Capítulo 40

El Cojo se detuvo hacia la mitad de Union Grove, delante de un bloque de pisos de aspecto descuidado, y escrutó la calle para cerciorarse de que no le veía nadie. Jackie encendió la radio y subió el volumen hasta que casi hacía daño a los oídos. El disc-jockey nocturno de Radio One disparaba música disco en las primeras horas de la madrugada, de tal forma que hacía vibrar el coche. Jackie pasó de largo con la mirada clavada al frente y sin prestar la menor atención al hombre con la bolsa llena de droga. La cosa pareció funcionar: Rennie se retorció en su asiento y, medio agachado, vio a través del retrovisor exterior del lado del acompañante cómo el Cojo se sacaba una llave del bolsillo y entraba en el edificio. Rennie dio un palmetazo en el salpicadero.

—¡Se ha metido dentro!

—Vale.

Jackie apagó la radio y, tras dar media vuelta, volvió despacio hacia el bloque de pisos. Aparcó en un hueco dos puertas más abajo. Permanecieron unos segundos sentados en la oscuridad, observando la parte delantera del edificio.

—Y ahora ¿qué?

—Ahora nos esperamos.

Se hizo el silencio en el coche, ambientado con la sintonía de Emmerdale, canturreada por Rennie.

—Ehm… Jackie —dijo éste, una vez acabó—. ¿No deberíamos detenerlo con la mercancía encima? Quiero decir que, si cuando salga ya no lleva la droga, ¿cómo vamos a arrestarlo por eso?

Jackie hizo una mueca y maldijo. Rennie tenía razón. Abrió la portezuela y salió a la calle silenciosa y envuelta en la noche. Llamaba verdaderamente la atención, con su uniforme de la Policía Grampiana.

—Bueno, vamos entonces, ¿a qué esperas?

El edificio estaba a oscuras, no se veía ni una luz a través del cristal que remataba la destartalada puerta de la calle. No había de qué sorprenderse, después de todo iban camino de las dos de la madrugada, y debía estar todo el mundo en la cama, durmiendo. A excepción del Cojo y de quienquiera que fuera con quien hubiera ido a encontrarse. Jackie levantó la vista frunciendo el ceño ante el sucio granito.

—Esa mujer a la que detuvieron por tráfico de drogas, ¿crees que es el mismo edificio?

Rennie se limitó a encogerse de hombros, así que ella cogió el transmisor de radio que llevaba sujeto al hombro y pidió a Control que le comprobaran la dirección de la señora mayor arrestada por dirigir un cártel de drogas de preescolar. Una voz familiar crepitó a través del receptor y Jackie bajó el volumen para no alertar al Cojo. Era el sargento Eric Mitchell, que le preguntaba para qué demonios quería saberlo y cómo era que estaba utilizando la radio de la policía: ¿acaso no estaba fuera de servicio?

—Sí, bueno… —repuso Jackie, mientras intentaba pergeñar una mentira diplomática—. Estaba acompañando en coche al detective Rennie a casa, cuando hemos visto a un individuo sospechoso entrando en un inmueble de Union Grove. —Le salió como si estuviera prestando declaración en un tribunal por un caso de hurto en una tienda, pero ya era demasiado tarde para volver atrás—. Quería saber si era la misma dirección, porque he reconocido al individuo, es un tipo que ha sido arrestado en otras ocasiones por sospecha de tráfico de drogas.

—¿Lo ha estado ensayando? —preguntó la voz a través del receptor—. Porque le falta mucho para que le salga perfecto.

—Oiga, es un tipo muy sospechoso, lleva una bolsa de viaje enorme, que creemos que está llena de droga. ¿Piensa darme la dirección que le pido o no?

Tardó un minuto, pero al final el sargento Mitchell confirmó que era el mismo inmueble ante el cual estaban ellos ahora. Imposible que fuera una casualidad.

—¿Quiere que les envíe refuerzos?

—No, ya lo tenemos. Vaya preparando las cartas de recomendación, ¿de acuerdo?

El sargento Mitchell le dijo que vería qué podía hacer.

