sólo exprese la impresión personal de sus redactores. ¿Acaso esos mismos demagogos le reconocen dicha función, la de representar a la opinión pública, a las declaraciones consensuadas de nuestros gobiernos? La opinión pública es poderosa en todo sentido. Al igual que la religión, penetra allí donde no alcanzan las medidas administrativas. Despreciar el impacto de la prensa sería tan peligroso como despreciar la importancia de los principios morales. La posteridad jamás comprendería que respondiéramos con silencio al clamor de nuestros oponentes. La caída de los imperios depende de la propagación del descreimiento. Por eso la fe religiosa no sólo sigue siendo la primera de las virtudes, sino también el mayor de los poderes. Y por eso la religión no podrá declinar en nuestras naciones sin causar al mismo tiempo un declive de sus fuerzas”».

Hans suspiró.

Oye, volvió a disimular Álvaro, ¿qué tal el organillero? Ayer cené con él, dijo Hans, está igual que siempre, canta solo y duerme como un niño. A veces tose un poco. He logrado comprarle una camisa nueva y lo he amenazado con bañarlo. ¿Y él qué opina?, preguntó Álvaro. Dice que la higiene está sobrevalorada, contestó Hans, que depende de la culpa y que él se siente completamente en paz. Hans rió con su amigo, pero enseguida se quedó callado. Álvaro le preguntó cómo iban las traducciones y Hans dijo que bien, mencionó a tres o cuatro poetas y volvió a callarse. Entonces Álvaro tuvo la sensación de que Hans quizás estaba esperando otra pregunta, y se decidió a sacar el tema. Mientras entreabría los labios, en un rincón del fondo se oyó un choque de bolas y unos aullidos de celebración.

Oye, se lanzó por fin Álvaro mirándolo a los ojos, ¿tú sabes en qué lío te metes? Hans resopló con más alivio que incomodidad. Esbozó una sonrisa lenta. Después bajó la vista, se distrajo en los restos de la taza, se encogió de hombros y dijo: Ya no puedo controlarlo. Ni quiero controlarlo. Álvaro asintió. Tras una pausa prudente, insistió: ¿Y ella? Ella, contestó Hans, es más valiente que cualquiera de nosotros. ¿Y la boda?, dijo Álvaro. Supongo que tendrá que celebrarse, murmuró Hans, Sophie no necesita que la salve, sólo que la quiera. ¿Pero tú la quieres en serio?, preguntó Álvaro. Tan en serio, contestó Hans, que sé muy bien que no debo entrometerme en esa boda. ¿Y después?, dijo Álvaro. Después, contestó Hans, no sé. O nos seguimos viendo… ¿O?, lo empujó Álvaro. O me voy a Dessau, terminó Hans, que el señor Lyotard me espera.

El sombrero de Álvaro humeaba, parecía arder. Una mosca que no vieron se posó sobre el ala. Le gustó. Se quedó ahí.

Explícame una cosa, dijo Álvaro, si tan enamorado estás de Sophie, ¿cómo puedes soportar que esté con otro hombre al mismo tiempo? Al mismo tiempo no, sonrió Hans, cuando está conmigo no está con nadie más. Bueno, dijo Álvaro, pero no eres el único, y cuando uno quiere de verdad a. Es que, lo interrumpió Hans, no somos únicos. En realidad todo el mundo está, o piensa en estar, con otros. ¡Vamos, vamos!, dijo Álvaro, ¡no me vengas con eso!, ¡es una pose!, ¿vas a decirme que no te da celos pensar en los momentos que ella pasa con Rudi? (La mosca recorría el sombrero, frotaba las patitas contra la tela brillante.) No digo que nunca sienta celos, contestó Hans, lo que digo es que no dependen de lo que ella haga. Uno puede morirse de celos por razones imaginarias. Pero, insistió Álvaro, ¿no te da miedo perderla?, ¿que pueda preferir a otro, Rudi o el que sea? ¡Claro que me da miedo perderla!, dijo Hans, lo que dudo es que eso pueda evitarse siendo el único hombre con el que ella se acuesta, ¿entiendes? Hasta te diría que es más fácil perder a una mujer si le impides que conozca a otros hombres. Y qué pasa, objetó Álvaro, si ella conoce a otro y le gusta demasiado. Puede ser un riesgo, admitió Hans, pero más peligrosa es la curiosidad insatisfecha. Podemos llegar a obsesionarnos con alguien sin tocarlo, o precisamente porque no lo hemos tocado. Por eso desconfío de las mujeres fieles, ¡no te rías!, son capaces de idealizar tanto a otro que no hay manera de evitar que se enamoren de él. ¿Acaso las parejas fieles no fracasan? ¡Y cuántos matrimonios se mantendrán en pie gracias a los amantes! Todavía no sé, dudó Álvaro, si me tomas el pelo o piensas eso de verdad. Querido, dijo Hans, ¡te has vuelto conservador! Eso lo dices, negó Álvaro, porque eres joven. Cuando uno es joven le gusta jugar a la incertidumbre. Pero al hacerte mayor vas perdiendo casi todas las certezas, y te aferras como un perro a lo poco que conoces: tu amor, tu familia, tu territorio. Soy mucho menos joven de lo que crees, replicó Hans, y aparte de Sophie ya he perdido las certezas. ¿Y ella qué?, dijo Álvaro, ¿está de acuerdo con tus teorías? Huy, rió Hans, ¡no sabes cuánto! Además… ¿Además?, se interesó Álvaro inclinándose hacia delante. (Las alitas de la mosca temblaron, amagaron con despegar.) Además, susurró Hans, así me da más gusto, ¡lo que aprenda por ahí, que me lo enseñe! ¡Vamos, hombre, por favor!, exclamó Álvaro alejándose, ¡eso ya es ser cínico! No, no, se ofendió Hans, es imposible ser cínico estando enamorado. Y yo estoy más enamorado de Sophie que de nadie jamás. Lo que pasa es que, cómo te lo explico, para mí no hay nada más hermoso que sentirme elegido, ¿entiendes? En fin. Ahora puedes denunciarme al padre Pigherzog o invitarme a otro café, que todavía no has pagado ninguno. Café no, dijo Álvaro, whisky. ¡Camarero!, ¡por favor, dos whiskies! ¡Los dos para el señor!

Entonces vieron a la mosca.

¿Qué nos toca traducir hoy?, preguntó ella volviendo a ponerse las medias blancas. Italianos, dijo él, y portugueses. Pero antes mira esto.

Hans buscó en el arcón y le extendió a Sophie un ejemplar de Atlas. En las páginas centrales aparecía una muestra de joven poesía francesa traducida por ellos dos. Y, debajo del encabezado, una nota introductoria firmada con el nombre de Sophie. ¿Y esto?, se asombró ella, ¿cuándo escribí yo esto? No lo escribiste, contestó él, lo dijiste. Ese día tomé nota de tus opiniones, las redacté y después las mandé con los poemas. Y mira tú por dónde, a los de la revista les pareció brillante. C’est la vie, mademoiselle Bodenlieb.

Con Camões, dijo Hans, no podemos hacer nada, porque ya está editado y bien traducido. ¿Conoces a Bocage?, ¿no?, no tiene nada que envidiarle a los más grandes. He anotado algunas dudas, hay versos que no entiendo bien, ¿qué significa exactamente pejo?, ¿y capir?, tenemos esto (Hans le entregó a Sophie un ejemplar pequeño y grueso: A Pocket Dictionary of Italian, Spanish, Portuguese and German Languages, impreso en Londres en 1799), échale un vistazo a los poemas.

¡Oye, Marilia, flautas de pastores,

qué bien suenan y cuánto es su deleite!

¡Cómo sonríe el Tajo! ¿Y también sientes

a los vientos brincando entre las flores?

¡Mira cómo, frotándose de amores,

incitan nuestros besos más ardientes!

¡Y allí, de planta en planta, inocentes

las vagas mariposas de colores!

En ese arbusto el ruiseñor espera

y entre las hojas una abeja para

o de pronto, zumbando, el aire altera:

¡qué alegre campo, qué mañana clara!

Mas, ah, si viendo esto no te viera

más pena que la muerte me causara.

Sí, dijo Sophie, me parece mejor vientos que céfiros. ¿Y lo de las mariposas?, preguntó Hans, ¿no quedaría mejor si en vez de «las vagas mariposas» pusiéramos «ociosas mariposas»? No, no, contestó Sophie, mejor vagas, porque así se nota que no tienen preocupaciones, pero también parece que las vemos borrosas yendo de flor en flor.

Sophie trabajaba en silencio con la cabeza agachada. Revisaba las versiones, las pasaba a limpio y consultaba el diccionario. Hans se distrajo observándola: tenía los largos dedos de la mano derecha manchados de tinta y así, tan seria y concentrada, la encontró terriblemente bella. Él trató de volver al borrador del soneto que acababa de traducir, pero algo le zumbaba en los oídos como la abeja de Bocage. Cuéntame, dijo entonces, ¿qué tal Rudi? Sophie levantó la cabeza, sorprendida de que Hans lo mencionase, cosa que no hacía a menudo y que ella le agradecía. Bueno, contestó Sophie, bastante bien, parece que más calmado. El lunes recibí una pulsera de azabache y un peine de nácar, así que supongo que todo está en orden.

Importuna razón, no me persigas;

en vano tu voz áspera murmura;

si en ley de amor, si a fuerza de ternura

no domas, no contrastas, no mitigas;

si atacas al mortal y no lo abrigas,

si (conociendo el mal) no le das cura,

déjame demorarme en mi locura,

importuna razón, no me persigas;

es tu intento, tu fin llenar de celo

esta alma, la víctima de aquella

a quien, cambiante, en brazos de otros veo:

tú quieres que me aparte de mi bella,

la acuse, la desdeñe; y mi deseo

es morder, delirar, morir por ella.

Este, sonrió Sophie, te ha quedado perfecto.

Se bebieron la jarra de limonada que les había subido Lisa y pasaron a los italianos. Para mí, dijo Hans, el mejor de los nuevos es Leopardi, aunque todavía es muy joven. También le ofrecí a la revista unos artículos de Mazzini, pero al director le parecieron demasiado escandalosos y me contestó que no era un buen momento para publicarlos, en fin, a lo que íbamos. En la Gazzeta della Nuova Lira he encontrado estos poemas de Leopardi. Dime cuáles prefieres.

Sophie los leyó y eligió Canto de las fábulas antiguas y El sábado de la aldea, que le recordaba los fines de semana en Wandernburgo cuando era niña. Hans propuso Canto a Italia porque, según dijo, le encantaban los poemas que hablaban con decepción de la patria, fuera la que fuese.

Veo, oh patria, los muros y los arcos

y las columnas y los simulacros,

las torres yermas de nuestros abuelos;

sin embargo la gloria no la veo,

tampoco veo el hierro

ni el laurel que cubría

a los antiguos padres. Hoy, vencida,

con la frente desnuda y con el pecho

desnudo, tú nos miras.

Hay como dos nostalgias en Leopardi, opinó Hans, yo me quedo con la íntima. De acuerdo, asintió ella, su nostalgia histórica suena impostada, y la otra es mucho más carnal, como venida de la experiencia. Por ejemplo aquí:

La muchachita vuelve de los campos,

cuando el sol atardece,

con su atado de hierbas; en la mano

lleva un ramo de rosas y violetas

con las que, como suele,

se adornará mañana, día de fiesta,

el pecho y los cabellos.

