El Pinchos se acercó tranquilamente hasta donde estaba Colin Miller. El periodista estaba pálido y sudoroso, y se estremecía y gemía con la mordaza puesta. El Pinchos se sacó unos alicates, cuyos mangos de goma negra contrastaban con sus guantes de látex de cirujano.
—Bueno, bueno —dijo deshaciéndose en sonrisas de amabilidad mientras Colin empezaba a llorar—, y ahora, sargento McRae, me gustaría que usted y… lo siento, querida, pero no sé cuál es su nombre. —Jackie no podía apartar la vista, horrorizada, de la pistola que el Cojo sostenía en las manos—. ¿No? ¿Se le ha comido la lengua el gato? No importa: me gustaría que se sentaran, calladitos, como dos buenos chicos, para charlar un poco acerca de lo que va a suceder a partir de este momento. ¿Les parece?
El Cojo señaló una silla junto a la mesa de la cocina, y Logan se sentó de mala gana, hundiéndose en ella y esforzándose por permanecer impasible al notar el cañón del arma clavado en la oreja, mientras le ordenaban a Isobel que le sujetara las manos al asiento con unas bridas de plástico que había sobre la encimera del desayuno. Se las puso con cuidado, dejándolas muy flojas para que Logan pudiera soltarse con facilidad, pero el Cojo agarró de cada una de las puntas y tiró del plástico, apretando con tal fuerza que Logan resopló de dolor.
Jackie retrocedió titubeante hasta el rincón, junto al botellero de los vinos, tapándose la boca con las manos y con los ojos llorosos, sin dejar de gimotear:
—Oh no, Dios mío. Oh no, Dios mío. Oh no, Dios mío… —una y otra vez.
—Empecemos —dijo el Pinchos. Agarró el brazo izquierdo de Colin, se lo levantó y se lo retorció hasta obligarle a desdoblar el puño y colocarlo en posición. Las vendas ya no estaban, por lo que se veía la carne al descubierto, con los puntos de sutura sobre los muñones hinchados y cubiertos de hematomas. Se apreciaban claramente las uniones entre los segmentos de los dedos que habían vuelto a juntarse, y donde los puntos fruncían la piel inflamada. El Pinchos abrió los alicates y los apretó en torno a una de las articulaciones restituidas—. Solo para que sepamos todos que esto no es ningún juego… —gruñó. Hizo girar las tenazas y tiró. Los puntos se soltaron, y el tirón arrancó el segmento de dedo de la mano de Colin. La sangre fresca brotó agolpándose en el agujero, de irregulares formas. Colin gritó tras la mordaza. Con una sonrisa en los labios, el Pinchos atravesó la cocina hasta el cubo de la basura, pisó el pedal para levantar la tapa y tiró el pedazo de dedo entre las cáscaras de huevo—. Éstos son los más fáciles, cuando se pone todo perdido es con las tijeras.
Isobel se sentó a la mesa de la cocina junto a Logan, con los ojos vidriosos, la cara pálida como el mármol, las lágrimas cayéndole por las mejillas mientras el Cojo le ataba las manos al asiento, como las tenía Logan.
—Bueno, esto no ha sido más que un pedacito de un dedo. Colin tiene todavía… oh, cuatro dedos enteritos, sin contar los dos pulgares, más todos los muñones… —El Pinchos movía los labios mientras realizaba las operaciones aritméticas—. ¡Le quedan veintitrés trozos! Dios, nos podríamos pasar horas aquí, ¿no es cierto?
Logan trató de mantener la voz serena y no alterarse al hablar, consiguiéndolo a medias.
—Todo esto no va a servir para nada. Pinchos, ¿por qué no…?
—No: Brendan. Nada de «Pinchos». Brendan. —El Pinchos hizo un asentimiento con la cabeza, y Logan sintió que un objeto duro le golpeaba en el lateral de la cabeza, y un dolor como si se le partiera en dos el cuero cabelludo, al tiempo que la sangre le manaba y le caía por la cara—. Eso de «Pinchos» es un apodo de lo más infantil, ¿no te parece? —Se ajustó el nudo de la corbata y recuperó la sonrisa de tranquilidad—. En contra de lo que popularmente se cree, la tortura y la violencia gratuita sí que sirven para algunas cosas. Resulta que, cuando hayamos terminado y encuentren lo que quede de vosotros, sabrán que con nosotros no se folla. Eso mantendrá a raya a yonquis, camellos y putas. El miedo es un gran motivador.
—Y así es como mantienes a raya también a tu Cojo, ¿verdad? —dijo Logan apretando los dientes—. De vez en cuando hay que atizarle, ¿no? Para corregirle sus inclinaciones hacia los niñitos tiernos…
—¡Ya te dije que no es un violador de niños! —El Pinchos se abalanzó hacia delante y le dio un puñetazo en la cara a Logan; la cabeza saltó con fuerza hacia atrás, y se hizo una fragorosa oscuridad—. ¿Lo has entendido? ¡No me lo hagas repetir más!