La puerta exterior del edificio no estaba cerrada con llave, el Cojo la había dejado sin el seguro del cierre, así que la empujaron y penetraron en el minúsculo vestíbulo del edificio, a modo de compartimento estanco, arrastrando los pies sobre la estera de fibra de coco. Estaba oscuro, y aún lo estuvo más cuando Rennie soltó la puerta y ésta se cerró. La única luz que entraba era la que, de forma indirecta, se filtraba a través del cristal ondulado de encima de la puerta. El resplandor amarillo de las farolas de la calle hacía muy poco por iluminar la penumbra. Una segunda puerta de madera cerraba el compartimento estanco de la entrada, y tras ella no había otra cosa que oscuridad. Jackie notó que algo le rozaba el pelo y estuvo a punto de gritar, antes de darse cuenta de que era la mano de Rennie, que iba palpando a tientas.

—¿Qué narices estás haciendo? —le preguntó ella en un susurro.

—Buscando un interruptor de la luz —replicó él en un murmullo.

—¿Estás tarado? ¿Quieres que todo el mundo se entere de que estamos aquí?

—No veo un carajo…

—¡Pues entonces cierra el pico y abre los oídos!

Silencio. Hasta que, insensiblemente, fue haciéndose audible un quedo jadeo y algún que otro gruñido ocasional procedentes de más arriba. Jackie se agarró al hombro de Rennie y avanzó hacia las escaleras. Subieron sigilosamente el primer tramo e hicieron una pausa en el pequeño descansillo donde doblaba la escalera, y donde una gran ventana con vidrios de colores dejaba pasar una tenue franja de luz. No era mucho, pero menos era nada. Jackie miró hacia arriba, tratando de localizar el lugar del que procedían los ruidos, y entonces lo vio: la luz de una linterna arriba del todo de las escaleras y la silueta de un hombre agachado, haciendo algo sospechoso.

Avanzó de nuevo en silencio, hasta casi llegar al piso de en medio, cuando crujió la barandilla bajo su mano. Los gruñidos callaron de golpe. El único sonido que percibía ahora era el del pulso de la sangre en sus oídos. Entonces el haz de luz de la linterna barrió las escaleras que acababan de subir y continuó hacia arriba, dándole a Rennie de lleno en la cara. Alguien exclamó: «¡mierda!», y a partir de ese momento se armó el alboroto.

Una botella de cristal cayó haciéndose añicos contra las escaleras, por encima de ellos, y rociando la pared con algo que olía como a gasolina. Jackie cogió aire y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Policía! ¡No se mueva de donde está! —Y acto seguido tuvo que apartarse de un salto para evitar otra botella que estalló contra la barandilla y llenó de hidrocarburos las escaleras y la alfombra.

Rennie gritó de dolor y se tropezó con ella en la oscuridad, lo que hizo que ambos rodaran hasta caer en el rellano. Y entonces la escalera vibró entera: el Cojo bajaba de estampida hacia ellos. Jackie se debatía por incorporarse, pero tenía a Rennie encima cuan largo era, soltando maldiciones. Ella le dio un bofetón y le dijo a gritos:

—¡Quítate de encima, imbécil!

Bum, bum, bum, y el Cojo estaba ya en el piso de en medio. Al pasar junto a ellos a la carrera, Jackie estiró la pierna y le acertó con la bota en una rótula. Se oyó un gruñido de dolor, sofocado al instante por la estrepitosa caída del Cojo, de cabeza, escaleras abajo.

—¡Muévete!

Jackie abofeteó de nuevo a Rennie, y éste se apartó por fin tambaleándose de encima de ella, soltando un nuevo y angustioso gañido y otra tanda de insultos. Ella se puso a duras penas de pie y se abalanzó por la escalera en dirección a la voluminosa y redonda silueta que se recortaba contra la ventana del descansillo. Chocó contra el Cojo justo en el momento en que éste conseguía incorporarse, y ambos se estamparon contra el rincón, en medio de un estruendo de botellas. ¡Bang! La visión de Jackie se llenó de fuegos artificiales amarillos al golpearse la cabeza contra la pared. Se tambaleó hacia atrás, sintiendo un fuerte pitido en los oídos, y se resbaló en el escalón superior y cayó sobre la barandilla, mientras el Cojo conseguía levantarse dando tumbos.

Jackie lanzó una patada al azar y falló el golpe, pero el Cojo no: una pesada bota le golpeó en las costillas, haciéndola levantarse en el aire y enviándola de espaldas contra la baranda de madera. ¡Joder, eso había dolido! Se puso en tensión, a la espera de la siguiente patada, pero esta no se produjo: el Cojo había optado por huir.