Se sienta en la escalera

la viejecita a hilar con las vecinas,

vuelta hacia donde ya se pierde el día,

contando historias de sus buenos tiempos…

¿No es conmovedor?, dijo Sophie, ¿cómo por un momento coinciden en la calle la joven de las flores y la anciana que hila? Seguro que la chica está enamorada, porque vuelve del campo con un ramo que piensa usar en la fiesta de mañana. La viejecita en cambio no tiene mañana, lo que ve es el atardecer, y espera la llegada de la noche recordando, hilando. Me la imagino viendo pasar a la chica, sonriendo y volviéndose para decirle a una vecina: yo, en mis tiempos… En fin, ¿seguimos corrigiendo la estrofa? No, no, contestó Hans, así está bien.

… Muchacho juguetón, tu edad florida

es como un día lleno de delicia,

día sereno, claro,

que precede a la fiesta de tu villa.

Muchacho, goza de este dulce estado,

de la estación alegre.

No quiero decir más; pero si acaso

tarda en venir la fiesta, no te pese.

¡Cómo prefiero este tono!, se entusiasmó Hans, ¡cuánto más verdadero! Para los grandes temas lo mejor es fingir que se habla de cosas muy pequeñas.

Sophie se peinaba despacio, como quien resume el día, frente al reverso de la acuarela. Piernas y brazos en cruz, todavía agitado, Hans la contemplaba desde el catre tal como él había dicho que no debían mirarse los grandes temas: solemnemente. No sabía por qué esa manera precisa y ensimismada que tenía Sophie de arreglarse lo conmovía tanto, como si esos primorosos movimientos de repliegue contuvieran una despedida en miniatura.

Oye, susurró Hans, ¿sabes que eres mi suerte? Ella detuvo el peine, se volvió y dijo: Sé a lo que te refieres, amor, a mí me pasa igual, me levanto cada mañana, pienso que voy a verte y siento como un impulso de dar gracias. Pero después me despejo y me digo que no, que no ha sido la suerte, que más bien ha sido un atrevimiento, nuestro atrevimiento. Tú podrías haberte ido y te quedaste. Yo podría haberte ignorado e hice todo lo contrario. Todo esto es voluntario, mágicamente voluntario (hablas igual que el viejo, dijo Hans), ¿qué viejo? (el organillero, ¿quién va a ser?), ah, por cieno, a ver cuándo… (sí, sí, pronto), de hecho, ¿sabes?, a veces pienso que ni siquiera hemos tenido suerte. Quiero decir, podríamos habernos conocido en otro lugar, o más tarde. A veces me imagino cómo sería vivir en otro tiempo, a lo mejor entonces todo sería más fácil para nosotros.

Hans dijo: Sophie, mi vida, vendrán otros tiempos. Y no serán tan distintos. ¿Es una profecía?, preguntó ella riéndose.

Esa misma mañana, antes de que Sophie viniera a traducir a Bocage y Leopardi, Hans había madrugado para despedir a Álvaro, que viajaba a Londres para reunirse con sus socios y visitar a sus parientes. Se encontraron en el Café Europa. Álvaro felicitó a Hans por haberse retrasado solamente diez minutos. Después del desayuno (chocolate y anís para uno, café y café para el otro) dieron un paseo hasta la posta, donde el criado de Álvaro los esperaba con el equipaje listo al pie de la berlina. Al pasar junto a las torres torcidas de San Nicolás, Álvaro se santiguó al revés y murmuró: Te suplico, Señor, que a mi vuelta se caigan.

Ya frente a la berlina, los dos amigos se miraron como si acabasen de darse cuenta de que uno de ellos se marchaba. Alarmado, Hans tuvo la sensación de que estaban intercambiándose los papeles. Álvaro sonreía incómodo, tratando de calmarse y tratando de entender por qué no se calmaba. No supieron qué decir, cómo abrazarse. Voy a echarte de menos, le gritó Hans finalmente a la cabeza que asomaba por un costado. ¡Son só-lo do-os sema-a-nas!, contestó la cabeza de Álvaro entre traqueteos.

Tal como había augurado la señora Zeit hacía meses, la posada rozaba temporalmente un inconcebible lleno. Dos muchachas rubias y deslizantes ayudaban con el servicio y la limpieza. La mayoría de los huéspedes eran parientes lejanos, o amigos de parientes lejanos, de los wandernburgueses que se habían quedado a pasar el verano en la ciudad. A veces Hans se cruzaba con ellos en las escaleras y, por falta de costumbre, tardaba en reponerse del sobresalto y devolverles el saludo. Aquella mañana los Zeit esperaban la visita de sus propios familiares, que venían a pasar unos días y no tendrían más remedio que repartirse entre la vivienda de los dueños y la habitación número tres, la única libre. La misma en la que Lisa solía esconderse para hacer los deberes.

Los primos, sobrinos, tíos y demás progenie desfilaban alborotados y confundidos por el pasillo de la posada. Unos eran rollizos y lerdos como el señor Zeit, otros eran espigados y tensos igual que Lisa. Apostada en la puerta, la señora Zeit los iba recibiendo uno por uno, los besaba rápido y les propinaba un discreto empujón hacia el interior. En cuanto reconoció al primo Lottar, en cambio, se limpió las manos en el delantal y se adelantó para ir a su encuentro.

Lisa vio cómo Lottar entraba, soltaba el equipaje y se le acercaba con los brazos extendidos. Sabiendo que su madre la vigilaba, soltó un gritito y corrió a abrazarlo. Pero mientras le daba la bienvenida a su primo segundo, que dejaba caer los párpados y le apretaba el talle, ella desviaba la vista hacia la puerta, hacia la luz que rebosaba por los bordes del marco.

Desde el extremo opuesto de la posada, se oyó de pronto la voz nasal de uno de los parientes de los Zeit: ¡Querida, ven!, ¡por favor, ven!, ¡tu hijito no deja de, en fin, de…!, ¡el pequeño Thomas está…!, ¡está, suelta unos…!, ¿querida, me oyes?

Chocando su barriga con la barriga de su hermano, el señor Zeit proclamaba: ¡Ya es agosto, eh!, ¡parece mentira!

En un rincón de la cocina, la señora Zeit le hablaba en voz muy baja a su hija: ¿Queda claro o no?, comportándote así nunca vas a gustarle al primo Lottar (yo no quiero gustarle a Lottar, dijo Lisa), pues tendrá que gustarte. Es hijo de médico. Es honrado. No es mal hombre. Bastante hay con que se haya fijado en ti. Así que ni una palabra y sé más amable con él, ¿entendido? Contesta. ¡Lisa, contesta!

Lisa abandonó la cocina dando zancadas y su madre salió tras ella. En ese momento Hans, que acababa de entrar en la posada y miraba a su alrededor sorprendido por el trajín, estuvo a punto de tropezar con Lisa. Ella demoró su carrera para ordenarse el cabello y sonreírle. Entonces se volvió y le gritó a su madre: ¡Si alguna vez usted hubiera estado enamorada, no me hablaría así! La señora Zeit se detuvo, perpleja. ¿Cómo?, balbuceó, ¿qué?, ¿pero qué dices? Lisa se perdió pasillo abajo. A falta de otro interlocutor, la posadera miró a Hans y exclamó: ¡Santo Dios! ¡Será posible! ¿Usted la entiende?

Lisa pasó el resto de la mañana encerrada en su cuarto y se negó a almorzar. La señora Zeit le explicó al primo Lottar que su hija se encontraba indispuesta. El primo Lottar asintió con una sonrisa equívoca y dijo que le parecía perfectamente natural, porque Lisa había crecido mucho desde el verano pasado y ya no era ninguna niña.

Unos minutos antes de las cinco de la tarde, Lisa abandonó voluntariamente su encierro y se presentó en la cocina con una expresión de indiferencia que enfureció más a su madre. Sin decir una palabra ayudó a preparar la limonada, y a su debido tiempo se adelantó para subirla ella misma a la habitación número siete.

Antes de llamar a la puerta, Lisa se quedó escuchando. La voz de Hans, su voz grave y un poco seria, decía palabras bonitas:

… tú quieres que me aparte de mi bella,

la acuse, la desdeñe; y mi deseo

es morder, delirar, morir por ella.

Lisa golpeó dos veces y, como solía, no esperó a que le dieran permiso. Por eso alcanzó a oír la respuesta de esa engreída estúpida que venía casi todas las tardes: «Este te ha quedado perfecto». No era gran cosa para decirle a un hombre como Hans.

Avanzó con deliberada lentitud con la jarra entre las manos; el sol de la ventana deshacía la pulpa del limón y disparaba los reflejos. Vuelto hacia ella, sonriéndole, el adorable Hans apretaba un papel lleno de anotaciones. Posando frente a él, muy tiesa, mal peinada, sosteniendo la pluma como una idiota, estaba la engreída. Lisa siguió avanzando. La habitación estaba hecha un desastre. Había libros abiertos por todas partes, el aguamanil estaba sucio y, para colmo, la engreída había tenido la torpeza de dejar caer al suelo ese precioso chal color melocotón que no se merecía. Incluso el catre, pobre Hans, estaba sin hacer: si las chicas de la limpieza no tenían más cuidado, se lo contaría a su madre. Lisa echó un vistazo a la ropa de cama y se quedó un instante absorta, contemplando el desorden de las sábanas, hasta que Hans carraspeó. Entonces reanudó sus movimientos como si nunca se hubiera detenido. Se acercó a ellos, se inclinó para llenar los vasos, dejó la jarra de limonada sobre el escritorio y se marchó cerrando con brusquedad.

Ya es de noche. Los ruidos, las voces, la inquietud de muebles han cesado hace horas. En el aire flota el grillo que nace del silencio. Por toda la posada se extiende una oscuridad suave, apenas interrumpida por los candiles de la planta baja. La sala se ha quedado desierta, el caldero no humea. Nada tiembla tampoco en el primer piso. Ninguna luz desvela los escalones. Pero en la segunda planta, en algún punto del pasillo, una llamita de aceite se mueve despacio. Lisa va descalza, camina como si el suelo pinchara, con la punta de los dedos, haciendo equilibrios para evitar que se derrame una sola gota del plato: sabe que eso podría delatarla a la mañana siguiente. Los pies fríos de Lisa llegan al fondo del pasillo y se paran frente a la puerta de la habitación número siete. Es ahora cuando el pulso de la mano se vuelve inseguro y ella teme volcar el plato o cometer cualquier error. El pecho puntiagudo se le inflama bajo el camisón, retiene un momento el aire, se le queda vacío. Ella se oye respirar. Se cuenta los latidos. Uno. Dos. Tres. Ahora o nunca.

Al girar el picaporte poco a poco y separar la hoja de la puerta, la mano de Lisa se ilumina con el fulgor del quinqué, los nudillos se le encienden, sus dedos parecen chorrear luz. Hans no se ha dado cuenta todavía, porque más que leer ya está olvidando, recitando entre sueños el libro que leía unos minutos antes. La llama del quinqué oscila sobre una silla, junto al catre. Hans está recostado y sólo viste un calzón corto blanco. Sobre sus pectorales descansa el libro abierto. Lisa observa las piernas largas de Hans, sus pies grandes separados. Se acerca al catre. Se agacha flexionando las rodillas y posa el disco de aceite en el suelo. Cuando se incorpora de nuevo, el corazón de Lisa da una voltereta: ahora los ojos de Hans brillan despiertos y la miran con una fijeza que la asusta.

