Capítulo 45

Dos días después.

—¿Cuánto de todo esto es verdad? —preguntó Insch, arrojándole el informe a Logan por encima del escritorio.

Quince páginas de mentiras y medias verdades, impresas aquella misma mañana nada más salir del hospital. Más allá de la ventana del despacho del inspector, el sol de la mañana acariciaba la ciudad, haciendo que la monolítica lápida de cristal de Saint Nicholas House reluciera con deslumbrantes destellos en la aparición de despedida del verano. A partir de aquel día las previsiones meteorológicas eran tristes y pesimistas. Gracias, Aberdeen, y buenas noches…

—Todo. Hasta la última palabra.

Insch se quedó mirándolo, dejando que creciera el silencio, esperando que Logan lo rompiera y llenara el vacío con algo incriminatorio. Pero Logan mantuvo su hinchada boca cerrada. Había pasado dos días y el puño del Pinchos seguía haciendo sentir su presencia.

—Estupendo —dijo por fin el inspector—. Le interesará saber que, según los resultados del laboratorio, la bala que le extrajeron al agente Jacobs concuerda, lo crea o no, con la que le sacaron al agente Maitland. Las mismas marcas de las estrías. Les disparó la misma persona.

¿La misma persona? Logan cerró los ojos y rezongó.

—La furgoneta.

Insch se interrumpió y le miró.

—¿Qué furgoneta?

—La que había delante de la casa de Miller: una Transit azul roñosa. Era la misma furgoneta que apareció en el almacén cuando dispararon a Maitland. ¡Sabía que la había visto!

Maldijo y levantó los ojos al techo. Jamás existieron aquellos supuestos artículos robados, en aquel almacén: era el centro de distribución de drogas del Pinchos. Miller dijo que fue Graham Kennedy el que le había dado el chivatazo de que el sitio estaba lleno de electrodomésticos robados, pero en realidad Kennedy lo único que quería era que la policía lo librara de un competidor. Esperaba que llegara la poli, encontrara la droga y arrestara a los chicos nuevos recién llegados de Edimburgo. Un buen plan, de haber funcionado, pero no había sido así: el Pinchos y sus secuaces escaparon. Y luego volvieron para devolverle el favor, solo que el Pinchos no se anduvo con rodeos dando chivatazos anónimos, sino que fue directo al grano empleando el secuestro, la tortura y el asesinato sistemático. Es de admirar alguien que se toma su trabajo en serio. Logan maldijo de nuevo.

—¿Se encuentra bien, sargento?

—La verdad es que no, señor, no muy bien.

Insch asintió con la cabeza y levantó su voluminoso cuerpo de la silla, que rechinó. Arrugó una bolsa vacía de gominolas Jelly Babies y la tiró a la papelera.

—Venga, la reunión con la comisión de investigación de muertes accidentales no es hasta dentro de media hora, le invito a uno de bacon y a un té.

Logan sintió que se le revolvía el estómago.

—No, se lo agradezco, pero no estoy como para un bocadillo de bacon. —No podía apartar el pensamiento del amigo de Miller y sus cerdos—. Si no le importa, hay algo de lo que tendría que ocuparme.

Reservó un coche del departamento y se fue a buscar a alguien de uniforme para que lo acompañara. La agente Buchan estaba junto a la puerta de atrás, fumando un cigarrillo y mordiéndose las uñas. Tenía un aspecto como si no hubiera pegado ojo desde que él la despachara del escenario del crimen dos días atrás.

—Son las diez y media, ¿cómo es que está todavía por aquí? —le preguntó, y ella se irguió—. Yo creía que el turno de noche terminaba a las siete.

Ella bajó la vista, mirando el suelo entre sus pies, y se encogió de hombros.

—He solicitado doblar el turno. No podía irme a casa a esperar a que me llamaran de Asuntos Internos, y mientras estar subiéndome por las paredes…

—Vamos —le dijo él arrojándole las llaves—. Usted conduce.

