En realidad debería estar celebrándolo, pero Logan no estaba de humor. Le había sonado el móvil media docena de veces por lo menos, pero cada vez que se lo había sacado del bolsillo, la pantallita decía que era la inspectora Steel la que llamaba, probablemente para arremeter otra vez contra él, así que lo había dejado sonar hasta que saltara el contestador del buzón de voz, hasta que finalmente había cedido a sus impulsos y había desconectado el maldito aparato. Estaba fuera de horario: si la inspectora tenía ganas de abroncarle, que esperara a las horas de oficina. Se sentía demasiado culpable para enfrentarse a ella por el momento, sobre todo después de haberse pasado diez minutos pegando con celo los pedazos de la carta: las alabanzas que en ella se expresaban sobre Rennie y sobre él resultaban efusivas hasta el punto de hacerle sentir vergüenza.
Las siete y media, y el detective Rennie volvió de la barra con las bebidas: gin-tonic para Rachael, una pinta de Stella para Logan y para él, vodka con Irn-Bru, pinta de especial y dos Coca Colas con ron para los cuatro miembros de la brigada de inspección que había ayudado a registrar la casa de Michael Dunbar. Rennie se entregó a un discurso improvisado acerca de lo magníficos que eran todos ellos por haber atrapado a Dunbar antes de que volviera a matar a nadie, palabras que concluyó con un brindis por el sargento detective Logan McRae, sin quien no habría sido posible nada de todo aquello.
Hubo muestras de alegría generalizadas y entrechocar de vasos. Rachael se había vuelto hacia una de las mujeres policía y le explicaba la cantidad de teclas que había tenido que tocar para obtener las órdenes de registro y de arresto con tal celeridad, pero eso sí, ella ya sabía que valía la molestia, porque Logan era un tipo listo como él solo. Dos crímenes de altura resueltos en otros tantos días: primero el de la maleta y ahora el del asesino de Shore Lane. Por lo visto no había nada que él no pudiera conseguir.
El doctor Fraser llegó justo a tiempo para la segunda ronda. Parecía reventado, mientras le daba un buen tiento a su Guinness, suspiraba y se limpiaba la blanca espuma del bigote y el labio superior.
—Joder, cómo necesitaba esto.
—¿Un día duro?
El doctor Fraser asintió con la cabeza y dio otro largo trago.
—Ni se lo imagina. Como Isobel está desaparecida en combate, tengo la ración entera para mí solo. Y ya sabe cómo están las cosas últimamente, con esos malditos cadáveres que aparecen hasta de debajo de las piedras. La de yonquis que he rebanado esta semana… —Suspiro—. Por cierto, antes de que se me olvide: el torso que me endilgó ayer. Las mismas heridas con arma blanca y el estómago lleno de antidepresivos que en el caso del perro podrido. —Se echó hacia atrás en la silla, frunciendo el entrecejo—. Ahora que lo pienso, todos los cadáveres podridos y supurantes que he troceado en los últimos seis meses eran suyos. ¿Sabe una cosa? Queda borrado oficialmente de la lista de tarjetas de Navidad del depósito de cadáveres.
—Oh, pero si a usted le encanta. —Logan sonrió—. ¿Y cómo es que tiene que hacer todas las autopsias? ¿Dónde está Isobel?
El forense se encogió de hombros y apuró la cerveza.
—Ni idea. Hoy no ha venido. He intentado llamarla, pero no contestaba al teléfono. Si quiere que le diga la verdad, lleva unas semanas comportándose como una comadreja rabiosa, igual han venido por fin los chicos de Cornhill y se la han llevado con ellos al psiquiátrico. Le habrán dado una bonita celda acolchada y todas las tizas que quiera para que se las coma.
El ambiente empezó a agriarse cuando apareció alguien de Estupefacientes diciendo que la inspectora Steel ¡había detenido al verdadero asesino de Shore Lane! Rennie se levantó de un salto, exigiendo que les dijera quién demonios había dicho que la inspectora Steel hubiera detenido a nadie.
—¡Hemos sido nosotros! —aseguró dándose una manotada en el pecho—. ¡Hemos sido nosotros los que hemos cogido a ese hijo de puta, y no ella! ¡Si ni siquiera estaba allí!
Logan se limitó a soltar un gruñido. Aún no había sido capaz de contarle a Rennie lo de la carta de recomendación.