Incorporado a medias, Hans observa a Lisa no menos espantado. Mira los hombros altos, picudos. Mira la mancha de la silueta al trasluz del camisón. Mira las mechas del vello en los muslos, esos muslos esbeltos que ahora se apoyan tímidamente en el catre. ¿Él dormita todavía? No, no duerme en absoluto y lo sabe muy bien. El tirante izquierdo de Lisa empieza a ceder, cede. Hans trata de pensar en el número trece. ¿Es un número alto o bajo? Sus hombros sí son altos, las clavículas también. Le cuesta bastante pensar. Lisa sigue desvistiéndose como una sonámbula, como si estuviera sola. ¿Es un número alto o bajo? Depende para qué, depende cuándo. La piel y el cabello de Lisa huelen a aceite tibio. Hans está quieto, quieto. No está haciendo nada, no es su culpa. Ve asomar un pezón que es un sol nuevo. Pero no puede evitar pensar que, a partir de cierto punto, la quietud es tan activa como cualquier movimiento. ¿Son muchos o pocos, trece? Las yemas de los dedos de Lisa son ásperas y a la vez delicadas. Esos dedos le interrogan los pectorales. La vida es miserable, miserable. Ahogado de fiebre, de dolores opuestos, Hans levanta apenas un brazo y detiene la muñeca de Lisa. Al principio esa muñeca se rebela. Después pierde firmeza. Lisa retira la mano, vuelve a ponerse el camisón. No quiere mirar a Hans y tampoco se deja atrapar el mentón, que va de un lado a otro, oscilando como la mecha de la lamparilla. Finalmente el mentón de Lisa se rinde, él lo aprieta con ambas manos, ella accede a mirarlo y le muestra las mejillas con lágrimas. No se dicen nada. Antes de separarse del catre, Lisa tiene el impulso de besarlo en los labios y él no la rechaza. El aliento de Lisa huele a caramelo.

Cuando la puerta se cierra Hans se queda clavado boca arriba, palpitando. La frente suda frío, la piel le arde. Trata de pensar un poco. Trata de convencerse de que ha hecho bien, trata de felicitarse. Pero sospecha seriamente que si Lisa hubiera insistido una sola vez más, si hubiera prolongado ese beso, él habría seguido e incluso colaborado. La vida es miserable, miserable. Se levanta de un salto, pisa el libro caído en el suelo, corre al aguamanil, se moja la cabeza varias veces, no siente el agua fresca.

En cuanto regresó de su viaje, lo primero que hizo Álvaro fue pasar por la calle del Caldero Viejo. Subió las escaleras sin dirigirse al señor Zeit, que lo miró con cara de siesta desde el mostrador. Al ver que nadie contestaba en la número siete, Álvaro tuvo un mal presentimiento. Cuando Lisa lo informó de que Hans acababa de salir, suspiró de alivio. Se encaminó a la plaza del Mercado y, viendo que el organillero se había marchado, fue en tílburi hasta la cueva. Allí encontró a los tres, a Hans, al viejo y Franz, cantando una canción napolitana al son del organillo: el viejo la entonaba con vocecilla ronca, Hans intentaba seguirlo sin saber la letra y, mientras, el perro ladraba y gruñía con un sentido del ritmo inverosímil.

De camino al Café Europa, Álvaro le confesó en tono casual, ese que ponen algunos hombres cuando se emocionan delante de otro hombre: ¿Sabes?, pensé que te habías ido. ¿Y eso?, preguntó Hans. Es difícil de explicar, contestó Álvaro, cada vez que me reencuentro con mi familia y paso una temporada hablando en mi idioma, empieza a parecerme que Wandernburgo no existe o ha desaparecido del mapa, ¿entiendes?, como si cada día estuviera más lejos, y entonces pienso que mis amigos ya no están ahí, o incluso que han sido cosa de mi imaginación. Álvaro, Alvarito, se burló Hans, no sé si eres un fantasioso o un sentimental. ¿Cuál sería la diferencia?, sonrió Álvaro.

Entre los reflejos cruzados del Camino de los Cristales, Hans se detuvo en seco. Un momento, dijo, pero, ¿pero el café no estaba ahí, enfrente de? Bah, se encogió de hombros Álvaro, siempre pasa lo mismo. Tú no hagas caso y sigue caminando, que ya aparecerá.

Jugaron al billar, hablaron de Londres y repasaron la prensa extranjera. En la tercera de La Gaceta, Álvaro leyó una crónica sobre la sublevación en Cataluña. Se habían visto banderas con el rey Fernando colgado de los pies, la revuelta avanzaba por Manresa, Vich, Cervera. Los campesinos se sumaban a la revuelta apoyados por militares disidentes. Buenas noticias, ¿no?, comentó Hans. Más o menos, dudó Álvaro, esto me huele a carlismo, ojalá no se trate de derrocar a un traidor para coronar a un retrógrado. ¿Y qué es el carlismo exactamente?, preguntó Hans. Uf, resopló Álvaro, eso mismo quisiéramos saber los españoles. En fin, si tienes tiempo haré lo que pueda. Aunque ni los carlistas podrían explicártelo.

Hans escuchaba asombrado el relato sobre la política española de los últimos años. Y, tal como le había advertido su amigo, no era fácil de entender. O sea, resumió Álvaro, primero Fernando el cabrón conspira contra el traidor de su padre, después lo juzgan y lo absuelven, y más tarde su padre abdica en él, ¿hasta aquí bien? Napoleón los secuestra a los dos y soborna a Fernando, Fernando le devuelve la corona a su padre y su padre se la vende al hermano de Napoleón. ¡Somos lo más grande! Fernando queda preso, o mejor dicho queda dándose banquetes en un castillo, hasta que termina la guerra de independencia. El cabrón de Fernando se disfraza de mártir y el pueblo, como siempre, lo recibe como al Mesías. Bonaparte reconoce a Fernando como rey cabrón de España, se suprime la constitución republicana y empieza la restauración, ¿no? El rey cabrón concede una amnistía, volvemos unos cuantos y él acepta a regañadientes la constitución de Cádiz, que como te imaginarás no duró mucho (entendido, asintió Hans, o más o menos, ¿y después tú qué hiciste?), por un tiempo creí que iba a quedarme en España, pero las cosas no pintaban bien y Ulrike tampoco estaba segura, nuestra vida ya estaba en otro lugar y, bueno, además pensábamos en tener esos niños alemanes que nunca tuvimos. Espera, que me tomo otra. Dios mío, ¡si existieras! Nos volvemos a ir, el liberalismo se acaba pronto, y en el 21 hay una sublevación en Barcelona. Yo intento viajar para apoyarla, pero cuando mi diligencia se acerca a los Pirineos nos enteramos de que la sublevación está siendo sofocada y entonces, lo confieso, doy media vuelta y vuelvo a Wandernburgo. ¿Sabes?, de lo que más me arrepiento en la vida, además de no haber tenido un hijo con Ulrike, es de no haber seguido viaje ese día (no digas tonterías, dijo Hans, ¿tú qué ibas a hacer?), ¡yo qué sé!, donar dinero, pegar tiros, ¡algo! (aunque sé que lo hiciste, me cuesta imaginarte disparando), no te extrañes tanto, en algunas circunstancias la violencia es la única manera de hacer justicia (lo dudo, objetó Hans cruzándose de brazos), que uno lo dude, mi querido amigo, o que tenga miedo, no significa que no sea cierto.

Sí, otra, gracias, ¿por dónde íbamos?, continuó Álvaro, ah, el 23. Y se veía venir, Metternich y Federico Guillermo ya lo habían probado en Italia. Llegaron los cien mil hijos de puta de San Luis, le echaron una mano a Fernandito, ¡con las armas, lo ves!, y adiós a la constitución y lo demás. La Santa Alianza ocupó España como nunca lo había hecho Bonaparte, persiguieron a medio país, la inquisición se puso en forma y así, querido mío, mi país volvió al lugar que más le gusta: el pasado. Así es España, Hans, un carrusel eterno. Scheiße! ¿A ti te gusta Goya?, a mí también, ¿y por casualidad no habrás oído hablar de un cuadro que se llama Alegoría de la villa de Madrid?, bueno, no importa. En ese cuadro aparecía un medallón con el retrato de Pepe Bonaparte, Goya le había jurado fidelidad como tantos ilustrados. Pero cuando Madrid se libera de los franceses, Goya sustituye la cabezota de Pepe Bonaparte por la palabra constitución, ¿qué te parece? Y unos meses después vuelve a poner la cabezota, cuando los franceses recuperan la ciudad. Don Francisco no duda en reescribir constitución después de la victoria final, ¡y atención!, en el 15 tapa la palabrita con un retrato de Fernando el cabrón, que aguanta su cabeza ahí hasta el trienio liberal. Entonces la constitución vuelve al cuadro hasta el maldito 23, y vuelta a empezar. ¿Somos o no somos un carrusel? Para mí Goya es el mayor genio de Europa, y ese cuadro el mejor ejemplo de la historia de España (no sabía, se sorprendió Hans, que Goya fuera tan calculador), ¡pero si no fue calculador, Hans!, así estuvo media España, viendo quién ganaba para salvar el pellejo. Unos lo hacían por sus hijos, otros por su trabajo, seguramente yo lo hubiera hecho por Ulrike. Así de simple. Al fin y al cabo, ¿qué hicimos otros? Irnos.

A la otra España, dijo Álvaro vaciando su jarra, siempre la desmantelan. Pasó con los reyes católicos, pasó con la contrarreforma, siguió pasando durante tres siglos, pasó en el 14, acaba de pasar en el 23, ya veremos cuándo toca la próxima. Un país tan conservador y monárquico sólo puede criar rebeldes rencorosos, y los rebeldes rencorosos sólo pueden terminar castigados por su patria (la patria no existe, dijo Hans, ¡tú le echas la culpa de todo a la patria!, los que castigan son los patriotas), no, no, te equivocas, por supuesto que existe, y por eso nos duele tanto (bueno, entonces, por puro patriotismo, te habrá dolido mucho perder las colonias), ¿a mí?, ¡qué va!, ¡a mí me alegra!, ya era hora de dejar de fingirnos un imperio y concentrarnos en nuestros propios desastres. Y los turcos en Atenas, lo mismo. A mí lo del pobre Riego me encantó, ¡eso sí que es un patriota!, masón, afrancesado y general de España (¿qué hizo?, cuéntame), pues mira, en vez de combatir a los independentistas americanos, el hombre se subleva, exige la constitución de Cádiz y extiende el movimiento por Galicia y Cataluña. ¡Perfecto!, ¿qué culpa tiene América? Dudo que Bolívar haga con su pueblo nada peor de lo que hicieron nuestros virreyes (él quizá no, ya veremos qué hacen con el pueblo las oligarquías nacionales después de independizarse), ah, ese es otro tema, yo creo que les convendría unirse (¿lo ves?, ¡los imperios existen, las patrias no!), mira que eres terco (oye, ¿y qué pasó con el general?), ¿con quién?, ¿con Riego?, nada, lo ejecutaron entre aplausos en una bonita plaza de Madrid.