Llegaron hasta Hazlehead antes de que ella no pudiera más y le preguntara cuándo iba a presentar la queja formal contra ella.

—Usted sabe muy bien que ha estado comportándose como una cretina, ¿no es verdad? —le aseguró Logan mientras dejaban atrás los últimos bloques de pisos y el paisaje de la campiña se abría paso a ambos lados del coche. Ella se puso rígida, pero permaneció con la boca cerrada—. Si pudiera volver atrás —continuó él— y disponer las cosas de forma que jamás hubieran disparado contra Maitland y Steve, lo haría. Nunca quise que las cosas salieran así. —A la izquierda pasaron de largo la carretera que conducía al crematorio, cuyo edificio quedaba escondido detrás de una elevación y una fila de árboles. Logan dejó escapar un suspiro—. No voy a presentar ninguna queja, le daré otra oportunidad.

Ella lo miró por el rabillo del ojo, entrecerrando los párpados.

—¿Por qué? —preguntó recelosa.

—Porque… —Hizo un pausa—. Porque todos necesitamos una segunda oportunidad. —O en el caso de Logan una tercera y una cuarta. Las cosas seguían sin volver a la normalidad con la inspectora Steel. El titular del Press and Journal de aquella mañana no había ayudado mucho…

Volvió a hacerse el silencio en el interior del coche. Así continuaron hasta más allá de la rotonda de Kingswells. A su alrededor no había más que campos y alguna casa, de vez en cuando, hasta Westhill, donde la hierba brillaba con una tonalidad esmeralda bajo la luz del sol. Ésa era una de las cosas estupendas que tenía Aberdeen: vivieras donde vivieras, el campo nunca estaba a más de quince minutos. Salvo en las horas punta.

—Cuando… —La agente Buchan se aclaró la garganta—. Lo primero que pensé fue que tenía una aventura, pero… —Respiró hondo, y las palabras le salieron como un torrente—. Pero ahora creo que se ha estado acostando con esas mujeres de la zona del puerto, con esas… prostitutas, y que las dejaba ir con una amonestación si ellas…

Logan levantó la mano.

—Está bien, está bien, no tiene que darme explicaciones.

Era lo que se había imaginado: por eso ni Michelle Wood ni Kylie tenían antecedentes, y por eso también la colegiala lituana le había ofrecido hacérselo gratis, porque él era policía.

—He echado a ese cabrón de mi casa.

—Bien hecho.

Ailsa estaba de pie delante de la ventana de la cocina, viendo a los niños jugar en el patio del colegio. Los más pequeños correteaban de aquí para allá como locuelos; los más mayores, y más tranquilos, descansaban sobre la hierba, embebiendo los rayos de sol. La horrible mujer de la casa de al lado estaba en prisión preventiva, sin fianza. Eso era lo que decían los periódicos de la mañana. En prisión y sin fianza, acusada del espantoso asesinato de Gavin Cruickshank. En la página de portada del Press and Journal aparecía incluso una pequeña foto de su fea cara llena de odio, mientras la conducían a la salida del juzgado. Por supuesto la muerte de Gavin no era tan importante como ciertos escándalos sexuales locales, Gavin tan solo se había hecho merecedor de tres breves columnas a pie de página, pero eso era suficiente para que todo el mundo supiera lo asquerosa que había sido aquella vecina suya del demonio, la tal Clair Pirie. Ailsa se estremeció y respiró hondo. Dios santo, por fin se había ido.

Los niños se hicieron borrosos y ella se mordió el labio inferior y pestañeó, tratando de contener las lágrimas. No iba a llorar, no iba a… Se le escapó un sollozo. Apenas un gemido ronco y doliente, cargado de aflicción. Gavin…

Se fue hasta la pila de la cocina y lloró. Lloró por su matrimonio, y por su marido, mientras los niños jugaban. Los niños que ellos ya jamás tendrían.

Agarrándose al borde de la pila, se inclinó hacia delante con una sensación de náusea y llenó el inmaculado fondo de acero inoxidable de los cereales del desayuno, vomitándolos bocanada tras bocanada hasta que no le quedó nada dentro.