La cuarta ronda corrió a cargo de Logan. Volvió tambaleándose a la mesa con una bandeja llena de vasos y cosas para picar: patatas fritas para las personas normales, cortezas de cerdo para el doctor Fraser. Estaba repartiendo las bebidas cuando alguien lo agarró de la manga soltando una maldición y señaló al televisor colgado del techo en el rincón. La inspectora Steel los contemplaba desde la pantalla en las alturas con semblante serio, mientras decía algo a la cámara, unas palabras inaudibles en medio del ruido del pub. Su hosca expresión era iluminada por el staccato de flashes de las cámaras, hasta que se sentó y la imagen se cortó para dar paso a continuación al jefe de policía, que realizaba algún tipo de alocución. Luego aparecieron fotos de archivo de Shore Lane e imágenes de las víctimas antes de que Michael Dunbar les hubiera puesto las garras encima.
Logan cerró los ojos, maldiciéndose por haber dilapidado espléndidamente cualquier oportunidad que hubiera podido tener de hacer méritos por haber resuelto el caso del asesino de la maleta, porque no podía esperar que Steel le concediera ninguno tampoco por el del asesino de Shore Lane. No después de su pelea de gallos en los pasillos. Le pareció llegado el momento de beber en serio.
Logan se bajó dando tumbos del taxi y se quedó quieto, sin caerse hacia delante ni hacia atrás, pero titubeando entre una cosa u otra mientras el oxidado Ford daba media vuelta con tres maniobras y en medio de la calle llena de gente y se escabullía en la noche. Frunciendo el ceño, se volvió y se quedó mirando la parte posterior del coche que desaparecía al doblar la esquina. El imbécil. Quería pedirle que le esperara. Tras respirar hondo, se volvió a meterse la camisa en los pantalones y se dirigió con paso resuelto hacia la puerta de la casa de la doctora Isobel MacAlister. Miller tenía antes también un apartamento en aquella zona de la ciudad, pero lo había vendido y se había trasladado al de la Dama de Hielo.
—Que lo disfruten juntos muuuchos años —le dijo Logan al gran rododendro que acechaba a la luz del atardecer y cuyas oscuras hojas verdes relucían como un hígado bruñido mientras el sol iniciaba su lento descenso hacia la noche.
Pulsó el timbre apoyándose con todo su peso, y sonó un diiing-donnng de lo más conservador al otro lado del cristal esmerilado de la puerta. Aquél era un barrio elegante: Rubislaw Den, territorio de dinero. Edificios de granito de cuatro plantas que costaban una pequeña fortuna, algunos de los cuales pertenecían a la misma familia desde hacía generaciones. Abogados, economistas, peces gordos de la industria del petróleo. Gente que se iba cuatro veces al año de vacaciones al extranjero y enviaban a sus hijos a escuelas privadas. Logan se echó a peso de nuevo sobre el timbre.
Se veía luz encima de la puerta, tenían que estar en casa.
Se agachó para escudriñar a través del buzón, pero se cayó sentado sobre el trasero. Se revolvió y se puso de pie enseguida, justo en el momento en que se dibujaba una sombra en el cristal, al otro lado de la puerta. Se oyó una voz nerviosa a través de la madera.
—¿Quién es?
—¿Isobel? Soy yo —dijo Logan, antes de pensarlo mejor y añadir—: Logan. —Después de todo, solo porque hubieran compartido juntos un intento de asesinato y una cama durante siete meses, no había ninguna razón para esperar que ella recordara quién era él.
La puerta no se abrió.
—¿Estás solo?
—¿Si estoy solo? —Logan dio un paso atrás y por poco no se cae del escalón de la entrada—. Bueno, sigo viviendo con la agente Watson, pero me parece que a la nueva ayudante del fiscal también le gusto… —Se sonrió. Dos mujeres. Ji, ji, ji—. ¿Puede salir Colin a jugar un rato?
Se abrió un resquicio de la puerta, por el que se asomó un rostro que lo miró con preocupación. Isobel tenía un aspecto terrible: pálida, demacrada, con unas ojeras enormes y unos surcos marcados que le cruzaban la cara de arriba abajo, desde las cejas hasta las comisuras de los labios. Como si hubiera envejecido más de diez años desde la semana anterior.
—Estás borracho.
Logan le hizo un gesto de saludo.
—Y tú toqueteas muertos por dinero. Pero lo respeto. ¿Dónde está Colin?
—¿No te has enterado?
—¿Enterado de qué?
Colin Miller estaba en la cama, acurrucado sobre sí mismo, gris y presa de escalofríos, con las manos envueltas en un vendaje blanco. Logan contempló unos segundos la postura en que yacía Miller, hecho un ovillo, y de pronto se sintió mucho más sobrio.
—¿Qué diablos te ha sucedido?
Miller levantó la vista y se quedó mirándolo fijamente desde la cama. El periodista tenía la cara hinchada y magullada, con un gran hematoma morado teñido de verde extendido por toda la mejilla izquierda y otro en la barbilla, y la nariz más torcida de lo que estaba hacía un par de días.
—¿A mí? ¿Qué me ha sucedido a mí? Te voy a decir qué pollas me ha sucedido: ¡tú! ¡Eso es lo que me ha sucedido, maldito cabrón!