El organillero había decorado la cueva para darle la bienvenida a Sophie. Frente a la entrada, a lo largo de la soga de la ropa, había colgado figuras geométricas recortadas en papel de periódico. Con la ayuda de Lamberg y Reichardt había limpiado las rocas más sobresalientes y las había cubierto con unos fardos de arpillera rellenos de lana para improvisar unos asientos. Había aprovechado el paraguas como pantalla de ambiente, posándolo abierto delante de una hilera de velas encendidas. Las vasijas de cerámica, los platos, las botellas y las jarritas de latón reposaban en perfecto orden sobre dos bandejas, cada una en una silla de paja. Afuera había varios montoncitos de retama y forraje con que encender el fuego para el té. Entre todos habían conseguido asear en el río a Franz, que se había resistido lo suyo y no había dejado de gruñir ante el tacto prensador de Lamberg. En el centro de la cueva, como una estatua casual o un discreto tótem, estaba el organillo sobre su alfombra: el viejo acababa de instalarle el rodillo que contenía un mayor número de danzas vivas. Aunque el plan era sólo una merienda en la hierba, el organillero conocía la importancia que tenía para Hans aquella visita, y deseaba causarle una impresión agradable a Sophie. ¿Tú crees que hay poca luz?, le preguntó a Reichardt señalando el paraguas. Reichardt se frotó la nariz, emitió un ruido de cañería atascada y contestó: Mientras se les vea el escote, no hay problema.

Al agacharse y pasar dentro de la cueva, la cara de Sophie se dividió en dos instantes, como si una mitad hubiera llegado después que la otra. En cierto sentido se la había imaginado mejor, y en cierto sentido peor. La encontró fea y conmovedora, inhóspita como una gruta cualquiera pero lógica como un hogar. Tardó unos minutos en acostumbrarse a la suciedad, en coordinar los movimientos dentro del vestido para no mancharse sin que se notara demasiado. Una vez superada la incomodidad, empezó a encontrarse a gusto en la frescura de la cueva y aceptó el primer té con una inclinación graciosa que hizo las delicias de Reichardt. Distinta fue la reacción de Elsa, que tras asomarse al interior torció la boca y prefirió quedarse ayudando a Álvaro a preparar el té.

Extendido el mantel sobre la hierba y desplegadas las viandas, la merienda resultó tan amable como insólita. Elsa y Sophie sostenían las jarritas de latón como si fueran tazas de porcelana, sorbían el té con lentitud, masticaban diminutos bocados tapándose los labios con dos dedos. Reichardt devoraba cuanto veía tragándoselo de golpe, dejando caer infinitas migas a su alrededor y eructando, eso sí, con menos estridencia de la habitual: había damas. Sin decir palabra, Lamberg mordía el pan a dentelladas y sus mandíbulas se llenaban de bultos. Álvaro hablaba en voz muy alta (más alta de lo que a Elsa le hubiera gustado) lanzando portentosas carcajadas que excitaban a Franz y lo atraían al centro del mantel, de donde su dueño lo expulsaba cariñosamente para que no pisase las faldas de las invitadas. El organillero ejercía de anfitrión guardando un silencio atento, interviniendo aquí o allá, dando la sensación de hacerle compañía a todo el mundo sin hablar apenas. Sophie, que observó pronto este comportamiento, quedó admirada por el clima de armonía que el viejo había logrado crear entre comensales tan distintos mientras él pasaba casi desapercibido. Hans, que había temido que ella deplorase la cueva o el aspecto de sus amigos, respiró aliviado. Y, de no ser quien era y de no estar tan viejo, incluso habría jurado que el organillero la cortejaba un poco.

Una vez consumida la merienda, el organillero propuso hacer una ronda de sueños. Hans le explicó a Sophie aquella costumbre y ella pareció encantada con el juego. Como nadie se decidía a comenzar, el organillero contó el primer sueño. Anoche, dijo, soñé con unos tipos que tomaban sopa en una posada. La mesa estaba oscura y sólo se veían tres o cuatro caras rojas. De pronto uno de los tipos lanza al aire una cucharada de sopa, y la sopa vuela fuera del sueño y vuelve a caer entera en la cuchara como si fuera un dado. Entonces el hombre se la toma, y dice: Seis. Y así con cada cucharada. Eso, conjeturó Álvaro, es que usted estaba pidiendo suerte. No digas tonterías, replicó Reichardt, ¡eso es que tenía hambre! Yo, contó Hans, el último sueño interesante que tuve fue la semana pasada. Soñé que estaba en una isla. Pero era una isla rara: no tenía mar alrededor. ¿Sin agua?, se interesó Lamberg, ¿cómo es eso? Ni mar, contestó Hans, ni agua ni nada. Alrededor de la isla había un vacío inmenso. Entonces, dijo Lamberg, ¿cómo sabes que era una isla? Buena pregunta, dijo Hans, y no lo sé, pero yo sabía que era una isla. Y quería salir, quería ir a otras islas que se divisaban a lo lejos. Pero era imposible, no sabía cómo llegar a ellas y me asustaba. Entonces me ponía a correr en círculos, a correr sin sentido, hasta que la isla empezaba a hundirse poco a poco. Y tenía que elegir entre saltar y caer al vacío o hundirme con mi isla. ¿Y qué carajo elegiste?, preguntó Reichardt. Despertarme, sonrió Hans. ¡Bueno!, aprobó el organillero, ¡muy bueno!, ¿y ustedes, queridas señoritas?, ¿no tendrían un sueño que regalarnos? Elsa negó con la cabeza y bajó la vista. Sophie lo miró un poco avergonzada y dijo: No sé, en fin, nunca sueño gran cosa, anoche, en realidad es una tontería, pero anoche…

Al final de la ronda, Sophie contó una leyenda que había leído de niña. ¿Y si los sueños de las personas que se quieren estuvieran unidos mientras duermen por unos hilos muy finos?, recordó ella, ¿unos hilos que movieran a los personajes de sus sueños como marionetas encima de sus cabezas, manejando sus fantasías para que al despertar unos piensen en los otros? ¡Qué tontería!, soltó Reichardt. A mí me parece cierto, la defendió Hans. No creo, dijo Lamberg. ¿Y si los hilos se enredan y al despertarte piensas en la persona equivocada?, bromeó Álvaro. Elsa lo miró ofendida. El organillero, que se había quedado pensativo y asintiendo, dijo de pronto: Como una manivela enorme, ¿no?, ¡la manivela de los sueños! Eso, sonrió Sophie, exactamente como eso.

Hans se había alejado un momento para orinar entre los pinos, cuando escuchó que Sophie lo llamaba. Se detuvo a esperarla y la recibió con un beso en el cuello. Hans, mi vida, dijo ella agitada por la carrera, este anciano es fantástico, ¡menudo personaje!, tenemos que traerlo al Salón para que todos lo vean. No, dijo él, al Salón no. ¿Por qué?, preguntó Sophie, ¿te da vergüenza que lo conozcan? Por supuesto que no, mintió Hans muy serio, pero el organillero no es una atracción de feria. Es mi amigo. Es un sabio. Y le gusta vivir tranquilo. Bueno, dijo ella besándolo, no hace falta que te enfades, pero prométeme que vendremos otro día. A Elsa no le gusta, dijo él. Es cierto, asintió ella, no está cómoda, aunque no sé si es por la cueva. ¿Te refieres a?, insinuó Hans. A él, sí, claro, contestó Sophie riendo.

Esa noche, el muro interminable con el que soñó Hans fue el mismo que Sophie se vio trepando, intimidada por su altura y sorprendida de ir desnuda, sin saber qué la esperaba al otro lado. Por encima del muro, la rama de un árbol hueco temblaba bajo el peso de Álvaro, que dormía ovillado e incómodo, a punto de caerse. Al pie del árbol hueco, Elsa enterraba un violín en el hoyo donde el organillero jugaba a los dados con un hombre sin cara, envuelto en lana negra.

¿Qué nos toca traducir hoy?, preguntó Sophie al entrar. Viendo que venía trabajadora, Hans intentó ignorar la erección que percutía sus pantalones. A ella la excitó este esfuerzo, porque había llegado con deseo y tenía ganas de provocarlo un poco. Pero Hans se excedió en su buena voluntad, y Sophie terminó creyendo que él prefería trabajar.

Esa tarde no iban a traducir. Al menos no de un idioma a otro: un tal señor Walker le había escrito a Hans en nombre de la European Review pidiéndole un ensayo sobre poesía alemana contemporánea. Pagaban bien y, cosa rara, la mitad por adelantado. Hans había aceptado de inmediato. Le propuso a Sophie escribirlo juntos. Dice Walker, explicó él, que le interesaría que incluyéramos a alguna mujer. Dile a Walker, contestó ella, que nuestras mejores poetas se impondrán por su propio mérito, pero que muchas gracias.

Yo mencionaría, dijo Sophie empezando a anotar nombres, a Jean Paul, Karoline von Günderrode, los hermanos Schlegel, Dorothea y, por supuesto, a la Mereau. También podríamos hablar de las canciones de Von Arnim, que por cierto tiene un castillo cerca de aquí, y Clemens Brentano. Sin olvidar las de su hermana Bettina, que son preciosas (no he leído ninguna, admitió Hans), mal hecho, caballero, porque tiene una canción de lo más edificante que termina diciendo:

Si es fiel tu niña, no sé.

Aunque ella ruega a los cielos

que tu amor nunca esté lejos,

si es fiel tu niña, no sé.

¡Incluida!, rió Hans. Y a ti, preguntó ella, ¿qué te parecen Brentano y Von Arnim? La verdad, resopló él, me recuerdan a esos estudiantes que salen con una guitarra, una bandolera y una chaqueta teutónica a oler flores y cantar hazañas medievales. Pero si tú fueras una princesa medieval, yo ni siquiera podría dirigirte la palabra. Sería un plebeyo, obedecería a mi señor y moriría de peste. Esa es la realidad. La realidad, objetó Sophie, es muchas cosas al mismo tiempo. Con la poesía puedes estar aquí y allá, en el pasado y en el futuro, en un castillo y en una universidad. Está bien, asintió Hans, sólo digo que si realmente pudiéramos ver el pasado, nos quedaríamos mudos de espanto. Otra cosa que me irrita del imbécil de Von Arnim es su fobia a Francia, ¿qué quiere?, ¿que quememos la mitad de nuestras bibliotecas? Pero, dijo Sophie, ¿no te parece valioso rescatar la poesía popular? Si la poesía tuviera algo de popular, replicó Hans, veríamos a la gente leyéndola por la calle. O déjame adivinar, ¡el buen hombre quiso captar la poesía del pueblo sin que el pueblo se enterase!, ¿esa tradición no era francesa? Mi querido, dijo Sophie divertida, la política te ciega y eres injusto con Von Arnim, que es uno de los poetas más subestimados de Alemania. Si es poco conocido no es sólo porque casi nadie lea poesía, sino porque se trata de un poeta más difícil de lo que parece, lleno de muerte y oscuridad. Además sus amigos católicos lo detestan por protestante, y los fanáticos protestantes por amigo de los católicos. No hay ningún patriotismo barato en El cuerno maravilloso. A lo mejor en los autores sí, pero en los textos no. En sus canciones de guerra nunca se sabe para qué pelean los soldados, sólo sabemos que tienen miedo, que se mueren, que están enamorados y quieren volver a casa. De niña me encantaba la canción del centinela:

… «Ah, muchacho, no estés triste,

y déjame que te espere

en el jardín de las rosas,

entre los tréboles verdes…

¡No iré a los tréboles verdes!

