I

Aquí la luz es vieja

¿Tie-ne frí-o-o?, gritó el cochero con la voz entrecortada por los saltos del carruaje. ¡Voy bie-e-en, gra-cias!, contestó Hans tiritando.

Los faroles se desenfocaban al ritmo del galope. Las ruedas escupían barro. A punto de partirse, los ejes se torcían en cada bache. Los caballos inflaban las mandíbulas y soltaban nubes por la boca. Sobre la línea del horizonte rodaba una luna opaca.

Hacía rato que Wandernburgo se dibujaba a lo lejos, al sur del camino. Pero, pensó Hans, como suele pasar al final de una jornada agotadora, aquella pequeña ciudad parecía desplazarse con ellos. Encima de la cabina el cielo pesaba. Con cada latigazo del cochero el frío se envalentonaba y oprimía el contorno de las cosas. ¿Fal-ta-a mu-cho?, preguntó Hans asomando la cabeza por la ventanilla. Tuvo que repetir dos veces la pregunta para que el cochero saliera de su ruidosa atención y, señalando con la fusta, exclamase: ¡Ya-a lo ve us-te-e-ed! Hans no supo si eso significaba que faltaban pocos minutos o que nunca se sabía. Como era el último pasajero y no tenía con quién hablar, cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, vio una muralla de piedra y una puerta abovedada. A medida que se acercaban Hans percibió algo anómalo en la robustez de la muralla, una especie de advertencia sobre la dificultad de salir, más que de entrar. A la luz ahogada de las farolas divisó las siluetas de los primeros edificios, las escamas de unos tejados, torres afiladas, ornamentos como vértebras. Tuvo la sensación de ingresar en un lugar recién desalojado, de que los golpes de los cascos y las sacudidas de las ruedas sobre los adoquines producían demasiado eco. Todo estaba tan quieto que parecía que alguien los espiaba conteniendo la respiración. El carruaje giró en una esquina, el sonido del galope se ensordeció: ahora el suelo era de tierra. Atravesaron la calle del Caldero Viejo. Hans divisó un letrero de hierro balanceándose. Le indicó al cochero que parase.

El cochero descendió del pescante y al pisar tierra pareció desconcertado. Dio dos o tres pasos, se miró los pies, sonrió con extravío. Acarició el lomo del primer caballo, le susurró unas palabras de gratitud a las que el animal replicó resoplando. Hans lo ayudó a desatar las cuerdas de la baca, a retirar la lona mojada, a bajar su maleta y un gran arcón con manijas. ¿Qué lleva aquí, un muerto?, se quejó el cochero dejando caer el arcón y frotándose las manos. Un muerto no, sonrió Hans, unos cuantos. El cochero soltó una carcajada brusca, aunque una ráfaga de alarma le cruzó el rostro. ¿Usted también va a pasar la noche aquí?, preguntó Hans. No, explicó el cochero, yo sigo hasta Wittenberg, ahí conozco un buen sitio para dormir y hay una familia que necesita ir a Leipzig. Después, mirando de reojo el letrero que chirriaba, agregó: ¿Seguro que no quiere seguir un poco más? Gracias, dijo Hans, aquí está bien, necesito descansar. Como quiera, señor, como quiera, dijo el cochero antes de carraspear varias veces. Hans le pagó, rechazó las monedas que sobraban y se despidió de él. A sus espaldas sonó un latigazo, el estremecimiento de la madera, la percusión de los cascos alejándose.

Fue al quedarse solo con su equipaje frente a la posada cuando notó aguijones en la espalda, un vaivén en los músculos, un zumbido en las sienes. Conservaba la sensación del traqueteo, las luces seguían pareciendo parpadeantes, las piedras movedizas. Hans se frotó los ojos. Las ventanas empañadas no dejaban ver el interior de la posada. Llamó a la puerta, de la que aún colgaba una corona navideña. Nadie acudió. Probó el picaporte helado. La puerta cedió a empujones. Divisó un pasillo alumbrado con candiles de aceite que pendían de un garfio. Sintió el beneficio cálido del interior. Al fondo del pasillo se oía un alborotar de chispas. Hans arrastró con esfuerzo la maleta y el arcón dentro de la posada. Permaneció debajo de un candil, intentando recobrar la temperatura. Se sobresaltó al reparar en el señor Zeit, que lo miraba tras el mostrador de la recepción. Iba a ir a abrirle, dijo. El posadero se movió con extrema lentitud, como si se hubiera quedado atrapado entre el mostrador y la pared. Tenía una barriga en forma de tambor. Olía a tela viciada. ¿De dónde viene usted?, preguntó. Ahora vengo de Berlín, dijo Hans, aunque eso en realidad no importa. A mí sí me importa, caballero, lo interrumpió el señor Zeit sin sospechar que Hans se refería a otra cosa, ¿y cuántas noches piensa quedarse? Supongo que una, dijo Hans, no estoy seguro. Cuando lo sepa, contestó el posadero, por favor comuníquemelo, necesitamos saber qué habitaciones van a estar disponibles.

El señor Zeit buscó un candelabro. Condujo a Hans a través del pasillo, después por unas escaleras. Hans miraba su figura oronda escalando cada peldaño y temió que se le viniera encima. Toda la posada olía a aceite quemándose, al azufre de las mechas, a jabón y sudor mezclados. Pasaron la primera planta y siguieron subiendo. A Hans le extrañó observar que las habitaciones parecían desocupadas. Al llegar a la segunda planta, el posadero se detuvo frente a una puerta con un número siete escrito en tiza. Recuperando el aliento, aclaró con orgullo: La siete es la mejor. Sacó de un bolsillo un aro, un aro sufrido, cargado de llaves, y tras varios intentos y maldiciones en voz baja, entraron en la habitación.

Candelabro en mano, el posadero fue haciendo un surco en la oscuridad hasta llegar a la ventana. Al abrir los postigos, la ventana emitió un acorde de maderas y polvo. La luz de la calle era tan débil que, más que alumbrar la habitación, se sumó a la penumbra como un gas. Por las mañanas es bastante soleada, explicó el señor Zeit, está orientada al este. Hans forzó la vista entornando los párpados. Distinguió una mesa, dos sillas. Un catre, mantas de lana plegadas encima de él. Una tina de estaño, un orinal con óxido, un aguamanil sobre un trípode, una jarra. Una chimenea de ladrillos y piedra, con una pequeña cornisa en la que parecía imposible apoyar cualquier objeto (sólo la tres y la siete tienen chimenea, anunció el señor Zeit), algunos utensilios herrumbrosos a un costado: un badil, una pala, unas tenazas ennegrecidas, una escobilla casi pelada. Dentro de la chimenea había dos troncos calcinados. En la pared opuesta a la puerta, entre la mesa y la tina, a Hans le llamó la atención un cuadrito que le pareció una acuarela, aunque no pudo verlo bien. Una cosa más, concluyó en tono solemne el señor Zeit acercando el candelabro a la mesa y deslizando una mano sobre ella: esto es roble. Hans acarició la mesa con agrado. Se fijó en los candelabros con velas de sebo, en el quinqué herrumbroso. Me la quedo, dijo Hans. Inmediatamente sintió cómo el señor Zeit lo despojaba de la levita para engancharla en uno de los clavos que asomaban junto a la puerta: el perchero.

¡Mujer!, gritó el posadero como si hubiera amanecido de repente, ¡mujer, ven!, ¡un huésped! Enseguida se oyeron unos pasos ascendiendo. Tras la puerta apareció una mujer ancha, vestida con una saya de algodón y un delantal con un bolsillo enorme entre los pechos. Al revés que su marido, la señora Zeit se movía con brusquedad y eficacia. En un instante mudó las sábanas del catre por otras no tan amarillas, dio un barrido fugaz al cuarto, bajó a llenar la jarra. En cuanto la trajo de vuelta Hans bebió en abundancia, casi sin respirar. ¿Le subes el equipaje?, sugirió el señor Zeit. Ella suspiró. Su marido decidió que ese suspiro significaba sí, saludó a Hans con la cabeza y se perdió por las escaleras.

Boca arriba en el catre, Hans tanteó la aspereza de las sábanas con la punta de los pies. Al entornar los párpados, le pareció escuchar rasguños bajo las tablas del suelo. Mientras el sopor lo envolvía y todo dejaba de importarle, se dijo: Mañana junto mis cosas y me voy a otro sitio. Si se hubiera acercado al techo con una vela, habría descubierto las grandes telarañas de las vigas. Entre las telarañas un insecto asistió al sueño de Hans, hilo por hilo.

Se levantó tarde con un hueco en el estómago. Un sol tibio caracoleaba sobre la mesa, se derramaba en las sillas como un jarabe. Hans se lavó en el aguamanil, abrió su maleta, se vistió. Después se acercó al cuadrito y confirmó que se trataba de una acuarela. El marco le pareció demasiado aparatoso. Al descolgar la acuarela para examinarla, descubrió un espejito en el reverso. Volvió a colgarla con el espejo de frente. Llenó el aguamanil con el agua que quedaba en la jarra, partió un trozo de jabón, buscó su brocha, su navaja, sus esencias. Se afeitó silbando sin saber qué silbaba.

Mientras bajaba por las escaleras se cruzó con el señor Zeit, que traía un cuaderno y subía los peldaños como si los contara. El señor Zeit le pidió que le pagara la noche antes de desayunar. Es norma de la casa, dijo. Hans volvió a su habitación y salió con el importe exacto más un gros de propina, que le entregó al posadero con una sonrisa irónica. Una vez en la planta baja, curioseó por la posada. Al fondo del pasillo vio una sala grande con un hogar y una marmita sobre el fuego. Frente al hogar descansaba un sofá que, según comprobó Hans, empezaba a hundirse en cuanto alguien se sentaba. Al otro lado del pasillo había una puerta distinta que, supuso, sería la vivienda de los Zeit, junto a un pequeño abeto decorado con una exquisitez que le pareció impropia de ellos. Encontró un patio trasero con letrinas y un pozo. Aprovechó una de las letrinas, volvió reconfortado. Entonces lo atrajo una ráfaga de aromas. Se acercó a paso rápido y vio a la señora Zeit cortando acelgas en la cocina. Como inertes guardianes colgaban jamones, longanizas, morcillas, tocinos. Una olla hervía en la lumbre. Las hileras de sartenes, cucharones, calderos y cazuelas descomponían la mañana en radios. Llega tarde, siéntese, ordenó la señora Zeit sin levantar la vista del cuchillo. Hans obedeció. Normalmente servimos el desayuno en la sala, continuó la señora Zeit, pero siendo la hora que es mejor tómelo aquí, no puedo descuidar el fuego. A lo largo de la mesada se extendían las verduras, la carne encharcada, la piel ondulante de las patatas. Un grifo tintineaba sobre una pila colmada de cacharros. Debajo se acumulaban espuertas con leña, carbón, cisco. Al fondo, entre botijos y cántaros, se apretujaban sacos de legumbre, arroz, harina, sémola. La señora Zeit se secó las manos en el delantal. Abrió de un solo corte una barra de pan, la untó de jalea. Puso una taza delante de Hans, la llenó de leche de oveja, añadió un chorro de café hasta desbordarla. ¿Va a querer huevos?, preguntó.

Recordando la desolación de la noche anterior, Hans se sorprendió de la actividad de Wandernburgo, del trajín de sus calles. Aunque en el bullicio se insinuaba cierta cautela, Hans se rindió a la evidencia de que la ciudad estaba habitada. Caminó sin rumbo definido. Varias veces creyó perderse por las callejuelas inclinadas, otras tantas regresó al mismo punto. Comprobó que los cocheros de Wandernburgo evitaban frenar para no dañar las bocas de sus caballos, y apenas le dejaban un instante para apartarse. A lo largo del paseo notó que los visillos se corrían y descorrían. Hans había intentado sonreír cortésmente hacia algunas de esas ventanas, pero las sombras se retiraban de inmediato. Una nieve ligera amagó con blanquear el aire, la niebla la engulló. También las palomas, cuando aleteaban por encima de Hans, volteaban la cabeza para mirarlo. Aturdido por las curvas de las calles, con los pies doloridos por los adoquines, Hans se detuvo a descansar en la plaza del Mercado.

La plaza del Mercado era el punto donde confluían todas las direcciones de Wandernburgo, el centro de su mapa. En un extremo estaba el ayuntamiento con su tejado rojo, su fachada puntiaguda. En el extremo opuesto se elevaba la Torre del Viento. Oteándola desde el empedrado, lo que más destacaba era el reloj cuadrado que salpicaba la hora sobre la plaza. Contemplada a su altura, sin embargo, lo más impresionante de la torre era la aguja de la veleta que temblaba, crujía, erraba.

Además de los puestos de alimentos donde la gente hacía sus compras, a la plaza del Mercado acudían campesinos de los alrededores con sus carros cargados de productos. Otros se ofrecían como jornaleros para las labores del día. Por alguna razón que Hans no alcanzó a entender, los comerciantes pregonaban sus mercancías en voz baja y los tratos se cerraban casi al oído. Compró fruta en un puesto. Vagó otro rato y se entretuvo contando los visillos que se alteraban a su paso. Cuando alzó la vista hacia el reloj de la Torre del Viento, cayó en la cuenta de que acababa de perder la posta de la tarde. Resignado, describió tres o cuatro espirales hasta dar nuevamente con la calle del Caldero Viejo. La noche había caído como una tabla.

Transitando las calles de Wandernburgo al anochecer, entre arcos mohosos y farolas esporádicas, Hans recobró las sensaciones que lo habían asaltado a su llegada. Confirmó que los vecinos se retiraban pronto, por no decir que huían despavoridos a sus hogares. El relevo de la gente lo tomaban gatos y perros, que campaban a sus anchas enredándose entre sí, royendo los restos de comida que quedaban a la intemperie. Justo antes de entrar a la posada, mientras se percataba de la desaparición de la corona navideña, Hans escuchó el salmo de un sereno que doblaba la esquina con la cabeza encapuchada y un lanzón con una luz tenue en la punta:

¡A casa, gente, vamos!

En la iglesia han tocado seis campanas,

vigilad vuestro fuego y vuestras lámparas.

¡Loado Dios! ¡Loado!

El señor Zeit lo recibió con extrañeza, como si hubiera esperado que su huésped se esfumase sin avisar. En la posada todo volvía a estar quieto, aunque al pasar junto a la cocina Hans vio seis platos sucios apilados en la mesada, de lo que dedujo que había otros cuatro huéspedes. Ese cálculo no era exacto: mientras se dirigía a la escalera, una silueta fina atravesó la puerta de la vivienda de los Zeit sosteniendo un abeto navideño y una caja de bujías. Le presento a Lisa, mi hija, se anticipó la señora Zeit pasando velozmente por el pasillo. El señor Zeit, encajonado entre el mostrador y la pared, oyó el silencio que se hizo después y gritó: ¡Lisa, saluda al señor! Lisa le dedicó a Hans una mirada de pícaro interés, alzó los hombros con suavidad y entró en la vivienda sin decir una palabra.

Los Zeit habían tenido siete hijos. Tres estaban casados, dos habían muerto de sarampión. Con ellos vivían Lisa, la mayor, y Thomas, un niño saltimbanqui que no tardó en irrumpir en la sala mientras Hans comía pastas y pan con mantequilla. ¿Tú quién eres?, dijo Thomas. Yo soy Hans, dijo Hans, y Thomas contestó: Entonces no sé quién eres. Acto seguido le birló una pasta, hizo una pirueta y desapareció por el pasillo.

Cuando oyó los pasos de Hans subiendo los primeros peldaños, el posadero hizo un esfuerzo por liberar su barriga y fue a preguntarle si pensaba irse mañana. Hans ya había decidido que sí, pero la insistencia del señor Zeit lo hizo sentirse expulsado, y por llevarle la contraria contestó que no lo sabía. El posadero pareció alegrarse extraordinariamente con la respuesta, incluso tuvo la inesperada amabilidad de consultarle si necesitaba algo para la habitación. Hans le dijo que no y le dio las gracias. Viendo que el señor Zeit no se movía, añadió en tono amistoso que, salvo la plaza del Mercado, las calles de Wandernburgo le parecían un poco oscuras y mencionó el alumbrado de gas de Berlín o Londres. Aquí no necesitamos tanta luz, sentenció el señor Zeit subiéndose el pantalón, tenemos buena vista y costumbres ordenadas. Salimos de día, dormimos de noche. Nos acostamos temprano, madrugamos. ¿Para qué queremos gas?

Boca arriba en el catre, bostezando con una mezcla de cansancio y perplejidad, Hans se prometió seriamente: Mañana junto mis cosas y me voy a otro sitio.

La noche ladraba, maullaba.

En lo alto de la Torre del Viento, perforando la niebla, la veleta parecía salirse de su gozne.

Tras un nuevo paseo sobre la escarcha, Hans tuvo la impresión absurda de que el plano de la ciudad se desordenaba mientras todos dormían. ¿Cómo podía extraviarse tanto? No lograba explicárselo: la taberna donde había almorzado aparecía en la esquina opuesta a la que su memoria le indicaba, la herrería que debía estar girando a la derecha lo sobresaltaba con sus golpes por la izquierda, esa cuesta que sin duda bajaba se ofrecía de pronto empinada, cierto pasaje que él recordaba haber atravesado y que debía desembocar en una avenida se interrumpía en una tapia ciega. Desafiado en su orgullo de viajero, tras negociar con un cochero un asiento en el próximo carruaje hacia Dessau, Hans mantuvo su empeño por identificar las callejuelas que recorría. Pero lo mismo acertaba dos o tres veces y cantaba victoria, que se desalentaba comprobando que había vuelto a perderse. El único lugar que se mostraba invariablemente accesible era la plaza del Mercado, a la que regresaba sin cesar para orientarse. Ahí estaba Hans de nuevo, haciendo tiempo hasta la salida del carruaje, intentando fijar en su mente los puntos cardinales, vuelto un reloj de sol que proyectaba una lanza de sombra sobre el empedrado, cuando vio llegar al organillero.

De barbas canas, moviéndose con una mezcla de dificultad y delicadeza, como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas. El viejo iba abrigado, si no es mucho decir, con un capote pardo y una capa traslúcida. Se detuvo en un costado de la plaza. Acomodó sus cosas con extrema parsimonia, como ensayando la mímica de lo que haría más tarde. Al terminar de instalarse levantó el maltrecho paraguas que llevaba atado al mango de la carretilla. Lo abrió cuidadosamente y lo colocó sobre el organillo, para que la nevisca no le cayera a su instrumento. Este último gesto conmovió a Hans, que se quedó esperando a que el organillero empezase a tocar.

El viejo no tenía ninguna prisa o disfrutaba de la demora. Bajo sus barbas se insinuaba una sonrisa de complicidad con su perro, que lo miraba alzando las orejas triangulares. El tamaño del organillo era modesto: encaramado a la carretilla apenas superaba la cintura del viejo, por lo que él debería encorvarse incluso más para tocarlo. La carretilla estaba pintada de verde y naranja. La madera de las ruedas había sido roja. Recubiertas por un aro que a duras penas las mantenía compactas, esas ruedas no eran redondas sino de otra forma más accidentada, golpeadas como el tiempo que llevaban rodando. El frontal del instrumento había sido decorado con un paisaje de primor infantil, que figuraba un río con árboles.

Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.

Regresando a sus pies, Hans se extrañó al notar que nadie parecía atender a la música del organillo. Los transeúntes pasaban sin mirarlo, acostumbrados a su presencia o demasiado apresurados. Por fin un niño se detuvo frente al organillero. El viejo lo saludó con una sonrisa a la que el niño respondió tímidamente. Dos zapatos enormes se posaron detrás de sus cordones desatados y una voz se agachó diciendo: No mires al señor, ¿no ves cómo va vestido?, no lo molestes, vamos, vamos. Delante del viejo relucía un plato en el que de vez en cuando alguien depositaba una monedita de cobre. Hans observó que quienes tenían esa deferencia tampoco se tomaban un minuto para seguir la melodía, lo hacían como dejando caer una limosna. Pero el organillero no perdía la concentración, la cadencia de la mano.

Al principio Hans se limitó a contemplar al viejo. Después, como despertando de un sueño, cayó en la cuenta de que él también formaba parte de la escena. Se acercó con sigilo y, procurando transmitirle su atención, se agachó para dejarle una recompensa que dobló la cantidad que había en el plato. Entonces el organillero, por primera vez desde que había llegado, alzó del todo la cabeza. Le dedicó una mirada franca, de reposada alegría, y siguió tocando sin inmutarse. Hans pensó que el viejo no había detenido la manivela porque sabía que él estaba gozando de la música. Con más sentido práctico, el perro del organillero sí pareció hallar conveniente algún tipo de protocolo: entrecerró los ojos como si hubiera salido el sol, abrió desmesuradamente la boca y desplegó su larga lengua rosada.

Cuando el organillero se tomó un descanso, Hans decidió dirigirse a él. Conversaron un rato ahí mismo, de pie, empapados por la nevisca. Hablaron del frío, del color de los árboles de Wandernburgo, de las diferencias entre la mazurca y la cracoviana. A Hans lo cautivaron los modales cuidadosos del organillero, y a este le agradó el timbre profundo de la voz de Hans. Consultando el reloj de la Torre del Viento, y calculando que le quedaba una hora antes de regresar a la posada para recoger su equipaje y esperar el coche, Hans invitó al organillero a beber algo en una de las tabernas de la plaza. El organillero aceptó el ofrecimiento con una inclinación y dijo: En ese caso tendré que presentarlos. Le preguntó su nombre a Hans y añadió: Franz, te presento al señor Hans, señor Hans, le presento a Franz, mi perro.

Hans tuvo la impresión de que el organillero lo seguía como si esa mañana hubiera estado esperándolo. A mitad de camino el viejo se detuvo a saludar a unos mendigos. Intercambió con ellos unas frases que denotaban familiaridad y al despedirse les entregó la mitad del contenido de su plato, reanudando la marcha sin mayores ceremonias. ¿Siempre hace eso?, le preguntó Hans señalando a los mendigos. ¿El qué?, dijo el organillero, ¿lo de las monedas?, no, no podría permitírmelo, hoy les he dado lo que usted me dio para que vea que no acepto su invitación por interés, sino porque me cae simpático.

Cuando llegaron a la puerta de la Taberna Central, el viejo le ordenó a Franz que esperase fuera. Entraron custodiando el instrumento, Hans delante, el organillero detrás. La Taberna Central estaba repleta. La suma de las estufas, el horno y el tabaco formaba un tejido caliente donde las voces, las respiraciones, los olores quedaban atrapados. Las volutas que despedían los fumadores adquirían forma de costilla, un animal de humo devoraba a los clientes. Hans torció el gesto. Con dificultad, procurando que el organillo no sufriera ningún daño, ganaron un pequeño lugar frente a la barra. El organillero mantenía una sonrisa distraída. Más incómodo, Hans parecía un príncipe espiando un carnaval. Pidieron cerveza de trigo, brindaron con los codos apretados, continuaron su charla. Hans le comentó al viejo que ayer no lo había visto. El organillero le explicó que en invierno iba a la plaza del Mercado todas las mañanas, pero por las tardes no, que refrescaba. Hans seguía teniendo la sensación de que faltaba el primer tema, de que ambos conversaban como si ya se hubieran dicho todo lo que no se habían contado. Pidieron otras dos cervezas y más tarde otras dos. Qué rica, dijo el viejo con la barba teñida de espuma. Vista a través de su jarra, la sonrisa de Hans se combó.

Ha venido un cochero preguntando por usted, anunció el señor Zeit, lo esperó unos minutos y se fue muy molesto. Después, pensativo, como si se tratase de una ardua conclusión, exclamó: ¡Hoy ya es martes! Por seguirle la corriente, Hans contestó: Martes, exacto. El señor Zeit pareció complacido y le preguntó si iba a quedarse más noches. Hans dudó, esta vez sinceramente, y dijo: No creo, tengo que ir a Dessau. Y como había vuelto de buen ánimo, añadió: Aunque nunca se sabe.

Hundida en el sofá de la sala, anaranjada frente al fuego, la señora Zeit zurcía calcetines de un tamaño desmesurado: Hans se preguntó si serían de su marido o suyos. Al verlo entrar, ella se puso en pie. Le comunicó que su cena estaba lista y le pidió que no hiciera ruido porque los niños acababan de acostarse. Casi en el acto Thomas la contradijo irrumpiendo a la carrera con un puñado de soldaditos de plomo. Al toparse con su madre se frenó y dejó en el aire, temblando, un pie pálido y pequeño. Y con la misma velocidad con la que había llegado, se perdió en dirección contraria. Se oyó un portazo dentro de la casa de los Zeit. De inmediato una voz adolescente y aguda chilló el nombre de Thomas y algunas quejas más que no alcanzaron a entenderse. Demonio, murmuró entre dientes la posadera.

En el catre, con la boca medio abierta como si esperase una gota del techo, Hans se escuchó pensar: Por supuesto mañana, a más tardar pasado, junto mis cosas y me marcho. Mientras perdía la consciencia le pareció que unos pasos livianos se desplazaban por el pasillo y se detenían frente a su habitación. Incluso creyó percibir una respiración algo agitada al otro lado de la puerta. Tampoco podía estar seguro. A lo mejor se trataba de su propia respiración, cada vez más profunda, de su propia respiración, de su propia, de su, de.

Hans había ido a la plaza del Mercado a buscar al organillero. Lo había encontrado en el mismo rincón, en la misma postura. Al verlo llegar, el viejo le había hecho una señal al perro y Franz había salido a recibirlo haciendo oscilar el rabo como un metrónomo. Habían almorzado juntos sopa tibia, queso de oveja duro, pan con paté de hígado, varias cervezas. El organillero había terminado su jornada y ahora caminaban juntos por el Paseo del Río hacia la Puerta Alta, límite entre el núcleo urbano de Wandernburgo y el campo. Tras haber protestado cuando Hans había pagado el almuerzo, el viejo había insistido en invitarlo a merendar a su casa.

Marchaban a la par, esperándose mutuamente cada vez que el organillero se detenía para tomarse un respiro con la carretilla, Hans se entretenía curioseando en alguna calle o Franz hacía un alto para orinar aquí y allá. Y hablando de todo un poco, dijo Hans, ¿cuál es su nombre? Verás, empezó a tutearlo el viejo, es un nombre feo, y como nunca lo digo ya casi ni me acuerdo. Llámame organillero, sin más, es el mejor nombre que tengo. ¿Y tú cómo te llamas? (Hans, dijo Hans), eso ya lo sé, ¿pero cómo es tu nombre? (Hans, repitió Hans riéndose), bueno, qué más da, ¿no?, ¡eh, Franz!, haz el favor, ¿podrías no mear en cada piedra?, hoy tenemos un invitado en casa, compórtate, va a oscurecer y todavía no hemos llegado, muy bien, así me gusta.

Atravesaron la Puerta Alta. Pasaron a un camino de tierra más angosto y el campo se abrió ante ellos liso, blanqueado. Hans vio por primera vez la inmensidad de la pradera, que dibujaba una U al sur y al este de Wandernburgo. A lo lejos divisó los cercos de la zona de cultivos, los pastos yertos para el ganado, los trigales sembrados en su helada espera. Al final del camino distinguió un puente de madera, la cinta del río y detrás un pinar con colinas rocosas. Fue entonces cuando Hans, extrañado de que no hubiera casas a la vista, se preguntó adónde lo estarían llevando. Intuyendo los pensamientos de Hans, y a la vez incrementando su confusión, el organillero soltó la carretilla un momento, lo tomó de un brazo y dijo: Ya estamos llegando.

Hans calculó que desde la plaza del Mercado habrían recorrido más de media legua. Si hubiera podido escalar las colinas rocosas que veía tras el pinar, habría oteado la extensión del campo y la ciudad completa. Habría podido avistar el camino principal por el que había llegado la primera noche, que rozaba el extremo este de la ciudad y que en aquel momento transitaban unas cuantas diligencias hacia el norte, en dirección a Berlín, o en dirección a Leipzig, hacia el sur. En el extremo opuesto, al oeste del campo, removían el aire las aspas de los molinos alrededor de la fábrica textil, cuya chimenea de ladrillos envenenaba el cielo. Dentro de los terrenos cercados, los puntos diminutos de algunos campesinos se dispersaban ejecutando las primeras labores de alza, arañando la tierra lentamente. Y discurriendo entre todo, sigiloso testigo, serpenteaba el Nulte. El Nulte era un río anémico, sin caudal para ser navegado. Sus aguas parecían viejas, resignadas. Custodiado por dos hileras de álamos, el Nulte surcaba el valle como pidiendo ayuda. Visto desde lo alto de las colinas, era un rizo de agua doblado por el viento. Menos un río que el recuerdo de un río. El río de Wandernburgo.

Cruzaron el pequeño puente de madera que pasaba por encima del Nulte. El pinar y las colinas rocosas eran lo único que parecían tener por delante. Hans no se atrevía a preguntar nada, en parte por educación y en parte porque, fueran adonde fuesen, le había gustado conocer las afueras de la ciudad. Atravesaron el pinar casi en línea recta. El viento zumbaba entre las ramas, el organillero contestaba a los zumbidos silbando y Franz contestaba a los silbidos ladrando. Cuando estuvieron al pie de las primeras rocas, Hans se dijo que la única alternativa que les quedaba era traspasar las piedras.

Y, para su sorpresa, eso fue lo que hicieron.

El organillero se detuvo frente a una cueva y empezó a descargar su carretilla. Franz entró corriendo y salió con un trozo de arenque entre los colmillos. Lo primero que pensó Hans fue que aquello era un disparate. Lo segundo fue que, bien mirado, era una maravilla. Y que hacía mucho tiempo que nadie lo asombraba tanto como ese viejo, que ahora volvía a sonreírle. Adelante, dijo el organillero estirando un brazo en señal de bienvenida. Devolviéndole una teatral reverencia, Hans se alejó unos pasos para apreciar mejor el entorno de la cueva. Estudiada con atención, y olvidando que aquello no tenía el menor parecido con una casa, la cueva no podía estar mejor situada. Estaba rodeada de pinos, los suficientes para suavizar las corrientes de aire o las lluvias sin obstaculizar el acceso. Se encontraba a poca distancia de un recodo del Nulte, así que el agua estaba garantizada. A diferencia de otros sectores del pie de la colina, desprovistos de verde y embarrados, una hierba compacta agraciaba la entrada de la cueva. Como corroborando las conclusiones de Hans, el organillero dijo: De todas las grutas y cuevas de la colina, esta es la más acogedora. Al agacharse para pasar, Hans comprobó que el interior conservaba una temperatura más agradable de lo que había imaginado, si bien era muy húmeda. El viejo prendió una yesca, unos velones de sebo. El interior quedó alumbrado y el organillero fue presentándole cada rincón de la cueva como si se tratara de un palacio. Es una gran ventaja que la casa no tenga puertas, empezó a decir, así Franz y yo podemos disfrutar del panorama sin salir de nuestras camas. Como verás, las paredes no son muy lisas que digamos, pero estos salientes le dan variedad a la vivienda y crean un interesante juego de luces, ¡oh, qué luces! (el viejo alzó la voz girando con sorprendente destreza: la vela que sostenía dibujó un tenue círculo en las paredes, amagó con apagarse, permaneció encendida), y además, cómo decirlo, ofrecen una gran cantidad de rincones donde se puede tener intimidad o dormir protegido. Lo de la intimidad (susurró el organillero guiñando un ojo) te lo digo porque Franz es un poquito entrometido, siempre quiere saber qué estoy haciendo, a veces parece que el dueño de casa es él. ¡En fin, no he dicho nada, sigamos! Por aquí tenemos el fondo de la cueva, que como ves es sencillo, pero fíjate qué tranquilidad, qué silencio, sólo se escuchan las hojas. Ah, y sobre la acústica déjame decirte que los ecos son impresionantes, tocar el organillo aquí dentro te hace sentir como si te hubieras bebido una botella de vino de un solo trago.

Hans lo escuchaba fascinado. Aunque lo incomodaban la humedad, la penumbra, la suciedad de la cueva, pensó que sería una idea estupenda pasar ahí la tarde e incluso la noche. El viejo encendió una fogata con algo de retama, restos de forraje, papeles de periódico. Franz había bajado al río a beber agua y había vuelto helado, con el pelaje erizado y las manchas de las patas un poco más pálidas. Cuando vio la fogata, corrió junto a ella y casi se quema el rabo. Hans soltó una carcajada. El organillero le ofreció una damajuana de vino que guardaba en un rincón. Sólo entonces, con el resplandor del fuego que acababan de encender, Hans pudo ver la cueva en toda su altura y observar su peculiar mobiliario. A la entrada, una soga cruzaba la cueva de lado a lado con unas cuantas prendas tendidas. Debajo de la soga, el paraguas se hundía de punta en el suelo. Junto al paraguas se veían dos pares de zapatos, uno de ellos casi deshecho, con bolas de papel dentro. Ordenados por tamaños y pegados a la pared se alineaban vasijas de cerámica, platos, botellas vacías con corcho, jarritas de latón. En una esquina había un jergón de paja, encima un conglomerado de sábanas y trenzas de lana roñosa. Alrededor del jergón, como un tocador devastado, se dispersaban cuencos, tijeras, cajitas de madera, trozos de jabón. Un hatillo de periódicos se sostenía entre dos salientes. Al fondo se apilaban cajas de zapatos llenas de púas, tornillos y un buen número de piezas, utensilios, herramientas para el mantenimiento del organillo. En el centro, impecable, maravillosamente fuera de contexto, resplandecía una alfombra donde posarlo. No había un solo libro a la vista.

La temperatura de la cueva se había dividido. En un radio de medio metro alrededor de la fogata, el aire se había entibiado y acariciaba la piel. Un centímetro más allá, el recinto se enfriaba y endurecía los objetos. Franz parecía dormido o concentrado en calentarse. Hans se frotó las manos, sopló dentro de ellas. Se ajustó el birrete al cráneo, le dio un par de vueltas más a su pañuelo, se levantó las solapas de la levita. Se fijó en el capote raído y sin espesor del organillero, en la flacidez de las costuras, en la erosión de los botones. Oiga, dijo Hans, ¿no tiene frío con ese capote? Bueno, contestó el viejo, ya no es lo que era. Pero me trae buenos recuerdos, y eso también abriga, ¿no?

La fogata se encogía poco a poco.

Unos días después de conocer al organillero, Hans todavía planeaba marcharse de Wandernburgo de un momento a otro. Pero, sin saber muy bien por qué, seguía prorrogando su partida. Además de su manera de tocar, una de las cosas que más le llamaban la atención del organillero era la relación que mantenía con su perro. Franz era un hovawart de frente ancha, hocico atento, cola inquieta y poblada. Economizaba sus ladridos como si fueran monedas. El viejo se dejaba orientar por él cuando iban por el campo, le hablaba y le silbaba las melodías del organillo para que se durmiera. Franz parecía tener una insólita memoria auditiva: si una pieza quedaba interrumpida, el perro protestaba. De vez en cuando ambos intercambiaban miradas de inteligencia, como si percibiesen sonidos inaudibles.

Sin darle demasiados detalles, Hans le había explicado al viejo que en cierta forma era un viajero, que iba de un sitio a otro y paraba en lugares desconocidos para ver cómo eran.

Y que solía quedarse hasta que se aburría, notaba el impulso de irse o encontraba algo mejor que hacer en otro sitio. Un par de días atrás le había propuesto que lo acompañara a Dessau. El organillero, que nunca hacía preguntas que Hans no pareciera dispuesto a contestar, le había sugerido quedarse una semana más haciéndole compañía antes de partir.

