Capítulo 42

La fría luz azul de la ambulancia barría el asfalto y se reflejaba en las ventanas de los coches aparcados y de las casas que se alineaban al final de Holburn Street. Se habían visto nerviosos movimientos en las cortinas desde que sonara el primer disparo, pero ahora los ocupantes de aquellos pisos las habían abierto del todo, y su silueta se recortaba sobre la luz de los dormitorios, mientras contemplaban el coche, la ambulancia y al policía moribundo.

Jackie se había sentado encima del capó agujereado del Fiat y apartó con gesto brusco la mano de un paramédico que le pasaba el dedo levantado enfrente de los ojos, para cerciorarse de que no sufriera una conmoción cerebral.

—¡Estoy bien! Déjeme en paz de una vez.

A Steve estaban atándolo a toda prisa a una camilla, con el gota a gota ya en el brazo, una mascarilla de oxígeno en el rostro y un vendaje de compresión aplicado al pecho. Lo izaron para introducirlo en la parte trasera de la ambulancia, y luego las portezuelas se cerraron de golpe, aulló la sirena y el conductor pisó a fondo, tomando el camino más rápido hacia la Aberdeen Royal Infirmary.

Logan seguía al teléfono, pidiendo a jefatura que establecieran controles en todas las carreteras de Aberdeen que se dirigían hacia el sur. El Pinchos se desharía del coche a la primera oportunidad que tuviera, un Mercedes plateado con el parabrisas hecho trizas no era lo mejor para pasar desapercibido, de modo que los comandos policiales deberían buscar a dos hombres de elevada estatura con acento de Edimburgo, el uno con el pelo rubio y corto y el otro con el pelo moreno y largo, y bigote. Ambos iban armados y debían ser considerados como extremadamente peligrosos. Una vez transmitidas las instrucciones, marcó el número del inspector Insch, no tenía ganas de tener que hacer frente a Steel en aquellos momentos. Quería sentir el respaldo de alguien que confiara en él de verdad.

—¿Ha habido suerte? —le preguntó Jackie una vez Logan terminó de hablar.

—No es que le haya hecho mucha gracia que lo despierten a las dos y media de la madrugada, pero se ha puesto en marcha. —Logan se frotó la cara con gesto cansado. El aflujo de adrenalina que había experimentado cuando le habían disparado estaba menguando, dejándolo exhausto y algo mareado—. Llamará al jefe de policía y le contará lo de Steve. —Dios santo, se iba a armar un buen lío, otro policía tiroteado en las calles de Aberdeen: habría conferencias de prensa, ruedas informativas, reuniones, seguimiento de noticias, nuevas reuniones… nada de lo cual serviría para ayudar al agente Steve Jacobs—. ¿Qué han dicho los sanitarios de la ambulancia?

—No mucho. Aparte de soltar tacos… —Dejó la cabeza colgando y suspiró—. Cabrones.

Logan no podía sino estar de acuerdo.

—Lo que necesitaríamos… —Se interrumpió al oír una nueva sirena atravesando la noche—. Aquí los tenemos.

Alpha Dos Siete se detuvo al otro lado de la calle y un par de agentes uniformados descendieron del vehículo, deseosos de saber qué había sucedido. Miraban fijamente en silencio el charco de sangre en el asfalto mientras Logan les ponía al corriente, y luego les ordenó que cerraran la calle y pidieran una brigada de identificación. Había que recoger muestras de todo aquel lugar, y etiquetarlas.

Las noticias volaban veloces. Llegaron tres coches patrulla en otros tantos minutos, cuyos ocupantes, hombres y mujeres policías, se quedaban lívidos, conmocionados al enterarse de lo sucedido al agente Steve. Todos salvo la agente Buchan, que mostraba una expresión de superioridad, como si dijera: ya os lo había dicho, y murmuraba con todo aquel dispuesto a escucharla diciendo que era exactamente lo mismo que le había pasado al agente Maitland, y ¿no era una casualidad demasiado grande que fuera el sargento McRae el que había estado al mando las dos veces? Pero Logan estaba demasiado cansado y demasiado harto como para no picar:

—¡Usted! ¡Haga el favor de venir aquí ahora mismo!

La agente Buchan se puso muy tiesa, cruzó la calle y, acercándosele, lo miró con expresión gélida y despectiva.

—¿Sí… sargento?

Logan le dio con el dedo en el hombro, hablándole con los dientes apretados:

—¿Tiene algo que decir? ¿Eh, agente? Vamos, ¡estamos esperando! Habla claro y fuerte para que todos podamos oír lo que tiene que decir. —Ella lo miraba con el rostro tenso y la boca distorsionada. Logan dejó prolongarse el silencio, antes de bajar el tono de voz hasta convertirlo en un gruñido—. Solo porque su novio le ponga los cuernos con lo primero que encuentra, no tiene por qué sacar la mierda que lleva dentro conmigo. ¿Entendido?

Ella se puso roja como la grana.

—Eso no tiene nada que… él no… yo…

—Steve Jacobs es amigo mío, y ya tengo bastantes quebraderos de cabeza intentando atrapar al hijo de puta que le ha disparado, ¡como para tener que aguantarla a usted!

—Pero yo…

—Vuelva a poner el culo en el asiento de ese coche patrulla y no lo mueva de ahí.

La agente Buchan se volvió en busca de apoyo, pero de repente todo el mundo estaba muy ocupado haciendo otra cosa, cualquier otra cosa. Se volvió de nuevo hacia Logan, que la miraba con expresión intimidatoria.

—Vuelvo a ordenarle que salga de mi escena del crimen, agente. Prepárese para recibir una queja por escrito acerca de su actitud y de su conducta. —Se inclinó hasta que sus rostros casi se tocaron—. Y ahora, fuera de mi vista.