En el jardín de las armas

me obligan a mantenerme,

cargado con alabardas.

Si combates, ¡Dios te ayude…!

¡Todo depende siempre

de la voluntad de Dios!

¿Pero eso quién lo cree?

Quien lo cree está muy lejos,

¡él es quien hace la guerra!

¡Es un káiser! ¡Es un rey!»

¡Alto! ¿Quién va? ¡Retroceda…!

¿Quién cantaba allí? ¿Quién era?

Era el pobre centinela

que cantaba a medianoche.

¡Medianoche! ¡Centinela!

Bueno, bueno, dijo Hans, ¡incluidos!

Ya está, dijo Sophie trazando una raya bajo su lista, ya tenemos a mis poetas, ¿los tuyos cuáles serían? Yo empezaría, dijo Hans, por los de Jena, claro. No sólo admiro su obra sino su proyecto de vida, la poesía también es eso, ¿no?, una manera de vivir de otra manera. Hay poetas que parecen muy seguros de dónde están, su lugar puede ser una tradición, un género, una patria o lo que sea. Mis preferidos son los poetas viajeros, o sea los que no están en ninguna parte. Ahí entrarían el primer Schlegel y los de Athenäum, que escribían en fragmentos, que no buscaban un sistema o les parecía imposible encontrar uno, lo único que buscaban era seguir buscando. Me gustaría incluir a Tieck, porque habla de su biblioteca como si fuera el mundo y él un caminante. Y a Hölderlin, porque a pesar de todo su poesía demuestra que no podemos ser dioses, y mucho menos griegos.

Hans sintió otra erección: le solía pasar cuando abusaba de la crítica literaria con Sophie.

Ah, sonrió él, y me he dejado para el final al mejor de todos: Novalis (tu Novalis, objetó Sophie, también vivía en sueños), cierto, pero a él no le interesaba la fantasía, sino lo desconocido. Su misticismo era, digamos, práctico. Un misticismo para analizar el presente. (Entiendo, dijo ella, pero hay algo que me extraña, ¿no hablamos de un poeta religioso?) ¡No, exacto, ahí está el punto!, yo creo que a Novalis le pasa como a Hölderlin, sus plegarias demuestran la imposibilidad de superar la condición terrenal, cuando dice «siento en mí un divino cansancio», ese cansancio es de aquí, esa decepción es lúcida (bueno, también dijo «¿quién, sin al cielo aspirar, / esta tierra podría soportar?», ¿eso cómo lo defiendes?, ¿cómo se puede entender a Novalis sin el paraíso?), tienes razón, con eso ya no puedo estar de acuerdo (¿entonces por qué tanta insistencia en Novalis, señor ateo?, ¿tu poeta no compuso cánticos a la Virgen y hasta un tratado sobre la cristiandad?), touché, touché, Novalis me fascina porque no puedo terminar de aceptarlo, tengo que pelearme con él para admirarlo. Y como nunca lo logro del todo, vuelvo a él sin parar. Pienso que nadie debería coincidir totalmente con un poeta genial, salvo que se crea otro genio. ¡No te rías! La cuestión es: ¿por qué los creyentes van a ser los únicos con derecho a hablar de espiritualidad?, ¿por qué los ateos tenemos que renunciar a lo invisible? Mi utopía de lector, porque todo lector tiene la suya, ¿no?, sería leer a Novalis sin la idea de Dios (¿y de verdad crees que es posible quitarle lo divino sin matarlo?), Novalis utilizaba la fe como palanca (Hans, mi vida, como crítico eres lo más raro que he visto. Yo creo que la religiosidad en el arte puede ser emocionante, piensa en la música sacra), precisamente, ¿por qué los ateos nos emocionamos con la música religiosa?, porque la trascendemos, mejor dicho al revés, nos la traemos abajo. Y la música se deja porque carece de dogmas, tiene la forma de un fervor, nada más. Y una última cosa, y te prometo que me callo, no olvides que cuando Novalis escribió sus mejores poemas acababa de perder a su amada, que murió muy joven. Vete a saber qué grandes poemas terrenales le hubiera escrito a un amor vivo. En cambio (¿en cambio?, repitió Sophie sentándose a horcajadas sobre él), eh, en cambio yo te tengo encima.

Desvestidos a medias, Hans y Sophie yacían con la vista en el techo, en el progreso manso de las telarañas. Él respiraba fuerte y se frotaba las puntas de los pies. Ella olía a agua de violetas ahogadas en otra cosa, en una flor más transpirada.

Sophie se incorporó, le besó un pie, dijo que tenía que irse y se levantó a beber agua de la jarra. Al caminar, el semen que Hans había derramado en sus muslos empezó a deslizarse. Cuando pasó por encima de las ropas desparramadas, una gota cayó sobre un zapato boquiabierto.

(Hans detestaba sus pies, o creía detestarlos, antes de conocer a Sophie: no sabían bailar, eran algo cuadrados y se retraían al mínimo roce. Él los sentía culpables de algo que ignoraba. Culpables de ser como eran, de dudar al descalzarse, de enfriarse por las noches. La tarde en que Sophie los desnudó por primera vez, ella se quedó contemplándolos un rato y los bendijo con sencillez: Me gustan tus pies, dijo. Y dejó un beso en la cima del dedo gordo. Eso fue todo. La vida, pensó Hans, te cambia por minucias. Un hombre que ha caminado tanto, le dijo Sophie, no debe avergonzarse de sus pies, sería desagradecido. Desde ese día Hans empezó a andar descalzo por la habitación.

Hans y Sophie habían decidido salir de excursión en vez de quedarse trabajando en la posada. El día era demasiado radiante, demasiado oloroso. Elsa secundó de buena gana el plan, que le permitía llegar a la plaza del Mercado decentemente acompañada y sin riesgo de levantar sospechas, aunque pidió subir a un carruaje distinto para mantener en secreto la identidad de su amante. Identidad que, de todas formas, Hans y Sophie conocían desde hacía tiempo.

Media hora antes de salir, como cada tarde cuando esperaba a Sophie, Hans se lavó los pies con agua tibia, sal y esencias. Los remojó en la tina de estaño, removió con los tobillos el agua, la dejó nadar a través de sus dedos abiertos, los masajeó, atendió a sus cosquillas como si acabaran de nacerle. Al explorarse las plantas mojadas notó que se excitaba, y experimentó una jugosa mezcla de prisa y calma. Se sentó un momento en la tina, cerró los ojos. Emergió desnudo y se afeitó frente al cuadrito. Sobre el aguamanil se frotó con agua, arenilla y jabón las manos, la cara, los antebrazos. Tardó en secarse. Dudó si masturbarse y no lo hizo, en parte para no llegar tarde a la cita y en parte por dulce flagelo. Utilizó un paño fino para el cuerpo y una esponja nueva para la cara. Se vistió, se calzó con cierta pena.

Si no crecido, el Nulte parecía satisfecho de su delgadez. Sus aguas corrían azules, verdes y ligeras. Hans y Sophie se tocaban por debajo de las ropas mientras charlaban de todo, de nada. A la sombra de un álamo, miraban el quehacer de la luz entre los trigales. Los dedos de Sophie se alargaban, se enredaban. A Hans le quemaban los zapatos. El aire caliente vibraba, se les escurría entre los brazos. Eran buenos los álamos, leales. Ella sintió que se le deshacía un ovillo en el vientre. A él le pareció que le ascendía una rama entre las piernas.

Es un paréntesis, ¿no?, susurró Hans, el verano, digo. Como si el resto del año fuera el texto y el verano un comentario, una frase aparte. Sí, contestó Sophie pensativa, ¿y sabes qué dice esa frase?, dice: «no duro mucho». Es raro, dijo Hans, siento que el tiempo estuviera detenido, y a la vez me doy cuenta de lo rápido que se va. ¿Eso será quererse?, dijo ella mirándolo. Será, sonrió él. A veces, dijo Sophie, me extraña no pensar en el futuro, como si no fuera a llegar. No te preocupes, dijo Hans, el futuro tampoco piensa mucho en nosotros. ¿Pero y después?, preguntó ella, ¿cuando el verano se acabe?

El resplandor se consumía, apagaba la hierba por el este. Ambos debían volver a la ciudad y ninguno se movía. A sus espaldas atardecía tramo a tramo. Y la luz, solidaria, no se marchaba del todo.)

Ella se abrochaba el corsé mientras Hans abría el arcón. Hoy, dijo, me gustaría traducir a un joven ruso que le he recomendado a Brockhaus. Pero, preguntó ella, ¿tú sabes ruso, Hans? ¿Yo?, contestó él, ¡yo no paso del alfabeto cirílico y veinte o treinta palabras! ¿Y entonces?, se asombró Sophie. Ah, rió Hans, les dije que tú lo hablabas perfectamente. Ya utilizaremos alguna lengua puente, deja de preocuparte. Aquí tenemos una edición original, mira, «Àëåêñàíäð Ñåðãååâè÷ Öóùêèí», una traducción al francés, otra al inglés, y este bonito diccionario ruso-alemán, ¿qué te parece?

Seleccionaron varios poemas entre las traducciones de las que disponían. Copiaron las versiones inglesas y francesas, separando cada verso en un cuadrante. Para asegurarse del significado literal de los originales, consultaron palabra por palabra en el diccionario y anotaron las diferentes acepciones junto a los cuadrantes.

¿Sabes qué?, dijo Sophie con gesto pícaro, de este Pushkin me convencen más los amores adúlteros que los platónicos. ¡No esperaba menos de usted, Bodenlieb!, dijo Hans repasando el borrador recién concluido:

De Dorida me gusta el pelo largo,

su mirada azulada, el rostro pálido.

Ayer abandoné la fiesta, amigos,

y me bebí sus brazos aturdido;

a cada impulso mío otro seguía,

se saciaba el deseo y me volvía.

Mas de repente, en la penumbra amarga,

otros rasgos distintos recordaba:

de secreta tristeza estaba lleno

y en mis labios había un nombre ajeno.

Después de que Sophie se marchara, Hans se quedó revisando los borradores de las traducciones. Su cabeza fue cediendo, sus músculos se ablandaron y una de sus mejillas quedó sobre el escritorio, tostándose junto al quinqué. Antes de incorporarse tuvo una fugaz, extranjera pesadilla: soñó que traspasaba idiomas como quien atraviesa corriendo una hilera de sábanas tendidas. Cada vez que se topaba con un idioma, la cara se le mojaba y creía despertar en su lengua materna, hasta que la siguiente sábana le revelaba su equivocación. Sin dejar de correr, él hablaba consigo mismo y asistía de frente a la lengua que empleaba: podía contemplar claramente las palabras que pronunciaba, sus estructuras, sus cadencias, pero lo hacía siempre con retraso. Y, un instante antes de comprender el idioma en que soñaba, algo le golpeaba la cara y despertaba al idioma siguiente. Hans corrió a la desesperada, llegó tarde una y cien veces a la visión de aquellas lenguas, hasta que repentinamente supo que había despertado de verdad. Frente a sus ojos vio un quinqué enorme y un montón de papeles inclinados. Notó, al incorporarse, que le ardía una mejilla. Entonces enhebró con alivio sus primeros pensamientos, y se quedó un rato contemplando maravillado la lógica de su propio idioma, sus líneas familiares, su milagrosa armonía.