Hans solía despertarse tarde, al menos más tarde que esos escasos huéspedes que, a juzgar por los restos de comida, los pasos en las escaleras, el abrir y cerrar de puertas, se alojaban también en la posada. Desayunaba vigilado por la señora Zeit, cuya furiosa pericia con los cuchillos de cocina terminaba de despertarlo, o salía a comer algo en la Taberna Central. Leía un rato, se tomaba un café, o para ser exactos dos, y después iba a buscar al organillero. Lo escuchaba tocar, lo miraba girar la manivela dejando que su memoria diese vueltas. Al compás del rodillo pensaba en la multitud de lugares que había visitado, en los viajes que aún le quedaban por hacer, en gente de la que no siempre quería acordarse. Algunos días, cuando las agujas de la Torre del Viento marcaban la hora de irse, Hans acompañaba al organillero en su camino de regreso. Dejaban atrás el centro de la ciudad, recorrían el Paseo del Río, franqueaban la Puerta Alta, transitaban el angosto camino de tierra hasta el puente, pasaban por encima del murmullo del Nulte y, atravesando el pinar, llegaban a las colinas rocosas. Otros días Hans pasaba más tarde por la cueva, el organillero lo recibía con la damajuana abierta y la fogata encendida. Se entretenían bebiendo vino, hablando, escuchando el río. Tras las primeras noches, Hans le perdió el miedo al camino y se habituó a volver andando a la posada. Franz lo acompañaba un trecho, y lo dejaba solo cuando ya se divisaba el resplandor de la Puerta Alta. El señor Zeit se levantaba a abrirle con los mofletes rayados, gruñía, maldecía entre dientes, roncaba de pie. Él subía a acostarse preguntándose cuánto tiempo más soportaría aquel catre desvencijado.

Los Zeit se levantaban al alba, cuando Hans llevaba apenas unas horas durmiendo. El padre los reunía, leía un breve pasaje de la Biblia y los cuatro desayunaban en su vivienda. Después se dispersaban, marchando cada uno a sus tareas. El señor Zeit se apostaba detrás del mostrador de recepción, extendía el periódico sobre el formidable atril de su vientre y dejaba pasar las horas hasta poco antes del mediodía, cuando salía a ocuparse de algunos pagos y facturas. En el camino de vuelta paraba a beber unas cervezas y enterarse de las novedades de los vecinos, lo que según él formaba parte de su trabajo. Mientras tanto la señora Zeit afrontaba una larga serie de labores que incluía cocinar, ir a por leña, planchar, revisar las habitaciones, y que no concluía hasta después de la cena, con los últimos zurcidos frente a la lumbre. Entonces desarrugaba la frente, cambiaba el delantal por una prenda ligera de franela que se empeñaba en llamar quimono, y se paseaba con ella por el dormitorio contoneándose con una mezcla de tristeza y remota gracia.

Thomas se marchaba a la escuela acompañado por su hermana Lisa. Además de brincar a todas horas y dejar los deberes a medias, el niño tenía una costumbre que enfurecía a su hermana: adoraba aliviarse el vientre soltando pequeños gases. Cada vez que lo hacía, Lisa abandonaba la habitación que compartían e iba a buscar a su madre para que lo reprendiera. Mientras la señora Zeit gritaba encolerizada amenazando con castigarlo, Thomas empezaba de nuevo. Así, entre pedito y risa, entre risa y pedito, terminaba de vestirse. Regresaba para comer, volvía a clase y, dos veces por semana, asistía a catequesis. Lisa no iba a la escuela, aunque siempre había sido más aplicada que su hermano para aprender lo que le enseñaban. Después de acompañarlo Lisa volvía para ayudar en la posada, ir a comprar a la plaza del Mercado o lavar ropa en el Nulte, la tarea más dura del invierno, cuando había que buscar tramos líquidos en el hielo. Lisa era alta para su edad y bastante delgada, aunque en el último año había comenzado a dejar de serlo, de lo cual se sentía orgullosa y vagamente asustada. Tenía una piel muy suave, de vello leve, salvo las manos: en contraste con la tersura del cuello o los hombros, las manos de Lisa estaban arrasadas. Los nudillos enrojecidos, los dedos despellejados, el nacimiento de las muñecas quemado por el agua gélida. Hans lo advirtió una mañana en que quiso darse un baño caliente. Lisa acudió a llenar la bañera subiendo y bajando cazos de agua hervida. De pronto él se quedó mirando sus manos, ella las retiró avergonzada y las escondió detrás de la espalda. Hans, apenado, trató de darle conversación para distraerla. Lisa pareció aceptar la estratagema y le dirigió, por primera vez desde su llegada, más de dos frases seguidas. A Hans le sorprendió la desenvoltura y sagacidad de aquella chica que al principio había creído tímida. Cuando la bañera estuvo colmada hasta el borde, él se volvió para abrir su maleta y tuvo la sensación de que Lisa se demoraba en salir de su habitación. En cuanto la puerta se cerró, se sintió ridículo por haberse planteado esa posibilidad.

Preocupado por la frugalidad del organillero, que no probaba otra cosa que patatas cocidas, arenques asperjados, sardinas o huevos duros, Hans adquirió la costumbre de llevar a la cueva un poco de carne, un buen queso de oveja o las salchichas que preparaba la señora Zeit. El organillero aceptaba estos manjares y se los cedía a Franz en cuanto Hans se marchaba. Él descubrió la treta y el viejo le explicó que, aunque agradecía su generosidad, hacía muchos años que se había prometido vivir con lo que el organillo proveyera, que para eso él era organillero. Finalmente Hans consiguió convencerlo argumentando que se trataba de cenar juntos. Una noche, mientras compartían frente a la fogata una porción de ternera mechada y un cuenco de arroz con verduras, Hans le preguntó si no se sentía solo en la cueva. Cómo voy a sentirme solo, contestó el organillero masticando, si Franz siempre me vigila, ¿verdad, pillo? (Franz se acercó a lamerle la mano y aprovechó para llevarse media pieza de ternera), además mis amigos vienen a visitarme (¿quiénes?, preguntó Hans), ya los conocerás, ya los conocerás (el organillero se llenó el vaso), seguro que mañana o pasado aparecen por aquí.

En efecto, un par de días más tarde, Hans se encontró con dos invitados al llegar a la cueva: Reichardt y Lamberg. Aunque nadie sabía su edad, era evidente que como mínimo Reichardt le doblaba la edad a Lamberg. Reichardt sobrevivía trabajando de jornalero eventual, ofreciéndose para escardar, arar, segar o desempeñar por unos días las labores de la estación. Vivía a unos veinte minutos de la cueva, hacinado con otros jornaleros, en tierras de la Iglesia. Reichardt era de esos viejos que, por conservar su físico relativamente joven, parecen aun mayores: un cuerpo fibroso donde los residuos de la juventud delataban con más claridad las pérdidas del tiempo. Sufría de rigidez en las articulaciones, tenía grietas en la piel lampiña y una textura como irritada por el castigo del sol. No conservaba más de media dentadura. A Reichardt le gustaba decir palabrotas, disfrutaba de ellas más que del propio tema de conversación. Aquella noche, cuando vio llegar a Hans, lo saludó diciéndole: Mierda, tú eres el tipo que no se sabe de dónde ha salido. Encantado de conocerlo, dijo Hans. ¿No me digas?, contestó Reichardt soltando una carcajada, ¡mierda, organillero, es todavía más delicadito de lo que me habías contado!

A su lado, como de costumbre, Lamberg escuchaba y callaba. A diferencia de Reichardt, que pasaba a menudo por la cueva, Lamberg iba sobre todo los sábados por la noche o los domingos, que era su día de descanso. Trabajaba desde los doce años en la fábrica textil de Wandernburgo. Habitaba en la zona de viviendas que circundaba la fábrica, compartiendo un cuarto cuyo alquiler se le descontaba del sueldo. Iba siempre con los músculos contraídos, como si soportara un perpetuo calambre. A causa de las emanaciones de la fábrica, llegaba a todas partes con los ojos inyectados. Todo lo que miraba fijamente parecía teñirse, arder. Lamberg era de pocas palabras. Jamás levantaba la voz. Rara vez contradecía a su interlocutor. Se limitaba a clavarle de frente, como dos émbolos, su mirada rojiza.

Franz no parecía tener la misma confianza con ambos: mostraba una juguetona familiaridad con Reichardt, al que lamía sin cesar y reclamaba caricias en la barriga, mientras de cuando en cuando olfateaba recelosamente las piernas de Lamberg, como si no terminara de acostumbrarse a su olor. Sentado frente a ellos mientras el vino giraba, Hans observó la manera tan distinta que tenían de emborracharse. Reichardt era un bebedor veterano: hacía numerosos ademanes con el vaso, pero se lo llevaba pocas veces a los labios. Guardaba cierta vigilancia dentro de la embriaguez, parecido al jugador que espera la ebriedad definitiva de sus contrincantes. En la sed de Lamberg había en cambio un atolondramiento juvenil. Aunque, pensó Hans, quizá Lamberg buscaba una inconsciencia fulminante, y por eso bebía como si se tragara no sólo el alcohol sino también las palabras que nunca decía.

Al principio de la noche, Hans hubiera deseado estar a solas con el organillero para poder conversar sosegadamente como solían. Con el paso de las horas, sin embargo, Hans notó que Reichardt empezaba a insultarlo con cariño y que Lamberg ablandaba la mano al palmearle la espalda. De mantenerse en un altivo segundo plano, Hans pasó a una cómica incontinencia. Les narró anécdotas de sus viajes, algunas inverosímiles y verdaderas, otras creíbles y falsas. Después habló de la posada, de cómo cortaba pescado la señora Zeit, cómo Thomas soltaba peditos y Lisa chillaba su nombre. Mientras Hans se balanceaba intentando parecerse al señor Zeit, por primera vez Lamberg soltó una carcajada larga, se quedó desconcertado y la sorbió como un fideo.

Entre el humo de los fumadores y el calor de las estufas, un edil del ayuntamiento se le había acercado a darle los buenos días. Cosa que a Hans le extrañó por partida doble, ya que jamás había visto a ese hombre y además estaba atardeciendo. El edil se había acodado en la barra sonriéndole con una amabilidad manchada de algo. Hans había inclinado la cabeza mientras le daba sorbos a su cerveza de trigo. Pero el edil seguía ahí, y no había venido a saludarlo.

Después de dedicarle algunas frases de protocolo, trufadas de gnädiger Herr, apreciado visitante, estimado señor mío el edil lo miró de otra manera, como enfocando una lente, y Hans supo que entonces le diría lo que había venido a decirle. Estamos encantados de tenerlo entre nosotros, dijo el edil, Wandernburgo es una ciudad que se complace con el turismo, porque usted ha venido a hacer turismo, ¿verdad? (sí, más o menos, contestó Hans), y eso a nosotros, ya le digo, nos complace mucho, ya verá lo hospitalarios que son los wandernburgueses (eso ya lo he notado, acotó Hans), me alegro, me alegro, sepa, en fin, que es usted muy bienvenido. Si me permite la curiosidad, ¿es usted de por aquí, de por la zona?, ¿y piensa quedarse mucho tiempo en nuestra tierra? (estoy de visita, resumió Hans, y vengo de otra parte), ajá, comprendo. (El edil pidió cerveza para ambos chasqueando dos dedos. El camarero llegó corriendo a servirla.) Bueno, bueno, señor mío, da gusto conversar con un hombre de mundo como usted, nos gusta que nos visite gente de mundo. Pensará que peco de indiscreto, en ese caso le ruego que me disculpe, lo mío es simple apego al conocimiento, ya sabe, ¡la curiosidad, amigo!, ¡qué valor fundamental!, así que le decía, y disculpe, que al entrar me fijé en su vestimenta (¿en mi vestimenta?, fingió asombrarse Hans), eso mismo, en su vestimenta, y observándolo me he dicho: este caballero que nos visita es un hombre refinado, qué duda cabe, y eso, ya le digo, nos complace. Ahora bien, también me he dicho: ¿no resulta, en el fondo, algo atrevida? (¿algo atrevida?, dijo Hans dándose cuenta de que la mejor manera de contestar al interrogatorio era repitiendo las preguntas con gesto interesado), ¡atrevida, eso mismo, veo que nos entendemos!, por eso pensé, y se dará cuenta de que se lo digo con mi mejor intención, sugerirle que en la medida de lo posible, y por supuesto dentro de su entera libertad, evite usted excitar la susceptibilidad de las autoridades (el edil volvió a sonreír señalándole su traje clásico alemán, que el régimen restaurado veía con malos ojos), me refiero, claro (se apresuró a añadir, para evitar que Hans repitiera su última frase), al uso de determinadas prendas, especialmente el birrete (¿mi birrete?, dijo Hans. El edil arrugó el ceño). En efecto, el birrete. Dentro de su entera libertad, insisto (comprendo, dijo Hans, es usted muy amable, mi libertad y yo le quedamos muy agradecidos por la sugerencia), bien, muy bien.

Antes de despedirse, para compensar el efecto hostil de sus observaciones o para seguir estudiándolo, el edil lo invitó a una recepción que el ayuntamiento organizaba esa misma noche con motivo del aniversario de cierto prócer local. Irán las mejores familias de Wandernburgo, dijo el edil, ya sabe, gente culta, periodistas, empresarios. Y visitantes ilustres, añadió como adornado por una súbita luz radiante. Hans pensó que lo menos sospechoso, y lo más divertido, sería asistir. Aceptó, imitando los modales rimbombantes del edil. Cuando se quedó solo salió a la plaza del Mercado, oteó el reloj de la Torre del Viento. Calculó que le quedaba el tiempo justo para volver a la posada, darse un baño y cambiarse de ropa.

Para su decepción, Hans no notó nada extraño durante la velada. Más allá del aburrimiento, todo transcurría con lamentable placidez. Por dentro el ayuntamiento era como todos: una combinación de solemnidad y yeso. El edil se había acercado a saludarlo, se había mostrado histriónicamente afectuoso y le había presentado al alcalde Ratztrinker. Excelencia, había pronunciado, tengo el placer de presentarle… El alcalde Ratztrinker, que tenía la nariz picuda y un bigotito brillante, le había dado la mano sin mirarlo y se había desplazado para saludar a otra persona. Contemplado desde las arañas, el salón de recepciones parecía una pista de baile donde se alternaban las curvas de los redingotes, las esclavinas puntiagudas de los carrics, las irrupciones coloridas de los corbatines, el destello parcial de las lámparas en el lustre de los zapatos. Hans había cambiado su levita cerrada hasta el cuello, sus pantalones ceñidos, su pañuelo anudado y su birrete por un frac y un chaleco que, pese a detestarlos, le quedaban bien.

Hablando con unos y otros, conversando con ninguno, Hans había terminado arrinconado en una esquina esperando un momento elegante para marcharse. Entonces había coincidido por casualidad con un señor de vivísimos bigotes y pipa de ámbar que volvía de los aseos. Cuando dos desconocidos critican el tedio de una reunión, significa que se divierten juntos: algo así sucedió con Hans y el señor Gottlieb, quien decía estar fatigadísimo pero no dejaba de mojar el bigote, ave peluda al borde de una fuente. A falta de interlocutores más interesantes, Hans aceptó de buen grado la compañía y se mostró más o menos ingenioso. El señor Gottlieb era el patriarca viudo de una familia pudiente y, según le contó, se había dedicado a la importación de té y al comercio textil, negocios de los que ahora, a su edad, se encontraba retirado. Había dicho a mi edad con un temblor de bigote, lo que había despertado la simpatía de Hans. Al señor Gottlieb pareció entretenerlo el tono informal de la charla. Al cabo de tres vinos y tres bromas, decidió que Hans era un muchacho raro pero bastante agradable, y en un arranque de entusiasmo lo invitó a tomar el té en su casa al día siguiente. Él prometió ir y ambos se despidieron rozando sus copas. La luz de las arañas flotó, se ahogó en el vino.

Cuando Hans se volvió, pisó el pie del edil. ¿Todo bien, caballero?, sonrió el edil frotándose el zapato contra su pantalón como una garza.

La casa Gottlieb estaba a pocos metros de la plaza del Mercado, en una esquina de la calle del Ciervo. La entrada se dividía en dos contundentes portones. El de la izquierda, el más amplio, tenía un aldabón de bronce en forma de león rugiente y conducía a una galería abovedada donde estaban las cocheras. El portón de la derecha tenía un aldabón en forma de golondrina y servía para acceder a pie a las escaleras y al patio. Hans llamó al aldabón de la golondrina. Al principio pareció que nadie bajaría a abrirle. Mientras Hans agarraba las alas del aldabón para volver a golpear, se oyeron unos pasos apresurados escalera abajo. Los pasos se acercaron y se moderaron antes de detenerse al otro lado del portón. Hans clavó los ojos en el labio de Bertold.

Bertold, el criado personal del señor Gottlieb, tenía una leve cicatriz que le partía en dos el labio superior, haciéndolo parecer siempre a punto de decir algo. La cicatriz se movió y Bertold le dio las buenas tardes. Antes teníamos un cancerbero, se disculpó el criado estirándose las mangas, pero… Subieron las escaleras de piedra, cubiertas por una alfombra de color burdeos sujeta con varillas de latón. La barandilla, rematada en un pasamanos de roble, se retorcía haciendo geometrías. Se detuvieron al llegar a la planta principal, la primera, ocupada por la vivienda de los Gottlieb. Si hubieran continuado subiendo Hans habría podido ver cómo la escalera se transformaba, cómo iba estrechándose y perdía la alfombra, cómo los peldaños se volvían de madera crujiente, cómo los falsos mármoles de las paredes eran reemplazados por una mano de cal. En la segunda planta estaban los cuartos del servicio. En la buhardilla de la tercera planta dormía la cocinera con su hija.

Atravesaron un vestíbulo helado y un pasillo largo donde el aire soplaba como en un puente. Los techos eran tan altos que apenas se distinguían. Al final del pasillo, los caudalosos bigotes del señor Gottlieb se entreabrieron. Adelante, adelante, dijo humeando por la pipa, está bien, Bertold, gracias, sea usted bienvenido, por aquí, por aquí, sentémonos en la sala.

Cuando llegaron a la gran sala de estar, Hans fue leyendo en ella la historia y sus confusas mudanzas: los objetos de estilo imperial, la proliferación algo provinciana de motivos clásicos, el esmero de capiteles y columnas, los pretenciosos paralelismos, las insistencias cúbicas. Casi todos los muebles, que Hans supuso de caoba, tenían paneles chapeados, aplicaciones cinceladas con primor excesivo, como sucede en los países que quisieron imitar a Francia. Dispersos sobre esta base se veían añadidos decorativos, en general Luis XVIII, que pretendían disimular que el tiempo había pasado sin lograrlo: en los muebles más recientes se percibía una sobriedad de otra naturaleza, una metamorfosis, como si los objetos fueran insectos mutando con inconcebible lentitud hacia las líneas curvas y las maderas claras (olmo, diagnosticó Hans, o a lo mejor fresno, cerezo), como si las batallas, los tratados, la nueva sangre derramada y los nuevos armisticios hubiesen arrinconado el antiguo poder de la caoba, asediándola con incrustaciones de amaranto y ébano, venciéndola con rosetas, liras, coronas de menor peso, desmemoriadas. Mientras el señor Gottlieb le señalaba un asiento frente a una mesita baja, Hans advirtió por los aislados detalles Biedermeier que su dueño no atravesaba un momento de bonanza. Apenas se apreciaba el aleteo hogareño, abochornadamente germánico de algún aparador o alguna mesita ovalada, su ausencia de ángulos triunfales, apenas nogal joven o abedul. Esta casa, concluyó Hans sentándose, ha buscado la paz sin conseguirla.

Mientras esperaban el té charlaron de negocios (el señor Gottlieb habló, Hans escuchó), de viajes (Hans habló, el señor Gottlieb escuchó), de cuestiones tan amables como anecdóticas. El señor Gottlieb era un anfitrión veterano: tenía la virtud de dejar que sus invitados se sintieran relajados sin descuidarlos un segundo. Notando que Hans miraba de reojo hacia los ventanales, se puso en pie y lo invitó a asomarse. Los amplios ventanales tenían un balcón del mismo ancho de la fachada que se interrumpía en la esquina de la calle del Ciervo. Asomándose hacia la izquierda podía verse media plaza del Mercado, la silueta centinela de la Torre del Viento. A la inversa, a través de un ventanuco de la torre, el balcón de la casa Gottlieb apenas era una línea suspendida y la figura de Hans, un punto incierto en la fachada. De pronto Hans oyó a sus espaldas el tintineo de las tazas, las instrucciones del señor Gottlieb y, finalmente, su voz más elevada llamando a Sophie.

La falda de Sophie Gottlieb susurraba por el pasillo. El sonido cosquilloso de esa falda le provocó a Hans cierta ansiedad. Al cabo de unos segundos, la silueta de Sophie pasó de las sombras del pasillo a la luz de la sala. Hija, anunció el señor Gottlieb, te presento al señor Hans, que está de visita en la ciudad. Estimado Herr Hans, le presento a Sophie, mi hija. Sophie lo saludó arqueando una ceja. A Hans lo asaltó una intensa necesidad de alabarla o de salir corriendo. Sin saber qué decir, observó con torpeza: No imaginé que fuera usted tan joven, señorita Gottlieb. Estimado señor, contestó ella con indiferencia, estaremos de acuerdo en que esa es una virtud más bien involuntaria. Hans se sintió profundamente estúpido y volvió a tomar asiento.

Hans había perdido el tono, extraviado la sintaxis. Intentó reponerse. La respuesta entre cortés e irónica de Sophie a otro comentario suyo, uno de esos comentarios inoportunos que los hombres formulan para ganarse demasiado rápido la simpatía de su interlocutora, lo obligó a afinar su estrategia. Por fortuna Elsa, la doncella de Sophie, se acercó a servir el té. Hans, el señor Gottlieb y su hija inauguraron la ronda de generalidades de rigor. Sophie no intervenía demasiado en la conversación pero, de algún modo, Hans tenía la sensación de que ella marcaba su ritmo. Además de la perspicacia de sus acotaciones, a Hans lo impresionó la manera de hablar de Sophie, como eligiendo cada palabra, entonando bien las frases, casi a punto de cantarlas. Al escucharla, él se balanceaba del tono al sentido y del sentido al tono, procurando no perder el equilibrio. En varias ocasiones trató de formular alguna observación que la desconcertara, pero no pareció hacer mella en la serena distancia de Sophie Gottlieb, que pese a todo se fijó en el cabello largo de Hans, en cómo se despejaba la frente mientras hablaba.

Tomando el té, Hans tuvo otro sobresalto: las manos de Sophie. No el aspecto de sus manos, que eran insólitamente alargadas, sino su modo de tocar los objetos, de palpar cada forma, de interrogarla con las yemas. Al rozar cualquier cosa, la taza, el costado de la mesa, algún pliegue del vestido, las manos de Sophie parecían medir su relevancia, leer cada objeto que tomaban. Siguiendo el veloz sigilo de esas manos, Hans creyó entender mejor la actitud de Sophie y supuso que esa aparente lejanía era en realidad una intensa desconfianza que todo lo examinaba. Hans experimentó cierto alivio ante esta conjetura y pasó a una disimulada ofensiva. Como el señor Gottlieb continuaba interesado en sus palabras, Hans comprendió que la manera más eficaz de hablarle a Sophie sería hacerlo a través de las respuestas que le dirigía a su padre. Entonces dejó de intentar impresionarla, se encargó de hacerle ver que ya no la observaba, y se concentró en mostrarse todo lo espontáneo y ocurrente que pudo con su padre, que hacía oscilar el bigote en señal de aprobación. Este cambio de enfoque pareció dar algún resultado, porque Sophie le hizo una señal a Elsa para que descorriera por completo las cortinas. La luz cambió de acorde, y Hans tuvo la sensación de que el último resplandor de la tarde le daba una oportunidad. Sophie acarició pensativa su taza de té. Desenlazó el dedo índice del asa. La apoyó delicadamente sobre el plato. Y tomó un abanico que había sobre la mesa. Mientras hacía reír al señor Gottlieb, Hans oyó que el abanico de Sophie se desplegaba como una baraja que empezaba a mezclar la suerte.

El abanico se extendía, hacía péndulos. Se contraía, se refregaba. Ondulaba un momento, se detenía de pronto. Daba pequeños giros que dejaban ver la boca de Sophie, la ocultaban de inmediato. Hans no tardó en percatarse de que, aunque ahora Sophie guardase silencio, su abanico reaccionaba ante cada una de sus frases. Procurando mantener la coherencia en el diálogo con el señor Gottlieb, el nivel más profundo de su atención se aplicó a traducir de reojo los gestos del abanico. Mientras se prolongaron las vaguedades y los rodeos característicos de una primera visita, Sophie no abandonó su aleteo displicente. Superados los preámbulos, el señor Gottlieb quiso llevar la conversación a un terreno que Sophie calificó para sus adentros de banalmente viril: ese intercambio no muy sutil de méritos y supuestas hazañas con que dos hombres desconocidos empiezan a intimar. Sophie esperaba que Hans, si era tan ingenioso como él parecía considerarse, lograse desviar cuanto antes aquella previsible charla. Pero su padre estaba lanzado, y ella veía cómo aquel joven invitado no hallaba el modo de rectificar la trayectoria sin resultar descortés. Sophie se cambió de mano el abanico. Alarmado, Hans redobló sus esfuerzos pero sólo consiguió que el señor Gottlieb se entusiasmara más creyendo que el asunto que trataban era de gran interés para ambos. Sophie inició un lento repliegue del abanico, pareció abandonar la escucha, extravió la mirada en los ventanales. Hans comprendió que el tiempo se le agotaba y, en una maniobra desesperada, tendió un súbito puente entre el tema en el que tanto insistía el señor Gottlieb y otra cuestión que nada tenía que ver con él. El señor Gottlieb se mostró desconcertado, como si le hubieran retirado el suelo en el que patinaba. Hans se lanzó sobre sus dudas y cubrió de argumentos aquella inesperada asociación hasta tranquilizarlo, yendo y viniendo del asunto anterior al nuevo como una pelota que va perdiendo altura, alejándose progresivamente del primer asunto hasta quedar instalado en el segundo tema, mucho más afín a los probables intereses de Sophie. La tela detuvo su repliegue, el abanico quedó a medio cerrar, el cuello de Sophie se ladeó hacia la mesa. Los diálogos siguientes fueron acompañados por unas plácidas ondulaciones del abanico, que en su fricción regular daban la grata sensación de estar yendo en la dirección correcta. En un arranque de euforia Hans interpeló a Sophie con oportuna gracia, incitándola a abandonar su posición de espectadora para sumarse al animado debate que mantenía con su padre. Sophie no quiso concederle tanto terreno, pero el borde del abanico bajó varios centímetros. Envalentonado por estas victorias parciales, Hans se aventuró demasiado y soltó una impertinencia: el cierre brusco del abanico dibujó en el aire una rotunda negativa. Hans retrocedió, matizando su comentario con ejemplar cinismo hasta hacerlo significar prácticamente lo contrario, sin que su fisonomía registrase la menor alteración. Sophie apoyó las varillas sobre los labios, con cierto recelo y evidente interés. Esta vez Hans esperó, escuchó al señor Gottlieb con paciencia y eligió el momento indicado para hilvanar dos o tres aciertos que obligaron a Sophie a alzar el abanico con precipitación para ocultar un rubor de complicidad. Entonces el aleteo aceleró su frecuencia, y Hans supo que ese abanico estaba de su parte. Disfrutando de cierta deliciosa temeridad, se permitió adentrarse por una vertiente incómoda que podría haber desembocado en la vulgaridad (el abanicado se interrumpió, y la respiración de Sophie, y hasta su parpadeo) de no ser porque Hans hizo enseguida una pirueta coloquial y aligeró con ironía lo que había parecido arrogante. Cuando Sophie se llevó una larga, concesiva mano a la mejilla para ordenarse un bucle que ya estaba en perfecto orden, Hans suspiró hacia dentro y sintió una dulzura en los músculos.

Finalizada la travesía del abanico, que acaso durase unos minutos pero que a Hans se le hizo larguísima, Sophie se sumó al diálogo con aparente normalidad volviendo a sus concisas, agudas incursiones. El señor Gottlieb quiso integrarla y los tres acabaron riendo de buena gana. Después del segundo té, antes de levantarse de la mesita baja, Sophie miró un instante a Hans acariciando las varillas con la punta del dedo índice.

Sólo al iniciarse las despedidas formales, los movimientos de Sophie se disiparon ante la vista de Hans como absorbidos por un remolino y el sonido de la casa pareció regresar a sus oídos. Hans se estremeció, temiendo haber estado demasiado ausente o haber parecido poco atento a las palabras del señor Gottlieb. Pero su anfitrión se mostraba encantado, lo acompañó hasta la puerta sin llamar a Bertold y no hacía más que repetirle que su visita había sido un placer: Herr Hans, un verdadero placer, una tarde agradabilísima, ¿de veras?, me alegra que le gustara tanto el té, nos lo traen directamente de la India, ahí está el secreto, ha sido un gusto, amigo, créame, no deje de pasar a despedirse si se marcha pronto, por supuesto, buenas tardes, muchas gracias, es usted muy amable, lo mismo digo.

Al entrar en contacto con el aire de la calle, Hans echó a andar sin saber adónde dirigirse, sintiéndose muy mal, muy bien.

En la sala de estar de la casa, Elsa había empezado a encender las bujías, Bertold se ocupaba de la chimenea. Fumándose la pipa y el bigote, el señor Gottlieb miraba por los ventanales pensativo. Un muchacho simpático, opinó. Bah, murmuró Sophie apretando fuerte el abanico.

¡Eh, Franz, mira quién ha venido!, exclamó el organillero cuando vio asomar la cabeza soñolienta de Hans. Franz corrió a su encuentro y se colgó de su chaqueta. Te hemos echado un poco de menos, admitió el organillero. Inclinado sobre su instrumento, que tenía la tapa abierta, el viejo revisaba el interior con una llave. Encima de un periódico desplegado había dos rodillos con púas, cuerdas ovilladas, una caja de zapatos con herramientas. Hans se acercó al organillo. Vio las púas desparramadas como insectos por el rodillo, pero milimétricamente dispuestas si uno se detenía a observarlas. Vio los martillos descansando, los tornillos alineados de tres en tres, sujetando las cuerdas.

Estas púas de aquí, empezó a explicarle el organillero, giran al compás de la manivela y van pulsando los martillos. Los martillos, que son treinta y cuatro, percuten sobre las cuerdas. Las notas graves van a la izquierda del rodillo, las agudas a la derecha. A cada púa le corresponde una nota, y a cada conjunto de clavos una canción. Para llevar cada canción al rodillo hay que marcar las notas sobre estos pergaminos, ¿ves?, los pergaminos envuelven el cilindro, después se clavan las púas sobre las marcas. Pero ahí está el secreto, porque el grosor y la altura de las púas son ligeramente diferentes para alargar o abreviar los sonidos, destacarlos o suavizarlos. Cada púa es un misterio. No exactamente una nota, digamos la posibilidad de una nota. Las cuerdas se desgastan, claro, y de vez en cuando hay que cambiar alguna. Eso sí es un problema, porque son caras. Yo se las compro usadas al señor Ricordi, el de la tienda de música. Toco en la puerta de su tienda y le doy lo que hay en el plato. Hace falta tensar las cuerdas con esto de aquí, ¿ves?, ayer estaba tocando una pavana y, ay, qué si bemoles, un espanto.

¿Cuántas canciones tienen los rodillos?, preguntó Hans. Depende, contestó el organillero, estos no son muy grandes, ocho piezas cada uno. Yo alterno los rodillos por temporadas o según para quién toque, en verano no puedes poner melodías lentas porque nadie las escucha, todo el mundo prefiere danzas vivas. En cambio ahora, en invierno, la gente va con el ánimo más reflexivo y acepta las piezas clásicas, sobre todo si llueve. No sé por qué la gente quiere música lenta cuando llueve, pero es así, y dan monedas (y lo que le dan, quiso saber Hans, ¿le alcanza para vivir?), bueno, vamos tirando, no me doy grandes lujos, Franz tampoco es exigente. A veces me llaman para tocar en un baile cuando no tienen dinero para una orquesta. Los sábados son buenos días, se celebran muchas fiestas (¿y los domingos?, dijo Hans), los domingos depende, si la gente sale arrepentida de la iglesia, sí. Gastan más cuando se sienten culpables. De todas formas no me preocupa mucho, me gusta tocar, me gusta estar en la plaza, sobre todo en primavera. Ojalá puedas ver la primavera en Wandernburgo.

Cuando el organillero terminó de afinar las cuerdas y cerró la tapa, Hans no pudo reprimir la tentación de acariciar la manivela. ¿Puedo?, sugirió. Claro, sonrió el viejo, pero cuidado: hay que mover la manivela, no sé, como si alguien te estuviera moviendo a ti, no, no tan fuerte, el brazo relajado, eso, ahora antes de empezar elijamos la pieza, ¿no?, ¿ves esta otra manivela más pequeña?, para cambiar de canción hay que empujarla un poco o tirar de ella, ¡ay!, deja, lo hago yo, ¿qué prefieres, una polonesa, un minué?, mejor un minué, es más fácil llevar el ritmo, adelante, ¡no, Hans, hacia ese lado no, que la desmontas!, hay que girarla en el sentido de las agujas del reloj, tranquilo, ¿a ver?

Hans se sorprendió de lo sencillo y a la vez incómodo que era tocar el organillo. A veces la manivela se le aceleraba, otras veces giraba tarde. No conseguía dar dos vueltas a la misma velocidad y la música le salía deformada, hecha una goma, una burla tartamuda. El organillero exclamó riendo: ¿Te gusta, Franz, qué opinas? El perro hizo una excepción y soltó varios ladridos: Hans pensó que era mala señal. Al terminar, sin querer, hizo girar la manivela en sentido contrario antes de que el rodillo se hubiera detenido. Se oyó un crujido. El organillero se puso serio, le apartó la mano, abrió la tapa sin decir una palabra. Revisó los extremos del eje, desmontó la manivela, volvió a ajustarla. Mejor que no volvamos a probar, resopló. Lo entiendo, dijo Hans, disculpe mi torpeza. No es nada, se serenó el organillero, últimamente está un poco débil, creo que los cambios de temperatura le han afectado. Ya no los hacen así, por aquí se fabrican organillos de viento, de tubos, por eso este es único, un modelo italiano de excelente calidad. ¿Italiano?, preguntó Hans, ¿cómo lo consiguió? Ah, dijo el organillero, esa es una vieja historia. Hans no dijo una palabra: se limitó a sentarse al borde de una roca, apoyando los codos sobre las rodillas y el mentón entre las manos. Franz fue a sentarse a sus pies.

Qué raro, dijo el viejo, ahora me doy cuenta de que no se la había contado a nadie. Este organillo lo construyó un amigo napolitano que tuve hace mucho tiempo, Michele Bacigalupo, que en paz descanse. Michele estaba muy orgulloso de este instrumento, cuando lo contrataban en alguna fiesta siempre se lo llevaba porque decía que sonaba más alegre que los otros que tenía. Se ganó la vida con él hasta que una tarde, mientras Michele hacía sonar una tarantela en una fiesta, apuñalaron a un joven por negarse a que su novia bailara con otro. De repente se formó un remolino de hombres que en vez de atender al herido empezaron a pegarse. Viendo que su novio se desangraba, la pobre chica dio un grito y se tiró por la azotea. Al ver caer a la chica, el joven que había apuñalado a su novio se tiró tras ella. Parece ser que la pelea continuó un buen rato, porque al principio nadie reparó en ellos. ¿Y sabes qué hizo Michele? ¡Seguir tocando! Muerto de miedo, el pobre terminaba la tarantela y volvía a empezarla una y otra vez. Desde aquel día en el pueblo se creó una superstición con este organillo, porque las familias de las víctimas dijeron que estaba maldito. Nadie quiso volver a bailar con él y Michele no pudo volver a tocarlo en público. Años después conocí a Michele y entré a trabajar en su taller. Él me enseñó a tocar este organillo, a apreciar su sonido y repararlo, hasta que un día me lo regaló. Dijo que no podía soportar que nadie lo escuchara, y que sabía que en mis manos estaría a salvo. Yo lo pinté, lo barnicé y le prometí a Michele que nunca jamás tocaría una tarantela (¿y lo ha cumplido durante todos estos años?, intervino Hans), querido, ¿cómo me lo preguntas?, con la tarantela no se juega.