Una luz intensa, como si alguien hubiera encendido el sol, que le aguijoneaba en los ojos y le hacía ver de golpe todas las cosas en su dolorosa crudeza. Entornando los párpados, vio a Rennie inclinado contra la pared del rellano del primer piso, con la mano ensangrentada y apoyada en el interruptor de la luz, sin dejar de proferir insultos y juramentos.

Los pasos sordos del Cojo habían llegado casi al pie de la escalera. Jackie se puso de pie con esfuerzo, pero tuvo que agacharse cuando estalló otra botella contra la pared a su lado, llenándolo todo de gasolina.

—¡Cabrón!

Se lanzó escaleras abajo, y se detuvo en seco cuando vio lo que el Cojo llevaba en la mano: un encendedor Zippo. ¡Y ella con el pelo empapado de gasolina!

El Cojo tenía un tajo en la frente del que le manaba sangre, que le caía por la mejilla, junto a la nariz, y hasta el bigote. Esbozó una media sonrisa. Y luego le prendió fuego a todo.

—Joder, qué aburrimiento. —El agente Steve se dejó caer hacia delante en el asiento del conductor de su roñoso Fiat; con los brazos cruzados y apoyados en la parte superior del volante, dejó escapar un teatral suspiro y dijo—: ¿Escupe o traga? —Logan dijo que no—. ¿Lo harías con o la muerte? —Nueva negativa—. ¿Polvo o matrimonio?

—No. No quiero jugar a nada, ¿vale?

—Solo era por pasar el tiempo… —Permanecieron en silencio dos buenos minutos, hasta que el agente le vino con—: ¿No ha oído lo del novio de Karen?

Logan frunció las cejas.

—¿Quién demonios es Karen?

—Sí, hombre, Karen Buchan, la agente… más o menos así de alta… La que estaba conmigo cuando encontramos a Rosie Williams.

El fruncimiento de cejas se convirtió en un pronunciado ceño.

—Ah… ésa.

—Sí, bueno. —Steve se inclinó hacia él y bajó el tono de voz a niveles de conspiración, a pesar de estar los dos solos en el coche y de que la calle estaba desierta—. Se ha corrido la voz de que al tipo, el agente Robert Taylor, entre usted y yo, le gusta hacer horas extras fuera de casa, no sé si sabe lo que le digo.

Una cierta alegría del mal ajeno provocó una sonrisa en Logan.

—No se merece menos.

—Ya, es un poco bruja. El caso es que lo han visto haciéndolo por la zona del puerto. ¡Haciéndolo literalmente! ¿Puede creerlo? Es lo que le decía a Jackie, le dije…

Había más cosas, pero Logan se desconectó y se quedó mirando fijamente la oscura casa silenciosa a través del parabrisas. Era bien recibida la ayuda de todos, pero aquello era más que nada una pérdida de tiempo monumental. Media hora más y lo dejaba por imposible. Por la mañana hablaría con Insch y… Se vio luz en la parte superior de la puerta principal.

—… y por otra parte ella es como todas, «¿podría ser más tonto?», y yo le dije… —Steve seguía parloteando solo, así que Logan le dio un codazo en las costillas—. ¡Au! ¿A qué ha venido eso?

—Algo se mueve.

Señaló hacia la casa, de la que Pinchos Sutherland salía a toda prisa, con el móvil apretado a la oreja. Se fue directo al Mercedes plateado estacionado a la puerta y se subió de un salto al volante. El coche salió rugiendo del camino de entrada y se alejó de la casa a toda velocidad. Maldiciendo, el agente Steve logró convencer a su roñoso Fiat de que se encendiera y se apresuró a salir tras el Pinchos, tratando de que no se viera demasiado que lo seguía.

—¿Qué cree que le ha entrado a ése? —preguntó Steve, mientras el Pinchos se saltaba el semáforo de Springfield Road en rojo.

—Ni idea…

Pero fuera lo que fuera, no sería nada bueno.

Las llamas azules se propagaban con celeridad escaleras arriba, saltando de escalón en escalón por la alfombrilla empapada de gasolina. Jackie dio media vuelta y corrió tratando de mantenerse por delante del fuego. La pared se inflamó de golpe tras ella en forma de centelleantes llamas amarillas en el punto en el que había estallado la última bomba de gasolina. Las volutas de humo negro se arremolinaban alrededor del siguiente tramo de escaleras y subían en espiral hasta el techo. Se detuvo resbalándose en el rellano del primer piso, donde Rennie aporreaba la puerta del primer apartamento que encontró, gritando:

—¡Abran, por amor de Dios!