Logan cayó hacia delante en su asiento. La sangre le manaba de la boca, los contornos borrosos de la habitación daban tumbos al ritmo del martilleo en el interior de su cráneo. Puede que sacar de quicio al Pinchos no fuera tan buena idea. Aquel matón de Edimburgo agarró del pelo a Logan y le izó la cabeza, gritándole en la cara:
—¿Quieres conocer a un violador de niños? ¡Pues por qué no vas y te crías en un hospicio! ¡Y luego pásate seis años en un correccional!
Acurrucada en el rincón, junto al shiraz y al zinfandel, los sollozos de Jackie se hacían cada vez más audibles, mezclándose con su gimoteo, que se había convertido en un prolongado quejido incoherente:
—Ohnodiosmionodiosmionodiosmionodiosmío…
Con las rodillas dobladas hasta el pecho, se tapaba la cara con el brazo roto, con la escayola casi irreconocible bajo las capas de hollín y de la sangre del agente Steve.
—Oh, santo Dios… —El Pinchos le dio la espalda, con aire de desagrado—. Greg, por favor, haz algo para que se calle.
La palabra «¡no!», brotó inarticulada de los labios partidos de Logan, mientras el Cojo avanzaba blandiendo la pistola como una porra con la intención de abrirle a Jackie la cabeza. Y entonces fue cuando la agente de policía Watson le dio un puñetazo en las pelotas con toda la fuerza de que era capaz. El Cojo abrió la boca con una mueca de dolor en busca de aire, pero Jackie soltó una patada con los dos pies que le acertó en la rodilla y lo mandó contra el suelo de la cocina. Con un gruñido saltó sobre él y le golpeó con la escayola del brazo en la cara, una y otra vez, y otra, y otra… El Pinchos lanzó un grito y se abalanzó sobre ella, pero Jackie fue más rápida y rodó haciéndose a un lado, para que el hombretón cayera con estrépito contra el botellero de los vinos. Las botellas volaron, y ella de pronto estaba de pie, con la pistola en la mano derecha, la escayola del brazo izquierdo resquebrajada y descascarillada, rociada de una pátina brillante de sangre roja y fresca. El Cojo no se movía.
Todo había tenido lugar en menos de cuatro segundos.
Jackie sonrió, sin el menor rastro de histerismo.
—Malditas mujeres, ¿eh? No puede uno fiarse un pelo de ellas.
El Pinchos se pasó la lengua por los labios, y pasó la mirada del cañón de la pistola a la figura ensangrentada y yacente de su amigo.
—¿Greg?
—Al suelo… Las manos detrás de la cabeza, las piernas cruzadas.
El Pinchos se hincó de rodillas y gateó hasta posar la mano encima del cuerpo inmóvil de su amigo.
—Greg, ¿estás bien?
—¡He dicho las manos detrás de la cabeza!
—¡Tenemos que llamar a una ambulancia! ¡No respira!
—¡Y qué! —Ella le dio con el pie a la pierna del Cojo—. ¡El hijo de puta le disparó a mi amigo!
Logan escupió una bocanada de sangre e hizo una mueca de dolor.
—Jackie, hay que avisar a una ambulancia para que se lo lleve.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué? —Se volvió hacia él, con expresión fruncida y colérica—. ¿Por qué este montón de mierda debería seguir viviendo, cuando Steve está a punto de morir?
—¿Y por qué debería seguir viviendo ninguno de estos dos? —Era Isobel, cuya voz se quebraba a cada palabra—. ¡Mirad lo que han hecho! Ahora los arrestáis y luego, ¿qué? —Iba subiendo la voz—. Irán a juicio, les caerá ¿cuánto? ¿Catorce años, a lo mejor? Estarán fuera otra vez dentro de siete por buen comportamiento, ¡o menos aún por el tiempo que ya hayan cumplido! ¿Creéis que estos hijos de puta no volverán? ¡Mátelos!
Logan se volvió y se quedó mirándola, con expresión pasmada.
—No puedes matarlos sin más… No son animales, ¡son seres humanos!
—No, no lo son. —Jackie apoyó la planta de la bota en la espalda del Pinchos, empujó con fuerza y lo tumbó encima del cuerpo que yacía en el suelo. Sostuvo la pistola en alto, examinando el mecanismo, e hizo pasar una bala a la recámara.
—¡Jackie! ¡No!
—¿Greg? —El Pinchos había vuelto a ponerse de rodillas—. Vamos, Greg, ¡respira!
—¡Hágalo! —Isobel le hablaba ahora con voz zalamera, retorciendo el gesto con fea expresión—. No lo sabrá nunca nadie. Colin conoce a alguien que tiene una granja de cerdos… ¡Podemos hacer desaparecer los cadáveres! ¡Ellos volverán si no lo hace!
—¡Jackie!
Ella apoyó la pistola en la nuca del Pinchos.