Así fue, dijo el organillero acariciando la madera, como acabó en mis manos esta criatura. ¿Y sabes qué?, aquel fue mi último viaje, yo era muy joven y nunca más he vuelto a salir de Wandernburgo (y esos paisajes del frente, dijo Hans, ¿los pintó usted?), ¿estos?, ah, sí, no son gran cosa, es lo que se ve desde la cueva en primavera, los pinté para que fuera acostumbrándose al aire de nuestro río, que es pequeño y de buen sonido igual que él (algún mérito tendrá también la mano, ¿no?, sonrió Hans, ya ha visto el estropicio que hice yo), bueno, no es que sea difícil, lo importante es el tacto, esa es la cuestión, el tacto (Hans, que empezaba a plantearse la posibilidad de llevarse una libreta a la cueva, insistió: A ver, explíqueme eso), querido, ¡tú pareces detective! (parecido, dijo Hans, viajero), en fin, mi idea es esta: todas las canciones cuentan una historia, casi siempre triste. Cuando giro la manivela me imagino que soy el personaje de la historia que cuenta la canción y trato de sentir lo mismo que su melodía. Aunque a la vez es como si fingiera, ¿entiendes?, no, no como si fingiera, digamos que mientras me emociono tengo que pensar en el final de la melodía, porque uno ya sabe cómo termina, claro, pero los que la escuchan quizá no o no se acuerden. Eso sería el tacto. Cuando funciona pasa desapercibido, pero si falla todo el mundo lo nota (o sea, dijo Hans, que para usted el organillo es una caja con historias), ¡eso, exacto!, caramba, qué bien explicas las cosas, tocar el organillo se parece a contar historias alrededor del fuego, como tú la otra noche. La melodía viene escrita en el rodillo y puede parecer que ya está hecha, muchos creen que uno sólo tiene que mover la manivela mientras piensa en otra cosa. Pero a mí me parece que la intención cuenta, no puede ser lo mismo empujarla sin más que esforzarse con ella, ¿me explico?, la madera también sufre o agradece. Yo de joven, porque yo también fui joven, escuché a bastantes organilleros, y te aseguro que incluso cuando tocaban el mismo instrumento las melodías no sonaban igual. Así son las cosas, ¿no?, cuanto menos amor les pongas más parecidas se vuelven. Es como las historias, aunque todos las conozcan, si las cuentas con amor, no sé, parecen nuevas. Bah, digo.

El organillero agachó la cabeza y se puso a pasar un trapo sobre el organillo. Hans pensó: ¿De dónde habrá salido?

Afuera había empezado a caer una nieve liviana. El viejo terminó de acondicionar su instrumento. Perdona, dijo, ahora vuelvo. Salió a la intemperie y se bajó los pantalones con naturalidad. Los álamos pelados que flanqueaban el río dejaban pasar una luz lenta, que se quedaba enredada entre las ramas antes de pasar al otro lado y recaer en las nalgas escuálidas del organillero. Hans contempló la orina quemando la nieve, los excrementos magros. Mierda corriente, mierda sin nada, mierda de mierda.

Estás preciosa esta mañana, hija, dijo el señor Gottlieb tomándola del brazo mientras entraban en la iglesia de San Nicolás. Gracias, padre, sonrió Sophie, todavía hay esperanzas de que por la tarde vuelva a la normalidad.

Los feligreses hacían cola a lo largo de la calle Ojival, frente al pórtico de la iglesia. La iglesia de San Nicolás estaba algo apartada de la plaza del Mercado. La protegía un pequeño parque con bancos de madera. La iglesia era el edificio más antiguo de Wandernburgo y también el más extraño. Vista desde cerca, desde donde se agolpaban ahora los feligreses, lo más llamativo era el color tostado de sus piedras, como si el sol las hubiera calentado demasiado. Además del pórtico, que se expandía en arcos apuntados dentro de más arcos, tenía numerosas puertas laterales en forma de cerradura. Si uno se alejaba unos metros y la contemplaba en perspectiva, lo que destacaba eran las torres desiguales de San Nicolás: una acabada en punta, semejante a un gigantesco lápiz, la otra más redonda y rematada por un campanario de campanada seca, con un hueco tan estrecho que apenas pasaba el aire. Sin embargo, lo que más le extrañó a Hans fue la fachada visiblemente inclinada hacia delante, como si se dispusiera a caer de bruces.

Desde su visita a la casa del señor Gottlieb, Hans había insistido en sus cortesías. Lo que le preocupaba era que el señor Gottlieb, pese a saludarlo de manera afectuosa y pararse a hablar con él cuando se cruzaban por la calle, no había vuelto a invitarlo formalmente. Por el momento se limitaba a vaguedades como «me he alegrado de verlo» o «espero que coincidamos pronto», amabilidades demasiado tibias como para presentarse sin mayor pretexto en la casa. Por este motivo Hans llevaba unos días rondando con disimulo la calle del Ciervo, demorándose en sus alrededores para provocar un encuentro con Sophie. Lo había logrado en un par de ocasiones, y ella se había mostrado más bien enigmática. Le contestaba con inflexible parquedad, pero lo miraba de una manera que lo dejaba nervioso. No prolongaba las conversaciones ni le reía las bromas, aunque se detenía a hablarle a una distancia física que, de haber estado más seguro de sí mismo, Hans habría calificado de sospechosa. Decidido a perseverar, y enterado de que Sophie acudía con su padre a la iglesia de San Nicolás cada domingo, siempre a Tercia, aquel domingo tímidamente soleado Hans madrugó para ir a misa. Viéndolo en la cocina a las ocho en punto, la señora Zeit se había quedado con el cuchillo a medio caer y la boca abierta, igual que el bacalao que estaba a punto de sajar.

Al entrar en la iglesia Hans se había sentido doblemente forastero. En primer lugar, porque hacía años que no asistía a una misa. Y en segundo lugar porque, desde que había puesto un pie en la penumbra, no había dejado de sentirse observado. Las muchachas lo miraban con curiosidad desde las bancas, y los hombres mayores vigilaban sus movimientos con el ceño fruncido. Descúbrase, le ordenó una señora: sin darse cuenta, Hans acababa de entrar a la iglesia de San Nicolás con el birrete puesto y su aire de turista. Olía a cera, aceite, incienso. Hans avanzó por la nave central. Algunas caras empezaban a sonarle, aunque no sabía muy bien de dónde. Hizo un rastrillo con la mirada y no vio a Sophie, pese a que antes había creído reconocerla a lo lejos. No era fácil distinguir el fondo de la nave, los vitrales eran opacos y apenas dejaban pasar un polvo de luz, una arenisca blanca. Como la liturgia aún no había dado comienzo, Hans siguió caminando hacia las primeras filas. Al final del murmullo vio con más claridad el altar mayor con su crucifijo temible, un candelabro triple a cada lado, cuatro cirios encima y un retablo adusto con acantos. El retablo estaba rematado por dos ángeles que sostenían un óvalo con menor levedad de la esperable, quizá porque encima reposaba un tercer ángel fofo que se aferraba a los bordes como en un ataque de vértigo. A la izquierda del óvalo se veía una serpiente enroscada en un báculo, a la derecha una planta espinosa enredada en una rama. Solamente desde cierta altura, por ejemplo desde el hombrito redondo del ángel superior, habría sido posible contemplar lo cerca que Hans se hallaba de Sophie, anticiparse al momento en que la vería e incluso complacerse de la generosa casualidad: a la altura de la fila de Sophie, del lado de los hombres, había un espacio libre.

En teoría, la nave central y la franja de luz que la recorría separaban a ambos sexos. En la práctica, esta división no hacía más que incentivar el interés y propiciar un repertorio de claves de intercambio: mientras buscaba asiento, Hans captó gestos, guiños, pañuelos, recados, suspiros, muecas, fruncimientos, cabeceos, medias sonrisas, abanicos, parpadeos. La diversión de Hans se vio súbitamente interrumpida por el estruendo del primer acorde del órgano, cuya portentosa proa se elevaba por encima de la entrada. La asamblea entera se puso en pie. El coro de niños comenzó a entonar una aguda, larga nota. Salidas de la bruma, varias siluetas circularon entre las bancas pidiendo una limosna para la parroquia. En ese momento empezaron a desfilar un monaguillo adolescente, un turiferario algo bizco, un diácono que caminaba con las rodillas dobladas y en último lugar el padre Pigherzog, párroco de San Nicolás y autoridad católica del principado de Wandernburgo en ausencia del arzobispo. Hans buscó el primer lugar libre entre las bancas. La santa procesión se acercó al altar, los cuatro hombres hicieron una genuflexión frente al sagrario. Hans se acomodó entre dos hombres corpulentos. El padre Pigherzog besó el altar e hizo la señal de la cruz. Hans carraspeó, y uno de los hombres corpulentos lo miró de reojo. El turiferario inciensó el altar, el padre Pigherzog leyó el Introito y el Kyrie. ¡Ahí!, se estremeció Hans, ¡ahí está! Quieta y elegante, como esperando a ser retratada de perfil, Sophie tenía la mirada perdida por encima del altar.

El padre Pigherzog entonó con esmero el Gloria in excelsis, el coro le contestó. Sophie se mantenía en la pose secretamente coqueta de la joven a quien, en apariencia, ni se le ocurre que alguien pueda estar fijándose en ella. Dominus vobiscum, saludó el padre Pigherzog, Et cum spiritu tuo, le contestaron al unísono. Hans no estaba seguro de si Sophie estaba prestando una atención superlativa o se encontraba completamente distraída.

Mientras el señor Gottlieb intercambiaba cortesías con unos conocidos a la salida de la iglesia, el padre Pigherzog, ya vestido de sotana y manteo, se había acercado a hablar con Sophie. Tomó una mano de la joven entre las suyas: las manos espigadas de Sophie siempre habían fascinado al sacerdote, que las encontraba particularmente aptas para la oración. ¿Te acuerdas de cuando venías a confesarte, hija?, evocó el padre Pigherzog, y mírate ahora, es un milagro cómo el Señor deja pasar el tiempo por las almas, mírate, eres toda una mujer, ¿pero por qué dejaste de acudir, hija mía?, me lo pregunto hace años, ¿por qué ya no vienes? Padre, contestó Sophie evaluando de reojo cuánto podía quedarle a la charla del señor Gottlieb con sus conocidos, usted sabe que el tiempo no abunda, ¡y son tantas las tareas que debe atender una muchacha de mi condición! Precisamente, hija, señaló el sacerdote, es esa condición tuya la que aconseja el trato constante con la palabra de nuestro Señor. Usted lo ha dicho, padre, replicó Sophie, con tanta razón como acostumbra su santa persona: el tiempo pasa por las almas, por eso las almas cambian. Has tenido talento desde niña, dijo el padre Pigherzog, y una mente despierta, aunque, cómo decirlo, tienes esa tendencia a dispersarte, a querer conocer demasiadas cosas juntas, y al final ocupas tanto tu cabeza en distintos saberes que terminas distrayéndola del saber más importante. Explica las cosas tan admirablemente, padre, dijo Sophie, que no me deja usted nada más que añadir. Hija, hija, se impacientó el párroco, ¿por qué no vienes al menos a orar de vez en cuando? Verá, noble padre, dijo ella, si me permite la sinceridad, y sé que junto a la casa de Dios sólo cabe mostrarse tan sincera como lo es su misión, digamos que actualmente no necesito ninguna liturgia para comunicarme con mi conciencia. El padre Pigherzog se tomó un respiro para seguir la estela de la respuesta de Sophie. Cuando pareció captarla en todo su sentido, sentido que ella procuró amortiguar dedicándole al sacerdote una mirada de ejemplar inocencia, él balbuceó: Hija mía, escúchame, esas ideas están haciendo que te extravíes, tu alma está en peligro, yo puedo ayudarte, si tú quisieras yo podría, en fin. Agradezco mucho su desvelo, dijo Sophie, y le ruego que perdone mis divagaciones, pero a veces pienso que insistir demasiado en la fe esconde una necesidad exagerada de tener razón. Y una duda de todo, padre, y es demasiado débil para cargar con tanta certeza. ¡Ave María purísima!, se santiguó el padre Pigherzog, sé que no piensas eso, te gusta el desafío y en el fondo te arrepientes. Podría ser, padre, dijo Sophie haciendo ademán de ir a buscar al señor Gottlieb. Escucha, hija, se aproximó el sacerdote, yo sé que alguna cosa te atormenta, que los domingos, cuando vienes, aunque sólo vengas los domingos, te sientas en las bancas y te quedas como ausente, no creas que no lo he notado, y sé que esa turbación busca su penitencia. ¿Ya hay que volver a casa, entonces?, exclamó Sophie estirando el cuello hacia el señor Gottlieb, que no se había dirigido a ella. Te propongo, dijo el padre Pigherzog tomándola del brazo, que reanudemos esta conversación, podemos discutir cuanto gustes, eso te aliviará y te hará ver todo más claro. No sé cómo agradecérselo, padre, lo eludió Sophie. ¿Vendrás, hija?, se afanó el párroco, ¿qué dices?, ¿te negarás a que repasemos unos pasajes de las Escrituras, tú que tanto lees? Su generosidad, dijo Sophie, supera mis merecimientos, y voy a confesarle, ya que me invita a ello, que últimamente estoy interesada en lecturas sagradas que su Dignidad desaprobaría. ¿Por ejemplo?, dijo el padre Pigherzog. Por ejemplo, contestó ella, el Catecismo de la razón del pastor Schleiermacher, que con todo respeto parece ser el único teólogo que se ha percatado de que las mujeres, padre mío, además de descarriadas, somos la mitad del mundo como mínimo. ¿Como mínimo?, preguntó estupefacto el padre Pigherzog. ¡Sophie!, la llamó al fin el señor Gottlieb, Sophie, ¿vamos? El padre Pigherzog dio un paso atrás y dijo: No te preocupes, hija, sé que estas cosas tuyas son rebeldías transitorias. Ve con Dios, hija mía. Sigo rezando por ti.

De regreso a casa, el señor Gottlieb y su hija cruzaron la plaza del Mercado. De pronto Sophie se detuvo, se desenlazó del brazo de su padre y se acercó a un costado de la plaza, atraída por el sonido dulcemente cansado de aquel viejo instrumento en el que más de una vez se había fijado mientras paseaba. El organillero hacía girar una mazurca, levantando cada tres tiempos una ceja entrecana. Frente al organillero, satisfecho, radiante, instalado entre dos músicas, Hans observaba a Sophie observando. En realidad no la había perdido de vista desde la salida de la iglesia, pero su diálogo con el padre Pigherzog se había extendido demasiado y ya no había encontrado pretexto ni pose para continuar ahí, a un par de metros, esperando la ocasión de saludarla. Así que se había resignado y había ido a la plaza para ver al organillero. Ahora Sophie, en el único momento en que él había dejado de buscarla, se había acercado dedicándole una risueña inclinación de cabeza. Hans le correspondió en silencio y, al moderado compás de la mazurca, contempló impunemente su nuca blanca, sus dedos entretejidos tras la espalda.

Sí, sí, contaba Hans, se paró justo enfrente, tiene que recordarla (me acuerdo de que vino una muchacha, dijo el organillero, y me di cuenta de que tú parecías muy interesado, pero no consigo ver su cara, ¿cómo era?), ah, cómo, ¿a usted también le pasa? (¿pasarme el qué?), la cara de Sophie, ¿usted tampoco puede imaginarla?, le sonará raro, es difícil de explicar, pero cuando me la imagino sólo veo sus manos. Le veo las manos y escucho su voz. Nada más, ningún rasgo. No logro recordarla. Y no puedo olvidarme de ella. (Entiendo, mala cosa.) Es raro lo que siento cuando pienso en ella, estoy solo, paseando, de pronto se me aparece la imagen borrosa de Sophie y tengo que pararme, entiende, mirar lejos, como si en mi memoria se estuvieran mezclando pinceladas, instantes de la cara de Sophie, y yo tuviera que ordenarlos para no perderlos. Pero cuando estoy a punto de juntar los detalles y ver su cara algo vuela, algo se me escapa, y entonces siento la necesidad urgente de volver a encontrarla para memorizarla de nuevo. ¿A usted qué le parece? (Me parece, sonrió el organillero, que vas a tener que quedarte un tiempo más en Wandernburgo.) Al rato llegó Reichardt y poco después Lamberg, cada uno con una botella envuelta en papel de periódico. Cercana al ocaso, la tarde se había volcado abruptamente derramando el frío de una sola vez. Reichardt se tumbó en el suelo y dijo: Mierda, viejo, ¿eres faquir o qué?, ¡enciende un fueguecito, vamos! Buenas tardes a todos, saludó Lamberg insuflándole fuego a la lumbre con sus ojos inyectados. Hizo una pausa y le dijo a Hans: Esta mañana te he visto en la iglesia. ¿Tú, en la iglesia?, se despatarró Reichardt, ¡hay que joderse!, ¡eh, viejo, tu amiguito nos ha salido beato! Hans iba a ver a una muchacha, resumió tranquilamente el organillero. Ya me parecía, dijo Reichardt, ¡qué sinvergüenza! Entró con el birrete puesto, informó Lamberg. ¿Ah, lo viste?, sonrió Hans. Sí, dijo Lamberg, las chicas te señalaban. ¿Y se burlaban de él?, preguntó Reichardt. No sé, contestó Lamberg, creo que les gustaba. ¡Brindo por ese birrete!, gritó Reichardt. Brindemos, asintió el organillero.

Una hora después, el frío era tan intenso que ni la fogata ni las fricciones de manos y piernas conseguían aliviarlos. Cada vez que alguien hablaba, el vapor ascendía. La corriente penetraba por la boca de la cueva y se infiltraba en las grietas, entre la ropa, debajo de las uñas. Hans sentía un vacío dentro de los dedos. Lamberg apretaba las mandíbulas. Franz zarandeaba el rabo como un niño intentando sacudir la escarcha de un sonajero. El organillero se había ovillado entre sus mantas y sonreía plácidamente. En pleno escalofrío, a Reichardt le entró un violento ataque de risa. Rió con fuerza, rió como sólo ríen quienes están a punto de helarse, soltó un globo de vaho y se puso a vociferar: ¡Mayordomo, la estufa!, ¡mayordomo, encienda la puta estufa! El organillero se echó hacia atrás de una carcajada, golpeándose la cabeza contra una roca. Reichardt vio el golpe, lo señaló con el dedo y se ahogó de tos helada. Hans, señalando a ambos, tuvo una contracción cómica. Viendo a los tres reírse sin parar, Lamberg se quedó quieto y no pudo evitar sumarse a la carcajada. ¡Franz, dinos algo!, ¡dinos algo!, se retorcía Reichardt con las encías teñidas de vino.

La fogata languidecía. Las botellas se habían vaciado. ¿Escucháis?, susurró el organillero, ¿lo escucháis? (yo sólo escucho mi estómago, dijo Reichardt, ¿no tienes nada más?), shh, ahí, entre las ramas (¿qué hay, organillero?, preguntó Hans), ¡ahora, están hablando! (hay ruidos, dijo Lamberg), no son ruidos, son las voces del viento (¿qué dices?, dijo Reichardt), es el viento, el viento hablando. Franz y el organillero aguzaron el oído, entornando los párpados. Reichardt insistió: Aquí sólo hay silencio, viejo. El organillero contestó: El silencio no existe. Y siguió atendiendo a la noche, con la cabeza erguida. No sé para qué haces eso, viejo, dijo Reichardt. El viento es útil, resopló el organillero.

Al cabo de una semana de encuentros calculados y enfáticas cortesías, Hans logró su objetivo y empezó a frecuentar la casa Gottlieb. El señor Gottlieb lo recibía frente a la chimenea de mármol de la sala de estar, fumando su pipa de ámbar. Sobre la chimenea se extendía una hilera de estatuillas indolentes, como a punto de dejarse caer al fuego. Durante aquellas visitas Hans tuvo ocasión de fijarse mejor en los cuadros que colgaban de las paredes: junto a viejos retratos familiares, un par de malas copias de Tiziano, algún bodegón oscuro y lamentables escenas de caza, le llamó la atención un cuadro que mostraba a un caminante de espaldas en un bosque con nieve, perdido o quizá marchándose, y un cuervo posado en un tronco.

El señor Gottlieb solía reírse de improviso, sin que nada lo anunciase, y casi siempre lo hacía por algo que decía su hija. Era una risa admirada y al mismo tiempo nerviosa, esa risa de los hombres cuando escuchan a una mujer inteligente y mucho más joven que ellos. Cuando el señor Gottlieb soltaba una de sus carcajadas se miraba los extremos del bigote, como asombrado de su envergadura. Hans pasaba más tiempo tomando el té con él que con Sophie, que solía salir con Elsa al sastre, a leer partituras con una amiga o a devolver alguna visita. Sólo si conseguía entretener al señor Gottlieb hasta el atardecer, Hans tenía la oportunidad de verla y conversar con ella un rato. Sophie mostraba una equívoca reticencia: parecía evitar los diálogos intensos o quedarse a solas con él, pero seguía mirándolo de un modo que a él le producía vértigo. Cuando no había suerte y salía más temprano de la casa, iba directo a la plaza del Mercado para acompañar al organillero en el camino de vuelta a la cueva.

Sin tener especiales afinidades con él, el señor Gottlieb pareció encontrar en Hans un interlocutor complementario. El señor Gottlieb era una de esas personas que mientras huyen de las conversaciones íntimas evidencian su necesidad de mantenerlas. Hans sentía que el señor Gottlieb malinterpretaba sus preguntas y, no obstante, le daba las respuestas que él había venido a buscar. Así fue como, después de un trivial comentario suyo sobre la belleza de la casa, su anfitrión pareció entender que Hans se refería a Sophie y le reveló ciertas preocupaciones acerca de su hija. Hans se abstuvo de aclarar el malentendido y se dispuso a escuchar interesado. El señor Gottlieb, que tenía otro hijo casado en Dresde, había sido desde siempre el responsable único de Sophie: la madre había fallecido durante el parto. Él la había criado con esa mezcla de esmero y pánico con que se educa a los últimos hijos de una casa. El señor Gottlieb estaba sin lugar a dudas orgulloso de su hija, aunque también, o por eso mismo, estaba lleno de temores. Sophie es, dijo el señor Gottlieb, usted lo ha visto, una chica extraordinaria (Hans trató de asentir sin demasiado entusiasmo), pero siempre he temido que con ese carácter y esa exigencia le costara encontrar un buen marido, ¿comprende? Quizá, se atrevió Hans, no sea necesario preocuparse tanto, su hija parece una chica fascinante y con mucha personalidad (Hans pensó de inmediato: No debería haber dicho fascinante), en fin, una muchacha distinguida, y estoy seguro de que ella misma. Si mi hija, lo interrumpió el señor Gottlieb, insiste en ser tan fascinante y personal, cosechará una legión de enamorados y ningún esposo.

Antes de que Hans pudiera contestar, el señor Gottlieb añadió: Por eso es tan urgente que la boda con Rudi Wilderhaus se celebre cuanto antes.

Hans tardó en reaccionar, como si sólo le hubiera llegado el eco de las palabras y él se hubiese quedado esperando la voz que venía detrás. Inmediatamente después sintió algo parecido a un golpe en la frente. ¿Disculpe?, ¿cómo?, tartamudeó Hans, y de nuevo la fortuna le ofreció un malentendido adecuado: el señor Gottlieb interpretó que Hans se interesaba por Rudi Wilderhaus. Así es, dijo el señor Gottlieb, nada menos que los Wilderhaus, ¿y sabe usted?, en realidad son gente muy amable, mucho más de lo que se dice por ahí, gente refinadísima, imagínese (por supuesto, dijo Hans sin tener ni idea de quiénes eran), pero sobre todo generosa. Los Wilderhaus estuvieron aquí mismo, bueno, aquí no, en el comedor, hace unas semanas, los padres me hicieron la petición formal de matrimonio, y yo, imagínese, ¡Dios mío, un Wilderhaus! (¡me imagino!, exclamó Hans cruzando violentamente una pierna), en fin, me hice de rogar un poco, claro, era lo que correspondía, y después acordamos la fecha más temprana posible, para octubre, a la vuelta del verano. Sin embargo, le confieso…

En ese instante se oyeron unos pasos y unas voces al otro lado del pasillo que comunicaba el vestíbulo con la sala de estar. Hans reconoció el rumor de la falda de Sophie. El señor Gottlieb dejó la frase a medias, y anticipó una sonrisa que mantuvo invariable hasta que su hija apareció por la puerta.

¿Entonces por qué me mira así, si está prometida con no sé quién?, dudó Hans. Se le ocurrió una respuesta tan sencilla como lógica, pero la descartó por demasiado optimista. Aquella tarde Sophie pareció prestar particular atención a lo que él decía y no dejó de contemplarlo inquisitivamente, como si hubiera intuido a qué se debía la mueca de decepción que enfriaba el rostro de Hans. Durante el transcurso de su conversación con Sophie, que estaba desarrollándose en un tono más cercano que en ocasiones anteriores, Hans advirtió cómo, progresiva y quizás insensata, renacía su expectativa. Se prometió a sí mismo que no analizaría esa expectativa, que se limitaría a dejarse empujar por ella como un objeto al viento. Por eso decidió que aceptaría en cuanto Sophie empezó a explicarle que él sería para ella una grata presencia (grata presencia, paladeó Hans, mmm, ¿grata presencia?) en su Salón. Las reuniones del Salón de Sophie Gottlieb se celebraban los viernes a la hora del té, y en ellas se debatían de manera general cuestiones literarias, filosóficas, políticas. La única virtud de nuestro sencillo Salón, continuó Sophie, es que carece de censuras. Tan sólo, digamos, el decoro de mi señor padre (Sophie miró al señor Gottlieb con una sonrisa irresistible). Nuestra única norma es la sinceridad en las opiniones, lo cual, señor Hans, créame, resulta todo un milagro en una ciudad como esta. Los invitados entran y salen cuando gustan. Cada tarde es distinta, algunas muy interesantes, otras más previsibles. Como no tenemos prisa, las reuniones suelen terminar bastante tarde. Tengo entendido que en esto último, estimado señor Hans, sería usted un contertulio ejemplar (Hans no pudo reprimir una ligera contracción de placer ante esta pequeña complicidad de Sophie). Bebemos té y algunas cosas más, servimos aperitivos y canapés, no puede decirse que pasemos hambre. De vez en cuando hay música o improvisamos alguna lectura dramatizada de Lessing, Shakespeare, Molière, dependiendo del humor. Hay bastante confianza entre todos nosotros, los participantes fijos no son más de ocho o nueve contándonos a mi padre y a mí. En fin, suelen ser tardes agradables, si no encuentra usted nada mejor que hacer este viernes, ¿o quizá se marchará usted antes? ¿Yo?, contestó Hans irguiéndose como un resorte, ¿marcharme?, en absoluto, en absoluto.

El viernes, acostumbrado al denso reposo de la casa Gottlieb, Hans se sorprendió al entrar en la sala y encontrar tanta animación. Mientras Bertold le retiraba el abrigo y se marchaba palpándose la cicatriz del labio, la primera impresión que recibió Hans fue la de un concierto de murmullos con percusión de tazas. El grupo principal estaba sentado en sillas y butacas dispuestas alrededor de la mesita baja. También había un hombre de pie junto a los ventanales en actitud pensativa, y otras dos personas intercambiando palabras más confidenciales en un rincón. Sophie se sentaba a la derecha de la chimenea de mármol, o mejor dicho rozaba su asiento con los encajes de la falda, siempre a punto de levantarse. Con serena velocidad, Sophie se ponía en pie para servir más té, acercarse a algún invitado o pasearse alrededor de la sala como quien atiende un telar por partes. Ella era el discreto eje de la reunión, la mediadora que escuchaba, proponía, acotaba, buscaba asociaciones, suavizaba los choques, incitaba a la réplica, intercalando siempre comentarios oportunos o preguntas movilizadoras. Hans se quedó admirado. Vio a Sophie tan luminosa, alegre y dueña de sus movimientos que no terminó de traspasar la arcada principal y estuvo contemplándola durante un buen rato, hasta que ella misma vino a buscarlo, ¡pero no sea usted tímido!, trayéndolo hasta el centro de la sala.

Uno por uno, con la única excepción de Rudi Wilderhaus, ausente aquella tarde, le fueron presentando a todos los contertulios del Salón. En primer lugar al profesor Mietter, doctor en Filología, miembro honorario de la Sociedad Berlinesa para la Lengua Alemana, de la Academia Berlinesa de las Ciencias, y catedrático jubilado de la Universidad de Berlín. Verdadera eminencia cultural en Wandernburgo, había participado en varias ediciones del Almanaque de las musas de Gotinga y cada domingo publicaba un poema o una crítica literaria en el diario local, El Formidable. El profesor Mietter mantenía un leve rictus en la boca, como si acabara de probar un grano de pimienta. Iba vestido de azul opaco y ostentaba sobre su calva una peluca de bucles blancos que ya no se estilaba. A Hans le llamó la atención su tranquila seriedad ante las risas que lo rodeaban, como si, más que desagradarle, al profesor le parecieran fruto de algún razonamiento fallido o un error metodológico. Frente a él se sentaba el dubitativo señor Levin, corredor de comercio aficionado a la teosofía, sosteniendo una taza a medio camino entre sus labios y el plato. El señor Levin no miraba a los ojos de sus interlocutores, sino más bien a las cejas. Hombre de contadas y misteriosas intervenciones, justo al contrario que el profesor Mietter, el señor Levin tenía la actitud nerviosa de quien se esfuerza en parecer honrado incluso cuando no mueve un músculo. A su lado se sentaba su esposa, la imperceptible señora Levin, que tenía la costumbre de participar tan sólo cuando su marido lo hacía, ya fuera para apostillar lo dicho por él, darle la razón o, muy ocasionalmente, llamarlo al orden. A continuación le fue presentada a Hans la señora Pietzine, viuda de largo duelo, ferviente devota de los sermones del padre Pigherzog y de las joyas del Brasil. La señora Pietzine, que solía tener un bordado en el regazo con el que se entretenía mientras charlaba, se dejó besar la mano entornando los párpados. Hans se fijó en su boa de plumas amarillas, en la sortija de diamantes, en el collar de pesadas perlas que se hundían como dedos en la piel colorada del escote.

Por último, Sophie se detuvo ante el caballero que Hans había visto de pie junto a los ventanales. Mein Herr Hans, dijo Sophie, tengo el gusto de presentarle al señor Urquiho, Álvaro de Urquiho. Urquijo, la corrigió él, es Urquijo, mi querida señorita. ¡Urquixo, eso es!, rió Sophie, disculpe mi torpeza. Hans pronunció su apellido con corrección. Álvaro de Urquijo le dedicó una inclinación de cabeza y rodeó la estancia con los ojos, como diciéndole «bienvenido a esto». Hans percibió en aquel gesto un destello de ironía que le simpatizó de inmediato. Comprobó que el alemán de Urquijo era perfectamente fluido, aunque impregnado de un acento que lo hacía parecer exaltado. Nuestro querido señor Ur, eh, Álvaro, dijo Sophie, por mucho que a él le pese, ya es un vecino más de Wandernburgo. Créame, señorita, sonrió Álvaro, que una de las pocas razones por las que no me pesa haberme convertido en un wandernburgués es que usted me considere como tal. Querido amigo, le contestó Sophie alzando un hombro y acercándolo al mentón, no sea usted tan hábil en sus galanterías, recuerde que debe comportarse como un wandernburgués. Álvaro soltó una carcajada recia y se quedó callado, concediéndole el tanto a su anfitriona. Sophie les hizo un gesto de despedida transitoria y se deslizó en auxilio de la señora Pietzine, que apretaba su bordado con cara de aburrirse.

La tarde transcurrió con ligereza. A instancias de Sophie, que de vez en cuando propiciaba diálogos entre él y los demás, Hans tuvo ocasión de observar con más detenimiento a los miembros del Salón. Cada vez que le preguntaban por su trabajo, Hans contestaba: Viajar, viajar y traducir. Algunos entendían que era intérprete, otros que era diplomático, otros que estaba de vacaciones. Todos, sin embargo, respondían educadamente: Oh, comprendo. Las conversaciones iban y venían. Sophie, ayudada por Elsa y Bertold, intervenía en carrusel en todas ellas. El señor Gottlieb, un tanto retirado del centro de la reunión, enredando el bigote en la pipa, guardaba silencio y lo observaba todo con socarrona distancia, escéptico hacia cuantos temas se tratasen y, pese a todo, orgulloso de la desenvoltura de su hija. Cuando ella hablaba, sonreía con la benevolencia de quien cree conocer muy bien a la persona a la que escucha. Mientras tanto Sophie lo miraba de reojo con la sonrisa opuesta, la de quien piensa que su oyente desconoce por completo sus razones. A quien más parecía atender el señor Gottlieb era al profesor Mietter, y asentía a menudo a sus palabras. Contra lo que había supuesto inicialmente, Hans tuvo que admitir que el profesor poseía una erudición considerable. Peroraba de forma cansina, pero sus argumentos progresaban con rigor e impecable orden sin que la peluca se le deslizara un milímetro. El profesor Mietter, pensó Hans, era una persona casi irrebatible: o persuadía por la propia razón o se imponía por la pereza ajena, ya que para refutar su punto de vista primero era necesario contradecir uno por uno los documentados argumentos que disponía a modo de cortafuegos. Aunque por precaución apenas discrepó de él en aquella primera visita, Hans supo que si seguían viéndose estarían destinados a discutir. Por su parte, el profesor Mietter lo trató con una enfática deferencia que de algún modo a Hans se le hizo hostil. Cada vez que el profesor escuchaba sus comentarios, tan distintos de los suyos, se llevaba la taza de té a los labios con aprensión, como si no quisiera empañarse los anteojos.

A Hans le pareció que Bertold seguía a Elsa, o que Elsa huía de Bertold, o ambas cosas. Pese a su diligencia, Hans dedujo que Elsa era una chica disconforme: su mirada era más frontal de lo habitual entre el personal de servicio, como si tras su silencio hubiera un desafío. Aunque los dos llevaban más o menos el mismo tiempo trabajando en la casa Gottlieb, Bertold parecía instalado y Elsa de paso. Bertold pasaba entre los invitados con solicitud, mientras Elsa lo hacía con aburrimiento. ¡Querida!, la llamó de pronto la señora Pietzine, querida, ve a la cocina y pregunta si queda más merengue, sí, gracias, querida, entonces dime, Sophie, encanto, ¿hoy no vas a deleitarnos con el piano?, ¿de verdad?, ¡no sabes cómo lo lamento!, ¡es que el piano bien tocado resulta tan, tan, tan!, ¡me gusta tanto, el piano!, ¿no cree usted, Herr Hans, que nuestra querida Sophie debería, no sé, interpretar alguna pieza de bienvenida en su honor?, yo creo que si le insistimos, ¿cómo que no?, ¡oh, por favor, mi niña, no te hagas de rogar!, ¿seguro?, ¿la semana que viene?, ¿me lo prometes?, bueno, bueno, de acuerdo, ¡pero conste que has hecho una promesa!, es que una a su edad, ¿sabe usted, Hans?, ¡a mi edad se pone una tan emotiva con la música!

Cada vez que mencionaba su edad, la señora Pietzine hacía una breve pausa de efecto, esperando el cumplido de algún contertulio. Hans, que aún no lo sabía, no acudió en su halago. La señora Pietzine alzó la barbilla, parpadeó tres veces seguidas y se volvió para intervenir en la conversación que mantenían el señor Levin y Álvaro. Hans se desplazó discretamente procurando situarse junto a este último para reanudar, cuando hubiera ocasión, la charla que habían dejado a medias. En cuanto Hans cruzó un par de ideas con el señor Levin, le pareció que se mostraba demasiado condescendiente con él como para estar realmente de acuerdo. Sospechó que el señor Levin tendía a darle la razón a todo el mundo no por modestia, sino porque estaba íntimamente seguro de otra cosa y no se avenía a discutir. También tuvo la sensación de que la señora Levin se comportaba con su marido siguiendo el mismo patrón que él aplicaba con los demás. Respecto al contertulio español, Álvaro, Hans pudo confirmar su impresión: era distinto al resto, no por su extranjería sino por algún tipo de convicción disidente que despertó su interés. Álvaro parecía dispuesto a satisfacer su curiosidad: cuando el profesor Mietter monologaba, tendía a buscar la mirada de Hans con un esbozo de sonrisa que se completaba al hallar correspondencia.