Estaba lavándose la cara en el cuarto de baño del piso de arriba cuando sonó el timbre de la puerta. Esos periodistas otra vez, seguro. Habían estado llamándole por teléfono día y noche, y aporreando a la puerta, siempre ávidos de poner sus sucias manos encima de la historia de una viuda afligida. Como si la pena y la desgracia no fueran ya suficientes, como para echar más sal en la herida. «Señora Cruickshank, ¿es cierto que su esposo tenía una aventura con otra mujer?». «Señora Cruickshank, ¿han encontrado ya la cabeza de su marido?». «Señora Cruickshank, ¿cómo se siente una mujer cuando se entera de que su vecina ha descuartizado al hombre al que ama?».

El timbre de la puerta volvió a sonar, esta vez acompañado por una voz:

—Señora Cruickshank, soy el sargento McRae. ¿Puede usted abrir, por favor?

Ella se metió un poco de pasta dentífrica en la boca, con la que hizo gárgaras antes de tragarse la espuma para intentar encubrir con un fino barniz de menta el amargo gusto a bilis, y luego bajo a toda prisa la escalera y abrió la puerta.

En el descansillo de la entrada estaba el sargento McRae, con una agente de policía sin un ápice de atractivo.

—¿Podemos pasar?

Logan la siguió hasta la cocina, hasta donde llegaba, a través de la ventana abierta de par en par, el sonido de los niños que jugaban en el colegio al otro lado de la calle. El agresivo aroma a flores del ambientador disimulaba el acre olor del vómito. Encima de la mesa había un ejemplar del Press and Journal de aquella mañana, cuya página de portada estaba presidida por las palabras: ¡UN CONCEJAL MANTIENE RELACIONES CON UNA PROSTITUTA DE 13 AÑOS! No es que fuera de los titulares con más gancho que hubiera escrito Colin Miller, pero no era fácil teclear cuando te faltaban la mitad de los dedos. Logan le echó un somero vistazo al artículo mientras Ailsa Cruickshank preparaba un poco de té. No se hacía mención alguna del urbanista responsable del plan de desarrollo sostenible del ayuntamiento, ni de Fincas McLennan, y el desenmascaramiento se atribuía por entero a «un inspector detective de la brigada antivicio, que desea permanecer en el anonimato». Suficiente, sin embargo, para suspender al concejal Marshall de sus funciones en el consistorio y ser investigado por la Policía Grampiana. La inspectora Steel estaba que trinaba.

Tres delicadas tazas de porcelana tintinearon al ser depositadas sobre la mesa, acompañadas con un plato de galletas integrales de chocolate. Ailsa se acomodó en una de las sillas y miró expectante a Logan.

—Señora Cruickshank —dijo éste, buscando la mejor manera de formular su frase—, hay algo a lo que llevo dándole vueltas desde hace un par de días…

—Usted dirá…

—En los restos de su esposo se encontró una gran cantidad de antidepresivos.

La mujer pareció confusa.

—Pues Gavin no padecía de depresión… ¡me lo habría dicho! Yo se lo habría notado.

—La pregunta por tanto sigue en pie: ¿cómo es que apareció con todas esas pastillas en el interior de su cuerpo?

Ailsa tocó con el dedo la foto de Clair Pirie al pie de la página de portada del Press and Journal.

—¿Puede que ella le obligara a ingerirlas? ¿O que las deshiciera y las mezclara con otra cosa?

—Es usted aficionada a las novelas policíacas, ¿verdad, señora Cruickshank? Nos enseñó su colección la primera vez en que estuve aquí, ¿lo recuerda? ¿No le gustan los finales, cuando el detective descifra por fin todas las mentiras tejidas a su alrededor y desenmascara al verdadero asesino?

—No… no entiendo lo que me está diciendo. —Posó su taza sobre la mesa—. ¿A qué viene todo esto?

Logan la miró directamente a los ojos.

—Lo sabemos todo.