—¿Qué quiere decir con que no hay rastro de ellos? ¡Tiene que haberlo! —Logan caminaba de un lado para otro de la calle, sin prestar atención a cuanto le rodeaba y obligando a los miembros del equipo de identificación a apartarse y agacharse mientras fotografiaban los casquillos sueltos y las manchas de sangre—. ¿Están parando a todos los coches, uno por uno?

La agobiada mujer que tenía al otro lado de la línea telefónica le dijo que sí, que así lo hacían, y que registraban también los maleteros, uno por uno, porque, lo creyera o no, ¡no era la primera vez que hacían su trabajo! Logan le pidió disculpas y colgó. Estaban consiguiendo no obtener ningún resultado con gran rapidez. Todas las carreteras principales estaban bloqueadas, así como la mayor parte de las secundarias. No era precisamente una tarea fácil, en un territorio tan agrícola, repleto de pequeñas carreteras que se entrecruzaban y tejían diminutas agrupaciones compuestas de viviendas residenciales y de terreno rural. Había centenares de rutas posibles hacia el sur, siempre que uno supiera dónde se metía. Porque las posibilidades de que un chico de ciudad criado en Edimburgo como el Pinchos estuviera familiarizado con el trazado de las carreteras de la región del bajo Dee eran bastante escasas. Debía ser un tipo acostumbrado más bien a las autovías de doble calzada.

—¿Dónde mierda estarán?

Logan dejó de pasearse de un lado para otro y se quedó mirando a Jackie, acurrucada en el asiento del acompañante de un coche patrulla vacío y que, con la boca abierta, roncaba dulcemente. Estaba sucia, tenía la cara negra de hollín y las mejillas manchadas con la sangre de Steve, así como el uniforme. Tenía un chichón del tamaño de un huevo de gallina encima del ojo izquierdo, por el golpe que se había dado contra la pared. Logan suspiró: aquella noche no podían hacer ya nada más. Puede que los controles de las carreteras lograran detener al Pinchos y a su secuaz, o puede que no. Y si ellos conseguían llegar a Edimburgo, la policía local de Lothian y Borders los atraparían y los enviarían de vuelta a Aberdeen para que los interrogaran y los procesaran. El Pinchos la había cagado de verdad: se había involucrado en el tiroteo a un oficial de policía y había dejado testigos. Ni siquiera Malk Navaja podía hacer desaparecer todo eso.

—¿Qué joder ha pasado? —gritaba el Pinchos, con las dos manos agarradas al volante y temblando de rabia—. Te doy una simple tarea de mierda… —Soltó el volante y le dio una manotada a la encogida figura sentada en el asiento del acompañante, que chilló de dolor—. ¿De dónde leches ha salido la policía?

—¡No lo sé! ¡No lo sé! —Greg se cubrió la cabeza con los brazos, lloriqueando, pero el Pinchos volvió a pegarle, a pesar de saber que luego se sentiría mal por haberlo hecho. Siempre le pasaba. Maldiciendo, llevó la furgoneta a un callejón sin salida de aspecto tranquilo y apagó el motor, que traqueteó y resopló una última vez, mientras él se sumía en un silencio hosco. Le encantaba el Mercedes, pero para entonces era poco más que un amasijo en llamas, al que había abandonado y prendido fuego en un polvoriento camino junto a la carretera del sur del río Dee.

El Pinchos apretó los dientes, respiró hondo, muy hondo, y contó hasta diez. La culpa no era de Greg…

—Está bien —dijo al fin—. Siento haberte pegado. Ha estado mal por mi parte. Estaba nervioso, pero no debería haberlo pagado contigo. —Le dio a su acompañante unas palmaditas en el brazo—. Bueno, y ahora ¿puedes decirme qué ha pasado?

Greg se removió en su asiento y se secó su nariz moqueante con el dorso de la manga.

—Estaba… estaba en la casa, todo iba bien. Había atornillado la puerta de la vieja con los tornillos y había echado la gasolina, ¡y entonces he oído un ruido en la escalera! Había dos polis, se han puesto a gritarme, y yo he intentado escapar, pero la mujer me ha dado un golpe en la rodilla, me ha hecho daño de verdad, y se me ha echado encima y me pegaba, me daba patadas, me mordía, y yo le he dado también una patada y me he escapado corriendo y le he calado fuego a la escalera, y he salido fuera, a la calle, y te he llamado…

El Pinchos le dio unas palmadas en la rodilla.

—Lo has hecho bien, Greg, lo has hecho bien. —Y el rostro de Greg se iluminó, feliz de que el Pinchos ya no estuviera enfadado con él—. ¿Cómo han sabido que estabas allí? ¿Te han seguido hasta el edificio?

—¡Yo vigilaba todo el rato! ¡De verdad! Pero no veía a nadie.

El Pinchos frunció el ceño. Otra vez ese cabrón de sargento McRae, lo había reconocido al bajarse del coche, justo antes de que la perra esa le rompiera el parabrisas del Mercedes. Maldito sargento McRae. Una leve sonrisa afloró a sus labios. La policía esperaría de ellos que fueran hacia el sur, que se largaran de Aberdeen y volvieran a su territorio de caza lo antes posible. Pero en lugar de eso irían hacia el norte, darían un rodeo por Inverness y volverían a bajar por la costa oeste, pasarían Oban, luego por Glasgow y volverían a Edimburgo. Si pisaba a fondo podrían estar en casa mañana mismo, antes del cierre de los pubs. Pero había una cosa que quería hacer antes.

Ajustar las cuentas.