Aquella tarde Hans pudo hacer estas y otras observaciones. Pero todas giraron sobre un único eje, como hilos distintos alrededor de una rueca: el foco principal, el verdadero sentido de su visita al Salón Gottlieb, no dejó de ser ni un solo instante la proximidad de Sophie. De vez en cuando ella le dirigía la palabra, aunque sus diálogos nunca se extendían, y era Sophie quien los interrumpía siempre con cualquier pretexto. O eso le parecía a Hans. ¿Era pudor? ¿Altivez? ¿Acaso él se estaba comportando de forma inadecuada? ¿O quizás ella se aburría con su conversación? Pero si él la aburría, ¿para qué lo había invitado? Aquella tarde Hans gozó y sufrió interpretando los movimientos de Sophie, otorgándole a cada cual una significación desmesurada, pasando una y otra vez del entusiasmo a la decepción, de la súbita euforia al pequeño despecho.

Por su parte Sophie no dejó de tener en toda la tarde la sensación de que Hans, con impecable elegancia en las formas pero cierta impertinencia en el fondo, se empeñaba en generar minúsculas intimidades con ella durante las charlas. Actitud que Sophie no estaba en absoluto dispuesta a consentir por diversas razones. En primer lugar, ella tenía un sinfín de detalles que atender en las reuniones, y de ningún modo iba a descuidarlos por el afán de nadie. En segundo lugar, Hans era un invitado nuevo y no podía esperar ninguna clase de preferencia, eso no era razonable ni justo con el resto de los invitados. En tercer lugar, obviamente ella era una mujer recién prometida y su padre no dejaba de vigilarla tras el humo de la pipa. Por último, no sabía muy bien por qué, Sophie notó con fastidio que si hablaba con Hans empezaba a distraerse y a pensar en asuntos del todo inoportunos que nada tenían que ver con el Salón.

Sin embargo, se decía Sophie mientras hacía ondear su falda de un extremo al otro de la sala, estas pequeñas inconveniencias no eran motivo suficiente para dejar de invitar a Hans a su Salón: no podía negarse que sus intervenciones, que aumentaban con el transcurrir de las horas, eran originales y un punto provocativas, por lo que enriquecerían el interés de los debates. Y eso era lo único, se repetía Sophie, lo único que la convencía de que Hans debía seguir viniendo.

No sé qué me pasa con esta ciudad, dijo Hans devolviéndole el cuenco de arroz al organillero, es como si no me dejara irme. El organillero masticaba, asentía y se estiraba la barba. Primero apareció usted, dijo Hans, y después ella, siempre hay un motivo para retrasar mi viaje. A veces me parece que acabo de llegar, y otros días me levanto con la sensación de llevar toda la vida en Wandernburgo. Cuando salgo miro los carruajes y pienso: vamos, sube, es muy fácil, has viajado en miles. Y los dejo pasar, y no sé qué me pasa. Imagínese, ayer el señor Zeit ni siquiera me preguntó cuándo me iba. Al cruzarnos en la escalera me quedé esperando, pero en vez de preguntármelo como todas las noches, me miró y me dijo hasta mañana. Me pareció terrible. Odio saber el futuro. Casi no he podido dormir pensando en eso, ¿cuántos días llevo aquí?, al principio llevaba la cuenta exacta, pero ahora no podría asegurarlo (¿y por qué te preocupas?, dijo el organillero, ¿qué tiene de malo quedarse?), no sé, supongo que me asusta seguir viendo a Sophie y después tener que irme, eso sería peor, ahora todavía estoy a tiempo, quizá debería seguir viaje (pero un amor es eso, ¿no?, dijo el viejo, un amor es ser feliz quedándose), no estoy seguro, organillero, yo siempre he creído que el amor es puro movimiento, una especie de viaje (y si el amor ya es un viaje, razonó el viejo, ¿para qué necesitarías irte?), buena pregunta, bueno, por ejemplo para volver, para estar convencido de dónde querías estar, ¿cómo vas a saber si estás en el lugar indicado si nunca te has ido? (yo sé que amo Wandernburgo por eso, contestó el organillero, porque no quiero irme), sí, sí, ¿pero y las personas?, ¿con las personas es lo mismo?, para mí no hay mayor alegría que volver a ver a un amigo que no veía hace tiempo, quiero decir, uno también regresa a los lugares porque los ama, ¿no?, y un amor puede ser como volver de viaje (yo, como soy más viejo, pienso que el amor, el amor a los lugares, las personas o las cosas, tiene que ver con la armonía, y para mí la armonía es descansar, observar lo que tengo alrededor, estar contento estando donde estoy, en fin, por eso toco siempre en la plaza del Mercado, no puedo imaginarme otro lugar mejor), las cosas y los lugares están quietos, pero las personas cambian, uno cambia (querido Hans, los lugares también cambian todo el tiempo, ¿te has fijado en las ramas?, ¿te has fijado en el río?), nadie se fija en esas cosas, organillero, todo el mundo camina sin mirar, se acostumbran, se acostumbran a su casa, a su trabajo, a sus seres queridos, y al final se convencen de que esa es su vida, de que no puede ser otra, es pura costumbre (cierto, aunque el amor también es una costumbre, ¿no?, querer a alguien sería, no sé, como habitar en esa persona). Creo que me estoy emborrachando, suspiró Hans tumbándose en el jergón. El organillero se levantó. Me parece que necesitamos una tercera opinión, anunció sonriendo. Se asomó a la boca de la cueva y exclamó: Franz, ¿tú qué opinas? Pero Franz no ladró, y siguió orinando tranquilamente junto a un pino. El organillero miró a Hans, que se cubría la frente con una mano. Vamos, dijo el viejo, anímate. ¿Qué prefieres escuchar? ¿Vals o minué?

El señor Zeit vio las ojeras de Hans y se aclaró la garganta. Buenos días, lo saludó, ¡hoy ya es viernes! Sí, contestó Hans sin ganas. Pero inmediatamente pensó: ¡Viernes!, y recordó que esa tarde había Salón. Se recompuso un poco, se peinó instintivamente y lo asaltó una súbita simpatía por la barriga flotante del posadero. ¿Sabe qué, señor Zeit?, dijo por darle conversación, el otro día me preguntaba por qué no habría más huéspedes en la posada. ¿No está conforme con el servicio?, pareció ofenderse el señor Zeit. No quería decir eso, se apresuró a explicar Hans, sólo me extraña que esté tan vacía. No tiene nada de extraño, intervino a sus espaldas la voz de la señora Zeit. Hans se volvió y la vio acercarse con una pila de leña entre los brazos. Todos los años pasa lo mismo, dijo ella, en invierno apenas tenemos clientela, pero a partir de la primavera y sobre todo en verano hay bastante trabajo, incluso contratamos a dos criadas para atender a todos los huéspedes. El señor Zeit se rascó la barriga. Si se queda hasta que empiece la temporada, dijo el posadero, podrá verlo con sus propios ojos. También me preguntaba, agregó Hans, dónde pueden mandarse telegramas, no he visto ninguna oficina. En Wandernburgo no hay telégrafo, contestó el señor Zeit, no lo necesitamos. Cuando tenemos algo que decirnos, vamos y lo decimos personalmente. Cuando queremos mandar una carta, esperamos al cartero y se la damos. Somos gente sencilla. Nos gusta serlo.

¡Lisa!, ¿traes esa ropa o qué?, gritó de pronto la señora Zeit. Lisa salió del patio trasero con un cesto lleno de ropa yerta. Traía una mueca de fastidio y el cabello salpicado de nieve. Al ver a Hans en el pasillo, dejó caer el cesto en el suelo como si no le perteneciera y se estiró los bordes del jersey, que se abultó ligeramente. Aquí la tiene, madre, dijo mirando a Hans. Buenos días, Lisa, saludó Hans. Buenos días, sonrió ella. ¿Hace mucho frío afuera?, preguntó él. Un poco, dijo ella. Viendo que Hans sostenía una taza, Lisa dijo: Madre, ¿queda café? Después, contestó la señora Zeit, ahora ve a la compra, que es tarde. Lisa suspiró. En fin, dijo, hasta luego, ¿no? Hasta luego, sí, asintió él. Cuando Lisa cerró la puerta, Hans, el señor Zeit y su esposa se quedaron callados. Lisa se cubrió las mejillas con las solapas del abrigo. Sonreía.

La calle del Caldero Viejo, las ventanas, los tejados, los caminos circundantes, los senderos del campo estaban casi borrados por la nieve. Encima de Wandernburgo, en el suelo del cielo, se oían movimientos de muebles.

La chimenea de mármol alumbraba la peluca del profesor Mietter, que conversaba con el señor Gottlieb. La señora Pietzine daba puntadas en su bordado, siguiendo de reojo la charla. El señor y la señora Levin se observaban mutuamente y sonreían con mesura. Álvaro hablaba con Hans gesticulando con ímpetu. A un lado de la chimenea, de pie junto al sillón de su padre, Sophie tendía hilos trasladando los temas de unos a otros. Hans estaba contento: a causa de cierto compromiso inaplazable con un conde recién llegado, esa tarde Rudi Wilderhaus tampoco había podido asistir al Salón. A Hans le había sido asignada una butaca a un costado de Sophie, de manera que para verle la cara cuando ella estaba en su asiento era necesario girar por completo la cabeza. Como recién llegado, Hans estaba o se sentía demasiado vigilado para atreverse a realizar movimientos dudosos. Así que, desplazando poco a poco su butaca cada vez que se levantaba o se erguía, consiguió situarse en el campo visual del gran espejo redondo que colgaba de la pared opuesta a la chimenea, y gracias al cual se acostumbraría a espiar los gestos y miradas de Sophie sin parecer indiscreto. Hans no supo si se había percatado de esta maniobra óptica, aunque las complejas posturas que ella adoptaba en su asiento le parecieron sospechosas.

Al menos yo, personalmente, intervino el señor Gottlieb, dudo de la conveniencia de la Unión Aduanera. Piensen ustedes, queridos amigos, en la terrible competencia que desataría, y quién sabe si no terminaría hundiendo a los pequeños comerciantes y a todos esos negocios familiares que tanto trabajo cuesta sacar adelante. Al contrario, Herr Gottlieb, opinó el señor Levin, la Unión Aduanera reactivaría el mercado, las transacciones se multiplicarían, aumentarían las posibilidades de intercambio (y las comisiones, ¿verdad?, se burló el profesor Mietter), ejem, sólo es un pronóstico. Yo no estaría tan seguro, contestó el señor Gottlieb, mañana podría llegar un corredor de comercio, no sé, pongamos de Maguncia, y hacerse cargo de las operaciones que antes le correspondían a usted, ¿no? Creo que es mejor quedarnos como estamos, todo puede ir siempre a peor, créame, he visto unas cuantas cosas. Bueno, dijo el señor Levin, si hablamos de repartir las tareas, quizá mister Smith no se equivoque tanto proponiendo que cada país se concentre en producir aquello para lo que está naturalmente capacitado (¿naturalmente?, dijo Álvaro, ¿pero qué es naturalmente?), en fin, ya sabe, según sus condiciones, clima, tradición, eso, y poder intercambiarlo con toda libertad con el resto de países, ejem, es una idea. Y es una idea interesante, señor Levin, tomó la palabra Hans, aunque para hablar de libertad comercial antes habría que ver quiénes serían los dueños de esa producción única, natural o como queramos llamarla. Porque si los dueños fueran unos pocos, entonces se convertirían en los verdaderos amos del país y decidirían las reglas de juego y las condiciones de vida de todos los demás. Las teorías de Smith pueden hacer rico a un estado y perfectamente pobres a sus trabajadores. Antes del librecambismo pienso que habría que tomar otras medidas, reformar el campo, deshacer latifundios, repartir mejor las tierras. No se trataría sólo de abrir el comercio sino de abolir las auténticas fronteras, empezando por las socioeconómicas. Oh, dijo el profesor Mietter, ¿ahora va a salirnos con Saint-Simon? No exactamente, Herr Professor, contestó Hans, tampoco sé qué tendría de malo. Los trabajadores no pueden depender sólo de los propietarios, el estado debería no digo controlar, intervenir hasta cierto punto, para garantizar derechos básicos. Por supuesto, dijo el profesor Mietter, hace falta un estado fuerte que nos enseñe el camino, ¡un estado como el de Napoleón o Robespierre! No me refiero a eso, se defendió Hans, distribuir la riqueza no tiene por qué llevar al terror (¿y quién garantiza que no se llegue a ese extremo?, preguntó el profesor, ¿quién controla al estado?), permítame decirle, profesor, en fin, ¡a ver si las fábricas van a estar controladas solamente por Dios! Ejem, intervino el señor Levin, volviendo a Smith… Yo estoy de acuerdo con la Unión Aduanera, lo interrumpió Hans sospechando que no debía hablar tanto, sólo como un primer paso. Con todos mis respetos, señor Levin, la comunidad comercial sería lo de menos, un detalle importante, qué duda cabe, pero no esencial (¿y lo esencial qué sería, si puede saberse?, dijo el profesor Mietter), bueno, para mí lo esencial sería acordar unas políticas exteriores comunes. Muy diferentes a la Santa Alianza, claro, que es un simple mecanismo de defensa de las monarquías. No hablo de unidad militar, sino parlamentaria. Hablo de que Europa llegue a pensar como país, como un conjunto de ciudadanos y no como una suma de socios económicos. Lo primero, de acuerdo, sería reducir las fronteras. Y después de eso, ¿por qué no seguir uniendo aduanas?, ¿por qué no pensar en la unidad alemana como parte de la unidad continental? El profesor Mietter redondeó la boca como quien sorbe un cóctel. ¡Qué ingenuidad la suya!, dijo, ¿y unirnos con quién, Herr Hans? ¿Con los franceses, que nos invadieron? ¿Con los ingleses, que tienen acaparada la industria? ¿Con España, que igual corona dos veces al mismo rey que proclama una república salvaje? Seamos prácticos, ¡dejemos de soñar! En todo caso, se encogió de hombros Hans, me parece un sueño digno de soñarse. Divagaciones, sí, reflexionó el señor Levin, aunque…

Sophie entrelazó las manos sonriendo con diplomacia, y dijo: En principio concuerdo con las divagaciones del señor Hans. El señor Gottlieb entrecerró los ojos, encendió la pipa y pareció quemar sus pensamientos. Profesor, dijo Álvaro, tampoco es para tanto (¿no es para tanto el qué?, preguntó el profesor Mietter), lo de España (ah, dijo el profesor). ¿Alguien quiere más hojaldre?, dijo Sophie levantándose y esquivando a Hans en el espejo redondo.

Hans tardó en volver a atender al debate. Cuando lo hizo, era Álvaro quien hablaba. ¿En España?, decía, bueno, depende, yo solía leer a Jovellanos y a Olavide. Amigo mío, dijo el profesor Mietter con sincero interés (aunque Hans, que aún no distinguía sus entonaciones, creyó que ironizaba), me temo que ignoramos quiénes son. Será un honor contárselo, dijo Álvaro (y ahora Hans no estuvo seguro de si lo decía irónicamente), y no se preocupe, profesor, los españoles ya estamos acostumbrados: en mi país se piensa poco, los pocos que han pensado lo han hecho muy bien, y en el extranjero nadie piensa que pensemos. Olavide fue un valiente, demasiado volteriano para ser sevillano, o demasiado sevillano para hacer una revolución francesa. Apenas lo leyeron y cada vez lo leen menos. Jovellanos en cambio llegó a ser bastante conocido. Fue un hombre sabio aunque, digamos, partido en dos. Su vocación de cura castigaba sus intenciones de reformista, no sé si me explico. Por supuesto, era demasiado inteligente para no molestar a nadie. En mi país los liberales, queridos amigos, incluso los liberales moderados, terminan en el destierro. A Jovellanos le bastó un cambio de rey para pasar de la corte de Madrid a las minas de Asturias, y de ahí a la cárcel y a bañarse en el mar bajo vigilancia, sin apenas variar sus prudentes opiniones (¡qué interesante!, exclamó la señora Pietzine, me recuerda una novela que leí hace poco. Querida, dijo Sophie acariciándole un brazo, enseguida nos la cuenta), en fin, hasta que el hombre se murió de pulmonía. Incluso yo diría, amigos, que en España es casi imposible ser liberal y no morirse de pulmonía. Para asombro de Hans, el profesor Mietter sacó una libreta de un bolsillo, tomó algunas notas y preguntó: ¿Y a su juicio cuál es, señor Urquiho, la mejor obra de Hovellanos? Urquijo, sonrió Álvaro, ¿su mejor obra?, es difícil saberlo. Para mí lo mejor que hizo Jovellanos fue hacerle ver a España que la forma en que su gente juega, se divierte o torea depende de la forma en que vive, trabaja y es gobernada. Ah, comprendo, dijo Mietter levantando la vista de su libreta, un ilustrado francés. Álvaro suspiró: Uno de verdad, sí. Hans adivinó que faltaba algo y preguntó: ¿Pero? Complacido por la sintonía, Álvaro le dedicó una inclinación de cabeza al contestar: Nada, ¡que comulgaba cada quince días! (Hans soltó media risa, miró al señor Gottlieb y se tragó la otra media), así son las cosas, la ilustración española fue un chiste melancólico.

Viéndola apaciguar al profesor Mietter con halagos mientras sonreía entusiasmada, Hans empezó a sospechar que el silencio de Sophie no se debía a una falta de opinión sino a una estratagema. Quizá Sophie disfrutaba con el ardor de los debates. Quizás incentivaba la polémica evitando interrumpir sus réplicas y manteniendo, al mismo tiempo, lo más contento posible al profesor. Esta chica, pensó Hans, va a destrozarme los nervios. Pero, mein Herr, dijo el profesor Mietter empujando la montura de sus anteojos, es absolutamente necesario que haya orden en Europa, no necesito recordarle las guerras e invasiones que hemos vivido. Profesor, contestó Hans mirando el espejo de reojo, Europa jamás podrá ordenarse si no hay un orden justo en cada país. Que las constituciones de nuestros invasores sean las que más libertades nos han dado ¿no merecería al menos una reflexión?

En ese instante se produjo un enredo de miradas: Hans vio en el espejo redondo cómo el señor Gottlieb volvía la cabeza para mirarlo, y que a su vez Sophie lo buscaba en el reflejo para indicarle que lo mirase. Hans se volvió velozmente justo a tiempo para decirle: Le ruego que disculpe mi vehemencia, señor. El dueño de casa negó con la cabeza, como renunciando a emitir juicios. Estimado señor Hans, intervino Sophie, mi padre es respetuoso con todas las opiniones y aprecia la libertad con la que nos expresamos en este Salón, y esa es precisamente, ¿verdad, padre querido?, una de las cosas que más admiro de él. El señor Gottlieb contrajo los bigotes en un gesto de pudor, le tomó una mano a su hija y se reclinó de nuevo en su sillón. Eso, ejem, comentó el señor Levin en un gesto de inesperada picardía, es lo que yo decía: laissez faire, laissez passer. Todos rieron a un tiempo. Algún engranaje invisible pareció desbloquearse y volver a girar. Hans encontró en el espejo el arqueamiento de cejas de Sophie.

Gnädiger Herr Hans, reanudó el profesor Mietter, ¿puede saberse por qué detesta tanto a Metternich? Porque tiene demasiada nariz, contestó Hans. Sophie no pudo reprimir una minúscula sonrisa. Después miró a su padre, desvió la vista y corrió a buscar más bizcochos llevándose a Elsa consigo. Álvaro apoyó a Hans: Su majestad Federico Guillermo tampoco anda escasa de hocico, será por eso que olfatea cualquier cosa que huela a republicanismo. El profesor Mietter, que tenía una asombrosa capacidad para redoblar su serenidad cuando parecía a punto de alterarse, les contestó en tono paternal: Liberté, fraternité, ¿y quién no las desea? Sans rancune, bien sûr, mais qui ne voudrait pas ça? ¡El mismísimo Salvador las predicaba! Sinceramente, caballeros, me asombra la antigüedad de sus innovaciones. Recuerden, intervino el señor Gottlieb levantando un dedo índice y asomando el bigote tras el sillón como un repentino castor, en qué desembocó la toma de la Bastilla. Apreciado señor, contestó Hans, y viendo cómo está Francia, no nos extrañemos de que vuelvan a tomarla. El profesor Mietter emitió una carcajada seca. Je vois, agregó Hans, que vous avez l’esprit moqueur. Mirándose a los ojos, ambos tuvieron que reconocer que el otro poseía un impecable acento parisino. En ese momento Sophie volvió del pasillo. El aletear de su falda se detuvo junto a la chimenea. Herr Hans, joven amigo, insistió el profesor Mietter en un tono más melifluo, seamos razonables, consideremos adónde nos condujo la revolución, como ha dicho nuestro buen señor Gottlieb, y díganos: ¿eso es justicia?, ¿son esos nuevos tiempos?, ¿cortar cabezas?, ¿pasar del absolutismo al superabsolutismo?, ¿derrocar monarcas para coronar emperadores?, explíquenos entonces, ¿cómo se consigue la famosa liberté? No lo sé, contestó Hans, pero estoy seguro, créame, de cómo no se consigue. Por ejemplo, no se consigue aboliendo constituciones ni prohibiendo la libertad de prensa. En Francia, acotó Álvaro, se prometió una revolución y sólo hubo una insurrección. Una revolución verdadera sería otra cosa. ¿Pero cómo?, pareció despertar el señor Levin, ¿cómo sería? Supongo que muy distinta, dijo Hans, algo que nos transformara a nosotros antes que a nuestros gobiernos. Por lo menos en Francia, ironizó Álvaro, las revoluciones las hacen los gobiernos, aquí los únicos que las hacen son los filósofos. Si vamos al latín, sentenció el profesor Mietter, está bastante claro: una revolución es una vuelta atrás. Lo único que hace es repetirse. Y me temo, caballeros, que lo que ustedes llaman libertad es pura impaciencia histórica. La impaciencia, profesor, dijo Álvaro, es el principio de la libertad. O no, matizó el señor Levin. O sí, intervino sorprendentemente la señora Pietzine. ¿Señor Hans?, lo invitó Sophie. Preferiría, sonrió Hans, no impacientarme, señorita.

Atajando el silencio, Sophie dijo de pronto: ¿Y usted, señora Levin? La señora Levin levantó la vista y la miró con pánico. ¿Yo?, balbuceó, ¿yo qué? Querida amiga, dijo Sophie, ¡es que se la ve tan callada! Le preguntaba cuáles son sus opiniones políticas. Si no es mucho atrevimiento preguntarlo (agregó mirando al marido y pestañeando encantadoramente). En realidad, dijo la señora Levin palpándose el rodete, no tengo grandes opiniones políticas. Señora, dijo Álvaro, ¿quiere decir que nunca piensa en la política, o que está cansada de ella? El señor Levin dijo: A mi esposa las discusiones políticas la cansan porque nunca piensa en eso. Señor Levin, suspiró Sophie, ¡tiene usted una forma de romper el silencio!

El vapor de los caldos se infiltraba en el humo de la pipa del señor Gottlieb. Elsa y Bertold encendían bujías. Bertold le decía algo al oído, ella sacudía la cabeza. A la luz de las bujías, las facciones del profesor Mietter adquirían un filo de prócer. Y pienso que los franceses, dijo el profesor, no se han tomado la derrota de Bonaparte y la destrucción de sus fuerzas como el final de una aberración, sino como el principio de una reconstrucción grandiosa. Los políticos franceses están despechados y se comportan con una especie de inocencia ofendida. No sé si así levantarán el país o se liquidarán dos veces. Si hacen demasiada memoria sentirán vergüenza, pero si fingen un ataque de amnesia jamás entenderán cómo han llegado hasta allí. Tiene mucha razón, intervino Hans, aunque los alemanes deberíamos recordar que eso ya nos pasó a nosotros y podría volver a pasarnos. Precisamente, dijo el profesor Mietter, algo así están haciendo los desleales que se aliaron con Bonaparte y ahora pretenden unirse a Prusia ignorando los antecedentes y, por qué no mencionarlo, las diferencias culturales. Mi admirado profesor, dijo el señor Levin, ¿acaso somos tan diferentes unos de otros?, ¿hace falta insistir en nuestras divisiones en vez de? Escúcheme, lo interrumpió el profesor Mietter, ustedes los que hablan alegremente de unidad, hermandad entre estados y no sé qué más, creen que las diferencias entre los pueblos desaparecerán dejando de tenerlas en cuenta. Las diferencias históricas están para estudiarlas (pero no para aumentarlas, matizó Hans), para estudiarlas, Herr Hans, y para considerarlas una por una con el objeto de trazar fronteras razonables, no para jugar a borrarlas irresponsablemente o desplazarlas como nos parezca. Así se está comportando Europa, como si todos nos hubiéramos puesto de acuerdo para correr sin mirar atrás. Y permítanme añadir que, con el antiguo régimen, nuestros ducados, principados y ciudades eran más libres y tenían más autonomía. Cierto, replicó Hans irguiéndose en su butaca, tenían tanta autonomía que no dejaron de guerrear libremente para ver cuál mandaba. Caballeros, opinó Álvaro, esto me recuerda a la Edad Media española. ¿Y eso es malo?, preguntó la señora Pietzine interesada en la Edad Media o en Álvaro de Urquijo. Malo no, contestó él, peor. ¡Yo adoro España!, suspiró la señora Pietzine, ¡es un país tan cálido! Querida señora, dijo Álvaro, no se preocupe, ya lo conocerá mejor. Herr Hans, continuó el profesor Mietter, a mí lo que me extraña es que usted, que tanto nos habla de libertades individuales, se resista a admitir que los nacionalismos expresan la individualidad de los pueblos. Eso habría que verlo, dijo Hans, a veces pienso que los nacionalismos son otra forma de suprimir a los individuos. Ejem, interesante, opinó el señor Levin. Yo sólo le digo, insistió el profesor, que si Prusia hubiera hecho lo que debía para frenar el avance de la revolución, los franceses jamás nos habrían ocupado. Y yo le digo, replicó Hans, que simplemente nos equivocamos de ocupación, y que en vez de dejarnos invadir por las ideas francesas, nos dejamos invadir por sus ejércitos.

Viendo que el profesor Mietter tomaba aire para contestar, Sophie le alcanzó un plato de sagú tibio y dijo: Señor Hans, por favor, continúe explicándonos esa idea. Sí, añadió Hans, de acuerdo, hemos sido humillados y traicionados por Napoleón. Pero hoy los alemanes nos gobernamos a nosotros mismos y curiosamente, después de haber expulsado al invasor, es nuestro propio gobierno el que se encarga de oprimirnos, ¿qué les parece? Estimado señor Hans, intervino el señor Gottlieb, comprenda usted que en estas tierras hemos soportado la humillación de ver pasar a las tropas francesas durante veinte años, igual que los han visto establecerse junto al Rin, atravesar Turingia, tomar Dresde, por cierto, hija, ¿te ha escrito tu hermano?, ¿no?, ¡y después se queja de que no vamos a visitarlo!, en fin, ¿qué les decía?, ah, las tropas, también ocuparon Berlín y hasta Viena, estimado señor Hans, y Prusia dejó casi de existir, en fin, ¿cómo no iba a reaccionar violentamente? No olvidemos, querido señor Gottlieb, dijo Hans, que además fueron nuestros propios príncipes los que consintieron que. No me olvido, lo interrumpió el señor Gottlieb, no me olvido, pero, sinceramente, ojalá algún día los prusianos nos venguen de todas las afrentas. Padre, protestó Sophie, no diga eso. Voilà ma pensée, apostilló el señor Gottlieb levantando las manos y ocultándose tras las orejas de su sillón. Para destrozar Europa, dijo Hans pensativo, no necesitamos a Napoleón, nos bastamos solitos. Precisamente vengo de Berlín, señor, y le aseguro que no me gusta nada el entusiasmo bélico de los jóvenes, ojalá tuviéramos más política inglesa y menos policía prusiana. No sea frívolo, se disgustó el profesor Mietter, esa policía nos defiende a usted y a mí. Conmigo no han hablado, ironizó Hans. Caballeros, intervino Sophie, caballeros, un poco de calma, todavía queda té y sería una pena que sobrase. Elsa, querida, por favor…

Hans vio en el espejo redondo que Sophie se dirigía al señor Levin, y volvió a prestar atención al otro lado. Señor Levin, dijo Sophie, se lo ve un tanto ensimismado, díganos, ¿qué opina usted de nuestro monstruo predilecto? Ejem, dijo el señor Levin, nada definitivo, en fin, ya sabe. Reconozcamos que entre otras cosas, ejem, dignas de mención, Napoleón implantó cierta igualdad cívica, quiero decir que. Comprendemos perfectamente, dijo el profesor Mietter torciendo el gesto, me pregunto qué dirá la Torá de la igualdad cívica. Querido profesor, lo contuvo Sophie, no nos pongamos bromistas. Y ya que estamos, dijo entonces Álvaro, ¿qué pensará de este asunto nuestra encantadora anfitriona? Exacto, aprobó el profesor Mietter, nos intriga saberlo. Querida, dijo la señora Pietzine, ¡te han cercado! Los bigotes del señor Gottlieb se combaron de expectativa. La señora Levin dejó de sorber su té. Hans regresó al espejo y abrió bien los ojos. Opino, caballeros, comenzó Sophie, y sé que a su lado soy una ignorante en política, que la desilusión de una revolución no tendría por qué causar un retroceso en la historia. Quizá me excedo en mis conjeturas, ¿pero han leído ustedes Lucinda? ¿no les parece que ese librito es un legítimo fruto de las esperanzas revolucionarias? Mi querida señorita, dijo el profesor Mietter, ¡ese libro no tiene nada que ver con la política! Lieber Professor, sonrió Sophie sacudiendo los hombros con gracia para amortiguar el desacuerdo, permítame desvariar y supongamos por un momento que sí, que Lucinde es una novela profundamente política porque no habla de cuestiones de estado sino de la vida íntima, de la nueva intimidad de sus ciudadanos. ¿Hay mayor revolución que la de las costumbres? El profesor Mietter suspiró: Los Schlegel, qué pesados. Y qué fijación estúpida contra el racionalismo protestante. El hermano menor ha terminado siendo igual que sus aforismos: un polen. Y al mayor, pobre, lo único interesante que se le ha ocurrido es traducir a Shakespeare. Pero Hans, maravillado, había salido del espejo. ¿Así que le agrada Schlegel, señorita?, preguntó en voz baja. Él no, contestó ella, o depende. Adoro su novela, el mundo que propone esa novela. No sabe usted, susurró Hans, hasta qué punto estamos de acuerdo. Sophie bajó la vista y se puso a mover las tazas. También, dijo Sophie comprobando que su padre y el profesor Mietter habían empezado a conversar por su cuenta, me parece que Schlegel ha terminado como Schiller: con pánico al presente. De hecho, si fuera por ellos, ni siquiera podría estar hablando de su obra porque estaría probándome ropa. Queridos amigos, dijo de pronto el señor Gottlieb poniéndose en pie, espero que finalicen con placer la velada. Después se acercó al reloj de pared, que marcaba las diez en punto. Le dio cuerda como todas las noches a esa hora. Hizo una reverencia y se retiró a sus aposentos.

Algo más tarde, comprendiendo que no debía ser el último en retirarse, Hans se levantó de su asiento. Bertold fue a buscar su sombrero y su levita. Hans hizo una inclinación general, demorándose al posar los ojos sobre el profesor Mietter. Sophie, que parecía más divertida desde que su padre se había marchado, se acercó para despedirlo. Señorita Gottlieb, dijo Hans, le ruego que no crea que estoy siendo cortés si le digo que he pasado unas horas deliciosas gracias a usted. Ha sido muy considerada invitándome a su Salón, espero no haber merecido la expulsión por lenguaraz. Al contrario, estimado señor Hans, contestó Sophie, soy yo quien le agradece, el de hoy ha sido uno de los debates más animados e interesantes que hemos tenido, y me temo que su presencia ha tenido algo que ver en ello. Su complicidad me abruma, dijo Hans excediéndose en su coquetería. Descuide, lo castigó Sophie, el próximo viernes discreparé más de usted y seré menos hospitalaria. Señorita Gottlieb, carraspeó Hans (dígame, se apresuró ella), si me permite, en fin, quisiera, me gustaría felicitarla por sus brillantes palabras sobre Schlegel y Lucinde. Señor Hans, se lo agradezco, sonrió Sophie y se acarició el costado de una mano con la otra, ya se habrá dado cuenta de que, aunque procuro no llevarles la contraria a mis invitados, cuando me preguntan por Napoleón no me siento capaz de darles la razón a los restauradores. Ahora bien, estimado amigo (al escuchar la palabra amigo Hans sintió que el corazón se le volcaba), si no es mucho atrevimiento, me gustaría puntualizar algo sobre la revolución francesa (por favor, adelante, dijo él), supongo que esta tarde ambos la hemos defendido por lealtad a ciertas convicciones, pero para no traicionarme a mí misma también debo recordarle una cosa que usted no mencionó. Verá, de los muchos reproches que podríamos hacerles a los jacobinos, uno de ellos es que se escandalizaran tanto cuando las mujeres francesas reclamaron su derecho a participar en la vida pública. Por eso decía que, además de nuevos proyectos políticos, hacen falta subversiones privadas. Espero que coincida conmigo en que, si esa revolución íntima se hiciera como es debido, su consecuencia natural sería un cambio de las funciones públicas, ya me comprende, que las mujeres pudiéramos aspirar al parlamento además de al bordado, aunque le aseguro que no tengo nada contra el bordado y de hecho lo encuentro de lo más relajante. En fin, estimado Hans, no me tome por una ocurrente, confío en que el próximo viernes encontrará algo interesante que contestarme, ¡Bertold, Bertold!, ¡ya era hora!, ¡pensé que te habías llevado la levita del caballero!, que tenga buenas noches, y vaya con cuidado, Hans, que la escalera está oscura, adiós, gracias a usted, adiós, adiós.

Mientras caminaba aturdido hacia el portón de la casa Gottlieb, Hans escuchó que lo llamaban desde las escaleras y se detuvo. Álvaro pasó de una penumbra a otra, y en mitad de las dos le brilló la mirada. Estimado Hans, dijo palmeándole la espalda, ¿no le parece a usted que es una hora demasiado decente para que dos caballeros como nosotros se retiren a casa?

Pisando barro frío y orina seca, dejaron atrás la calle del Ciervo. Las farolas de gas le daban a la plaza del Mercado una realidad intermitente: su luminosidad aumentaba o disminuía como un instrumento cambia de acorde, el empedrado desierto variaba de grado, la fuente barroca se ausentaba por un instante y volvía, la Torre del Viento se emborronaba. Álvaro y Hans atravesaron la plaza escuchándose los pasos. A Hans no dejaba de impresionarlo el contraste entre las mañanas y las noches, entre el colorido de la fruta y la oscuridad amarilla, entre la maraña de transeúntes y esa quietud helada. Parecía, pensó Hans, que una de las dos plazas, la diurna o la nocturna, fuera un espejismo. Levantando la vista se divisaban las puntas asimétricas de la iglesia de San Nicolás, su silueta inclinada. Álvaro se quedó mirándola y dijo: Algún día tendrá que caerse.

A diferencia del campo abierto y sus alrededores, donde las tardes caen poco a poco, en Wandernburgo los días se cierran de golpe, a la misma velocidad alarmada con que los postigos clausuran las ventanas. La luz del ocaso se absorbe como en un desagüe. Entonces los escasos viandantes empiezan a tropezar con los toneles de las bodegas, los enseres de los carruajes, los bordes de las baldosas, los leños extraviados, los sacos de desperdicios. Junto a cada portal la basura se licúa con la noche, en torno a su hedor se reúnen perros y gatos a devorar al compás de las moscas.

Vista desde el cielo, la ciudad parece una vela flotando en agua. En el centro de la vela, en el pabilo, el resplandor de gas de la plaza del Mercado. Alrededor de la plaza, amplificada en ondas, la oscuridad progresiva. Ramificándose, red de nervios, el resto de las calles se aleja del centro arrastrando hilos de luz. Surgiendo de los muros como pálidas hiedras, los faroles de aceite apenas dejan ver el suelo. La noche en Wandernburgo no es la boca del lobo: es lo que el lobo, ávido, mastica.