Sentada enfrente de él, al otro lado de la mesa, la mujer empalideció de pronto y se quedó mirándolo fijamente, mientras el tiempo se estiraba como un chicle. Abrió la boca y la cerró, tragó y lo intentó de nuevo:

—No sé de qué me está hablando.

—¿Por qué utilizar una llamativa maleta roja para esconderla luego en el bosque? Si no es que lo que uno quiere en realidad es que la encuentren… ¿Por qué descuartizar un cadáver, pero dejar bien visible un enorme tatuaje con el nombre de la esposa de la víctima? Aunque yo no hubiera visto aquella foto en que salía él con las chicas Hooters, habríamos hecho una búsqueda en la base de datos y habría aparecido su nombre en la denuncia de la desaparición de su marido. Gavin, que casualmente resulta que tenía tres romances a la vez. Y mira por donde la vecina de al lado se deja siempre la puerta del garaje abierta, con la puerta que da a la casa sin cerrar con llave, y se pasa una gran parte de su vida sin conocimiento de puro borracha en el jardín de atrás. ¿Qué costaría colarse dentro, diseminar un poco de sangre de Gavin por la bañera y esconder el cuchillo en el garaje?

—Esto es ridículo.

—Ah ¿sí? Se ha deshecho usted del marido que la engañaba y de la pesadilla de la casa de al lado de un solo golpe. —Logan sonrió—. Pero lo de las pastillas fue una equivocación: debería haberle cascado un golpe en la nuca y en paz. ¿Cómo iba a hacérselo la Pirie para que se tomara media botella de antidepresivos? ¿Obsequiándole con un pastel de disculpa por haberle atizado en la cara?

—Mi marido llamó al trabajo…

—Envió un mensaje de texto. No necesitaba estar vivo para que lo enviara usted misma desde su móvil. Y Hayley tampoco se fue de vacaciones, ¿verdad? Usted la mató y escondió el cadáver en algún sitio, pero ya aparecerá, no se preocupe, al final acaban apareciendo.

Ailsa se puso de pie, arrastrando la silla hacia atrás sobre las baldosas.

—Quiero hablar con mi abogado.

Logan movió la cabeza en señal de negación.

—Lee usted demasiadas novelas policíacas, señora Cruickshank. Estamos en Escocia: aquí tendrá un abogado cuando nosotros lo digamos, no antes.

La reunión de la comisión de investigación encargada de examinar las muertes en acto de servicio se aplazó a las seis y media de la tarde, hasta el día siguiente a las ocho de la mañana. Jackie esperaba a Logan fuera de la sala cuando éste salió con andar cansino. Ella volvía a llevar el brazo en cabestrillo, con una escayola nueva, cuya pulcritud resultaba espectacular después de la inmundicia en que había acabado la primera en el momento de quitársela en el hospital durante las primeras horas de la mañana del martes.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué han dicho?

Logan esbozó una sonrisa forzada.

—Que el agente Maitland murió en el cumplimiento del deber como consecuencia de acontecimientos imposibles de prever. Mañana todos juntos repasaremos los acontecimientos para aprender de los errores, etcétera.

—¿Lo ves? Ya te dije que todo acabaría bien.

Después de mirar rápidamente a un lado y otro del pasillo para asegurarse de que no miraba nadie, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó con pasión.

—¡Au! —Logan hizo además de apartarse, llevándose la mano al labio superior, inflamado—. Con cuidado. No te olvides de mi diente flojo.

—Oh, cállate ya, niñito quejica. —Se abrazó a él en un cálido beso, largo y envolvente—. Vamos —dijo cuando se separaron por fin para respirar—, le he prometido a Steve que le llevaríamos chocolatinas de menta y un puzzle porno.

—Jackie —dijo Logan mientras bajaban por las escaleras—. ¿De verdad habrías sido capaz de apretar el gatillo? Me refiero al Pinchos… ¿Habrías sido capaz de hacerlo?

Jackie esbozó una leve sonrisa.

—Oh, sí. Ya te digo yo que sí.