Oye, suplicaba el organillero frente a la orilla del río, ¿esto es completamente necesario?, ¿estás seguro? (Hans lo reprendió con la mirada y asintió varias veces), bueno, bueno, allá vamos.

Lento, torpe, como si cada prenda le pesara igual que un año, el viejo terminó de despojarse de la camisa horadada, las perneras de lienzo, los escarpines de estambre. Que sepas, agregó a modo de protesta final, que lo hago sólo para complacerte. Liberada de la piel flácida y seca del organillero, la ropa se encogió en un nudo maloliente. La tierra pareció absorberla.

Descalzo, con los pantalones doblados por la rodilla, Hans tomó del brazo al viejo para ayudarlo a entrar en el río. Lo vio sumergirse tramo a tramo: los tobillos de papel, las piernas vacilantes, las nalgas nulas, la espalda doblada. Después ya sólo vio la cabeza blanca y greñuda del organillero, que se volvió sonriendo con su boca vacía y se puso a bracear como un niño. ¡Eh!, lo llamó el viejo, ¡no está tan fría!, ¿por qué no vienes? ¡Muchas gracias!, contestó Hans, ¡pero suelo bañarme por las mañanas!, ¡todas las mañanas! ¡Bah!, gritó el organillero, ¡supersticiones!, ¡los príncipes se bañan en agua perfumada y mueren jóvenes!

Entre el asco y la fascinación, Hans contempló las ondas de mugre diluyéndose alrededor del cuerpo del organillero, que agitaba los brazos y jugaba plácidamente con ellas. ¡Mira!, bromeó el viejo señalando los grumos grises y marrones, ¡han venido los peces! Había, sí, pensaba Hans, algo repulsivo en semejante apego a la suciedad, pero también algo honesto. La falta de higiene, o mejor dicho de pudor, cobraba en aquel viejo una franqueza turbia, una especie de verdad. Tiempo atrás el organillero le había dicho una cosa ridícula y a la vez cierta: los perfumes fingían, querían ser otra cosa. Era posible. Aunque a Hans le encantaban los perfumes.

Lo ayudó a salir del río y rodeó con una toalla sus hombros arrugados. Las rodillas le temblaban, más por la impresión del agua que por su temperatura. Mientras se restregaba con la toalla, el organillero se puso a juguetear con sus testículos mojados. Hans no pudo evitar mirarlos de reojo, fijarse en el pene diminuto y retraído. El organillero lo advirtió enseguida y se rió de buena gana. Se rió de Hans, de él mismo, de su pene y del río. Oye, dijo, ¿tú te tocas mucho? Hans desvió la vista. No estés incómodo, dijo el viejo, estas cosas quedan entre nosotros. Entonces, ¿te tocas mucho? No, sí, contestó Hans, bueno, lo normal. Pues aunque te parezca raro, dijo el organillero, yo todavía, de vez en cuando, ¡plín! ¿Y sabes en qué pienso cuando me toco?, pienso en una mujer desnuda bailando un vals. Una mujer joven, que me sonríe. Y creo que Franz se da cuenta, porque cada vez que ¡plín!, el sinvergüenza se pone a ladrar como si hubiera entrado alguien.

Merendaron juntos, conversando y callando a ratos. Hans habló de Sophie, del temido final del verano. El mes que viene, dijo, todo va a cambiar. Pero, cof, dijo el viejo, todo está cambiando siempre, eso no tiene nada de malo. Ya lo sé, suspiró Hans, pero a veces las cosas cambian para peor. Por cierto: ¿y esa tos? ¿Tos?, dijo el organillero, ¿qué tos, cof? Esa tos, dijo Hans, ¿es por el agua? No, se encogió de hombros el viejo, es de antes, cof, no te preocupes, será que ya se huele el otoño, pero dime, ¿tú la quieres?, ¿la quieres muy en serio? Sí, contestó Hans. ¿Cómo puedes estar seguro tan pronto?, preguntó el viejo. Hans se quedó pensando y dijo: Porque la admiro. Ah, bueno, sonrió el organillero. Cof.

Dos días soleados después, la tos desapareció y el organillero dijo sentirse mejor que una cuerda nueva. Preocupado por la alimentación y los hábitos del viejo, Hans se propuso buscarle trabajo entre las amistades de Sophie. Le había oído contar al viejo que en verano siempre lo llamaban para alguna fiesta, pero no le constaba que ese año hubiera tenido ningún encargo semejante.

Lisa llamó a la puerta y le entregó un billete violeta sin mirarlo a los ojos. Hans le dio las gracias y le recordó que mañana tenían clase. Ella dijo «sí, sí», y se perdió por el pasillo a paso rápido. Hans se quedó mirándola, meditando sobre lo injusta que podía ser la edad, demasiado lenta para algunos y demasiado veloz para otros. Olvidó por completo el asunto en cuanto se sentó a leer la carta:

Amor, buenas noticias: la señorita Von Pogwisch, que es buena amiga mía (en fin, no tanto), ofrece un baile el sábado y la he convencido de que, en vez de un cuarteto tradicional, resultaría mucho más original contratar a un «auténtico» músico ambulante. Sé que la explicación suena bastante tonta, pero si conocieras a la señorita Von Pogwisch la encontrarías perfecta. He pensado en ella porque aunque su familia tiene un buen pasar; tampoco son ricos, así que sus padres estarán encantados de economizar gastos con la excusa de ser originales. ¿Te parece bien, mi vida? Estoy contenta. ¿Has visto cuánta luz había esta mañana? ¿O dormías como una marmota? Te quiere a mares, tu

S.

Ese sábado, tal como habían convenido, Hans se presentó a las seis y media en punto al final del camino del puente para recoger al organillero. Y también a Franz: la única condición que había puesto el viejo para aceptar el trabajo había sido que su perro los acompañase a la casa de los Pogwisch. Hans había contratado un dog-cart para que Franz viajara cómodo. Los vio venir marchando por el camino y esbozó una sonrisa. Obedeciendo sus indicaciones, el viejo se había puesto su única camisa nueva, unos pantalones relativamente ilesos y sus zapatos de domingo. Cuando estuvo más cerca del coche, Hans comprobó que incluso se había peinado la melena y se había emparejado un poco las barbas. Algo agitado, el organillero se encaramó al asiento sin permitir que el cochero se acercara a su instrumento. Puedo solo, le dijo, puedo solo. En ese momento Franz soltó dos ladridos idénticos, y Hans tuvo la sensación de que acababa de repetir las palabras de su dueño. Cuando los caballos del dog-cart empezaron a galopar, el organillero miró a su alrededor con repentino asombro. ¡Qué maravilla!, dijo, ¿sabes que ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que subí a un coche?

Ya ves, querida, le decía a Sophie la señorita Kirchen, ¡con lo buena muchacha que ha sido siempre la pobre!, ¡qué cosa tan terrible!, y mientras tanto la policía cruzada de brazos, si fuera por ellos, ¿qué más les da?, ¡desde luego, hasta que no le ocurra algo a la hija del comisario, podemos esperar sentadas a que atrapen a ese enmascarado! Pero, preguntó Sophie, ¿cuándo ha sido? Parece que ayer mismo por la tarde, contestó la señorita Kirchen, ahí, en los alrededores de, ¡oh, santo Dios!, ¿has visto lo que yo, querida?, ¿alguna vez habías visto espanto semejante?, ¿pero quieres decirme qué es lo que lleva puesto Fanny?, últimamente va de mal en peor, ¿habrá perdido el gusto o la cabeza?, ¿y te he contado lo que le dijo Ottilie tomando el té en la casa de?

Sophie oyó un murmullo cerca de la puerta y salió al recibidor. Pudo ver a la señorita Von Pogwisch gesticulando frente a Hans y detrás de él, un poco retirados, al viejo y a su perro esperando junto al organillo. ¿Qué pasa, querida?, preguntó Sophie. Nada en particular, contestó la señorita Von Pogwisch, sólo estaba indicándoles al caballero y al señor músico que si pretenden entrar con ese chucho a cuestas, lo mínimo exigible es que lo laven antes. Estimada señorita, dijo el organillero quitándose el sombrero que Hans lo había obligado a ponerse, le prometo que mi perro, que es algo más que un chucho y está muy bien educado, se comportará como es debido y no se moverá de la entrada. En ese caso, contestó la señorita Pogwisch, le ruego que lo ate con una correa. Créame, sonrió el viejo, que no hace ninguna falta: Franz sólo molesta cuando lo atan.

Al verlo entrar en el salón, toda la concurrencia se volvió hacia el organillero. El viejo se detuvo, hizo una inclinación y siguió empujando su carretilla. Hans y Sophie lo acompañaron hasta el rincón que la señorita Pogwisch había dispuesto, y le ofrecieron una copa de vino antes de comenzar. Muchas gracias, chicos, explicó el viejo muy serio, pero cuando trabajo nunca bebo, si no se pierde el ritmo. ¡Muy profesional!, dijo Sophie guiñándole un ojo a Hans y yendo a saludar a una amiga.

A las ocho en punto, con el grueso de los invitados ya presente y reclamando baile, la dueña de casa le hizo una señal a Sophie. Ella le hizo una señal a Hans, Hans miró al organillero, y el viejo desplazó lentamente el asa del rodillo. Agachó la cabeza, tomó aire, cerró los ojos y empezó a girar la manivela.

Pese a las miradas de recelo que los invitados le dedicaban al viejo cuando pasaban cerca de él, las dos o tres piezas iniciales gustaron. Especialmente la primera, una popular polonesa que, atendiendo a la juventud de la concurrencia, el viejo tuvo el acierto de reproducir a un ritmo más vivo del que acostumbraba. Las filas de parejas empezaron a circular por el salón, alternando posiciones entre risas. Hans suspiró aliviado y por un momento creyó que todo iría bien. Poco a poco, sin embargo, el baile fue apagándose. A partir del tercer número, varias parejas desertaron cuchicheando. En los dos siguientes se escucharon algunas quejas. A la sexta o séptima pieza, el centro del salón había quedado desierto. Antes de que el organillero iniciara la siguiente, la señorita Pogwisch se acercó furiosa y le ordenó parar. El instrumento quedó temblando como un animal con frío.

Hans y Sophie trataban de calmar a la señorita Pogwisch y a los invitados más beligerantes. ¡Pero esto qué es!, decía uno, ¿a quién se le ocurre tocar minués? ¿Y los valses?, se indignaba otro, ¿dónde están los valses? Desde luego, apostilló alguien, si la idea era arrullarnos, ¡ha sido todo un éxito! ¿De qué siglo es esto?, chillaba una, ¿de qué siglo? ¡Que venga mi bisabuela!, exclamaba otra, ¡mi bisabuela! Pero a ver, se alzó una voz al fondo, ¿de dónde ha salido este payaso?, ¿de qué hospicio lo han sacado?