Desde hace algún tiempo, algunas noches, adentrándose en los callejones cercanos a la plaza, huyendo de los serenos, mimetizado con los muros, apostado en la sombra, alguien espera. A veces en el callejón de la Lana, otras veces en la angosta calle de la Oración o al fondo del callejón del Señor, respirando hacia dentro, vestido con su abrigo largo y su sombrero de ala negra, medio brazo sumido en los bolsillos, las manos recubiertas de unos guantes ceñidos, entre los dedos un cuchillo, una máscara a un lado y una cuerda al otro, agazapado en las esquinas, alguien atiende a cada paso, cada mínimo ruido.

Y como todas las noches y también esas noches, cerca de los oscuros callejones donde alguien espera, a veces incluso muy cerca, cruzan los lanzones con punta de farol de los serenos, que a cada hora en punto se descubren la cabeza, soplan su cuerno y dan la voz:

¡A casa, gente, vamos!

En la iglesia han tocado ocho campanas,

vigilad vuestro fuego y vuestras lámparas.

¡Loado Dios! ¡Loado!1

Y la plaza del Mercado a la deriva con su veleta helada. Y detrás las torres desiguales de San Nicolás. Y la torre puntiaguda de la iglesia pinchando el borde de la luna, que sigue perdiendo líquido.

Los bebedores colmaban la barra y ocupaban las mesas de pino arañado. Hans echó un vistazo circular, saltando de jarra en jarra, y se sorprendió al reconocer a alguien. ¿Pero ese?, preguntó, ¿ese no era? (¿quién?, dijo Álvaro, ¿ese de ahí?), sí, el del chaleco brillante, el que está brindando con los otros dos, ¿ese no es? (¿el alcalde?, completó Álvaro, sí, ¿por?, ¿lo conoces?), no, bueno, me lo presentaron en una recepción hace algunas semanas (ah, ¿tú también estabas?, qué lástima no habernos conocido ahí), cierto, fue una fiesta aburridísima, ¿qué hará aquí a estas horas? (no tiene nada de raro, al alcalde Ratztrinker le gusta mucho la Taberna Central y la cerveza ya no digamos, él siempre dice que vive para servir al pueblo, me imagino que pasarse las noches bebiendo con él es la mejor manera de conocerlo).

Álvaro pidió una cerveza clara. Hans la prefirió de trigo. Al calor del vaho y las palabras dichas hombro con hombro, los dos confirmaron que su complicidad en el Salón no había sido casual. En confianza, Álvaro hablaba mucho y sin pudores, liberando un vigor que en sociedad permanecía aplacado. Como todas las personas de carácter muy vivo, reunía dos corrientes: la cólera y la ternura. Ambas asomaban en su entusiasmo cuando conversaba. A Álvaro le atrajo la convicción discreta de Hans, que parecía seguro de algo que no contaba. Lo intrigó su estar y no estar, esa especie de frontera cordial desde la que escuchaba, con aire de estar a punto de dar media vuelta. Conversaron como rara vez consiguen hacerlo dos hombres: sin interrumpirse ni desafiarse. Entre risas y sorbos largos, espiando de reojo la mesa del alcalde, Álvaro le relató a Hans la asombrosa historia de Wandernburgo.

En realidad, decía Álvaro, es imposible saber dónde está exactamente Wandernburgo en el mapa, porque ha cambiado de lugar todo el tiempo. Está tan de paso entre unas regiones y otras que se ha vuelto un poco invisible. Como esta es una zona que siempre ha basculado entre Sajonia y Prusia sin un dominio claro, Wandernburgo se ha desarrollado casi exclusivamente gracias a las tierras que pertenecían a la Iglesia católica. Desde el principio la Iglesia llegó a un acuerdo con unas pocas familias de la región para explotarlas, entre ellas la familia Ratztrinker, que es dueña de las fábricas y explota buena parte del comercio textil, y también la familia Wilderhaus (¿Wilderhaus?, se sobresaltó Hans, ¿los mismos que…?), exacto, la familia de Rudi, el prometido de Sophie, en fin, parece que los Wilderhaus actuales son descendientes de uno de los primeros príncipes de Wandernburgo, ¿por qué pones esa cara?, en serio, he oído que Rudi y sus hermanos son algo así como sobrinos de un tataranieto de ese príncipe. Además de un montón de tierras, los Wilderhaus tienen parientes en el ejército prusiano y otros son funcionarios en Berlín. El caso es que en su día estas viejas familias se comprometieron a no ceder ante las presiones de los príncipes protestantes, fueran sajones o prusianos, a cambio de que la Iglesia les cediera parte de sus tierras. Tierras que todavía les dan a sus descendientes excelentes beneficios, de los que ellos entregan a su vez un divino tercio a la Iglesia (entiendo la trama, dijo Hans, ¿pero cómo es que nunca los invadieron?, ¿por qué los príncipes protestantes aceptaron esa resistencia?), probablemente porque no valía la pena invadirlos. Los terratenientes de por aquí siempre han sido grandes explotadores, gestores muy eficaces, de hecho es posible que nadie sea capaz de sacar más rendimiento a unos terrenos y un ganado que tampoco valen tanto como para llegar a las armas. ¿O a quién te crees que iba a parar hasta hace poco uno de los dos tercios restantes de las ganancias? Naturalmente, al príncipe sajón de turno. Así que el negocio era redondo para todos: nadie tenía que invadir a nadie, no hizo falta litigar demasiado, y cada cual tuvo su premio. La Iglesia mantuvo tierras en plena región hereje. Los príncipes sajones evitaron seguir complicando los conflictos fronterizos y la situación con los príncipes católicos, ganándose de paso cierta reputación de tolerantes que ya aprovecharán cuando les interese. Y la oligarquía wandernburguesa tributaba para los dos bandos sin verse amenazada, no sé si me explico (te explicas de maravilla, dijo Hans, ¿cómo has averiguado todo eso?), negocios, amigo, no te imaginas las cosas de las que uno se entera haciendo negocios (a mí me sigue sorprendiendo que seas comerciante, no hablas como un empresario), un momento, un momento, ten en cuenta dos cosas. Número uno, mi querido Hans, no todos los empresarios somos tan idiotas como parecen los empresarios. And number two, my friend, esa es una historia que empezó en Inglaterra y que te contaré otro día.

¿Y tú cómo te llevas con todas esas familias?, preguntó Hans. Oh, contestó Álvaro, ¡maravillosamente!, yo los desprecio en silencio y ellos fingen que no me vigilan. Ahora mismo, de hecho, nos están vigilando, ¡pues que les den bien por el culo! (¿cómo?, dijo Hans, no te he entendido), nada, no importa. Nos sonreímos y hacemos negocios juntos. Sé que algunas familias han tratado de encontrar otros distribuidores para sus tejidos. Pero los más rentables somos nosotros, así que por ahora les conviene soportarme para mantener la relación comercial con mis socios ingleses (¿y por qué no estás en Inglaterra?), bueno, contestar esa pregunta es triste, eso también te lo cuento otro día. El caso es que necesitan a nuestros distribuidores en Londres. Después del bloqueo, cuando cayó Napoleón, en Wandernburgo no tenían contactos ingleses y vieron la ocasión de ampliar su mercado con mis socios. Tampoco están en condiciones de elegir demasiado, este es un distrito pequeño, alejado del Atlántico y con poco intercambio con los puertos del mar del Norte o del Báltico. Simplemente nos necesitan. ¡Paciencia, señor alcalde! (murmuró Álvaro elevando su jarra hacia la mesa del alcalde Ratztrinker, que no pudo escuchar sus palabras y le correspondió con una mueca).

Hay una sola cosa que no entiendo, quiso saber Hans, ¿por qué aquí había tierras de la Iglesia?, ¿qué hacía un principado católico en zona protestante?, esta ciudad me parece cada vez más rara. Sí, dijo Álvaro, al principio a mí también me sorprendió. Verás, durante la guerra de los Treinta Años estas tierras estuvieron prácticamente en la frontera entre Sajonia y Brandemburgo, puede decirse que eran sajonas por los pelos. La zona fue invadida por las tropas católicas, que la tomaron como enclave para obstruir las comunicaciones enemigas. Así, por casualidad, Wandernburgo se convirtió en bastión de la Liga Católica en pleno corazón de la Unión Protestante. Con la paz de Westfalia lo declararon principado eclesiástico, ¡camarero, otras dos jarras!, ¿cómo que no?, a la última nunca se le dice que no, de ninguna manera, ya pagarás tú la próxima vez, ¿o no piensas volver a una taberna conmigo? ¿Qué iba diciendo? Ah, y pasó a llamarse Principado Wandernburgués, que es como todavía se llama oficialmente. Recordarás que en Westfalia se acordó respetar la religión de cada estado según la decisión del príncipe, lamentable criterio, sí. Y por lo visto el príncipe de aquel momento era católico. Parece ser que sus padres, para evitar la destrucción de la ciudad, habían colaborado con las tropas contrarreformistas. Así es como Wandernburgo fue y siguió siendo católica (qué curioso, dijo Hans, no conocía esa historia, ni siquiera sabía que fuera un principado eclesiástico, había pasado algunas veces de largo, pero), me lo imagino, les pasa a todos, yo llegué por otras razones, si no nunca, en fin, dejémoslo para otro día. Sí, y algo todavía más curioso: la situación apenas ha variado en dos siglos. Sólo era un pequeño territorio, rodeado de enemigos y confundido entre cientos de estados dispersos por toda Alemania, y la reunificación del imperio no iba a decidirse por unas cuantas hectáreas (¿y con Napoleón qué pasó?, ¿todo eso no cambió con los franceses?), ¡esa es la parte más divertida! Como Sajonia se puso de parte de Napoleón, Wandernburgo fue pacíficamente ocupada por sus tropas, que iban y venían de la frontera con Prusia. A cambio de los servicios prestados como lugar de paso, el hermano de Napoleón decidió respetar la potestad católica de Wandernburgo. Pero al caer el emperador Prusia ocupó parte de Sajonia, y resulta que Wandernburgo quedó del lado prusiano por unas pocas leguas. Y pasó a ser de nuevo una zona fronteriza, pero del otro lado. Por eso, amigo, ¡choca esa jarra!, ahora somos prusianos y hay que proclamarlo, ¡coño, inflamémonos de ardor prusiano! (Y brindando con aquel extranjero, Hans se sintió en casa por primera vez en Wandernburgo.)

Ahora, rió Álvaro, es Prusia la que recibe su parte del tributo, y por eso consiente la excepcionalidad de Wandernburgo. Los Wilderhaus, los Ratztrinker y los demás terratenientes siguen declarándose católicos, mantienen toda clase de privilegios de la Iglesia como bastión que son, y por supuesto también se declaran tolerantes, interconfesionales y prusianos ante el rey de Prusia, con la misma convicción con la que antes se sentían sajones, afrancesados o lo que fuera. Por eso han vuelto algunos descendientes de familias luteranas exiliadas, como el profesor Mietter. Antes del congreso de Viena hubiera sido imposible que las autoridades y la prensa respetaran tanto a alguien como el profesor, pero ahora es políticamente oportuno. (Supongo, dijo Hans, que Sajonia no va a quedarse cruzada de brazos.) Bueno, Sajonia todavía no ha hecho ningún movimiento, me imagino que confía en que las fronteras de Viena tampoco duren mucho, como no dura nada en Alemania. Eso, te lo aseguro, tampoco sería ningún problema para las autoridades: se echarían en brazos del príncipe sajón correspondiente y le contarían los atroces sufrimientos soportados con el enemigo prusiano, pondrían a la ciudad entera de fiesta y recibirían al príncipe con la mayor pompa sajona. Y así será eternamente, hasta que esta tierra se hunda o Alemania se unifique. Y por ahora ambas cosas son igual de improbables. ¡Espero no haberte aburrido con esta perorata! (¿perorata?, ¿y tú dónde has aprendido esa palabra?), bueno, modestamente, también sé decir monserga (¡pareces una abuelita sajona!), en fin. Como verás, Wandernburgo nunca sabe dónde están sus fronteras, hoy aquí y mañana allá (oye, bromeó Hans, ¿será por eso que me pierdo cuando camino? Álvaro se quedó mirándolo con inesperada seriedad), ah, ¿a ti también te pasa? ¿Tú también tienes a veces la sensación de que? (¿de qué?, ¿de que las calles se, digamos, se movieran?), ¡eso, eso! Nunca me había atrevido a confesárselo a nadie porque me daba vergüenza, pero suelo salir de casa mucho antes, por si en cualquier momento algo cambia de sitio. ¡Creí que era el único! Salud.

El alcohol empezaba a enredar la lengua de Hans, que pasó una mano por encima del hombro de Álvaro. Eh, perrrdona, le dijo, ¿te he pisado?, lo siento, sssí, mira, desde que empezamos a hablar tengo ggganas de prrreguntarte una cosa, tú, ¿tú cómmmo hablas tan bien el alemán? Álvaro se encorvó de repente. Eso, contestó, era lo que prefería no contarte. Estuve casado con una alemana. Muchos años. Con Ulrike. Ella nació muy cerca de aquí. A unas tres leguas. Le gustaba mucho este lugar. El paisaje. Las costumbres. No sé. Sus recuerdos de infancia eran esos. Por eso nos vinimos a vivir aquí. Ulrike. Muchos años. Ahora quién va a irse.

Hans se quedó contemplando los restos de espuma en los bordes de la jarra, la oreja transparente de las asas, todo eso que se mira cuando está todo dicho. Después, en un susurro, preguntó: ¿Cuándo? Hace dos años, dijo Álvaro. De tuberculosis.

Álvaro y Hans apuraban sus cervezas con parsimonia. Los camareros limpiaban las mesas con ese aire de reproche de las horas de cierre. Oye, balbuceó Hans, ¿no hay mmmucha gente viuda en Wandddernburgo?, el padre de Sophie, la ssseñora Pietzine, puede que el prrrofesor Mietter. No es casual, contestó Álvaro, las ciudades de frontera alivian, te hacen pensar que cerca hay otro mundo, no sé cómo decirlo. Aquí llegan viajeros, perdidos, solitarios, gente que iba a otros lugares. Y todos, Hans, se quedan. Ya te irás acostumbrando. Lo dddudo mucho, dijo Hans, yo estoy de paso. Ya te irás acostumbrando, repitió Álvaro, yo llevo de paso aquí más de diez años.

Sentado encima de su arcón, el aguamanil a un lado, al otro la toalla sobre el respaldo de una silla, las piernas separadas, procurando no mojarse los pies descalzos, Hans se afeitaba mirando el espejito que había apoyado en el suelo. Le gustaba afeitarse de esa forma, asomándose como a un pequeño estanque, porque le parecía que así era más fácil pensar: cuando uno se despierta, sobre todo si es noctámbulo, la cabeza necesita que la vuelquen un poco. Hay días, pensó Hans, en que el día no alcanza. Se había levantado con fuerzas y prisa por cumplir sus propósitos. Pretendía terminar el libro que tenía a medias mientras almorzaba, ir a ver al organillero para proponerle que cenaran juntos, tomar café con Álvaro y perseguir un poco a Sophie si se la encontraba, como otras veces, paseando con una amiga, saliendo de una tienda con Elsa o de camino a alguna visita. Sentado con la cuchilla en la mano, lleno de espuma, sin siquiera vestirse, le parecía que todo podría hacerse velozmente.

Lo sacaron de su ensimismamiento unos gritos provenientes de la planta baja. Dando por comenzado el día, Hans se secó la cara, colocó la acuarela en su sitio, se clavó una astilla en la planta del pie, se la quitó maldiciendo, terminó de vestirse y bajó al pasillo. Los gritos continuaban. Lisa intentaba aproximarse a la puerta de la cocina mientras su madre y los jamones colgados le cerraban el paso. Di lo que quieras, exclamaba la señora Zeit, a mí no me engañas: aquí faltan quince groses, por lo menos diez. Madre, se defendía Lisa, ¿no se da cuenta de que he traído una libra más de carne y más tomates? Claro que me doy cuenta, contestó la señora Zeit, y no sé quién te ha pedido que compres tantos tomates, la carne vaya y pase, la que sobre puede salarse, pero esos tomates, ¿quién pretendes que se coma el cesto entero, dime, a ver? Además una libra de carne no puede costar tanto, ¿te crees que soy tonta? Madre, replicó Lisa, ya se lo he dicho, los precios han subido esta mañana, por cada siete loths han aumentado un. ¡Eso ya lo veremos!, la interrumpió su madre, mañana iré yo misma a la plaza y te juro que. Haga lo que quiera, la interrumpió Lisa a su vez, y si no me cree puede ir usted mañana, y pasado, y todos los días. A mí no me interesa el carnicero ni los tomates ni discutir con usted. Pero hija, dijo la señora Zeit tomando a Lisa por las muñecas, aunque sea verdad lo que dices, ¿no te das cuenta de lo que cuestan las cosas?, ¿cuándo vas a aprender? Si una mañana los precios aumentan porque sí, hay que dejar el orgullo y regatear, ¿me oyes?, ¡regatear!, y no hacerte pasar por una dama.

Lisa iba a contestar cuando vio a Hans de reojo, inmóvil en el pasillo, escuchando. Volvió la cabeza de inmediato, intentando dejar claro que no había reparado en él. A Hans le pudo más la curiosidad que el pudor y se quedó ahí sin cambiar de postura. Lisa siguió replicando con pocas, altivas palabras a los reproches que recibía. Ya no cabía duda de que, pese a la autoridad materna, la señora Zeit estaba sufriendo más que su hija con aquella discusión. Ambas se desplazaron y Hans las vio casi de frente. Al resplandor de cobre y estaño de la cocina, pudo distinguir los surcos en la cara de la posadera, que se multiplicaban con sus exclamaciones. Y también las cicatrices, manchas y pellejos en las manos de Lisa mientras gesticulaba. Por un instante las diferencias entre ambas, los contrastes de silueta, belleza y actitud quedaron suprimidos, y Hans vio fugazmente a una misma mujer descompuesta en dos momentos, a dos mujeres idénticas en edades distintas. Entonces se alejó de la cocina.

Hans tuvo que esperar a la irrupción de Thomas para recobrar el buen ánimo con que se había despertado. Era imposible resistirse al entusiasmo radical, a esa especie de esperanza instintiva de aquel niño. Thomas lo saludó distraídamente, le preguntó si le gustaban los alces, le escondió la taza de café detrás del sofá, hizo una pirueta en forma de tijera y se perdió por el pasillo. Hans se levantó y Thomas, creyendo que había decidido perseguirlo, echó a correr escaleras arriba. No queriendo decepcionar la expectativa del niño, Hans subió las escaleras fingiendo el enfado de un ogro y reclamándole su taza de café, que ya había recogido del suelo. Cuando Thomas llegó al final del pasillo de la segunda planta y se topó con la ventana, se volvió hacia su perseguidor con el rostro súbitamente demudado, con tal pánico en la mirada que Hans estuvo a punto de creerse un verdadero ogro. Justo cuando se disponía a acariciarle la cabeza para disipar su miedo, Thomas estalló en una ruidosa carcajada y Hans comprendió que el niño había estado fingiendo más que él. Perplejo, miró por la ventana y se dio cuenta de que había empezado a llover.

¡Thomas, demonio!, bramó la señora Zeit con la furia redoblada de quien ha reñido en vano a su otro hijo, ¡Thomas, te he dicho que bajes a terminar los deberes inmediatamente! ¡Por el amor de Dios, ni siquiera has terminado el primer ejercicio! ¡Tendrían que abrir la escuela los sábados! ¡Ah, y ve olvidándote de salir en trineo! El niño miró a Hans, recobró la compostura y se encogió de hombros como quien da por terminado un juego. Caminó hacia la escalera con la cabeza gacha. Bajaron juntos sin decir una palabra. Al llegar al pasillo Thomas dejó escapar dos rápidos gases. Su padre llegó indignado desde la recepción, recogió su oreja al pasar y se lo llevó pasillo arriba hasta la vivienda. Al volver, agitado, le dijo a Hans: Como verá, esta es una familia como cualquier otra. Por supuesto, contestó Hans, no se preocupe. El posadero hundió una mano en el bolsillo de sus pantalones caídos y anunció: Por cierto, en vista de su permanencia y de sus, en fin, costumbres tardías, aquí tiene unas llaves. Por favor, no las pierda. Y lléveselas siempre cuando salga de noche.

El mediodía se ahogaba. Los paraguas competían en la acera angosta. Las botas de Hans chapoteaban confundiendo sus pasos. Levantando agua sucia, los carruajes corrían a su lado como una posibilidad. En la plaza del Mercado los tenderos desmontaban sus puestos. Hans divisó al organillero inclinado en el rincón de siempre, concentrado en sus canciones, haciendo girar la plaza. Las barbas le asomaban fuera de la capucha, goteando lentamente. Viéndolo ahí, imperturbable, Hans se reconcilió con el día nublado: mientras el viejo siguiera en el centro de Wandernburgo, la ciudad estaría ordenada. Como de costumbre, Franz fue el primero en intuir su presencia: alzó el vértice de sus orejas negras, despego el hocico del suelo, enderezó las patas y se sacudió el pelaje.

¿Qué tal el día, organillero?, saludó Hans apretándole el morro a Franz mientras este se revolvía. Precioso, contestó el viejo, ¿has visto cómo brilla la niebla? ¿La niebla?, no, admitió Hans, no me había fijado. Ha estado cambiando de color toda la mañana, explicó el organillero, ¿a ti te gusta la niebla? ¿A mí?, dijo Hans sorprendido, no especialmente, creo. A Franz y a mí nos divierte, dijo el organillero, ¿verdad, bicho? ¿Y la gente?, preguntó Hans señalando el plato en un arranque de pragmatismo que lo avergonzó un poco, quiero decir, ¿ha tenido público? Poca cosa, contestó el organillero, suficiente para la cena, vendrás, ¿no? Hans asintió dudando si ofrecerse a comprar el vino, porque el viejo solía ofenderse si adivinaba que lo que él llevaba a la cueva no suponía una cortesía sino un intento de abastecerlo. Lamberg dice, continuó el organillero, que va a pasar un rato después de cenar. Me preocupa ese muchacho, en la fábrica trabaja hasta desmayarse y se ríe muy poco, cuando alguien bebe mucho y ríe poco es mal asunto. Tratemos de animarlo esta noche, ¿de acuerdo?, tú le cuentas historias de tus viajes, yo toco alguna cosa viva, y espero que Reichardt cuente chistes verdes. Y tú, bandido, ¿has ensayado algún ladrido nuevo?

Por si el tiempo empeoraba, Hans fue a hablar con un cochero para que al anochecer lo acercara al camino del puente. El cochero lo informó de que las calesas llevaban todo el día ocupadas y no estaba seguro de poder ofrecerle un vehículo con capota. Hans le dijo que entonces le reservara un tílburi descubierto, y que llevaría paraguas. El cochero carraspeó y volvió a contestar que no estaba seguro de poder ofrecerle un tílburi. Hans lo miró con fijeza y, suspirando, le entregó un par de monedas. De inmediato el cochero recordó que a lo mejor habría lugar en la última calesa.

De vuelta hacia la posada, donde pensaba leer un rato, Hans paseó por las amplias aceras de la avenida Regia, flanqueada por acacias y transitada por ruedas limpias, caballos más robustos, cocheros con librea. Entre milords encapotados, relucientes landós, graciosos cabriolés, le llamó la atención uno que pasaba al ceremonial galope de dos caballos blancos. Hans tardó en reenfocar la vista del exterior al interior del vehículo: cuando lo hizo distinguió, sobresaltado, media cara de Sophie haciéndose pequeña tras las gotas, y el perfil de un sombrero a su lado. Sophie retiró con precipitación la cabeza del cristal y oyó que le preguntaban si se encontraba bien.

El coche abandonó la avenida Regia. Al fondo del Paseo de la Orla, una figura caminaba en dirección a la calle Ojival. Mientras el coche pasaba junto a ella, la figura se volvió: tocado con un sombrero de teja, envuelto en un manteo que cubría su sotana, el padre Pigherzog bajó el paraguas y se inclinó para saludar. Desde el interior de la cabina forrada en paño rojo, el acompañante de Sophie se irguió para corresponder el ademán. Ella permaneció quieta. Guten Tag, mein lieber Herr Wilderhaus!, pronunció el padre Pigherzog girando el cuello a medida que el coche lo adelantaba. Y añadió, quizá tarde: ¡Que el Señor los bendiga! Al enderezar el paraguas, el sombrero del párroco cayó al suelo y se manchó de barro. Contrariado, remontó la calle Ojival sosteniéndolo con dos dedos.

El sacristán les sacaba brillo a los vasos sagrados. Tengas paz, hijo mío, dijo el padre Pigherzog entrando en la sacristía. El sacristán lo ayudó a despojarse del manteo, puso en remojo el sombrero y terminó de ordenar las reliquias. Hijo, preguntó el párroco, ¿cómo ha ido la colecta? El sacristán le extendió la cajita de acero que llamaban recipiente de la santa voluntad. Ve con Dios, dijo el padre Pigherzog, puedes retirarte.

Cuando se quedó a solas, el padre Pigherzog contempló el orden de la sacristía y suspiró. Consultó la hora en el reloj de pared y tomó asiento junto a las lámparas, colocándose en el regazo una de las pilas de libros que reposaban sobre la mesa. Devolvió a su sitio el libro sacramental y el Misal Romano. Se demoró un momento en el catecismo de Pío V, marcó una página y lo apiló con los otros libros. Encima de su regazo quedó un grueso volumen titulado Libro sobre el estado de las almas, en el que el padre Pigherzog tomaba nota de diversos asuntos de su pía incumbencia: pormenores de la práctica y el cumplimiento pascual de la parroquia, familia por familia; impresiones personales sobre los feligreses, incluyendo sucintas noticias relacionadas con ellos; evaluación e incidencias de la liturgia semanal; carencias y posibles necesidades de la parroquia, así como aportaciones o donaciones dignas de mención; y un último apartado de redacción más esporádica, dirigido «a su Altísima Dignidad» y consagrado al «Balance de cuentas trimestrales de las tierras otorgadas en concesión por la Santa Madre Iglesia», que una vez completado el sacerdote revisaba, pasaba a limpio y enviaba por correo al arzobispo. Todo ello anotaba el padre Pigherzog con primorosa letra, distinguiendo los asuntos por epígrafes.

Abrió el Libro sobre el estado de las almas por la última página escrita. Releyó las entradas recientes. Tomó la pluma, la mojó parsimoniosamente en el tintero, anotó la fecha y comenzó su tarea.

… que me preocupa es Frau H. J. de Pietzine, cuyas desdichas hemos comentado en anteriores oportunidades. No son pocas las inquietudes que oscurecen su conciencia y turban su alma, cuya salvación dependerá en gran medida de la disposición con que se entregue a la penitencia, ejercicio este último que tiende a observar con mucho menor ahínco que la oración. No debiera una mujer en su estado de fe y condición familiar prodigarse tanto en frívolas alternancias y ocasiones mundanas. Considerar dicha tendencia en próximas confesiones.

… como queda de manifiesto en el referido episodio, el excelente señor Wilderhaus hijo, de cuya alta alcurnia y generosidad con esta humilde parroquia hemos dado ya conmovida cuenta, ha hecho una elección comprensible atendiendo a según qué virtudes de la señorita Gottlieb, virtudes, si se me permite, indecorosamente eclipsadas por xxxxxxx ciertas resistencias y levedades en las que ella viene persistiendo durante los últimos años. No se trata, empero, de nada que el buen matrimonio, la placidez doméstica y sus maternales quehaceres no puedan corregir. Enviar sacristán a Mansión Wilderhaus con nuevas gratitudes por su piadosa donación, con membrete de la parroquia. Sugerir al señor Gottlieb entrevista a solas con su hija.

… habiendo abandonado de esta forma su condición de catecúmena. No deja de ser digno de encomio su esfuerzo por renegar de las pasadas herejías, ya se verá más adelante si definitivo. Mucho más arduo resulta el caso de su marido, A. N. Levin, quien no sólo no cede en su xxxxxxx aberración semita ni reconoce sus desvíos arrianos; sino que confunde a la esposa con espurias teosofías que van desde un adopcionismo que atenta contra la consustancialidad del Padre y el Hijo, hasta adulteradas mescolanzas de cristología preniceica, ontología cartesiana y panteísmo brahmánico. Por lo oído hasta ahora, la parte del panteísmo llegó a hacer dudar a la esposa. Fue preciso explicarle que dicho sistema provoca la indiferencia del espíritu, pues si en todo lo existente estuviera Dios en igual medida, daría lo mismo ocuparse de las nubes, las piedras o el Espíritu Santo. Todo no es Dios, hube de recordarle entonces, sino que Dios es todo. Precaver nuevamente a Frau Levin. Rogarle asimismo que consulte a su marido sobre las transacciones descritas en páginas subsiguientes.

… con inaudito descaro. Indagar en el correspondiente grupo de catequesis. Amonestar seriamente al profesor responsable.

… de estas esperanzadoras señales. Dedicar oración colecta del domingo, tomando como ejemplo su tarea, a la supremacía de la abnegación.

… sino también de gula. Dirigirle postrera advertencia so pena de retirarlo del comedor.

… pensamientos impuros con frecuencia alarmante y xxxxxxx vívidos contornos. Insistir en penitencia. Hablar con sus tutores.

… recogidas en nuestro recipiente de la santa voluntad, que tan benditos efectos ha venido teniendo en nuestra humilde parroquia y en la absolución de las almas, me veo en el deber de comunicarle que en el último mes han descendido en un 17%, pasando del anterior promedio de medio tálero por feligrés a los actuales 8 groses por feligrés en misa dominical, lo que equivale a un empobrecimiento de nuestros recursos de unos 15 luises o 22 ducados brutos, razón por la que ruego encarecida y suplicantemente a su Altísima Dignidad que vea y halle el modo de enderezar dicha pérdida aunque sólo fuera en parte. Por último, y debido a su menor actividad, los tributos por cultivo se mantendrán inmutables hasta el tercer trimestre, momento en que experimentarán una revisión que los situaría en tomo a los 3 táleros y fracción por campesino contribuyente. Lo que certifico ante su Altísima Dignidad, cuya nueva visita aguarda un servidor para besarle las manos, tratar de estos asuntos personalmente y celebrar una misa pontifical en toda su solemnidad y belleza.

Me alegra que mencione a Fichte, señor Hans (comentó Sophie acariciando el borde interior del asa de su taza de té, sin llegar a introducir el dedo, retirándolo y volviendo a aproximarlo, lo cual observaba Hans progresivamente inquieto), porque si no recuerdo mal el viernes pasado ninguno de nosotros lo mencionó cuando discutíamos sobre nuestro país, ¿no cree usted, querido profesor Mietter (dijo ella cambiando el tono y la orientación de la voz, interrumpiendo el roce del asa y trasladando sus dedos al exterior de la taza, acariciando con las yemas el relieve de la porcelana como quien descifra un texto en braille), que sería oportuno detenernos en él? Estimado joven (se dirigió a Hans el profesor Mietter, que hasta entonces había llevado la voz cantante en la discusión y mantenía los dedos de ambas manos firmemente entrelazados), veo que muestra usted interés por algunos filósofos, ¿podría preguntarle qué estudió? (Las manos de Sophie se separaron de la taza y se quedaron un momento abiertas, suspendidas como orejas.) ¿Yo?, filosofía (contestó Hans, pero no inmediatamente sino después de una pausa en la que se frotó las palmas en un gesto que a Sophie le pareció de incomodidad). Ah, filosofía (dijo el profesor Mietter desenlazando los dedos y dejándolos en alto), interesante, ¿y dónde estudió usted? En Jena (contestó Hans volviendo a demorarse en la respuesta, recostando las manos encima de los muslos como diciendo: Eso es todo).

Por lo que sé (comentó el señor Gottlieb sin retirar la pipa de la boca), estoy de acuerdo con ese Fichte en sus ideas sobre Alemania, aunque tengo entendido que era casi ateo. Padre (le dijo Sophie acercando las manos), ¡qué interesante ha sonado ese casi! El Yo de Fichte (observó el señor Levin, que solía mantener las manos inmóviles, casi atadas) es una categoría divina. A mí me parece (dijo Hans alisándose el pantalón, quizá para atenuar su discrepancia con un gesto de falsa humildad) que ningún yo puede ser divino, salvo, claro, que en el fondo ese yo se crea un poco Él. (El dedo índice de Sophie volvió a buscar el borde interior del asa.) Ah, pero (reflexionó el señor Levin señalando un punto imaginario en la mesita) lo más importante sería el Nosotros que hay debajo de ese Él. Querida (dijo la señora Pietzine soltando el bordado), ¿no quedaría un poco más de bizcocho?

Al comienzo de la reunión Sophie había anunciado que Rudi Wilderhaus, en una nota que acababa de enviarle, rogaba a todos los invitados que disculparan su ausencia y prometía asistir sin falta el próximo viernes. Hans había pensado que, por tanto, aquella era su última oportunidad para impresionar a Sophie antes de que su prometido entrase en escena. Así que se lanzó a debatir sobre Fichte. A mí, dijo, me atrae bastante su teoría del individuo, y muy poco su teoría de Alemania. Si cada uno es su propia patria, entonces todo pueblo sería un país de países, ¿no?, pero entonces ningún individuo, por muy sagrado que se crea, puede encarnar a un país ni describir su esencia (díganos, objetó el señor Levin, ¿acaso Bach, Beethoven no nos representan de la mejor manera? Ah, touché!, exclamó el profesor Mietter intentando parecer divertido y sonando rencoroso. Pero Hans ya sólo le hablaba a Sophie), no, no en ese sentido. Si alguien llega a representar la sensibilidad de un país, si un músico o un poeta logra esa identificación, será siempre algo casual, un fenómeno histórico y no un programa metafísico. ¿O de verdad creen ustedes que Bach componía desde su alemanidad? Eso es lo que me hace desconfiar de Fichte, ¿cómo se puede defender una subjetividad radical y deducir de ella una nación entera? Cuando habla del alemán en sí, digo yo, ¿a qué demonios se refiere?, ¿quién sería el modelo?, ¿y quiénes se quedarían fuera? En sus discursos explica cómo las singularidades alemanas se formaron emigrando, mientras el resto de tribus germánicas se quedaba en sus lugares de origen. Lo que me sorprende es que, después de admitir eso, Fichte se atreva a decir que el cambio de residencia no tuvo tanta importancia, que las características étnicas predominan sobre el lugar y bla, bla, bla. Profesor, usted mismo (Hans hablaba casi sin respirar y el profesor, que no encontraba un hueco en aquel monólogo veloz, desvió la mirada como si no se hubiera dado por aludido) ha viajado y lo sabe, cualquiera que se haya mudado sabe que los cambios de lugar traen cambios interiores. La historia demuestra que los pueblos son cambiantes como un río. Fichte los describe como un mármol, una pieza que puede trasladarse o cincelarse pero que desde el principio es lo que es. Subestima la mezcla del linaje germánico con los pueblos conquistados, y después para colmo insinúa que nuestros males, nuestros viejos males, no son realmente alemanes sino de origen extranjero, ¡qué desfachatez!, ¿qué trata de decirnos con eso?, ¿de quién nos recomienda alejarnos para evitar contaminaciones? (El señor Levin tosió dos veces.) Todo lo que yo sé lo he aprendido viajando, o sea mezclándome con extraños. De acuerdo, supongamos que Fichte dijo lo que dijo para levantarnos el ánimo después de la ocupación francesa o lo que sea. Muchas gracias, Herr Fichte, ha sido usted muy estimulante para nuestras glándulas alemanas, y ahora que hemos recuperado el ánimo, busquemos principios comunes y no tribus germánicas.

Por fin Hans se quedó callado, igual que los demás. Fue apenas un instante. A Sophie le costó disimular el impacto que las palabras de Hans acababan de causarle. Y sobre todo le costó distinguir si ese impacto había sido filosófico o de otra naturaleza muy ajena a Fichte. Pero enseguida alguien golpeó una cucharilla contra una taza, otro pidió el azúcar, otro se puso en pie y pidió utilizar el aseo, y asomaron los ruidos, las voces, los gestos de siempre.