—¡Dale una patada! —gritó Jackie. Rennie retrocedió dos pasos y golpeó con la bota en la madera: se estremeció el marco entero, pero la puerta siguió cerrada—. ¡Otra vez!

Esta vez la puerta saltó hacia dentro, llevándose por delante medio marco. Llegó una repentina oleada de calor de la parte de arriba de la escalera, que levantó ampollas en la pintura de la zona inferior del rellano; desde lo alto caían gotas pastosas de la alfombrilla fundida. El humo estaba ocupando con rapidez el hueco de la escalera, en forma de gruesas nubes negras que abrasaban los pulmones y hedían a gasolina y a nilón quemado. Entraron de estampida en el apartamento, en cuyo interior alguien repetía sin cesar la palabra «ladrones» a voz en grito. Y entonces el detector de humo se activó y se sumó con sus estridentes pitidos a los gritos, las maldiciones y el fragor de las llamas.

Jackie cogió de un tirón el transmisor de radio del hombro y pidió a gritos un coche de bomberos y ambulancias, mientras seguía a Rennie a través de la puerta más inmediata. Los gritos se convirtieron en un chillido sin sentido. Un dormitorio doble: una mujer mayor en la cama, con la manta agarrada contra el pecho y la dentadura encima de la mesilla de noche; un hombre mayor, de pie junto a la cama, con el pito arrugado saliéndosele por la abertura delantera de un pijama a rayas, refunfuñando y blandiendo un bastón de paseo en alto.

Rennie cerró la puerta del dormitorio de golpe.

—¡Somos nosotros la policía, tonto del culo! ¿Hay alguien más en la casa? —El viejo bajó su porra improvisada y negó con la cabeza—. ¿Y en la puerta de al lado?

—El señor y la señora Scott. —Tosió; el humo estaba abriéndose paso ya hasta el dormitorio—. Tienen una hija pequeña y un perro…

Rennie maldijo.

—¡Quiero que abran ahora mismo esa ventana! —dijo señalándola—. Tiren primero el colchón y luego bajen su mujer y usted. La agente Watson les ayudará.

Se volvió y cruzó la mirada con Jackie, que estaba describiendo de una tirada al atacante a su interlocutor de Control, añadiendo que cogieran a ese hijo de puta y lo molieran a patadas. Rennie abrió la puerta del dormitorio de un tirón y se abalanzó hacia el recibidor, volviendo a cerrar de golpe tras él.

Jackie no le adivinó la intención hasta que ya fue demasiado tarde.

—¡Rennie! ¡Rennie! ¡Maldito tarado!

No tenían tiempo, lo único que podía hacer era esperar que supiera lo que hacía. Fue a ayudar al viejo, que intentaba abrir la ventana, trabada por la pintura reseca, y se puso a tirar con él para despegarla del marco, hasta que cedió con un crujido de articulación artrítica. El colchón doble cayó dando vueltas, y el edredón se quedó atrapado en una pequeña antena parabólica de forma ovalada. El anciano se quedó mirando indeciso el rectángulo de espuma y muelles. Aunque solo fuera un primer piso, el suelo seguía estando bastante lejos. Jackie lo agarró del brazo y lo empujó hacia la ventana abierta.

—Vamos, tiene que saltar usted primero. Yo haré bajar luego a su esposa, y usted la cogerá desde abajo, ¿entendido? —Tenía que hablar a gritos, el fragor del fuego se superponía a todos los sonidos, salvo al incesante pitido del detector de humo. Él vaciló, y ella echó un último vistazo asomándose al alféizar de la ventana para ubicar los restos retorcidos del colchón, casi cinco metros más abajo—. No hay por qué preocuparse —mintió—, ¡no le pasará nada!

—No me trate como a un chiquillo…

Pasó con precaución las piernas fuera de la ventana y se descolgó cuan largo era, antes de dejarse desplomar los últimos dos metros y medio hasta el colchón, donde cayó entre un amasijo de miembros y palabrotas. La anciana estaba bastante más nerviosa, y pesaba también bastante más, pero Jackie se las arregló para obligarla a saltar por la ventana, aunque estuvo a punto de aplastar a su marido al caer encima de él.

En el interior del edificio se produjo un estallido, que hizo temblar la puerta del dormitorio. Fuera se oían sirenas a lo lejos. Jackie respiró hondo y saltó.