Hans se abrió paso a empujones. Encontró al organillero arrinconado en su puesto sin atreverse a dar un paso, abrazado a su organillo.

Cruzaron el salón entre burlas a media voz, risas agrias, abucheos. El organillero caminaba tras él con ese aire de ausencia que lo hacía a la vez frágil e invulnerable. Mientras llegaban al recibidor, alguien exclamó desde el interior de la casa: ¡Menos mal!, ¡aquí hay un piano de martinetes!, ¡Ralph!, ¡ven, Ralph!, ¿por qué no tocas algo movidito?

Asomar la cabeza por la puerta fue como zambullirse en una fuente de agua fresca. Se había hecho de noche y los grillos hilaban en el aire. Al verlos salir, Franz levantó las orejas, torció el rabo y frunció las cejas. Un instante después apareció Sophie. Detuvo a Hans, le tomó las dos manos y se las llevó a las mejillas, cerrando los ojos en señal de profunda disculpa. Creo, suspiró ella, que no fue buena idea elegir esta casa, es culpa mía. No, contestó Hans acariciándole un bucle, la culpa no ha sido tuya, y la idea tampoco. Sophie se acercó al organillero, le dio un abrazo largo y le dijo que lo sentía. Soy yo quien lo siente, niña mía, contestó el viejo, por haberle traído a su amiga canciones de hace treinta años. Creo que ya no estoy…

En ese momento apareció por la puerta la señorita Pogwisch. Contempló a Hans con dureza, a Sophie con sorna, y finalmente posó sus ojos en el organillero como quien divisa una insólita roca en su camino. Vengo, pronunció la señorita Pogwisch, a abonarle su concierto. Dejó varias monedas sobre la tapa del instrumento e hizo ademán de retirarse. Me parece justo, dijo Hans con ira, teniendo en cuenta que fue usted quien lo suspendió. De ninguna manera, señora, dijo el organillero (y el único rastro de ironía que Hans pudo detectar en sus palabras fue lo de señora: la anfitriona todavía era joven), no podría aceptar su dinero porque no he cumplido con mi trabajo, a mí me pagan por tocar, pero jamás he cobrado por no hacerlo. Buenas noches, señora, y lamento los inconvenientes.

¿Se puede saber por qué no aceptó?, lo reprendió Hans mientras viajaban de regreso, ¡ese dinero era suyo, le correspondía!, ¡usted hizo su trabajo lo mejor que pudo! Una cosa es la dignidad y otra la altanería. Porque usted, y Franz, y su organillo, los tres necesitaban el dinero y no se lo estaban robando a nadie. Pero ahora el mal trago ni siquiera ha valido la pena. Ah, no, perdona, contestó el organillero, en eso te equivocas, sí que ha valido la pena: me ha encantado pasear en un coche tan elegante.

(Siempre que estoy menstruando, había pensado Sophie mientras subía las escaleras de la posada, me pasa algo muy raro. Por un lado me siento, o en teoría me sé, más mujer que nunca. Pero por otro lado esto me interrumpe, limita mi plenitud. Por ejemplo, me imagino que Hans querrá hacer el amor en cuanto suba, o quiero imaginármelo. Y sé que yo también voy a desearlo y no voy a dejar de sentirme incómoda, un poco intrusa dentro de mi cuerpo. De cualquier forma voy a terminar sintiéndome culpable, que es algo que detesto. ¿Culpa por qué? Difícil ser sincera cuando la naturaleza te da una orden y la conciencia otra. ¿Pero es realmente una orden? ¿O es una maravillosa posibilidad que tengo el privilegio de rechazar? Lo único seguro es que hoy tengo calambres, se me revuelve el vientre, hay como un clavo ahí que me baja por la cintura, y no he tenido hambre en todo el día. Me gustaría contarle todo esto a Hans, pero no sé si él lo entendería, o si yo misma sería capaz de explicárselo…)

Tendida boca arriba, aprisionándole la espalda con las pantorrillas, Sophie dijo: Entonces esta vez quédate dentro.

El olor de la sangre primero los retrajo y después terminó desinhibiéndolos: compartieron las manchas, se ensuciaron queriendo. A ella le dio vergüenza que él la viera sangrar sobre la sábana, pero sintió que esa visión los unía o abolía un secreto. De pronto le pareció natural y profundamente verdadero: ahora, cuando él se volcara en su interior, quedarían unidos por el mutuo deseo de no fecundar, de liberar juntos un placer que nacía y moría entero en su propia duración. Si el pasado es una especie de padre (pensó ella de golpe, palpando los bordes del orgasmo e interrumpiendo sus pensamientos), el auténtico hijo vendría a ser ese presente absoluto, no el futuro.

Conversaban en voz baja, desnudos. Sophie tenía las ingles saturadas de rojo y Hans el pubis embadurnado, rígido. Mantenían esa mueca entre la concentración y el extravío de los que todavía no han vuelto del goce. Se oían respirar, movían los pies, se estiraban. Qué delicia, dijo él, no haberme retirado. Mmm, dijo ella. ¿O no lo has disfrutado?, se preocupó él. No es eso, contestó ella, no sé cómo decirlo, me ha encantado y al mismo tiempo me ha dado miedo, ¿entiendes? No estoy seguro, dijo él girando el cuello para mirarla. Es que yo desde siempre, continuó Sophie incorporándose, he temido ser madre. No me malinterpretes. Quiero tener hijos. Pero no quiero ser madre. ¿Se puede ser una chica egoísta y una madre generosa?, ¿cómo haces cuando te gustaría ser las dos cosas? Ay, amor mío, pienso en un montón de tonterías, en las molestias del embarazo, en el peso, en la pérdida de tersura, en el dolor físico. Supongo que no sé ser una mujer fuerte. Al revés, dijo Hans abrazándola, sólo una mujer fuerte confiesa esas cosas.

Sophie habló de su necesidad de independencia, de los planes familiares de Rudi, del tacto de las nalgas de su prometido por encima de las calzas, de cómo imaginaba la vida sexual con él, de los penes más torcidos que había visto, de la curiosidad que ella sentía por el semen, de sus molestias mensuales. Y acto seguido, insólitamente, habló de Kant. Según Kant, dijo Sophie, asesinar a un hijo bastardo es menos grave que una infidelidad. ¡Qué razón pura ni ocho cuartos! Él dice que lo lógico sería ignorar la existencia de ese hijo, porque legalmente no debería haber existido. Una relación adúltera es un amor falso. Y un niño ilegítimo es un ser inexistente, por tanto suprimirlo no sería un problema. Eso dice Kant. Y así nuestra moral, señor culo bonito, se vuelve lo contrario de la vida. Nos enseñan una moral para restringir nuestra vida, no para comprenderla. Pero bueno, dame un beso en la teta. Mejor no discutamos con papá.

Kant y la menstruación, pensó Hans, ¿por qué no?

«El nuevo y estremecedor ataque», leyó el teniente Gluck en la tercera de El Formidable, «habría tenido dramático lugar el viernes en las inmediaciones de la zona donde acostumbra actuar el interfecto; queremos decir, como bien conocen nuestros puntualmente informados lectores, en las angostas vías peatonales que transitan desde el supracitado callejón de la Lana hasta la calle Ojival. Si bien no ha trascendido oficialmente la identidad de la víctima, este periódico ha sabido por fuentes fiables que se trata de una joven cuyas iniciales se corresponderían con A. I. S., natural wandernburguesa de edad 28 años. La ausencia de testigos impide, una vez más, añadir nuevas hipótesis a las ya referidas en anteriores casos. Quisiéramos conjeturar que tanto el cuerpo de gendarmes como la policía especial emergerán de su inexplicable letargo y manifiesta inoperancia. O esa es la esperanza que late en los corazones de la amenazada ciudadanía, cuya inquietud no hemos dejado de recoger en estas páginas. Por si las antedichas fuerzas no dispusieran en sus archivos de mayores indicios que los que son ya de público dominio, este periódico se encuentra en condiciones de afirmar casi con certeza que el perseguido criminal de la máscara es un hombre de complexión robusta, estatura considerable y edad comprendida entre los 30 y 40 años. Sólo queda aguardar con resignada impaciencia a que…».

¡Esto es humillante!, se indignó el teniente Gluck arrojando el diario sobre el escritorio del despacho, ¡fuentes fiables, por Dios!, ¡esos imbéciles no tienen ni la más remota idea de lo que dicen, y encima pretenden darnos lecciones de peritaje! Déjalos, hijo, observó sin inmutarse el teniente Gluck, en realidad estas noticias nos convienen: si el criminal las lee se sentirá tranquilo, y tanto mejor para nosotros. Prefiero que no se imagine que casi lo tenemos. Y ahora olvídate de la prensa y dime, ¿has repasado el borrador del informe?, bien, perfecto, ¿las marcas en las muñecas son iguales? Idénticas, contestó el teniente Gluck, definitivamente prefiere cuerdas finas, eso indica que no anda tan sobrado de fuerzas. ¿Y qué dice la víctima del olor?, preguntó el padre. Parece que ha insistido, dijo el teniente Gluck, en lo de la manteca. De acuerdo, asintió el otro, ¿pero qué manteca? No está segura, explicó el hijo, dice que en un momento así no iba a andar fijándose en esos detalles, pero opina que sí, que podía ser de oso. ¿Y la víctima cocina?, quiso saber el teniente Gluck. ¿Disculpe, padre?, se asombró el teniente Gluck. Pregunto, dijo el padre, si la víctima suele cocinar ella misma o tiene criadas que lo hagan. Comprenderá, contestó el hijo, que las cuestiones domésticas no formaban parte del interrogatorio. No es ninguna cuestión doméstica, lo corrigió el teniente Gluck, al contrario, es fundamental: si la chica está acostumbrada a freír, jamás confundiría la manteca de oso con la de cerdo, por ejemplo. Y si ella nos corrobora ese punto, entonces ya sólo quedarían dos sospechosos. Así que ve y pide que la citen a declarar de nuevo, por favor. Mientras tanto yo me acerco a la Taberna Central para reservar mesa. Ya sabes que a esta hora se pone imposible.

Sin encargos urgentes de la editorial, con septiembre rondando y abreviando las luces, Hans y Sophie decidieron salir de excursión esa tarde. Dieron un paseo hasta la ribera del Nulte, evitando el camino principal y eligiendo un discreto sendero de tierra que comunicaba el extremo sureste de Wandernburgo con el campo abierto. Se sentaron frente al río. Se besaron con ansia, sin hacer el amor. Después se quedaron callados, leyendo las ondas.

De pronto se oyó un chapoteo y la frase del agua se borró. Levantaron la cabeza y vieron pasar una fila de cisnes. Hans los contempló con agrado: su armónica blancura le pareció un pequeño regalo. Sophie en cambio los observó con inquietud: en la superficie agitada del río los cisnes se veían deformados, rotos. Ahí un ala, aquí un remolino, más allá media cabeza. Un pico separado, una mancha de sol, dos patas sin sentido. Qué fácil y qué rápido, pensó Sophie, se deshace cualquier belleza.