Frotándose los nudillos, Álvaro sostuvo que Alemania era el único lugar de Europa donde la Ilustración y el feudalismo habían tenido la misma fuerza. Agregó que, en su opinión (y el profesor Mietter encontró su idea demasiado republicana), la naturaleza del gobierno alemán se oponía frontalmente al pensamiento alemán. Y que esa contradicción explicaba que los alemanes fueran tan audaces pensando y tan sumisos obedeciendo. El profesor volvió a Fichte para argumentar que por eso mismo, por las raíces feudales de Alemania, el único camino del progreso era tomar un eje para unir la nación, y que ahora ese eje sólo podía ser Prusia. La señora Pietzine (para sorpresa de todos) soltó el bordado y citó a Fichte. La cita no era filosófica, pero era de Fichte, y se refería a la educación física de la juventud alemana. ¡Ah, la gimnasia!, trató de ironizar Hans, ¡esa gran manifestación cultural! El profesor Mietter defendió la disciplina física como expresión de un orden espiritual. Sin ir más lejos (confesó con un destello de coquetería), yo todavía hago ejercicio cada mañana. Y no dude, querido profesor, dijo Sophie, que se lo ve espléndido, no le haga caso al señor Hans, se mantiene usted saludable y hace muy bien. Vielen Dank, meine liebe Fräulein, contestó complacido el profesor Mietter, lo que pasa es que algunos creen que van a ser siempre jóvenes.

Los temas se alternaban en carrusel, unos ligeros, otros densos. Pero cada vez que volvían a la filosofía, por alguna razón personal, ni el profesor Mietter ni Hans se mostraban dispuestos a ceder un milímetro. El profesor se reclinaba en su asiento y cruzaba una pierna, como dejando claro que la experiencia y el sosiego estaban de su parte, mientras los nervios y la incertidumbre eran de Hans. Hans se despegaba del respaldo y se erguía, sugiriendo que la fuerza y las convicciones estaban de su lado, y el cinismo y el cansancio del lado del profesor Mietter. Cuando ambos discutían, el señor Gottlieb extraviaba los bigotes en el humo de la pipa. El señor Levin tomaba tímido partido por uno u otro según el caso, desdiciéndose a continuación. La señora Levin no decía una palabra, aunque miraba a Hans de una manera vagamente hostil. Álvaro intervenía poco, casi siempre a favor de Hans, unas veces porque estaba de acuerdo con él y otras porque la autoridad del profesor le resultaba molesta. Le sorprendió advertir que Elsa, la doncella, aquietaba la pierna y parecía escuchar con atención. Sophie citaba autores, títulos, conceptos, y se replegaba discretamente, haciendo esfuerzos para no inclinarse por ninguno de los dos, para que ambos se sintieran cómodos y pudieran replicar a gusto. Sin embargo las opiniones se le agolpaban, y varias veces estuvo a punto de tomar la palabra para contradecirlos a ambos. Hay tardes, pensó Sophie mientras servía el té, en que a una le entran ganas de dejar de comportarse como una dama.

Puestos a elegir un discurso nacional, decía Hans, yo me quedo con Herder, sin historia no somos nada a priori, ¿no les parece? Ningún país debería preguntarse qué es, sino cuándo y por qué. El profesor Mietter le respondió comparando los conceptos de nación en Kant y Fichte, para probar que el segundo no había traicionado al primero sino que lo había llevado más lejos. Hans dijo que con Kant le pasaba al revés que con Fichte: lo prefería hablando de países que de individuos. Toda sociedad, opinó Hans, necesita un orden, y Kant propone uno muy sabio. Pero un ciudadano necesita también cierto desorden, y eso Kant no lo admite. Para mí una nación libre sería, digamos, un conjunto de desórdenes respetuosos con el orden que los contiene. Para mí, lo relevó el profesor Mietter, la aspiración nacional de Fichte tiene un gran valor en la situación que vivimos (¿y qué situación vivimos, profesor?, dijo Hans), lo sabe usted de sobra, Alemania no puede seguir eligiendo entre la ocupación extranjera o el desmembramiento, es hora de dar un paso adelante y decidir nuestro destino (pero nuestro destino, objetó Hans, también depende del destino de los otros países de Europa, no se puede fundar una nación sin refundar el continente), ¿lo dice por su Napoleón, gnädiger Hans? (no, reaccionó Hans, ¡lo digo por su Santa Alianza!).

Sophie estaba tan entusiasmada como inquieta: por primera vez veía al profesor seriamente discutido por un invitado, y no se decidía a remediarlo porque sabía que ciertas ideas de Hans no las podría expresar ella misma con tanta facilidad, en parte por la presencia de su padre y en parte por la neutralidad que le imponía su rol de anfitriona. Esto último empezaba a parecerle cuestionable, y cuantas más dudas tenía más hacía correr sus largas manos de un lado a otro, más se aplicaba en hacer circular los canapés, las gelatinas, los hojaldres, el chocolate caliente. Mientras tanto el profesor Mietter, sorprendido de que Sophie no censurase los desplantes de Hans, aunque deseoso de que no lo hiciera para refutarlos debidamente, contestaba sin alterarse.

Estimado amigo, dijo el profesor, le recuerdo que no hay derecho internacional que valga sin naciones fuertes. Y yo, estimado profesor, dijo Hans, insisto en que me siento mucho más ciudadano de la Europa de Kant que de la Alemania de Fichte, ¿qué le vamos a hacer? Siéntase como quiera, dijo el profesor, el hecho es que el republicanismo federal no ha traído la paz a Europa, sino guerras por el dominio. Todo lo contrario, replicó Hans, hemos tenido guerras por el fracaso federal. Kant proponía una sociedad entre estados libres, y eso es incompatible con el imperialismo. El problema es que en Europa cada tratado de paz firma la guerra siguiente. Europa, joven, dijo el profesor Mietter, tiene una base religiosa común, ese es el único factor de unión duradera, ¿no se da cuenta de que negarlo sería contraproducente? Me extraña (intervino Álvaro tratando de apartar la vista del tobillo de Elsa) que esas cosas las diga un luterano. Soy luterano, se ofendió el profesor Mietter, pero antes que nada cristiano, cristiano y alemán. Caballeros, ejem, se aventuró el señor Levin, si me lo permiten, eh, el único lazo seguro no es el moral sino el comercial, quiero decir, ya me entienden, si Europa compartiera negocios no podría permitirse una guerra, no, no tanto bizcocho, así está bien, gracias. De acuerdo, dijo Hans, pero ese comercio no puede formarse al margen de un proyecto político común, porque si exageramos la identidad de cada nación seguirá habiendo guerras para decidir quién controla el mercado, la economía también se educa, ¿no? Sí, contestó el señor Levin, sin olvidar que la educación depende de la economía. La educación económica, precisó el profesor Mietter, forma parte de la construcción nacional, ahí Fichte da en la diana. En la diana dio Kant, insistió Hans, cuando escribió La paz perpetua. ¡Esto sí que es bueno! (dijo el profesor devorando un canapé, sin especificar si se refería al canapé o a Kant), sepa, joven, que la utopía de la paz la inventó un tal Dante hace más de quinientos años. Pero Dante, se opuso Hans, creía que la paz dependía de una élite política, ¡más o menos lo mismo que ahora!, Kant propuso que la garantía de paz fuese la ley, una ley pactada entre estados iguales. Encargarle la paz a un puñado de líderes legitima el despotismo. Ejem, lo que yo creo (propuso el señor Levin eludiendo la caricia que, a modo de advertencia, intentó prodigarle su esposa) es que a veces nos puede la abstracción, o sea, con todos mis respetos, ¿no les parece que la paz tiene que ver con la riqueza? Pero eso, asintió Hans, también entra en el terreno moral, sin reparto de riqueza nunca podrá haber paz, la pobreza es potencialmente bélica. ¡Suscribo!, dijo Álvaro. Por favor, caballeros, suspiró el profesor Mietter, no nos pongamos cándidos. La paz busca los mismos fines que la guerra con medios distintos, que a nosotros nos gusta llamar pacíficos: decidir quién manda, y punto. Ejem, puede, matizó el señor Levin, aunque hay otra realidad, muchas veces la guerra causa más gastos que beneficios incluso para el vencedor, así que una evaluación objetiva de los gastos de una guerra debería bastar para renunciar a ella.

Caballeros, dijo el señor Gottlieb levantándose de su butaca, les ruego que se sientan cómodos. Yo debo retirarme a mi despacho para resolver unos asuntos. Ha sido, como siempre, una velada muy estimulante.

A Hans le pareció que, al decir estimulante, el señor Gottlieb lo había mirado a él. El señor Gottlieb le dio cuerda al reloj de pared, cuyas agujas marcaban las diez en punto. Le indicó a Bertold que encendiera más velas, besó a su hija en la frente, hizo una reverencia que le combó el bigote y desapareció por el pasillo. Al verse a solas con sus invitados, Sophie infló el busto: ahora podría opinar sin preocuparse tanto. Cuando se disponía a intervenir, la señora Pietzine la interceptó para despedirse también, la tomó de las manos y la retuvo con unas palabras que nadie más escuchó. Sophie asentía mirando de reojo al grupo que formaban el profesor Mietter, Hans, Álvaro y el matrimonio Levin. Una vez que Elsa trajo el echarpe de lana azul y el sombrero de lazos de la señora Pietzine, Sophie corrió a sentarse. Para su decepción, los demás ya no hablaban de política, sino de Schopenhauer.

No, no ha tenido mucho éxito, decía el señor Levin, aunque a mí me ha parecido, ejem, un libro interesante, por lo menos distinto. Algo bueno tendrá ese Schopenhauer, bromeó Álvaro, si ha traducido a Gracián, habla español, no es poca cosa viniendo de un alemán. Bah, sentenció el profesor Mietter, plagios hindúes, no saben cómo sustituir a Dios y rebuscan en el budismo. A mí me cae simpático, dijo Hans, porque desprecia a Hegel. Pero tanto pesimismo, dijo el señor Levin, ¿no lo encuentra usted trágico? Quizá, contestó Hans, aunque también podemos leer a Schopenhauer con optimismo. Podemos aceptar el principio de la voluntad y negar que siempre deba conducir al dolor. Así estaríamos condenados a intentar ser felices, ¿no? Sin embargo, caballeros, sugirió el profesor.

Y así, etcétera, etcétera, con las bocas ondulantes a la luz de las velas, como si el resplandor inflamara sus argumentos, los caballeros del Salón siguieron opinando. Sophie los escuchaba con una mezcla de atención e irritación: apreciaba lo que decían, pero aborrecía lo que omitían. Se fijó en la señora Levin, quieta, ovillada, adherida al hombro de su marido, que gozaba sabiéndose escuchado por ella. Sophie los imaginó volviendo a casa, caminando en busca de un carruaje, ella apoyada en un brazo de su marido, él ligeramente inclinado hacia ella, preguntándole: ¿Vas bien, querida?, ¿tienes frío?, o comentando: Ejem, ¡una discusión interesante, la de Schopenhauer!, esperando a que ella contestara que sí, que había sido de lo más interesante y que él había dicho cosas de lo más inteligentes, aunque ella no sabía demasiado de eso, y entonces él se erguiría, sujetaría su brazo con mayor firmeza y le explicaría quién era Schopenhauer, dónde daba clases, qué había publicado, no es tan complicado, ¿sabes, querida?, y así el señor Levin le contaría todo lo que no había tenido oportunidad de decir en el Salón, volviendo a ser escuchado, escuchándose a sí mismo.

Sophie se retorció los dedos como quien estruja un papel.

¿Y usted, querida amiga?, le preguntó de pronto a la señora Levin, ¿no nos dice usted nada? La señora Levin sonrió con extravío. Ella, se adelantó su marido, ejem, está de acuerdo conmigo. ¡Qué feliz coincidencia!, exclamó Sophie. Es verdad, dijo la señora Levin con una pizca de voz, estoy de acuerdo. Sophie se mordió el labio.

¿Y usted qué, señorita?, la desafió Hans sin perder de vista ese labio.

¿Yo?, contestó Sophie curvando la muñeca a la altura del pecho, yo, sabios caballeros, me siento honrada sólo de escucharlos, porque a nosotras nada nos deleita más, ¿verdad, querida amiga?, que presenciar semejante despliegue de saber. Se pasaría una, ¡ya lo creo!, días enteros admirando este viril intercambio de pareceres. Pero hete aquí que, en pleno arrobamiento, me interrogan ustedes sobre Schopenhauer, ¡a mí, siendo tan joven!, y debo confesarles mi sonrojo, porque la sola pregunta me concede un valor inmerecido. Por eso, meine Herren, les suplico que sean indulgentes y sepan disculpar mi escasa formación en estos terrenos, ya conocen la ligereza con que las muchachas hojeamos a los grandes pensadores. Y ahora, en fin, osaré entrometerme en tan arduas materias para expresarles que hasta donde una alcanza, que sin duda es poco, el señor Schopenhauer es uno de los autores más miserables que he tenido ocasión de malinterpretar. De hecho no hace mucho me atreví a leer su libro y parecía algo inseguro con las mujeres, insistía en que nos aplicáramos a las labores domésticas o a la jardinería, pero que jamás se nos ocurriera instruirnos en literatura y mucho menos en política. Y eso es, caballeros, paradójico, porque para llevar a buen término esa propuesta, quiero decir, para que la doctrina de Schopenhauer no caiga en saco roto, hubiera sido más práctico recomendarnos a todas las mujeres el estudio atento de las obras filosóficas, y muy en particular las suyas. Desde mi carencia de teoría, me embarga la impresión de que a los mayores filósofos de nuestro tiempo los persigue una contradicción: todos aspiran a fundar un pensamiento distinto, pero todos piensan lo mismo de las mujeres. ¿No les parece sumamente divertido, caballeros? Estoy segura de que quedan más canapés de palmito.

Se habían citado al mediodía en la Taberna Central. Álvaro lo esperaba con los codos clavados en la barra y un pie en el zócalo, en postura de buen jinete. Media hora más tarde, Hans llegó a la taberna tambaleándose. Buenos días y bienvenido al mundo, dijo Álvaro más burlón que ofendido al verle las ojeras. Disculpa, dijo él, anoche estuve en la cueva, después volví a la posada y me quedé leyendo, ¿qué hora es? Cómo, se asombró Álvaro, ¿no llevas reloj? La verdad, contestó Hans, no les veo utilidad a los relojes, nunca marcan la hora que necesito. Bueno, sonrió Álvaro, esto se llama intercambio cultural: yo parezco alemán y tú español.

Mis antepasados, contaba Álvaro masticando, eran vizcaínos. Nací en Guipúzcoa pero soy andaluz de adopción, me crié en Granada, ¿la conoces?, sí, preciosa, ahí pasé mi niñez, mi padre consiguió trabajo en el Hospital Real y nos quedamos. Pienso que todo el mundo debería ver dos cosas antes de morirse: la primavera en el Generalife y las mañanas en el mercado de la Romanilla. Tendrías que ver a las señoras granadinas, tan arregladas para comprar pescado, y a sus maridos paseándose con ese aire malhumorado y en el fondo simpático. A veces abro los ojos y pienso que me he despertado en Granada. Tú ni siquiera sabrás dónde te despiertas, ¿no?, me imagino, en fin, paciencia. Nunca he vuelto a tener amigos como los de Granada. También es una ciudad triste, en eso se parece a Wandernburgo, la gente está orgullosa de su tristeza. Salvo los primeros años aquí, con Ulrike, te diría que no he vuelto a ser tan feliz como en esa época. A lo mejor es por la edad, pero entonces todo parecía a punto de ocurrir. En realidad en toda España el destino estaba por escribirse: o nos invadían las tropas extranjeras, o volvía un rey traidor, o levantábamos una república. Las cortes de Cádiz fueron emocionantes, ¿tú sabes lo que fueron las cortes de?, perdona, ¡es que a los alemanes la política española les importa un!, y bueno, ¡faltó tan poco para que el país fuera distinto! En fin, cuando el rey Fernando volvió para desmantelar nuestra constitución, recuperar la inquisición, fusilar gente, yo decidí exiliarme. ¿Obligado, dices? Sí y no. Cierto, podían vigilarte, despedirte, arrestarte, pasaba todos los días. Pero sobre todo me fui por decepción, ¿entiendes?, nos habían quitado el país que defendíamos, habíamos ganado para perder. Así que incluso antes de irnos muchos teníamos la sensación de que ya no vivíamos en nuestro país.

Sí, gracias, otras dos, ¡salud! Cuando llegó la gente de Napoleón, te confieso que me sentí raro. Nos habían invadido, sí, pero traían una cultura que admirábamos y unas leyes que deseábamos. ¿Tenía sentido pegar tiros por un estado podrido y medieval? ¿No llevábamos toda la vida siendo independientes sin ser libres? Al final me enrolé y combatí unos meses en Andalucía y Extremadura. Después me destinaron a las guarniciones de Madrid y Guadalajara, con milicianos de toda España. Y ahí te juro, Hans, que escuchando nuestras discusiones, conociendo las ideas de mis compatriotas, más de una vez pensé en desertar. Pero, coño, era mi país, ¿no? Mi plan era recibir al enemigo, aprender de él todo lo posible, expulsarlo y seguir la revolución por nuestra cuenta. Estuve en la guerrilla con un ojo puesto en las juntas y en la corte constituyente, que era lo que más me interesaba. Y no podía evitar preguntarme dónde mierda estaba la patria, qué era exactamente lo que defendíamos. ¿Si logré averiguarlo?, ah, ahí está el punto. Aunque te parezca raro, hablando con los milicianos me di cuenta de que lo que estábamos defendiendo eran nuestros recuerdos de infancia.

Durante la ocupación lo que más, ¿otra?, ¡esto ya es abusar!, pero si pagas tú, es broma, lo que más me jodía era ver cómo los curas nos apoyaban, ¡los cabrones estaban aterrorizados de terminar como en Francia! Todavía recuerdo de memoria los catecismos vomitivos que repartían por las parroquias. «¿Quién eres tú, niño? Español por la gracia de Dios. ¿Qué son los franceses? Antiguos cristianos convertidos en herejes. ¿De dónde procede Napoleón? Del pecado. ¿Es pecado matar a un francés? No, padre, matando a uno de esos perros herejes se gana el cielo.» Lo suyo no era patriotismo, era instinto de conservación (el patriotismo es eso, dijo Hans), no seas cínico. Por las noches no podía dormir y me venían las dudas: ¿y si nos estábamos equivocando de enemigo?, ¿y si luchar por España era justo lo contrario, como hacían los afrancesados que tanto odiábamos?, ¿qué traicionaba más al país? No quiero aburrirte. El caso es que al final, con la restauración, me fui de España. Peregriné por media Europa y llegué a Somers Town. En mi primer paseo por Londres me palpé la faltriquera y vi que llevaba un duro, ¿sabes cuánto es eso?, apenas un duro para cambiar por libras, o mejor dicho por chelines. Así que fui hasta el Támesis, me quedé mirándolo y tiré las monedas al agua (¿las tiraste?, se sorprendió Hans, ¿por qué?), amigo mío, ¡un caballero como yo no podía llegar a una gran capital con tan poco dinero! Prefería empezar de cero que administrar una miseria. Entré en contacto con la comunidad española, viví de prestado un tiempo y tuve algunos trabajos de esos que son tristes de hacer e interesantes de contar. Fui sereno, camarero, limpiador de pescado, cuidador de caballos de carreras, ayudante de encuadernador, instructor suplente en una escuela de esgrima (¿tan buen espadachín eres?), no, ¡por eso era el suplente! Al final, un poco por casualidad, entré en el negocio textil. Tuve un golpe de suerte, invertí mis ahorros y se duplicaron. Hice alguna inversión más con un amigo mío, nos empezó a ir bien y entonces decidí correr el riesgo y meterme de lleno en la industria. Y mira tú por dónde, eso es lo que me ha dado un buen pasar. Varios parientes míos entraron en el negocio, hasta que hace unos años fundamos una distribuidora que comercia entre Alemania e Inglaterra. Operamos en Londres, Liverpool, Bremen, Hamburgo y en Sajonia y alrededores, que es la zona de la que yo me encargo. No se puede decir que mi trabajo me divierta, pero da buenos dividendos y en fin, ya sabes, hay una edad, una edad un poco lamentable si tú quieres, en la que los dividendos empiezan a parecerte más urgentes que la diversión. Y estaba Ulrike, claro.

(Pásame las albóndigas, pidió Hans, ¿y no volviste nunca a España?) No, sí, bueno, fui de visita con la amnistía del 18. Para ver cómo estaban las cosas, yo qué sé. Pero el ambiente me pareció inquietante y volví a Londres enseguida. Así, de viaje de negocios por Alemania, conocí a Ulrike. Fue tan, tan. Hubo una especie de, todo de golpe. Una historia muy, la única. (Toma, bebe.) Ella era de por aquí, soñaba con volver, así que nos vinimos a vivir a Wandernburgo. Una de las cosas que más me duelen es pensar que Ulrike no conoció España, me entiendes, nunca llegué a mostrarle mis lugares. No. Y estábamos pensándolo, lo hablamos varias veces, siempre decíamos «un día de estos», «del verano que viene no pasa», yo qué sé. Después llegó la mierda de los hijos de San Luis, y con esa santa alianza que el diablo tenga en su vergüenza se acabaron las posibilidades de ir, al carajo la política, la constitución, y al carajo mis parientes. Ahí fue cuando el resto de mi familia se exilió a Inglaterra. Hans, tú y yo somos de países patéticos. A los dos los invadió Napoleón, en los dos reinó un hermano suyo, ambos lucharon para liberarse y retrocedieron después de conseguirlo. España es mi lugar, pero no el país que hay, otro que sueño. Uno republicano, cosmopolita. Cuanto más española pretende ser España, menos es. En fin, así son las patrias, ¿no?, algo indefinido que nos guía (no sé, contestó Hans, no creo que nos guíen las patrias, nos mueven las personas, que pueden ser de cualquier parte), sí, pero a muchas personas queridas las conocemos en nuestro país, no en cualquier otro (nos mueven los idiomas, continuó Hans, que pueden aprenderse, o los recuerdos, como tú dijiste. ¿Pero y si los recuerdos también se mueven?, ¿qué pasa si tus recuerdos están en lugares y momentos diferentes?, ¿entonces cuáles te pertenecen más?, eso me pasa a mí, eso es lo que me pasa), oye, ¿estás bien?

Sus hombros empezaban a plegarse como paraguas. La Taberna Central se había ido apretando, los comensales se agolpaban en los rincones, el humo y el olor de las frituras buscaban las vigas del techo, las bocas masticaban, reían y tragaban. Al perder la moderada intimidad que habían tenido en la barra, Álvaro y Hans se sintieron un poco ridículos: la risa ajena actuaba como un espejo irónico sobre su seriedad. ¿Qué les hará tanta gracia?, dijo Álvaro. Nada especial, contestó Hans, la gente es así en todas partes: se ríe porque come. ¿Y no será que tú y yo somos unos tristes?, sugirió Álvaro. Esa, concedió Hans, es otra manera de decirlo. Ambos soltaron una carcajada y, al hacerlo, recuperaron la locuacidad. Conversaron sobre los extraños modales de los wandernburgueses, que combinaban la antipatía con unas normas de urbanidad que cumplían con fanatismo. Cuando llegué a Wandernburgo, contó Hans, no sabía cómo comportarme. Rara vez te sonríen o te ayudan, pero tienen media docena de reverencias y un repertorio interminable de saludos. Eso, claro, si llegan a reconocerse entre la maldita niebla. ¿Cómo harán para flirtear, si ni siquiera se ven?, ¿cómo se reproducen? Creo, dijo Álvaro, que se aparean sólo en verano. Aquí, continuó Mans, los hombres pueden estar una hora entera sin soltar el sombrero, si el dueño de casa no los invita a hacerlo. Las señoras no se quitan los tocados, con tal de no tener que pedir permiso para ir al aseo a acomodarse el peinado. Nunca sabes si debes sentarte o seguir de pie, inclinar la cabeza, doblar la espalda o meter el culo hacia dentro. En una palabra, resumió Álvaro, viven del protocolo porque son maleducados.

Hans vio entrar a cinco hombres exageradamente bien vestidos, o fastuosamente mal vestidos. Lo que más le llamó la atención fue que, aunque no cabía un alfiler en la taberna, un camarero atravesó el local dando empujones y desalojó a dos jóvenes de una mesa. Despejada y bien frotada con un trapo, los cinco hombres tomaron asiento con aire imperial, como si en vez de una taberna con olor a chorizo se tratara de un salón de plenos. Tres de ellos se embutieron unos puros enormes que brillaron en sus bocas. El camarero se acercó para traerles cinco jarras de cerveza negra y una fuente con fresas. Álvaro le explicó a Hans que esos hombres eran el señor Gelding y sus socios, los dueños de la fábrica textil de Wandernburgo. En esa fábrica, dijo Hans, trabaja Lamberg. ¿Quién?, dijo Álvaro, ¿el tipo que el otro día me presentó tu organillero?, no le envidio los jefes. Y es imposible librarse de ellos, porque en esta ciudad los empresarios, industriales, contratistas, accionistas y banqueros son todos parientes. Se huelen la entrepierna. Se casan entre sí. Conviven. Se reproducen. Se protegen. Y no dejan de beber cerveza ni un solo minuto. Toda esa gran familia vive contratando a los miembros de otra gran familia, la de los abogados, médicos, notarios, arquitectos y funcionarios municipales. Si sumas las dos familias tendrás todo el dinero de la burguesía local, salvo dos o tres monedas. Quizás una de ellas sea del señor Gottlieb. Y poco más. Puede decirse que esta ciudad sustenta su economía en un incesto organizado. Veo, rió Hans, que los conoces bien. Los conozco muy bien, asintió Álvaro, y eso no es lo peor. Lo peor es que en cuanto me vean tendremos que saludarlos. Porque, entre otras cosas, yo vivo de distribuir lo que ellos producen.

Al cabo de cinco minutos, Álvaro y Hans estaban sentados en la mesa del señor Gelding y sus socios. A Hans lo sorprendió la exasperada formalidad que Álvaro empleaba para dirigirse a ellos, musculando su acento, trabajándolo en las mandíbulas, inoculándole un matiz marcial muy distinto de la cantarina prosodia hispana que empleaba al conversar con él. Enseguida el señor Gelding sacó el tema de los plazos de liquidación, que Álvaro defendió recitando de memoria cifras, índices, fechas.

A mí lo que me indigna, decía el señor Gelding lamiendo el puro con las comisuras manchadas de fresa, es la cultura de la lamentación, eso de que se quejen tanto cuando sus condiciones no hacen más que mejorar. Aunque claro, ¡bribones!, ¡mejoran porque se quejan! En fin, si yo no digo, no digo que no existan puntos negociables, y hasta puedo entender que el personal provisorio aspire a ser contratado, digamos, a medio plazo. Lo que digo, señores, es que aquí donde me ven yo trabajo más horas que ellos para mantener la producción. Y como es natural, exijo el mismo compromiso por parte de mis trabajadores. Se quejan de la elasticidad de las contrataciones, esa elasticidad que le ha permitido a esta maldita ciudad crecer un siete por ciento anual desde hace veinte años, perfecto, bravo, son ustedes un gremio muy valiente, ¿pero saben qué pasa, señores míos?, ¿a que no adivinan qué pasa en cuanto cedes y haces fijo a un empleado?, ah, qué casualidad, ¡empieza a rendir menos! Mira, el trabajo cuesta trabajo. ¿Qué más quieren ahora, parar las máquinas para echar una cabezadita? Yo les juro, señores, les juro que no sé, no sé, no sé. A ver, los operarios de maquinaria, por ejemplo. Los operarios de maquinaria llegan a la fábrica media hora más tarde que los demás porque las calderas tardan en calentarse. Muy bien, no digo nada, las calderas funcionan como funcionan, que alguien las encienda y ustedes lleguen después. ¡Ah, pero ellos también, también se quejan!, ¡díganme si no es como para, díganme! Los malditos operarios de maquinaria se levantan más tarde que yo y tienen una jornada de doce horas, ¿qué significa eso?, señores, significa, si no he perdido el don de la aritmética, que trabajan medio día, ¡medio!, y la otra mitad del día descansan. ¿Es como para extenuarse?, ¿es como para decir no sé qué y no sé cuánto?, ¿o pretenden tener más tiempo libre del que trabajan? ¡En mis tiempos, señores, en mis tiempos! ¡Qué pensarían estos operarios de las jornadas de mi santo padre, al que el Señor tenga en su gloria, que jamás se lamentó en la vida y puso en pie una fábrica él solito! En fin, no quedan fresas, qué desgracia. ¡Mi padre sí que!, pero no hay remedio. ¡Así no se levanta un país ni levantamos nada!

Empujado por las muecas de Hans, Álvaro carraspeó y dijo: Mi querido señor Gelding, no habrá dejado usted de advertir que sus trabajadores pasan la mayor parte de ese tiempo libre durmiendo. El señor Gelding se quedó mirándolo con el puro inclinado y un rastro de estupefacción en la boca. No parecía ofendido sino desconcertado, como si Álvaro hubiera malinterpretado sus palabras. Ah, pero, Herr Urquiho, contestó el señor Gelding, nosotros no podemos ser intervencionistas, no, en eso no me meto, ¡cada trabajador hace lo que le da la gana con su tiempo de ocio, sólo faltaría! No sé cómo serán estas cosas en su país, pero una de las normas de mi empresa, sépalo, es la absoluta libertad del empleado friera del recinto de trabajo. ¡Supongo que en eso estaremos de acuerdo!

Los golpes en la puerta lo despertaron y terminaron por expulsarlo del catre. Unos hilos de luz se infiltraban entre los postigos entornados y reptaban hasta los pies fríos de Hans. Se abrigó con lo primero que encontró en la silla, se acercó a la puerta y la abrió tratando de despegar los párpados: sonriente, Lisa extendió un brazo y le entregó un billete de color violeta. Hans quiso decirle gracias, aunque bostezó algo así como gdashias. Tomó el papel violeta de entre los dedos heridos de Lisa y volvió a cerrar la puerta.

A la luz relativa que admitían los postigos, Hans entrevió la tarjeta que acompañaba el billete: llevaba impreso el nombre de Sophie Gottlieb.

Dio un brinco, fue a mojarse la cara en el aguamanil, apartó los postigos y se sentó junto a la ventana. La tarjeta estaba impresa en papel fino de porcelana, con un tenue relieve a modo de recuadro. La tipografía era de un color infrecuente, un gris algo anaranjado, como quien mezcla seriedad y una pizca de coquetería. Pese a su impaciencia Hans se demoró al desplegar el billete, disfrutando de la incertidumbre, paladeando ese instante de esperanza por si después le sobrevenía alguna decepción. Le llamó la atención la caligrafía veloz, resuelta y un tanto desparramada de Sophie: más que la letra de una señorita, era la de alguien con pulso felino. El billete carecía de encabezamiento o saludo.

He estado meditando, un poco casualmente, sobre los argumentos que sostuvo usted en la reunión del viernes pasado. Y aunque no le oculto que algunos me disgustaron un poco cuando los dijo, o tal vez me disgustara el tono en que los dijo (¿por qué tiene usted esa costumbre de hacer parecer desafiante lo sagaz y altanero lo razonable?), he de admitir que también los encontré interesantes, y hasta cierto punto originales.

¡Interesantes! ¡Hasta cierto punto! Hans contempló un momento el sol en la ventana, sorbiendo la delicia del orgullo de Sophie. Supo que, dijera lo que dijese a continuación, la carta iba a gustarle.

Por ese motivo, estimado señor Hans, siempre que lo tuviera usted a bien y no encontrase mejor entretenimiento, me sería muy grato tener ocasión de conversar con usted un rato fuera del horario del Salón, el cual requiere de mí, como tal vez haya observado, una atención demasiado dispersa, e incluso alguna maña de anfitriona de la que no dudo que se hace usted cargo.

Esta fugaz complicidad con él, de la que no dudo que se hace usted cargo, le alteró la respiración. ¡Así que ella admitía hacerse cargo de que él se hacía cargo! De qué se hacían cargo exactamente, ya se vería después. Pero si Sophie pretendía salir impune de aquel pequeño desliz, se equivocaba: Hans estaba dispuesto a aferrarse a esas palabras como a una rama en mitad de la caída.

Si cuenta entonces con tiempo para ello, mi padre y yo estaremos complacidos de recibirlo en nuestra casa mañana a las cuatro y media. Espero no haberlo importunado con un nuevo compromiso: según parece lee usted muy asiduamente, y nadie que lea con asiduidad se prodiga demasiado en reuniones sociales. Ruego a usted que responda cuando guste a lo largo del día de hoy. Se despide afectísima,

Sophie G.

Hans percibió en la distante y algo apresurada despedida una omisión, la sutil omisión de una palabra por lo general rutinaria y, pensó él, en este caso extraordinariamente significativa: la palabra suya. Si Sophie no se había despedido con la fórmula de rigor suya afectísima, en esa pudorosa ausencia del posesivo latía un temor sensual que no podía ser inocente. ¿O sí? ¿O no? ¿Estaba desvariando? ¿Estaba haciendo el ridículo de puro susceptible? ¿Exageraba al traducir? ¿Se pasaba de listo? ¿Confundía de nuevo, sin querer, lo razonable con lo altanero?

Lo rescató de la zozobra la posdata que con su trazo distinto, de apariencia posterior, revelaba una vacilación ansiosa:

P. S. - Me atrevo también a rogarle encarecidamente que se abstenga de presentarse ante mi padre ataviado con el birrete y la camisa de cuello amplio con los que alguna vez lo he visto pasear por la ciudad Sin negarle mi simpatía por las connotaciones políticas de ese atuendo, sírvase usted imaginar su inoportunidad en un hogar tradicional como el mío. De preferencia lo más formal posible. Tenga desde ya mi gratitud por su comprensión ante estas engorrosas inconveniencias de protocolo. Procuraré compensar su benevolencia con canapés y pastas dulces. S. G.

Y dulces eran las últimas palabras, la última palabra de Sophie.

Hans no cabía en sí de regocijo y también de nerviosismo. ¿Cómo debía responder? ¿Cuánto debía tardar en hacerlo? ¿Qué ropa elegiría para mañana? Se puso en pie, volvió a sentarse y volvió a ponerse en pie. Sintió una oleada de alegría, después tuvo una erección violenta y después se emocionó. Comprendió que lo primero que debía hacer era leer la carta de Sophie con un ánimo más sereno. Se obligó a esperar unos minutos, se asomó a la ventana, vio pasar las cabezas, los sombreros y los pies de un lado a otro de la calle del Caldero Viejo, dejó enfriar la carta. Releyó varias veces los reproches del principio. Sonrió ante el suave látigo de las críticas de Sophie, que aludían a él tan certeramente como autorretrataban a su propia autora. Repasó los disimulos de la invitación, su desdén persuasivo, el aderezo seductor de las complicidades. Se detuvo en la brusquedad final, tratando de sopesar cuánto había de frialdad y cuánto de prudencia. Y para terminar se recreó en la maravillosa petición de la posdata, que confesaba a su manera que Sophie también lo observaba a él por la calle. Hans tomó la pluma, mojó la punta en el tintero.

Al terminar de escribir la respuesta, evitó repasarla para no arrepentirse de ciertas audacias que se había permitido bajo el efecto de la euforia. Respiró hondo, firmó y dobló el billete. Terminó de vestirse. Bajó a entregarle su carta a Lisa, aprovechando para preguntarle quién había traído el billete y si había dicho algo. Por la descripción que ella hizo, él supo que la emisaria había sido Elsa. Que no había dicho nada especial aunque, en opinión de Lisa, se había mostrado bastante antipática e incluso había echado una mirada de desaprobación al interior de la posada. Y que (esto ya no se lo dijo Lisa, pero Hans lo dedujo divertido) tanto ella como su madre creían que el billete violeta lo había escrito la propia Elsa. Lisa se quedó mirando con una mezcla de codicia y melancolía los papeles que le tendía Hans. En un primer momento a él le pareció entrometida la manera en que ella los sostuvo frente a sus ojos. Enseguida se sintió avergonzado: era evidente que Lisa no estaba leyendo los nombres del remitente y la destinataria, sino que hubiera deseado saber leerlos. Ella alzó la mirada y escrutó la cara de Hans, como haciéndole ver que al menos era capaz de leer sus pensamientos. La belleza a medio hacer de Lisa se endureció súbitamente, anticipándose a sí misma. Él no supo qué decir ni cómo disculparse. La muchacha pareció darse por satisfecha con aquella breve intimidación, ablandó las mejillas, retrocedió a su edad y dijo: Enseguida la llevo, señor. Hans se sintió humillado por la palabra señor.

Hans bebía un caldo de legumbres en la sala cuando vio asomar la punta del tocado de Elsa. La invitó a sentarse y, para su sorpresa, ella aceptó. Transcurrido un rato de desconcertante silencio, él dijo sonriendo: ¿Y bien? Elsa no había dejado de mover una pierna, pedaleando imaginariamente. ¿Traes algún mensaje para mí?, preguntó Hans sin darse cuenta de que no la miraba a los ojos sino que miraba el vaivén de su pierna. Elsa la detuvo en seco. Le entregó un billete. Es de la señorita Gottlieb, dijo. Lo cual, por evidente, a él le pareció que debía de significar otra cosa. Ya veo, probó Hans prolongando el sobreentendido. Me lo dio hace una hora, dijo Elsa, y me pidió que se lo trajera a la posada. Comprendo, asintió él cada vez más expectante. No he podido venir antes, dijo Elsa. No te preocupes, dijo él, gracias por traerlo. No tiene nada que agradecerme, contestó ella, es mi obligación. (¿Qué habrá querido decir?, pensó Hans, ¿que me ha traído el billete de buena gana, aunque de todas formas le correspondía hacerlo?, ¿o que, por el contrario, no me lo habría traído de no estar obligada? Hans tenía exasperados los sentidos y las conjeturas. Quizás Elsa no había querido decir ni lo uno ni lo otro. Quizás estaba distraída o simplemente había querido descansar un momento en el sofá. Pero entonces, ¿por qué no se levantaba?) La señorita Gottlieb, continuó Elsa, me ha indicado que no es necesario que usted responda, a menos que lo desee. (¿Y ahora cómo traducir eso? ¿Debía abstenerse de contestar, era este nuevo billete de Sophie una especie de interrupción? ¿O, a semejanza de los gestos que Sophie solía hacer con su abanico, aquella advertencia era en realidad una invitación a continuar con la correspondencia? No era fácil pensar después de un generoso caldo de legumbres.)

Elsa se había ido dejándole la sensación de que no había llegado a decirle lo que quería, o de que no había querido decirle lo que debía. Se había mostrado hermética y educada, omitiendo sus preguntas sin rechazarlas. Hans acababa de leer con avidez el billete y sus dudas seguían intactas: con esquiva, impecable sintaxis, Sophie celebraba la confirmación de su asistencia mañana por la tarde, le especificaba algún detalle trivial acerca de la reunión y sobre todo (y esto era casi lo único que él había buscado en la carta) enfriaba el tono de las misivas anteriores, repeliendo sus cumplidos con renuente ironía. Resignado, Hans entendió que podría pasarse el día entero intentando descifrar lo invisible, pero que ningún esfuerzo le evitaría la espera ni ese titubeo goloso que, según empezaba a temer, acompañaría todos sus movimientos a partir de ahora.

Hans, el organillero y Franz atravesaban la ciudad juntos mientras atardecía. La carretilla anaranjada y verde daba pequeños saltos sobre los adoquines y la tierra trillada. A Hans lo admiraba la placidez con que el viejo tiraba cada día del instrumento y recorría los casi tres cuartos de legua que separaban la plaza de la cueva. Tampoco dejaba de sorprenderlo que el organillero jamás vacilase ante ningún recodo, ningún cruce, ninguna bifurcación. Él llevaba por lo menos mes y medio allí, y aún no había logrado repetir un itinerario idéntico varias veces seguidas: acababa llegando al lugar al que se dirigía, pero siempre había algún cambio en el recorrido. Ahora Hans intuía que, más que desplazarse en secreto, Wandernburgo rotaba de repente, cambiaba de orientación igual que un girasol se adapta a los caprichos solares.

El lodo del día anterior empezaba a secarse. Los parches de escarcha encogían humeando levemente. Un denso olor a trasiego de barro y orines ascendía desde el suelo. En los muros grises de la ciudad relucían las manchas de humedad y los restos de la tarde. Hans contempló la suciedad antigua, esa dejadez grumosa de Wandernburgo a la que no terminaba de acostumbrarse. El organillero suspiró y, posando una mano flaca sobre su hombro, exclamó: ¡Qué bonita es Wandernburgo! Hans lo miró incrédulo. ¿Bonita?, dijo, ¿no la encuentra un poco sucia, gris, pequeña? Por supuesto, contestó el organillero, ¡y muy bonita! ¿A ti no te gusta? Lástima. No, por favor, no te disculpes, ¡no seas tan formal!, te entiendo, es lógico. Quizá cuando la conozcas mejor te guste. A mí, contestó Hans, lo que me gusta de Wandernburgo es que está usted. Usted, Álvaro, Sophie. Son las personas, ¿no le parece?, las que hacen la belleza de un lugar. Tienes razón, dijo el organillero, pero a mí además, no sé cómo decirte, estas callejuelas me siguen asombrando, no me canso de mirarlas porque, ¡Franz, deja en paz a los caballos!, ¡bandido, vuelve aquí!, cuando este perro tiene hambre se vuelve más sociable, el pobre espera que todo el mundo le dé una chuleta en vez de una coz, ¿qué era lo que?, ah, estas calles me resultan, ¿cómo te diría?, como nuevas de tan viejas, ¡qué tonterías digo! Me entusiasman. Pero dígame, preguntó Hans, ¿qué es lo que le entusiasma?, ¿qué le gusta exactamente? Nada, todo, explicó el organillero, la plaza, por ejemplo, me parece cada vez más interesante, y mira que llevo años tocando ahí. Antes, ¿sabes?, tenía miedo de aburrirme, de que se me acabara la plaza, pero ahora cuanto más la miro más me parece que no la conozco, ¡si vieras cómo cambia la torre con nieve y la torre en verano!, parece como, como hecha de otra cosa. Y el mercado, las frutas, los colores, nunca sabes qué van a traer cada cosecha, este invierno, por ejemplo, ¡Franz, cuidado!, ¡quédate cerca!, yo qué sé, o me gusta cuando empiezan a encender las farolas, ¿las has visto? Me gusta ver cómo la gente va cambiando sin darse cuenta y sigue pasando por ahí, los hombres pierden pelo, las mujeres engordan, los niños se hacen altos, aparecen otros nuevos. A mí me da tristeza oír que a los jóvenes la ciudad no les gusta, hacen bien en ser curiosos y pensar en otros sitios, pero por eso mismo digo, ¿no?, sería bueno que fueran curiosos también aquí, en su lugar, porque a lo mejor no lo han mirado lo suficiente. Son jóvenes. Todavía creen que las cosas son bonitas o feas, así sin más. ¿Sabías que me encanta hablar contigo, Hans? Nunca hablo tanto con nadie.

A lo lejos, tras los pastos cercados, las ovejas terminaban de amamantar a sus crías, que se aferraban a las ubres como a un rastro de luz. La lana de la noche se tejía rápido.

Primero habían llegado Reichardt y Lamberg, que ahora compartían una botella y una hogaza gomosa. Algo más tarde había llegado Álvaro, que a instancias de Hans pasaba de vez en cuando por la cueva y traía, también a instancias de Hans, una generosa ración de comida que preparaba su cocinera. Desde que había enviudado, Álvaro vivía solo en su casa de campo, cerca de la fábrica textil. Solía ir y venir cabalgando. Una vez en la ciudad, dejaba su montura en una caballeriza y se movía en coche o a pie. Álvaro montaba muy erguido, con los talones bien pegados al caballo y los brazos relajados, casi sueltos. Viéndolo cabalgar daba la sensación de que, más que obedecer a los tirones de las riendas, su brioso animal estaba de acuerdo con él. No se quedaba hasta muy tarde en la cueva. A cierta hora consultaba su reloj de cadena, se despedía del grupo y montaba su caballo.

Álvaro llegó a la cueva desaliñado, cosa infrecuente en él. Traía los cabellos revueltos y sus mejillas presentaban el aspecto irritado de quien realiza un esfuerzo físico y se lava la cara. Siento la tardanza, murmuró sentándose frente al fuego, pero me tocó un tílburi desastroso. Primero casi volcamos, después se le atascó una rueda y tuve que bajarme a empujar mientras el cochero azotaba al caballo. ¡El bruto lo golpeaba tanto que temí que el pobre animal no pudiera seguir viaje! A Hans le pareció que su amigo daba demasiadas explicaciones para la informalidad de la cueva. Recordó el paseo que acababa de dar con el organillero, el aspecto de las calzadas, y sin pensarlo demasiado dijo: Qué raro que tu tílburi se atascara, esta tarde la tierra estaba casi seca. ¡Bueno, qué quieres!, contestó Álvaro con brusquedad, ¡por donde fue mi tílburi había barro!

El apetito saciado y el fuego compartido encendieron la camaradería. Álvaro parecía haber recobrado la serenidad, volvía a mostrarse cómplice y hacía lo posible por reír con Hans, rozarle el codo, palmearle un hombro. Las conversaciones se desordenaban. Antes de conducirlos a la ebriedad, el vino les había concedido un par de horas de lucidez. Entonces Álvaro le preguntó a Hans algo que todavía no le habían preguntado. Siempre hablas de irte a Dessau, le dijo, ¿qué tienes que hacer allí? Allí, contestó Hans muy serio, me espera el señor Lyotard. ¿Y ese quién es?, quiso saber Álvaro. Otro día te cuento, dijo Hans guiñándole un ojo. Oye, preguntó Álvaro, ¿y nunca piensas en regresar a Berlín? No, contestó Hans, no tendría sentido. Aunque allí tenga recuerdos, ¿puedo ir a buscarlos? Podría retroceder, regresar no. Regresar es imposible. Por eso prefiero los lugares nuevos. Y antes de Berlín, se interesó el organillero, ¿dónde estuviste? Mucho más lejos, dijo Hans. Pero muchacho, preguntó el viejo mientras doblaba una oreja de Franz como un pañuelo, ¿tú por qué viajas tanto? Digamos, contestó Hans, que no puedo vivir de otra manera. Creo que si sabes adónde vas y qué harás, lo más probable es que termines sin saber quién eres. Trabajo traduciendo, eso puede hacerse en cualquier sitio. Trato de no hacer planes y que la suerte decida. Por ejemplo, hace unas cuantas semanas salí de Berlín. Pensaba ir a Dessau, se me ocurrió hacer noche aquí, y fíjese: aquí sigo por casualidad, encantado de conversar con usted. Las casualidades, opinó el organillero, no existen, las ayudamos. Siempre las ayudamos. Y si la cosa sale mal, les echamos la culpa. Seguro que sabes por qué te quedas, ¡y me alegro mucho!, igual que también sabrás por qué te fuiste. ¡Eh, profesores!, se quejó Reichardt, ¡si siguen filosofando me voy a quedar dormido!

No, no, intervino repentinamente Lamberg entrecerrando los ojos, lo que dice Hans es cierto. Yo nunca estoy seguro de por qué sigo aquí, no sé qué hago en la fábrica ni adónde podría ir. A mí me pasa lo mismo que a él, pero quieto.

El fuego comerciaba con los ojos de Lamberg, intercambiaba chispas.

Es que no puedo evitarlo, continuó Hans, cuando estoy mucho tiempo en un mismo lugar noto que veo peor, como si empezara a quedarme ciego. Todo va pareciéndose, se vuelve borroso y dejo de maravillarme. En cambio cuando viajo todo me parece un misterio, incluso antes de llegar. Me gusta por ejemplo ir en las diligencias y observar a los desconocidos que viajan conmigo, me gusta inventar sus vidas, adivinar por qué se van o por qué llegan. Me pregunto si pasará algo que nos una por azar o si nunca volveremos a cruzarnos, que es lo más probable. Y como seguramente no volveremos a cruzarnos, pienso que esa intimidad es única, que podríamos seguir callados o confesarnos cualquier cosa, yo qué sé, mirando por ejemplo a una señora pienso: ahora mismo podría decirle «la amo», podría decirle «señora, sepa que usted me importa», y habría una posibilidad entre mil de que en vez de mirarme como a un demente ella me contestara «gracias» o me sonriera (¡y una mierda!, dijo Reichardt, ¡lo que haría la señora es darte una bofetada, por calenturiento!), sí, claro, pero también podría preguntarme: «¿lo dice usted en serio?», o de pronto podría confesarme: «hace veinte años que nadie me lo decía», ¿entiendes? Quiero decir que me emociona sospechar que es la única vez que veré a los pasajeros de esa diligencia. Y al verlos tan callados, tan serios, no puedo evitar preguntarme en qué estarán pensando mientras me miran a mí, qué sentirán, qué secretos tendrán, cuánto sufren, a quién aman, eso. Es igual que con los libros, los ves apilados en una librería y te gustaría abrirlos todos, saber al menos cómo suenan. Piensas que podrías estar perdiéndote algo importante, los ves y te intrigan, te tientan, te hablan de lo pequeña que es tu vida y lo inmensa que podría ser. Todas las vidas, recitó Álvaro en tono cómico, son pequeñas e inmensas. Qué joven eres, Hans, dijo el organillero. Mucho menos de lo que parece, sonrió Hans. ¡Y qué coqueto!, agregó Álvaro. Hans le golpeó la cabeza con una rama, Álvaro le hundió el birrete en la cara y se echó encima de él. Rodaron muertos de risa y Franz se les unió excitado, buscando algún hueco para participar en la pelea.

A mí, dijo el organillero pensativo, también me pasa que veo misterios en todas partes, pero me pasa aquí, como te contaba hoy, sin salir de la plaza. Comparo lo que veo con lo que vi el día anterior, y te juro que nunca se repite. Me pongo a mirar y noto si falta un puesto de frutas, si alguien llega tarde a la iglesia, si una pareja está peleada, si algún niño está enfermo, esas cosas. ¿Tú crees que me daría cuenta de eso si no hubiera estado tantas veces en la plaza? Si me moviera tanto como tú me marearía, no tendría tiempo de concentrarme. Eso tan bonito, se burló Reichardt, te pasará a ti, que te emboba mirar paisajes. A mí, que soy casi tan viejo como tú (¿cuál de los dos es más viejo?, preguntó Hans divertido), ¡eso no se pregunta, mocoso!, ¿o no lo ves tú mismo?, ¡él, él!, ¡mira qué brazos tengo, toca!, a mí me pasa que me aburro. Ya no tengo la misma curiosidad de antes, como si los lugares hubieran envejecido igual que yo. O sea, todo es igual, pero menos.

Hans se quedó mirando a Reichardt, vació su vaso y dijo: Lo que acabas de decir es genial. «Todo es igual, pero menos.» Mierda, es genial, no sé si te das cuenta. Mientras me pases la botella, contestó Reichardt, yo me doy cuenta de lo que tú quieras. En resumen, dijo Álvaro, parece que hay dos tipos de persona, ¿no?, los que siempre se van y los que se quedan para siempre. Bueno, y también estaríamos los que primero nos fuimos y después nos quedamos. Eh, creo, opinó el organillero, que más bien sería así: los que quieren quedarse y los que quieren irse. De acuerdo, dijo Álvaro, pero querer moverse es una cosa y hacerlo es otra. Yo, por ejemplo, desde que, da igual, bueno, desde hace un tiempo pienso que debería irme de Wandernburgo y fíjese, aquí sigo. Pensar en irse es una cosa, y marcharse de veras es otra. Querido, sonrió el organillero, ¿y acaso yo no me muevo, empujando mi organillo cada día y dándole a la manivela? Uno puede quedarse en un lugar y moverse todo el tiempo. Pero usted es diferente, dijo Hans (no, no, dijo el organillero dejándose lamer la palma de la mano, ¿verdad que somos como todo el mundo, Franz?), usted sabe cuál es su lugar, lo ha encontrado, pero salvo excepciones como usted (no te olvides de Franz, dijo el organillero), en serio, pienso que para saber dónde quiere estar uno necesita ir a lugares distintos, conocer cosas, gente, palabras nuevas (¿eso es viajar o escapar?, preguntó el organillero), buena pregunta, déjeme pensar, a ver: es las dos cosas, también se viaja para escapar, eso no es malo. Tampoco es lo mismo huir que mirar hacia delante.

Yo, volvió a hablar Lamberg, siempre he soñado con escaparme a América. A América o cualquier sitio donde se pueda empezar de nuevo. A mí sí me gustaría empezar todo de nuevo.

Lamberg calló y siguió estudiando el fuego como quien trata de leer un mapa en llamas.

Los dedos huesudos del organillero jugueteaban en el lomo de Franz, que ahora dormitaba. Yo apenas he viajado, dijo, y sinceramente, Hans, admiro todo lo que has visto. A mí de joven me daban miedo los viajes, pensaba que podían engañarme. ¿Engañarlo?, se extrañó Hans. Sí, explicó el organillero, pensaba que viajar podía hacerme creer que mi vida había cambiado, pero que esa ilusión me duraría lo mismo que el viaje. No sé, meditó Álvaro, ¿irse?, ¿quedarse?, puede que sea ingenuo verlo así. En realidad es imposible estar completamente en un lugar o irse del todo. Los que se quedan siempre pudieron haberse ido o podrían hacerlo en cualquier momento, y los que se han marchado quizá pudieron quedarse o podrían volver. Casi todo el mundo vive así, ¿no?, entre irse y quedarse, como en una frontera. Entonces, dijo Hans, en una ciudad con puerto, por ejemplo en Hamburgo, tú te sentirías como en casa. Yo ya tuve una casa, suspiró Álvaro, y la perdí. Acabo de acordarme de un refrán árabe, le dijo Hans apoyando una mano en su hombro, que dice que quien va por un camino se convierte en el camino. ¿Y eso qué mierda quiere decir?, dijo Reichardt. No sé, sonrió Hans, los refranes son así de misteriosos. El mejor camino, recitó Álvaro, es el que se tuerce. ¿Ese es otro refrán?, preguntó Reichardt lanzando un eructo. No, contestó Álvaro, se me acaba de ocurrir. El mejor camino, probó Reichardt, es el que da al mar, ¡hace como treinta años que no veo el mar! El mejor camino, sugirió el organillero, es el que te conduce al punto de partida.

Para mí el mejor camino, volvió a hablar Lamberg, sería el que me haga olvidar el punto de partida.

El organillero se quedó pensativo. Iba a contestar algo, cuando Lamberg se puso en pie de un salto y se sacudió la chaqueta de paño y el calzón de lana. Tengo que irme, dijo sin apartar los ojos de la fogata menguante, mañana trabajo. Es tarde. Gracias por la cena. El organillero se levantó con esfuerzo y le ofreció un último trago de vino. Los otros cuatro saludaron desde el suelo. Antes de cruzar la boca de la cueva, Lamberg dijo volviéndose hacia Hans: Voy a pensar en lo que has dicho. Y se sumó a la noche.

¿Y por qué no vas a poder tener otra casa?, preguntó el organillero. Ya es tarde para eso, balbuceó Álvaro con una mitad de tristeza y otra mitad de vino. ¿No estás cómodo aquí?, dijo el organillero. Yo no quería venir, se lamentó Álvaro. ¿Y por qué no te largas?, preguntó Reichardt. Porque ya no sé irme, contestó Álvaro. Lo mejor, dijo Hans, sería ser extranjero. ¿Extranjero de dónde?, dijo el organillero. Extranjero, se encogió de hombros Hans, así, a secas. Es que conozco extranjeros muy distintos, dijo el viejo, algunos nunca se adaptan a su nuevo lugar aunque lo intenten, porque no son aceptados. Otros simplemente no quieren pertenecer a ese lugar. Y otros son como Álvaro, que podría ser de cualquier parte. Habla usted, se asombró Hans, como Chrétien de Troyes. ¿Como quién?, preguntó el organillero. Un francés antiguo, contestó Hans, que dijo algo fantástico: los que creen que el lugar donde nacieron es su patria, sufren. Los que creen que cualquier lugar podría ser su patria, sufren menos. Y los que saben que ningún lugar será su patria, esos son invulnerables. A ver, se quejó Reichardt, ya estás complicando las cosas, ¡a qué viene tanto francés del año de mi abuela!, yo nací en Wandernburgo, soy de aquí y no podría vivir en otra parte, punto. Sí, Reichardt, dijo Hans, pero dime, ¿tú cómo estás tan seguro de que este lugar es el tuyo?, ¿cómo puedes saber que es este y ningún otro? Porque lo sé, mierda puta, contestó Reichardt, ¿cómo no voy a darme cuenta? Yo me siento de aquí, soy sajón y alemán. Pero ahora, objetó Hans, Wandernburgo es prusiana, ¿por qué te sientes sajón y no prusiano?, ¿o por qué alemán y no germánico, por ejemplo? Este lugar ha sido sajón, prusiano, medio francés, casi austríaco, vete a saber mañana. ¿No es puro azar?, las fronteras se mueven como rebaños, los países se reducen, se dividen o se expanden, los imperios empiezan y terminan. Y nosotros tenemos una sola cosa segura, nuestra vida, que puede transcurrir en cualquier sitio. A ti, repitió Reichardt, te gusta complicar las cosas. A mí, dijo el organillero, me parece que los dos tenéis razón. La única cosa segura que tenemos es la vida, cierto, Hans. Pero por eso mismo yo sé que soy de aquí: de esta cueva, de este río, de mi organillo. Son mis lugares, mis cosas, lo único que tengo. De acuerdo, dijo Hans, pero usted podría estar tocando ese organillo en cualquier parte. En cualquier otra parte, sonrió el viejo, ni siquiera nos habríamos conocido.

Ahora sólo eran tres. Reichardt se había ido a dormir la mona. Apenas quedaba vino y el habla de Álvaro se había llenado de eses sordas y jotas extranjeras. A Hans le pareció que cuanto peor pronunciaba Álvaro mejor hablaba alemán, como si la ebriedad pusiera definitivamente de manifiesto su extranjería, y esa misma imposibilidad de adaptarse por completo a otra lengua lo hiciera más consciente, más osado. Con la boca pastosa y la lengua suelta, Álvaro atravesaba su última media hora de pensamiento lógico. Ahora se detenía en casi todas las palabras que los otros dos decían, y se quedaba pronunciándolas con extrañeza, paladeándolas como si acabaran de inventarse. Gemütlichkeit?, repitió Álvaro, qué, ¿qué maravilla, no?, y qué difícil: Gemütlichkeit… Al principio se te aprietan los labios, mira, como si silbaras, Gemü…, pero de pronto, eh, de pronto tienes que sonreír, ¡qué bueno!, tlich…, ¡pero a joderse!, la alegría no te dura demasiado, y viene el golpe en el paladar, keit, ¡toma, keit!, y se te queda la mandíbula suelta… Hans, que escuchaba divertido y movía los labios junto con él, le preguntó cómo traduciría esa palabra al español. No sé, dudó Álvaro, depende, a ver, déjame pensar, el problema es que, claro, uno puede decir Gemütlichkeit como quien dice, como quien dice simplemente comodidad, eh, placidez, ¿no?, bah, pero esas cosas son una tontería, porque también está lo otro, lo que tú decías, Gemütlichkeit, o sea, ¡ay, que no sé hablar!, el, el placer de estar, ¿no?, de estar donde estés, la alegría de quedarte, de, de tener un hogar. Eso era lo que tú decías y lo que yo no tengo. Eso, dijo Hans, es lo que ningún alemán encuentra. Ah, ¿pero sabéis qué?, continuó Álvaro sin hacerle caso, se me ocurre otra palabra, una, una que es la contraria de la otra y, bueno, en realidad no es castellana, es gallega, pero la conocemos todos los españoles, es una palabra bien bonita, escuchad cómo suena, qué graciosa: morriña. Al oír la música de esta palabra, el organillero aplaudió muerto de risa y le pidió a Álvaro que la pronunciara seis veces seguidas, tratando de repetirla y riéndose cada vez que la escuchaba. Repentinamente eufórico, Álvaro explicó que la morriña era una especie de nostalgia por la tierra natal, un sentimiento lejano y triste pero también un poco dulce. Y que ser republicano y español era como la morriña, un sentimiento agridulce, un honor y un lamento. Es una pena con vaivén, de marineros, dijo Álvaro, pero un poco marineros somos todos.

Con alguna incoherencia y unos cuantos hipidos, Hans contó que los tibetanos llamaban al ser humano «el que migra», por la necesidad de romper sus cadenas. El organillero, que aparentemente se mantenía sobrio, contestó señalando el pinar: Yo no tengo cadenas, como mucho raíces. Sí, bueno, claro, se atropelló Hans, claro, bueno, sí, pero lo que los tibetanos vienen a decir es que las cadenas y las raíces y esas cosas nos impiden movernos, y que viajar es vencer esas limitaciones y superar las ataduras del cuerpo, ¿me explico o no?, ¿Alvarito querido, tú me entiendes? ¡Por supuesto, camarada!, chilló Álvaro, ¡superemos la morriña y la nostalgia y el Gemüt… Gemütlichkeit! Muchachos, sonrió el viejo, yo ya no tengo edad para superar las ataduras del cuerpo, yo más bien me dedico a conservarlas. Y la nostalgia, bueno, ¿no se puede viajar con la nostalgia? A Hans se le cortó el hipo, contempló al organillero y exclamó: ¡Álvaro, escúchame!, ¡si llevamos a este a Jena, más de uno deja la cátedra!, ¿me escuchas, Alvarito? Ay, no, balbuceó Álvaro, ya no te escucho ni me escucho.

Álvaro dormitaba con la boca abierta, tendido en el jergón de paja. Había articulado un par de veces sílabas pastosas en un idioma extraño. Hans tenía una sonrisa boba y los párpados entornados. El organillero lo tapaba y se cubría a sí mismo con una manta vieja. Tiene razón, murmuró Hans de pronto. No, contestó el organillero, tienes razón tú. Estamos de acuerdo, entonces, dijo Hans medio dormido. Después se quedaron un buen rato en silencio, viendo llegar la luz mojada del amanecer. Los pinos se aclaraban poco a poco y el río empezaba a dibujarse a través de la cueva.

Aquí la luz es vieja, comentó el organillero, le cuesta salir, ¿no?

Qué encierro, susurró Hans, qué impotencia.

O qué tranquilidad, suspiró el viejo, qué descanso.

Y aquel viernes sí: finalmente aquel viernes, poco después de comenzada la reunión, la cicatriz del labio superior de Bertold se contrajo solemnemente para anunciar la visita de Rudi Wilderhaus al Salón Gottlieb. El señorito Wilderhaus, entonó Bertold, ha llegado. Intentando deshacerse de una ola de celos, Hans tuvo que admitir que se había acostumbrado a oír hablar del prometido de Sophie y a actuar como si en realidad no existiera, como si procediendo negligentemente pudiera impedir su existencia. Todos los contertulios se pusieron en pie. El señor Gottlieb se adelantó unos pasos para recibir a su invitado al final del pasillo. Hans vio cómo Sophie se estiraba el escote y le daba la espalda en el espejo redondo.

Los dos pares de pasos fueron aumentando de volumen pasillo arriba: ligeros y nerviosos los de Elsa, demorados y crujientes los de Rudi Wilderhaus. Lo que tanto crujía eran los zapatos de charol del visitante, que venían y se acercaban y parecían resonar dentro de la sala y ya tardaban demasiado y por fin aparecieron, resplandecientes, deteniéndose frente al señor Gottlieb. Rudi Wilderhaus era más alto de lo que Hans hubiera deseado. Llevaba una levita de terciopelo que Bertold tomó con delicado temor, unas charreteras doradas, un chaleco con dos hileras de botones de pedrería, unos pantalones blancos ceñidos con franjas al costado y calzas finas hasta la rodilla. Las mangas eran cónicas, pegadas a la muñeca. El cuello tieso parecía ofrecer en bandeja la robusta cabeza de Rudi Wilderhaus, cuya cima ostentaba un impecable tupé rizado. Gnädiger, gnädiger Herr!, exclamó el señor Gottlieb haciendo una reverencia y estrechándolo por los antebrazos. Las damas flexionaron con levedad las rodillas, mientras los caballeros (Hans, sintiéndose profundamente imbécil, también) inclinaron el tronco. Rudi Wilderhaus avanzó hasta Sophie, tomó una de sus blancas, largas manos, la rozó con los labios y pronunció: Meine Dame

En cuanto se lo presentaron formalmente, Hans observó tres cosas. En primer lugar, Rudi Wilderhaus iba con el cutis empolvado y un toque de colorete. En segundo lugar, sus ropas despedían perfume reciente, una corriente cítrica demasiado intensa. En tercer lugar, Rudi Wilderhaus hablaba con los hombros alzados, como si sus músculos sustentaran sus palabras, por el momento todas previsibles. Para sorpresa de Hans, Rudi lo saludó, si no con cordialidad, al menos con cierta deferencia que no había empleado al dirigirse al matrimonio Levin o a la señora Pietzine. Ya me habían contado, dijo Rudi, que el Salón disfrutaba de un nuevo miembro. Celebro su incorporación. Ya habrá usted comprobado lo agradable que resulta ser recibido en esta casa. Nuestro apreciado Herr Gottlieb y mi querida Fräulein Sophie son sin duda unos perfectos anfitriones.

Nuestro apreciado y mi querida, masticó Hans. Nuestro apreciado y mi querida.

El señor Wilderhaus, le explicó Sophie a Hans mientras tomaban asiento otra vez, no siempre tiene ocasión de honrarnos con su visita por los numerosos compromisos que lo reclaman. De hecho hoy no podrá quedarse hasta el final de la velada, pero nos acompañará hasta las ocho. ¿Nada más que té? Se lo ruego, no sea tan frugal, querido señor Wilderhaus, pruebe al menos una cucharadita de gelatina, ¡no irá usted a desafiarme!, Elsa, por favor, así me gusta, ¡ve cómo hay que insistirle para que pruebe bocado!, antes de que usted llegara, querido señor Wilderhaus, hablábamos de las interesantes diferencias entre Alemania, Francia y España, esto último gracias a las observaciones del señor Urquiho, no, discúlpeme, ¿era Urquixo?, en fin, sobre eso conversábamos. Oh, contestó Rudi procurando aparentar entusiasmo, muy bien, qué bien.

¿Por qué le dice siempre querido señor Wilderhaus?, pensaba Hans, ¿no parece mecánica esa fórmula?, ¿no suena demasiado poco íntima?, ¿no es impropia de alguien que?, ¿acaso no es señal de?, ¿por qué soy tan estúpido?, ¿por qué me hago ilusiones?, ¿por qué no me concentro?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Simplificando mucho, peroraba el profesor Mietter, podemos decir entonces que los franceses toman los objetos exteriores como móviles de sus ideas, mientras los alemanes los consideramos móviles de nuestras impresiones. Es cierto que en Alemania tendemos a incluir en las conversaciones cosas que quedarían mejor en los libros, pero en Francia se comete el error de incluir en los libros lo que sólo queda bien en una conversación, y eso es mucho peor. Yo diría que los franceses escriben sobre todo para gustar, igual que los alemanes escribimos para pensar o los ingleses lo hacen para ser entendidos. ¿Usted cree, profesor?, dijo la señora Pietzine, ¡pero la elegancia francesa es tan grande, ils sont si conscients du charme! Estimada señora, dijo el profesor Mietter, entre un valor y otro, francamente… Ejem, opinó el señor Levin, digo yo, tampoco habría por qué elegir, ¿verdad? Toda estética, sentenció el profesor, se basa en la elección. Sí, claro, retrocedió el señor Levin, pero bueno, no sé. Mi admirado profesor, terció Sophie, si me lo permite, a mí me parece que a Alemania no le vendría nada mal una dosis de intrascendencia. Sin duda la estética, cuánta razón tiene, depende de las elecciones. Pero también podemos elegir la mezcla, una estética es todo: conceptos, abstracciones, objetos y anécdotas, ¿no le parece? Psé, concedió el profesor Mietter. (Hans se cercioró de que Rudi no estaba mirándolo y espió las microscópicas porosidades de los antebrazos de Sophie, tuvo ganas de lamerlas.) ¿Y usted, Rudi?, preguntó Sophie, ¿qué opinión le merecen los franceses? (¡Rudi!, maldijo Hans, ¡ahora le dice Rudi!, aunque no le ha dicho querido, ¿por qué soy tan estúpido?) ¿Yo?, se sobresaltó Rudi elevando los hombros, yo, querida mía, en esto no opino nada distinto de usted (usted, se fijó Hans, le dice usted, ¿la tratará de tú a solas?), quiero decir que no existe ninguna diferencia entre mi pensamiento y el suyo. ¿Absolutamente ninguna?, insistió Sophie, lo invito a discrepar, no sea tímido. No es eso, sonrió Rudi, es que se explica usted como los ángeles. Entonces, bromeó Sophie, ¿tampoco duda usted de la existencia de los ángeles? Mi querida señorita, contestó Rudi, le confieso que cuando la veo a usted, no.

(¡Agh! Hans se mordió el labio.)

¿Y qué hay de malo en la austeridad?, dijo el profesor Mietter, ¿acaso no es más noble que el espíritu decorativo? Querido profesor, sugirió Sophie, quizá merezca que lo llamemos espíritu social. Aquí todo lo guardamos, lo escondemos. En Francia todo se muestra. Aquí somos huraños por naturaleza, o por lo menos creemos que esa es nuestra naturaleza, y terminamos pareciendo torpes. Eso, aprobó la señora Pietzine, no podemos negarlo. Hace unos años estuve en París y, en fin, era otra cosa. Esos vestidos. Esos restaurantes. Esas fiestas. Ay. ¡Te juro, querida, que un cadáver francés se divierte más que cualquier alemán vivo! Alemania, dijo misteriosamente el señor Levin, es la cocina de Europa, y Francia es el estómago. Fiestas aparte, reanudó el profesor Mietter, en Francia se lee menos. Profesor, dijo Sophie, está usted tan bien informado que temo contradecirlo, ¿pero y si no se leyera menos, sino de otra manera? Quizás los lectores franceses leen para poder hablar con alguien sobre libros, y en cambio los alemanes vemos en los libros una compañía en sí misma, una especie de refugio. La diferencia es otra, señorita, objetó el profesor Mietter, el problema es que en Francia no sólo se lee para los demás, sino que además se escribe siempre para otros, para el público. Un autor alemán forma su propio público, lo moldea, le exige. Un escritor francés se conforma con satisfacerlo, con darle lo que espera. He ahí la sociabilidad de los franceses, et je ne vous en dis pas plus! Profesor, intervino Hans malhumorado, ¿y no será que en Francia sencillamente hay mucho más público que aquí? En París hay más teatros y librerías que en Berlín. Aquí los artistas apenas tienen público al que satisfacer o despreciar. Quizá por eso nos consolamos con la idea de que nuestros autores son más rigurosos, independientes, etcétera. En París, señor mío, dijo el profesor Mietter, imperan el éxito fácil y el gusto general. En Berlín se valoran la personalidad y la altura, ¿no aprecia usted ninguna diferencia? Usted mismo lo ha dicho, replicó Hans: en ambos casos manda un modelo previo. En París se valora un estilo y en Berlín se prestigia otro. En ambos casos los autores buscan el aplauso de su público. Unos buscan la aprobación de la gente leída, que en Francia por suerte abunda, y otros buscan la aprobación de críticos y profesores, que en Alemania son los únicos que leen. Ninguna de las dos opciones es menos social o interesada. Ni veo diferencia en la nobleza de sus intenciones. Señor Hans, y si eso fuera así (dijo Sophie en tono cómplice, inclinando el busto hacia él, pero a la vez sonriéndole encantadoramente al profesor Mietter), ¿qué sugeriría usted para acercar a los lectores de los dos países?