Sophie se puso en pie y pareció que la tarde dudaba. El sol empezaba a fundirse detrás del campo inmenso, su resplandor desgastaba el contorno de los álamos. Visto a ras de tierra, desde donde Hans seguía sentado, cinco de las seis porciones del día eran cielo. La espalda de Sophie había crecido, tenía un tamiz resbaloso, como de zumo. Ella oteaba el horizonte y, al mover los brazos, los haces de luz le atravesaban las mangas. A los dos les costaba mirarse: pensaban más o menos en lo mismo.

¿No es preciosa?, dijo Sophie de espaldas señalando la hierba encendida. Sí, preciosa, contestó Hans. ¿No es especial esta luz?, preguntó ella. También, contestó él. ¿Y la colina?, dijo ella, ¿te has fijado en cómo brilla la colina? Me he fijado, asintió él. Ha escrito Rudi, anunció Sophie sin alterar el tono, dice que vuelve pronto. ¿Y los trigales?, dijo Hans, ¿los has visto? Por supuesto, contestó Sophie, ¡parecen mi edredón! Nunca he visto tu edredón, dijo Hans, ¿tiene ese color?, ¿de verdad? Bueno, casi, se encogió de hombros ella, es un poco más oscuro. ¿Y cuándo vuelve, Rudi?, preguntó él. Un poquito más oscuro, continuó Sophie, y como más alegre. Ah, dijo Hans, eso ya está mejor. Dentro de un par de semanas, suspiró Sophie, no creo que tarde mucho más. Es que el anaranjado, continuó él, sólo queda bien en los cuartos espaciosos, ¿el tuyo es espacioso? Ni grande ni pequeño, contestó ella, cómodo. ¿Y no podría quedarse más tiempo en esa maldita casa de campo?, preguntó Hans, ¿no puedes convencerlo, decirle lo que sea, entretenerlo un poco? Sophie se volvió, lo miró con los ojos temblorosos y exclamó: ¿Y qué demonios quieres que le diga? Un edredón naranja, dijo Hans haciendo círculos con una ramita seca, queda un poco atrevido, la verdad, si la habitación no es muy grande o no hay una ventana cerca.

Tía, dijo la pequeña Wilhelmine, ¿para qué sirve una tela de araña? Sophie se volvió extrañada hacia su sobrina. Elsa y Hans rieron.

La pequeña Wilhelmine había venido a pasar unos días en Wandernburgo con su abuelo y su tía. Para desengaño del señor Gottlieb, su padre no la había acompañado y en su lugar había mandado a una criada. Mientras la niña correteaba por el campo, siempre vigilada por la criada, Hans y Sophie se alejaron unos metros para conversar a solas.

¿Conoces Dresde?, preguntó él. He ido algunas veces, contestó ella, a visitar a mi hermano. ¿Y te gusta?, dijo él. Mucho más que Wandernburgo, suspiró ella, aunque ahora se la ve un poco deteriorada. Napoleónica ciudad, dijo Hans, así le ha ido. Lo mejor es el Elba, dijo Sophie observando el Nulte, eso sí que es un río, y qué puentes, qué arcos. Lo único que le falta, opinó él, es un teatro más grande. Cómo, se sorprendió ella, ¿también has estado en Dresde?

Tía, tía, insistió Wilhelmine llegando a la carrera, ¿para qué sirve una tela de araña? Pero mi cielo, dijo Sophie acariciándole el cabello, ¿por qué lo preguntas? Ahí, en ese árbol, señaló la niña, hay una mariposa, está en la tela de araña y no puede salir. Ah, sonrió Sophie, ya entiendo, ¡pobrecita mariposa! Es muy bonita, repitió la niña, y no puede salir. ¿Quieres que la salvemos?, le propuso Sophie acercándose al árbol. Sí, contestó la niña con seriedad. ¡Así me gusta!, la felicitó su tía alzándola en brazos, ¡suéltala, araña fea!

Disculpa, susurró Hans mientras Wilhelmine estiraba con esfuerzo una ramita hacia la tela de araña, ¿por qué no le has contestado? ¿Cómo dices?, se volvió Sophie sin dejar de sostener a su sobrina. Pregunto, dijo Hans, por qué no le has contado la verdad. ¿Y cuál es la verdad, si puede saberse?, dijo Sophie. Que por muy fea que parezca la araña, contestó él, en realidad no es mala y se limita a sobrevivir. Que esa tela es su medio. Que todo tiene un ciclo y la mariposa también, aunque sea bonita. Es ley de vida. Si fuera mi sobrina, le habría explicado eso. Pero no es tu sobrina, se disgustó ella, y además educarla también es enseñarle a proteger la belleza, aunque sea frágil o dure poco. Esa es otra ley de vida, señor sabelotodo. Y no veo por qué el escepticismo va a volverla más sabia que la compasión. Bueno, bueno, retrocedió Hans, no te enfades. No me enfado, dijo Sophie, me da pena.

En ese momento la ramita de la niña atravesó la tela e impactó contra el tronco, haciendo caer a la araña y aplastando a la mariposa.

Una lluvia veloz desordenaba la hierba, dejando sus punzones en la tierra agradecida. Desde el interior de la cueva todos la contemplaban en silencio, como si la tormenta fuese un monólogo o un invitado que no se atreve a pasar. Álvaro y Hans compartían una botella de vino. Lamberg y Reichardt competían por un queso. Al fondo, rodeado de velas, inclinado sobre el instrumento abierto con gesto de miope concentrado, el organillero manipulaba el mecanismo con una llave. ¿Cómo va eso, organillero?, preguntó Hans. Mejor, contestó el viejo alzando la cabeza, va mejor, aquí hay un par de cuerdas desgastadas, estoy pensando en ir a la tienda del señor Ricordi para cambiarlas. El otro día, ¿sabes?, en la fiesta, me pareció que algunos graves no sonaban bien, ¿tú crees que quizá no les gustó la música por eso?, la juventud de ahora tiene oído, van al conservatorio, estudian piano, digo yo, a lo mejor fue por eso.

Al mismo tiempo que el organillero cerró la tapa del instrumento, afuera la lluvia empezó a decaer, se hizo más lenta, perdió rabia y amainó. El pinar quedó en suspenso, goteando verde. La hierba se enjuagaba emitiendo una especie de soplido. ¡Excelente!, se alegró el organillero, si no refresca, esta noche hacemos un fueguito y dormimos en el campo. Eso, eso, aprobó Reichardt escupiendo un hueso de ciruela, yo me he traído manta, y además queda vino.

Las nubes se retiraban al oeste como prendas limpias a lo largo de una cuerda. Una lengua de luz se asomó a la boca de la cueva. Cargada del último vapor del verano, la tarde olía fuerte. Menos mal, dijo Álvaro, no había traído paraguas. De pronto hace calor, ¿no?, dijo Hans, qué raro está el tiempo. Lamberg arrugó la frente, parpadeó con fuerza y murmuró: No me gusta el buen tiempo, prefiero la tormenta. ¿Pero qué tonterías dices, niño?, preguntó Reichardt. Qué quieres, no me gusta, contestó Lamberg, cuando hace buen tiempo y hay luz y parece que todo el mundo tiene que alegrarse, la gente se pone tonta en cuanto sale el sol.

La noche vino cálida. Lamberg preparó el fuego sin despegar la vista de las llamas; cada vez que se movía, Franz encogía el rabo. Asaron unas sardinas y vaciaron las botellas. Cantaron, desvariaron, se contaron secretos, mintieron un poco. Álvaro confesó que Elsa lo tenía nervioso, y Hans puso cara de sorpresa al escuchar los detalles. Más tarde el organillero dispuso los turnos y cada uno contó un sueño alrededor de la fogata. A Álvaro le dio la impresión de que Hans había inventado el suyo. El organillero celebró especialmente el de Lamberg: dijo que le había gustado tanto que esa noche iba a tratar de soñar lo mismo. Lamberg se descalzó, acercó los pies al fuego, resopló con pesadez. ¿Te quedas?, le preguntó el viejo. Hoy es sábado, asintió Lamberg sin abrir los ojos. Reichardt buscó su manta y se recostó también. Álvaro se levantó y dijo que debía volver a casa. Su caballo dejó un galope flotando entre los grillos. Hans y el organillero se quedaron conversando en voz baja hasta que sus murmullos se hicieron cada vez más esporádicos, más inconexos. Poco después, en los alrededores de la cueva sólo se oían chispas y ronquidos.

Ronquidos, chispas, grillos, aves. Las estrellas parecen polvo fresco. El organillero duerme con la boca tan abierta que algún sapo podría elegirla como refugio. Lamberg respira por la nariz, la mandíbula apretada como un mecanismo. Franz ha buscado la manta de su dueño y de él sólo asoma un extremo del rabo. Dependiendo de quién seas, piensa Hans, pasar la noche a la intemperie te hace sentir indefenso o invulnerable. Todavía es temprano para él. Rodeado de durmientes, un poco intruso, trata de conciliar el sueño. Ha probado a escuchar el fuelle de sus propios pulmones, a contar las pequeñas combustiones del fuego, a reconocer los sonidos ululantes del pinar, a observar la posición de sus compañeros e incluso a imaginar con qué están soñando. Pero no se duerme. Es por eso, por una casualidad que pronto lamentará, que puede espiar en silencio los movimientos de Reichardt. Tras un temblor de mantas Reichardt se incorpora, se sacude la camisa, mira a su alrededor varias veces (cuando le llega el turno, Hans cierra los ojos) y se levanta con sigilo. Su semblante no es el mismo. Al resplandor de las llamas, las arrugas se endurecen y los labios dibujan una mueca de cansancio, de asco. Antes de dar un paso Reichardt vuelve a cerciorarse de que todos duermen. Mira el rabo de Franz, que asoma fuera de la manta, tan fijamente que Hans cree que hará algo con él. Reúne sus cosas, hace un nudo con la manta y procede a recolectar todo lo que encuentra en su camino: las alpargatas de Lamberg, el sombrero y las botellas del organillero, restos de víveres, el pañuelo desatado de Hans, las monedas que guarda en un bolsillo de la levita. Cuando siente el roce de la mano de Reichardt hurgando en su costado, Hans no puede evitar una contracción mínima. Lo suficiente para que Reichardt se detenga en el acto, retire la mano y le busque la cara. Entonces descubre sus ojos vigilantes. Las miradas de ambos se cruzan con violencia. Reichardt sostiene las monedas en la palma de la mano. Hans no acierta a decir palabra. En vez de apartarse, Reichardt se queda escrutándolo sin hacer ademán de improvisar ninguna excusa. Hans no alcanza a entender si esa pausa le pide permiso o lo amenaza. Al principio cree ver en la expresión de Reichardt un asomo de sorpresa, después le parece un gesto de desprecio. Finalmente Hans abre del todo los ojos, aguza la vista y tiene la certeza de que es una mueca humillada: Reichardt es capaz de robar a sus amigos, pero quizá no de hacerlo mientras uno de ellos está mirando.

Confuso y más sobresaltado que el propio Reichardt, Hans hace algo que no se ha propuesto, algo que Reichardt no esperaba y que lo alivia tanto como lo daña: vuelve a cerrar los ojos. Sin perder más tiempo, con una mezcla de vergüenza, gratitud y rencor, Reichardt reanuda sus movimientos. Toma el birrete de Hans, lo suma a su botín y echa a correr por el camino.