Hans, que había pensado a menudo sobre eso mismo, se disponía a contestarle a Sophie cuando de pronto le cruzó por la mente una idea más malévola. Apoyó su taza en la mesita, fingió que Rudi acababa de interpelarlo con la mirada, y dijo en voz muy alta: Adelante, por favor, estimado señor Wilderhaus.

Rudi, que en la última hora no había hecho otra cosa que aspirar rapé y contestar «desde luego, desde luego» a las ideas de Sophie, se enderezó en su asiento y arqueó una ceja. Le dirigió una mirada perforadora a Hans, que la esquivó dedicándose a estudiar con extremada atención las pastas dulces de las bandejas. Rudi advirtió que su prometida lo observaba con interés y comprendió que debía dar alguna respuesta significativa. No por el resto de los invitados, cuya opinión le importaba un comino, ni siquiera por su honor, que se sostenía en valores más altos que aquellas bagatelas literarias. No: debía contestar por Sophie. Por ella y quizá, también, por darle una lección a aquel advenedizo impertinente que ni siquiera llevaba guantes. Rudi se sacudió unas motas de tabaco del chaleco, carraspeó, alzó los hombros y enunció: Puede ser que París nos supere en imprentas y teatros, pero de ningún modo alcanza a Berlín, ni la alcanzará nunca, en nobleza y rectitud.

El debate continuó como si nada. Pero ahora los labios de Hans sonreían, y a Rudi se le volcaba el rapé de la cajita.

Así es, amigos, decía la señora Pietzine, para mí no hay mejor entretenimiento que la lectura. ¿Acaso hay algo que pueda distraernos y atraparnos más que una novela? (veo, señora mía, se burló el profesor Mietter, que se entretiene usted mucho leyendo), ¡y que lo diga profesor, y que lo diga! Para mí la cultura siempre ha sido, ¿cómo decirle?, un gran consuelo. Yo les digo siempre a mis hijos, igual que le decía a mi difunto esposo, que Dios tenga en su gloria: no hay nada como un libro, nada te enseñará tanto, ¡no importa qué, pero lee! Ya saben ustedes cómo son los jóvenes de hoy, no se interesan por nada que no sean sus amistades, sus juegos y sus bailes (¿pero estamos seguros?, dijo el señor Levin, ejem, ¿estamos tan seguros de que no importa qué leamos?), bueno, no hay lectura mala, ¿verdad? (con todos mis respetos, intervino Álvaro, creo que esa es una idea ingenua, claro que hay libros malos, y libros inútiles, y hasta contraproducentes, igual que hay comedias lamentables y cuadros que no valen un gros), en fin, no sé, visto así… Coincido, dijo el profesor Mietter, con la apreciación de Herr Urquiho: la educación lectora debería incluir el rechazo de los malos libros. No hay nada terrible en eso. Me pregunto por qué veneramos tanto cualquier palabra impresa, aunque no diga más que bobadas (¿pero quién decide?, objetó Hans, ¿quién decide qué libros dicen bobadas?, ¿los críticos?, ¿la prensa?, ¿las universidades?), oh, vamos, no va a venirnos usted ahora con eso de la relatividad de las opiniones, por favor, seamos valientes, alguien tiene que atreverse a (no digo, lo interrumpió Hans, que todas las opiniones valgan lo mismo, la suya, por ejemplo, profesor, es mucho más autorizada que la mía, lo que yo me pregunto es cómo se reparte la responsabilidad de decidir las jerarquías literarias, que no digo que no existan), muy bien, si le parece, Herr Hans, si no lo considera usted una osadía por mi parte, le propongo una ecuación bastante simple: un filólogo tiene más responsabilidad que un frutero, o un crítico literario más que un ordeñador de cabras, ¿le parece un buen comienzo?, ¿o consultamos la idea con el gremio de artesanos? (profesor, dijo Sophie, ¿no se le enfría el té?), gracias, querida, ahora (consultarlos no, contestó Hans, pero le aseguro que si un filólogo observara aunque sea media hora la vida de los artesanos, cambiaría de opiniones literarias), sí, un poco más, querida, que ya está frío.

Algún novelista actual, siguió diciendo el profesor Mietter, ha sugerido que la novela, gracias, con azúcar, que la novela moderna es un espejo de nuestras costumbres, que no existen los argumentos sino la observación y que todo lo que ocurre puede caber en ella. Es una idea interesante, aunque también justifica el mal gusto imperante: cualquier barbaridad o estupidez merece ser contada porque cosas así ocurren, ¿no les parece? Eso, intervino Sophie, se repite mucho últimamente, las novelas modernas son como un espejo, bien, ¿pero y si fuéramos nosotros los espejos?, quiero decir, ¿y si nosotros, los lectores, fuéramos el reflejo de las costumbres y los sucesos narrados en las novelas? Esa idea, la apoyó Hans, me parece mucho más atractiva, en cierta forma así cada lector sería un libro. Querida mía, se apresuró a confirmar Rudi tomándole una mano, eso es brillante, estoy de acuerdo. Eso, dijo Álvaro, ya lo inventó Cervantes.

Cuando los contertulios empezaron a charlar sobre España, Rudi miró el reloj de pared y se levantó diciendo: Si me disculpan… El señor Gottlieb se puso en pie y todos los invitados lo imitaron de inmediato. Elsa echó a andar hacia el pasillo, pero Sophie le hizo una señal y salió ella misma a buscar el sombrero y la capa de Rudi. Él aprovechó para decir: Esta dichosa cena a la que estoy comprometido me resulta del todo inoportuna. Los debates me tenían, créanme, absolutamente subyugado. Ha sido un placer, meine Damen und Herren, un auténtico placer. Volveremos a vernos pronto, quizás el próximo viernes. Y ahora, con su amable permiso…

Hans tuvo que reconocer que Rudi, en cuanto salía del terreno de las reflexiones para pisar el mundo de los gestos, los modales y las cortesías, inspiraba una seguridad inaudita. Esperando de pie ahí, sólido, rutilante, estatuario, Rudi Wilderhaus daba la impresión de ser capaz de quedarse inmóvil una hora entera sin experimentar la menor incomodidad. Cuando Sophie volvió con la capa y el sombrero el señor Gottlieb se les acercó, murmuró unas palabras íntimas que le ablandaron el bigote y los tres se perdieron por el pasillo. Hans se quedó mirándolos Hasta que sólo quedó el humo ascendente de la pipa, los crujidos de los zapatos de charol y las fricciones de la falda. Los invitados se observaron súbitamente avergonzados y volaron los Así Es, los En Fin, los Ya Ven Ustedes, los Qué Tarde Tan Agradable. Después se callaron, aceptando todas las bandejas que Elsa les ofrecía. El profesor Mietter se puso a hojear un libro junto a un candelabro. Álvaro le guiñó un ojo a Hans, como diciendo «después hablamos». Hans se sorprendió entonces del rapto de locuacidad que, en ese momento de silencio general, le sobrevino a la siempre callada señora Levin: le hablaba al oído a su marido, rápido y sin pausa, gesticulando mucho, mientras él asentía con la vista en el suelo. Hans trató de entender lo que decía la señora Levin, pero sólo alcanzó a descifrar palabras sueltas. Una de ellas le llamó la atención y lo inquietó un poco: le pareció que era su nombre.

Cuando Sophie reapareció en la sala todos se activaron, y la estancia volvió a llenarse de risas y rumores. Sophie le pidió a Bertold que encendiera más velas y a Elsa que le encargase a Petra, la cocinera, unos caldos de pollo. Después vino a sentarse y los contertulios se arrimaron al borde de la mesita. Hans se dijo que, definitivamente, Sophie tenía el don sublime del movimiento: nada permanecía nunca quieto o indiferente a su alrededor. Enseguida regresó también el señor Gottlieb para dejarse caer en su butaca y enredar un dedo carnoso en su bigote. Aunque la conversación se reanudó como si nada, Hans percibió que Sophie evitaba su mirada en el espejo redondo. Lejos de preocuparlo, Hans interpretó ese pudor repentino como una señal favorable: era la primera vez que su prometido y él la acompañaban al mismo tiempo.

¿Así que usted también conoce España, señor Hans?, se entusiasmó la señora Pietzine, ¡me pregunto cómo ha tenido tiempo de visitar tantos países! Estimada señora, contestó Hans, no tiene ningún mérito, es cuestión de sentarse en carruajes y barcos. A juzgar por los viajes que nos ha descrito, ironizó el profesor Mietter, deduzco que ha tenido que pasarse la vida entera en ellos. En cierta forma, sí, dijo Hans renunciando a defenderse y escondiendo la nariz en la taza. Querido amigo, viró Sophie hacia Álvaro para disipar la tensión, si gusta usted, entonces, podría contarnos algunas cosas más sobre la literatura actual de su país. Dicho así, sonrió Álvaro, no sé si hay mucha. Literatura actual tenemos poca. Demasiado han hecho nuestros pobres ilustrados. Pongamos por caso a Moratín, ¿les suena?, no me extraña, atravesó los Alpes y media Alemania sin enterarse de la existencia del Sturm und Drang, imagínense. Sin embargo, comentó la señora Pietzine, estar à la page no lo es todo, ¿verdad?, porque no me negará usted el encanto de esos pueblos españoles, el hechizo de su gente humilde, su espíritu festivo, sus. Señora, la interrumpió Álvaro, no me lo recuerde. Tengo entendido, intervino el señor Gottlieb desencajando la pipa de los dientes, que el fervor religioso es más puro que aquí, más sincero (papá, suspiró Sophie con fastidio). Y la música, apuntó el profesor Mietter, la música brota de otra fuente, brota del pueblo mismo, de las entrañas de la tradición y…

Álvaro escuchaba a sus germánicos contertulios con una sonrisa triste en los labios.

Amigos, amigos míos, dijo Álvaro tomando aire, les aseguro que en toda mi vida jamás he visto tanto gitano, tanta guitarra y tanta maja como en los cuadros de los pintores ingleses o en los diarios de los aventureros alemanes. Ya lo ven, mi país es así de extraordinario: media Europa poética, o romántica como se dice ahora, escribe sobre España mientras los españoles nos educamos leyéndolos. Nosotros escribimos poco. Preferimos ser tema. ¡Cuánto horror!, ¡jóvenes madrileños enamorando a sus morenas con canciones!, ¡muchachas matando o matándose por puro fervor mediterráneo!, ¡trabajadores ociosos, preferentemente andaluces, descansando en los balcones!, ¡beatas profesionales, manolas de Lavapiés que parecen amazonas, ventas embrujadas, carruajes anticuados!, bueno, esto último es verdad. Comprendo que ese folclore puede llegar a ser muy gracioso, siempre y cuando se refiera a un país extranjero.

Se hizo un silencio en la sala, como si todos se hubieran quedado viendo caer una pompa de jabón.

A las diez en punto el señor Gottlieb despegó la espalda de su butaca. Le dio cuerda al reloj de pared y se despidió de los invitados.

En vista del clima un tanto melancólico que había cobrado la reunión, Sophie propuso dedicar el rato que quedaba a la música y el recitado, idea que fue acogida con entusiasmo por todos y en especial por el profesor Mietter, que de vez en cuando interpretaba con ella dúos de Mozart o Haydn, incluso alguna sonata de Boccherini (el incluso era del profesor). Sophie se sentó al piano y Elsa trajo el estuche del violonchelo para el profesor. Antes de que la música sonara, Elsa pudo tomar asiento por primera vez desde que la reunión había comenzado y, también por primera vez, pareció prestar verdadera atención. Con la punta del pie aplastó unas migas de pan tostado que habían caído sobre la alfombra: las migas se astillaron coincidiendo con el primer golpe de arco del profesor Mietter. Hans sólo tuvo ojos para los elásticos, telegrafiantes dedos de Sophie.

El dúo transcurrió con placidez, sólo alterada por los bruscos asentimientos del profesor Mietter, a los que Sophie respondía con mesuradas sonrisas de reojo. Al terminar de tocar y recibir la ovación de los contertulios, Sophie le rogó a la señora Pietzine que se acercase al piano. Encantada con su insistencia, la señora Pietzine se resistió como correspondía y, justo en el momento en que el empeño de Sophie pareció decaer, accedió haciendo ruborizados aspavientos. Todos volvieron a aplaudir: el collar de la señora Pietzine se despegó del escote y quedó oscilando en el aire durante un instante. Después ella se volvió hacia el teclado y, con estrépito de anillos y pulseras, cantó irremediablemente.

¿Qué les ha parecido?, preguntó la señora Pietzine enrojecida. Con infinita astucia, Sophie contestó: Ha tocado usted muy bien el piano. Intentando que la señora Levin saliera de su letargo, Sophie la invitó a tocar a cuatro manos con la señora Pietzine. Todos aprobaron la idea entre exclamaciones, rogaron, rogaron más y por último aplaudieron cuando la atribulada señora Levin abandonó su asiento y miró a su alrededor, como asombrada de haberse puesto en pie. Llegó hasta el piano, temerosa. Las caderas acampanadas de la señora Pietzine se deslizaron a lo largo de la banqueta. Ambas espaldas se irguieron, los hombros se tensaron y las dos mujeres acometieron un Beethoven con más furor de lo que la decencia aconsejaba. Contradiciendo las previsiones de Hans, la señora Levin tocó de manera excelente, disimulando los errores y compensando las lagunas de su compañera. Durante la audición el señor Levin permaneció con los ojos clavados en la banqueta del piano, no exactamente en la falda de su esposa.

Al borde de la medianoche, la velada se cerró con una ronda de clásicos. La señora Pietzine pidió a Molière, Álvaro mencionó a Calderón y el profesor Mietter exigió a Shakespeare. Al señor Levin se le ocurrió Confucio, pero en la casa no había ningún libro de Confucio. Hans no hizo peticiones y prefirió concentrarse en el vello de los brazos de Sophie, que cambiaba de forma, color y (presumía él) sabor según el resplandor de las velas. Por unanimidad, y pese a sus protestas, Sophie fue designada para recitar los pasajes elegidos. Hans sentía verdadera curiosidad por escucharla, no sólo porque así podría contemplarla impunemente, sino porque además tenía la idea de que escuchando leer a alguien era posible leer sus inflexiones eróticas. Lo que Hans ignoraba es que Sophie tenía una opinión parecida. Por eso las miradas de Hans, sus círculos, deslices y demoras la incomodaron y turbaron, honestamente más lo segundo que lo primero.

Hans sintió que, sin tener una voz hermosa, Sophie la modulaba con la intensidad justa, logrando un tono persuasivo sin sonar enfática, huyendo tanto de la inexpresividad como de la afectación, manteniendo una dicción de apetito medido, de labios a medio beso, hilvanando los acentos con intención, posándose un instante en los fuertes y dejando pasar los débiles, resbalando de los agudos a los graves como quien se hamaca, desplazando la puntuación según las necesidades respiratorias y no gramaticales, gozando de las pausas sin dilatarlas de más. Siendo, en definitiva, sensual consigo misma y no para impresionar a sus oyentes. Hans se dijo: Esto es terrible. Entrecerró los párpados y quiso entrar con la imaginación en la garganta de Sophie, circular por ella, formar parte de su aire. El aire que ensanchaba su cuello como un líquido tibio. Habla como se bebe té, pensó Hans. Le pareció una asociación absurda, y de pronto tuvo sed, y se mojó los labios con la punta de la lengua, y se dio cuenta de que había vuelto a distraerse de los textos. Alguna línea de los pensamientos de Hans debió de hacerse legible para Sophie, porque al concluir el recitado del penúltimo fragmento se quedó en silencio, cerró el libro dejando un dedo índice atrapado en él, se lo extendió a Hans y dijo: Estimado señor, le ruego que nos deleite leyéndonos usted el último pasaje. Dicho esto, se estiró los pliegues de la falda, cruzó despacio una pierna y se reclinó en su asiento, mirando a Hans con una sonrisa provocadora. De pronto se fijó en la garganta de Hans, que revelaba un bulto suculento, un nido de palabras. Adelante, se relamió Sophie, lo escuchamos.

De pie junto a la puerta, ninguno de los dos acertaba a decir la última palabra. Todos los invitados acababan de salir, y tanto Sophie como Hans los habían saludado uno por uno sin moverse de ahí, haciendo como que terminaban de despedirse y demorando sin cesar la despedida. Entre ellos corría, haciéndolos tiritar, una brisa indefinida. A falta de poder besarla con violencia y acabar con aquel erizamiento insoportable, Hans se desahogó lanzándole varias frases hostiles, incluyendo en cada una el tratamiento formal de Frau. Señorita, lo corrigió Sophie, soy señorita. Pero pronto, objetó Hans, estará usted casada. Usted lo ha dicho, contestó ella, pronto, no todavía.

Se quedaron callados uno muy cerca del otro, conmovidos por su malicia semejante, hasta que Sophie añadió: No sea usted impaciente, ya lo invitaré a la boda.

Siguieron tratándose de usted con el paso deslizante de los días, repitiendo las mismas fórmulas corteses, cada uno imitando el tono formal del otro, pero entonando esas palabras idénticas con una música impaciente, cada vez más paladeada, más entreabierta. En apariencia no sucedía nada. Ambos mantenían la compostura al modo que le era propio: Sophie disimulaba sus sofocos con ademanes de oportuna altivez, mientras él combatía la ansiedad con disertaciones abstractas y citas librescas. Sophie obtenía fuerzas del fragor mismo de los debates, de la distancia crítica a la que se obligaba a situarse para dialogar con él. Hans conseguía parecer sereno concentrándose en el tema, ensimismándose en sus argumentos. Los dos se acostumbraron a conversar un rato en el pasillo como si fueran a irse, sin irse del todo, los viernes a medianoche cuando el Salón terminaba. Procuraban hacerlo a la vista de Elsa o Bertold, como dejando claro que no tenían para ocultar todo lo que tenían para ocultar. A partir de aquel primer billete de Sophie, empezaron a tomar el té en la casa. Esas tardes el señor Gottlieb salía del despacho, se sentaba con ellos y los tres conversaban amigablemente. El señor Gottlieb recibía a Hans con la simpatía de siempre, aunque con menos locuacidad. Ahora Hans era amigo de su hija, y él debía dar un ligero paso atrás para no parecer un padre entrometido y, sobre todo, para poder vigilarla con perspectiva. El señor Gottlieb conocía bien el carácter intempestivo de su hija. Sabía que bastaba una oposición frontal o una prohibición explícita para que ella se empeñase en desobedecerlo con una tenacidad que a veces lo espantaba. Así que lo más práctico era dejarla hacer y mantenerse muy atento.

Si Hans hubiera sido capaz de meditar con frialdad, habría entendido por qué el trato de Sophie variaba tanto. Al quedarse frente a frente, mirándose a los ojos con nerviosismo, ella se mostraba contestataria con él. Cuando algún invitado criticaba sus opiniones, en cambio, solía salir diplomáticamente en su defensa. Pero estos indicios aún no resultaban demasiado visibles para nadie. En parte porque el mundo de los gestos no es transparente como un cristal, sino reflexivo como un espejo. Y en parte porque todos tenían razones íntimas para interpretarlos a su modo.

Además de su costumbre de no participar en los debates, por lo que tampoco se daba por aludido en ellos, Rudi Wilderhaus se sentía demasiado seguro de su posición, jerarquía y compromiso como para inquietarse realmente. O mejor dicho no debía inquietarse, porque hacerlo habría significado rebajarse al nivel de un forastero desconocido y sin rango. Tampoco el profesor Mietter pareció extrañarse de la discreta y constante solidaridad de Sophie hacia Hans, ya que (como él mismo había comprobado durante sus primeros meses de asistencia al Salón) la eficaz anfitriona tenía por norma proteger a los recién llegados para asegurarse su permanencia. No en vano las reuniones se habían iniciado con tres o cuatro asiduos, y ahora sus componentes doblaban ese número. Por otra parte, el temperamento ávido y un tanto tumultuoso de la señorita Gottlieb justificaba, a ojos del profesor, esa tendencia suya a avivar los debates dándole la razón a quien se hallara en minoría. Y allí se daba el caso de que, muy a menudo, el estrafalario Hans estaba en minoría. De todas formas (terminaba de tranquilizarse el profesor) Sophie jamás había dejado de dispensarle un trato preferencial y hasta honorífico, que seguía señalándolo como referencia indiscutible del Salón y punto de partida de cualquier debate. Quizá la señora Pietzine, entre risitas y bordados, sí sospechase algo. Pero ella se sentía demasiado encantada con la presencia de aquel joven invitado, demasiado entretenida con la novedad, como para no dejarse llevar por la corriente. En cuanto al señor Levin, que respetaba al profesor Mietter casi tanto como lo temía, en algún rincón inconfesable de su prudencia se complacía con la incorporación de Hans. No porque coincidiera con sus puntos de vista, sino por el efecto disolvente que tenían en la totémica seguridad del profesor, a quien tanto le gustaba censurar sus propias intervenciones. Álvaro se había puesto del lado de Hans desde el principio, y posponía cualquier discrepancia para la confidencialidad de las cervezas en la Taberna Central. No lo hacía sólo por lealtad, sino por conveniencia: nunca había encontrado en Wandernburgo a nadie tan afín como Hans, y su llegada había aliviado un poco su soledad. ¿Y la señora Levin? La señora Levin guardaba silencio, aunque fruncía el ceño pensando quién sabía qué.

Aquella tarde había magnolias en la sala. Después del té, en vez de encerrarse en su despacho como solía, el señor Gottlieb se había quedado conversando con ellos dos. Después de un rato de charla insustancial, Sophie se había retirado precipitadamente a su alcoba. No se había retirado porque estuviera ofendida con Hans o molesta con su padre por interponerse. Muy al contrario, ella había comprendido que si quería seguir recibiendo las visitas de Hans con normalidad, debía permitir que su padre mantuviera la amistad con él. Ninguno de los dos hombres supo interpretar esta sencilla estrategia, y por eso su padre mordió complacido su pipa y miró a Hans, y por eso él tosió decepcionado y miró al señor Gottlieb.

Durante la hora y media que duró su conversación, acompañada de una botella de coñac que trajo Bertold, el señor Gottlieb le confesó a Hans su preocupación por las cenas de esponsales que estaban a punto de celebrarse. Por fortuna, según le había explicado, la primera cena debía celebrarse en casa de la novia. Imagínese usted, había dicho el señor Gottlieb llenándose la copa, qué desgracia la mía si fuera al revés, primero los Wilderhaus, ¡nada menos que los Wilderhaus!, recibiéndonos en su mansión, y después nosotros, ¡ay, nosotros!, devolviéndoles el honor aquí mismo. Le aseguro que apenas duermo, ¡apenas duermo!, pensando por ejemplo en el menú, ¿qué puede uno, comprende usted, ofrecerles a los Wilderhaus? Por supuesto celebraremos la cena en el comedor, no en esta sala, ¿un poco más de coñac, amigo mío?, ¿ni siquiera un dedito?, en fin, figúrese, esta semana lo acondicionaremos, sí, ¿pero será suficiente?, ya le he pedido a Petra, ¿conoce usted a Petra?, ¿y a su hija?, una buena mujer, cuando la contratamos era la mejor cocinera de su generación, ¿que por qué era?, no, si todavía es excelente, lo que pasa es que ya no es lo mismo, ¿comprende?, ya no recibimos tantas visitas como antes, ¡el tiempo corre para todos, amigo mío!, y esta casa, esta casa, en fin, da igual, ¡estamos tan nerviosos!, no, Sophie no, ella nunca está nerviosa, pero yo le confieso, ¿de verdad no quiere un poco más de?, le confieso que a mí me cuesta serenarme, ¿y a usted qué le parecería consomé de pollo, fideos azucarados con canela, carbonada y no sé, una compota, un poco de merengue, a usted qué le?, y champán, evidentemente champán para el final, ¿pero y antes?, ¿usted sabe qué vinos se sirven ahora en Berlín?, sí, pregunte, se lo agradecería mucho, es muy amable. ¿Sabe qué?, es un verdadero alivio conversar con usted. ¿Entonces ternera mejor no?

Y le juro, organillero, dijo Hans esa misma madrugada, que me costó la vida mantenerme tranquilo mientras me hablaba de esa maldita cena, Sophie se fue a su cuarto y el padre se quedó hablándome dos horas de los Wilderhaus, ¿pueden ir peor las cosas? El organillero, que había estado escuchándolo con la vista distraída y jugueteando con los colmillos de Franz, habló por fin para decir algo completamente inesperado: ¿Y dices que había flores? Sí, sí, contestó Hans sin ganas. ¿Pero cuáles?, insistió el organillero. ¿Y eso qué importa?, dijo Hans, ¿qué más le da? ¿Cuáles?, repitió el viejo. Me parece, se rindió Hans, que eran magnolias. ¡Magnolias!, se alegró el viejo, ¿estás seguro? Creo que sí, dijo Hans desconcertado. Las magnolias, dijo el organillero, significan perseverancia, son una invitación para que insistas. ¿Y eso es así desde cuándo?, preguntó Hans. Desde toda la vida, sonrió el organillero, ¿tú en qué mundo vives? Entonces, dijo Hans, ¿usted cree que debo decirle algo, mostrarle mis sentimientos? No, no, contestó el viejo, hay que esperar, no seas torpe, lo que ella está pidiéndote no es acción, es tiempo. Ella necesita pensarlo, pero para pensarlo necesita saber que tú sigues ahí, ¿entiendes? El tiempo de su amor es suyo, no puedes dominarlo. Te conviene insistir, pero esperando. ¿Los campesinos tiran de los girasoles para que se acerquen al sol? Bueno. De las magnolias tampoco se tira.

A través de la boca de la cueva entraba y salía el vapor del alba. Hans y el organillero habían pasado la noche en vela. Acababan de sentarse el uno junto al otro a contemplar el pinar, el río, la tierra blanca. La fogata calentaba sus espaldas. A Hans lo fascinaba la atención silenciosa con que el organillero asistía al paisaje, a veces durante horas. Hans miraba de reojo al viejo. El viejo miraba el paisaje nevado. El paisaje vacío se observaba a sí mismo.

Se observaba abrumado de tierra tiesa, de escarcha añeja, de nieve fija. El pinar sumergido. Las ramas incompletas. Los troncos vulnerables. El Nulte, pese a todo, insistía bajo la corteza del hielo, insistía en ser el tenue río de Wandernburgo. Los álamos desprovistos se doblaban.

¿Escuchas?, dijo el organillero.

¿Escucho qué?, dijo Hans.

El crujido, contestó el organillero, el crujido del Nulte.

La verdad, dijo Hans, me parece que no.

Ahí, dijo el organillero, un poco más abajo.

No sé, dijo Hans, bueno, un poco. ¿Y le dice algo, el río?

Dice, susurró el viejo, que ya viene. Que está llegando.

¿Que está llegando qué?, preguntó Hans.

La primavera, contestó el organillero. Aunque no la veamos, aunque esté congelada, está viniendo. Quédate un mes más. Tienes que ver la primavera en Wandernburgo.

¿No le dan pena los árboles petrificados?, dijo Hans, ¿toda esta tierra helada?

¿Pena?, dijo el organillero, a mí me dan esperanza. Son como una promesa.

Al ritmo de la manivela, pausados, continuos, rodaron los días y tuvieron lugar las cenas que el señor Gottlieb tanto esperaba. Durante la primera cena de esponsales en la calle del Ciervo, bajo la memoriosa araña del comedor que Hans no había visto, entre vitrinas repletas de porcelanas y estatuillas de Sajonia, alrededor de la gran mesa rectangular antaño concurrida, Rudi le había hecho entrega a Sophie de la sortija de pedida, y ocho días más tarde, justo antes de la segunda cena de esponsales en la Mansión Wilderhaus, ella le había correspondido enviándole su retrato enmarcado en un medallón de plata oval. Los Wilderhaus se habían mostrado, si no entusiastas, al menos correctos con el señor Gottlieb y en definitiva dispuestos a complacer a Rudi si aquella boda era realmente su deseo. Ni Sophie ni su padre habían entrado antes en la Mansión Wilderhaus, de la que sólo habían podido contemplar su imponente fachada desde la avenida Regia. Mientras la recorrían, el señor Gottlieb se sintió primero estupefacto, después intimidado, por último eufórico. Sophie mantuvo elevado el mentón y guardó silencio durante buena parte de la cena. El señor Gottlieb se marchó de la mansión profundamente aliviado. Al fin todo empezaba a marchar bien: tras los postres, al contrario de lo que había supuesto, los Wilderhaus no pusieron excesivos reparos a las condiciones y dieron el visto bueno a la tasa de la dote.

Desde aquellos primeros billetes de tanteo, Hans y Sophie habían empezado a escribirse casi a diario, y él frecuentaba ya la casa Gottlieb con cierta familiaridad. Había logrado el objetivo que había creído más difícil y que, una vez cumplido, lo hacía sentirse defraudado: hacerse amigo de Sophie. Como acostumbraban desde hacía un tiempo, ambos tomaban el té en la sala de estar. El señor Gottlieb se había retirado a su despacho y ellos se podían permitir el lujo de mirarse a los ojos. Mientras la alfombra absorbía la luz de la tarde, Sophie le describía los detalles de la cena en la Mansión Wilderhaus. Hans respondía a su relato sonriendo amargamente. ¿Y por qué me cuenta todo esto?, pensaba, ¿para mostrarme su confianza?, ¿para que yo reaccione?, ¿o para disuadirme? Al tiempo que le hablaba en tono despreocupado, Sophie no podía dejar de preguntarse: ¿Y por qué escucha todo esto con tanta complacencia?, ¿para mostrarme su amistad?, ¿para que yo rectifique?, ¿o para poner distancia? Pero cuanto más manifestaba Sophie sus recelos hacia el lujo de la Mansión Wilderhaus, más interpretaba Hans que lo hacía para inmiscuir a Rudi en la conversación, y más se protegía redoblando sus sonrisas. Y cuanto más sonreía él, más interpretaba ella que lo hacía para dejarle clara su frialdad, y más insistía en darle detalles. Y en aquel vaivén, a su modo, eran inciertamente felices.

Imagínese, Hans, contaba Sophie, nuestro asombro al ver a aquellos cinco o seis lacayos de librea sirviéndonos helado durante toda la velada, ofreciéndonos té cada cuarto de hora y desfilando con champán, whisky escocés y botellas de Riesling después de la cena (me lo imagino, acotó Hans, ¡qué incomodidad!), le aseguro que una no sabía a quién saludar primero ni cómo dirigirse a ellos, allí había por lo menos dos cocheros con cuadra, media docena de ayudas de cámara, no sé cuántos criados y un personal de cocina que parecía un vecindario (¡caramba, qué indigestión!, exclamó Hans), se lo digo en serio, no estoy acostumbrada a tanto protocolo, me pregunto si alguien puede llegar a sentirse realmente cómodo rodeado de semejante multitud (oh, bueno, dijo Hans, los hábitos, como todo, ya se sabe…), los únicos lugares más o menos íntimos son los jardines (¿los jardines?, se asombró él), sí, bueno, dos, uno delantero y otro trasero (¡lógico, lógico!, asintió Hans), eran bonitos, sí, pero me quedé helada cuando vi que en uno de ellos estaban los sepulcros, ¿a que no adivina de quiénes? (me tiene usted en ascuas, dijo él), ¡de los perros!, como lo oye, los sepulcros de once perros, los perros cazadores de la familia, con una losa en cada sepulcro y su apodo escrito en ella (es muy loable, dijo Hans, brindarles tan buen trato a los pobres animales), no sé, es que todo eso me parece excesivo, ¿para qué puede necesitar alguien cuatro mesas de billar? (¡eso sí que es saber entretenerse!, aplaudió Hans), eso si juegan, porque en esa mansión la mayor parte de las cosas parecen como intactas, incluyendo la biblioteca, que por cierto es enorme, tuve ocasión de hojear unos antiguos ejemplares franceses empastados que sospecho que nadie ha tocado (¿y cuadros?, dijo Hans, ¿había muchos cuadros?, supongo que los cuadros sí los habrán mirado), amigo mío, lo noto de excelente humor esta tarde, celebro que le entusiasme tanto conocer mejor a mi prometido (¡ardo en deseos, señorita, ardo en deseos!, se revolvió Hans), bien, pues sí, había muchos cuadros, una gran colección de maestros italianos, franceses y flamencos que han ido comprándoles a conventos de la zona (¡magnífica inversión!, exclamó Hans, ¿y salita de música?, ¿salita de música no tienen?), me temo que también, una salita preciosa con lámparas de gas, y otra sala de mármol donde se dan convites (desde luego para los convites, asintió Hans, lo mejor es el mármol), permítame sugerirle, mi estimado Hans, una infusión de hierbas, lo encuentro algo agitado, ¿Elsa, puedes venir?, no sabía que fuera usted tan sensible con la arquitectura, de hecho iba a contarle lo de los grifos y los desagües ingleses, pero ya no sé si debo.

Hans llegó a la posada con una sensación de apetito en la piel y vacío en el pecho. Sin ganas de salir, sumido en el repaso de la conversación con Sophie, prefirió hundirse en el viejo sofá. Lisa, que no se había acostado, se apresuró a traerle lo que había quedado de la cena familiar. Al verla acercándose con un plato y un cuenco entre las manos, Hans sintió una repentina ternura. Muchas gracias, le dijo, no tenías que haberte molestado. No tiene por qué agradecerme nada, contestó ella intentando sonar displicente, sólo cumplo con mi obligación. Pero el suave rubor de sus mejillas expresaba otras cosas. Entonces quiero agradecerte, sonrió Hans, que cumplas tan bien con tu obligación. ¡Gracias!, contestó Lisa sin darse cuenta. Y, después de darse cuenta, no pudo reprimir una risa fresca.

A los pocos minutos estaba a su lado en el sofá, sentada con los pies debajo de las nalgas. ¿Y tu padre?, preguntó Hans. Durmiendo, contestó Lisa. ¿Y tu madre?, dijo él. Intentando que Thomas se duerma, dijo ella. ¿Y tú?, preguntó Hans, ¿no tienes sueño? No mucho, negó Lisa. Después añadió: ¿Y usted? ¿Yo?, se sorprendió Hans, yo no, bueno, sí, un poco. ¿Entonces sube ya a su habitación?, preguntó ella. Creo que sí, contestó él. ¿Necesita más velas?, dijo Lisa. Me parece que no, dijo Hans. Lisa se quedó mirándolo con una fijeza sólo posible desde la ingenuidad verdadera o la mayor malicia. Pero Hans sabía que Lisa no tenía edad para ser tan maliciosa. Buenas noches entonces, dijo Lisa. Buenas noches, Lisa, dijo Hans. Él se puso en pie. Ella bajó la vista y empezó a tirarse del pellejo de los dedos.

Cuando Hans ya pisaba la escalera, lo detuvo la voz de Lisa. ¿No va a decirme qué guarda en ese arcón?, preguntó ella haciendo dibujos con un pie. Hans se volvió, risueño. El mundo entero, dijo.

Como anillos concéntricos, el silencio se expande desde el corazón de la plaza del Mercado hacia los callejones amarillentos y oscurecidos, desde la punta errática de la Torre del Viento hacia los bordes inclinados de la iglesia de San Nicolás, desde las altas puertas hacia las rejas del cementerio, desde los adoquines fatigados hacia el sueño maloliente de la tierra abonada para la primavera, y más allá.

Cuando el sereno pasa junto a la esquina del callejón de la Lana y se pierde por la angosta calle de la Oración, cuando su anuncio se deshace en ecos, ¡… casa, gente, vamos!, ¡… han tocado ocho campanas!, ¡… vuestro fuego y vuestras lámparas!, ¡… Dios, loado!, y cuando su lanzón de punta luminosa se absorbe en la noche, entonces alguien, como otras noches, sale de una franja de sombra y asoma el ala negra de su sombrero. Lleva los brazos ocultos en los bolsillos de su abrigo largo, las manos prietas en finos guantes, entre los dedos expectantes un cuchillo, una máscara, una cuerda.

Al otro lado se oyen unos pasos ligeros, de tacones con prisa, cruzando el callejón. Los guantes se tensan dentro del abrigo, el ala del sombrero se inclina, la máscara va a la cara y la figura en penumbra empieza a avanzar.

En Wandernburgo se redondea una luna de arena, luna desprevenida, luna sin dónde.