Logan retrocedió como si le hubieran pegado.
—Pero… si no he hecho nada…
—Tenías que dártelas de gran detective, ¿verdad? ¡Tenías que meter tus putas narices donde no te llamaban! —Había ido saliéndose de la cama, esforzándose por no usar las manos vendadas—. Él te reconoció, mamón de mierda. Hiciste que te tropezabas con él en el pub, y eso que yo te había dicho que no te metieras en medio, ¡y él te reconoció, joder! —Los pies desnudos de Miller se hundieron en la gruesa moqueta azul al tiempo que avanzaba titubeante hacia Logan, con las manos en alto—. ¡Cuando tú le detuviste, ató cabos y supo que yo me había ido de la lengua! ¡Porque tú tenías que estar ahí!
—Colin, yo…
—¡Me ha arrancado los putos dedos! —El periodista estaba llorando, con la cara congestionada bajo las magulladuras y escupiendo saliva por la boca retorcida, en la que se veían varios dientes rotos, y otros que faltaban—. Mis dedos… —Miller hundió la cabeza entre sus rígidas manos vendadas y sollozó—. Mis dedos…
Estaban sentados en la cocina, con una botella abierta de Bowmore encima de la mesa y tres vasos, aunque no estuviera Colin. La mortecina luz del sol poniente se filtraba a través de la ventana de la cocina, matizando de tonalidades ambarinas la madera barnizada; el violeta pálido de las sombras iba tornándose azul oscuro a medida que el sol se ponía. Isobel estaba hundida en la silla, en el lado opuesto de la mesa, agarrada al vaso vacío mientras Logan le servía otra ración bien cargada de whisky de malta. Él no obstante seguía fiel al agua.
—¿Qué ha pasado?
Isobel dio un buen trago, estremeciéndose al deglutir el licor puro.
—Dice que lo cogieron delante de casa. Lo metieron en un coche y se lo llevaron al bosque. Lo ataron a una silla y le cortaron los dedos, articulación por articulación, con un par de tijeras para trinchar el pollo. —Hablaba en voz baja, con un tono directo y realista, como si le hablara a la grabadora durante una autopsia—. Mano izquierda, dedo meñique: falanges distal, media y proximal; dedo anular: distal y media. Mano derecha: falange distal del dedo meñique y todos los huesos del dedo anular. Cada uno de los dedos seccionado por las articulaciones interfalángicas. Un solo hueso en cada corte. —Dio otro buen trago, hasta apurar casi el vaso—. Lo dejaron en una… área de descanso. Llamaron a una ambulancia desde el móvil de Colin y lo abandonaron allí. —Se estremeció—. Los cirujanos consiguieron volver a unirle tres secciones. No saben si con éxito o no.
Logan volvió a escanciarle una buena cantidad de whisky en el vaso.
—Lo siento. —Miller tenía razón: todo aquello era culpa suya.
Ella levantó la vista del vaso hacia él, como si acabara de advertir su presencia, y luego se levantó y fue hasta el frigorífico, del que volvió con un recipiente de plástico azul, que dejó encima de la mesa, entre ellos dos. Logan levantó la tapa con cautela y se quedó mirando el contenido, frunciendo el entrecejo: unos pequeños cilindros blancuzcos, como salchichas albinas. Entonces reconoció una uña en el extremo de uno.
—¡Santo Dios!
Isobel no se inmutó.
—Los vomitó bajo los efectos de la anestesia.
—¿Los… vomitó? ¿Se los había comido? —Silencio. Logan volvió a tapar el recipiente—. Isobel, nunca pensé que pudiera suceder algo así, yo…
—¿No? Pues mira por dónde: ha sucedido. —El último resto de sol desapareció por detrás de una pared de granito y la cocina se sumió en una desagradable penumbra crepuscular—. Quiero que los encuentres, y quiero que sufran. ¿Lo has entendido?
—¿Colin testificaría?
—Le dijeron que si le decía algo a la policía, volverían por él y acabarían el trabajo. —Se sirvió otro vaso de bebida, con mano temblorosa, derramando Bowmore en la mesa—. No le involucres. ¡Tú los encuentras, y ellos que sufran!
—Pero…
—¡Es tu amigo! Se lo debes. Y me lo debes a mí.
Logan no cogió un taxi para volver a la ciudad, sino que regresó caminando en medio de la creciente oscuridad, sumido en sus pensamientos. Colin Miller había perdido casi la mitad de los dedos por culpa suya. El periodista tenía razón: había sido incapaz de no meter las narices. No había podido dejar a Miller en paz con el Pinchos en el pub, él tenía que enterarse de lo que se cocía. Oyó canciones de borracho más adelante, y un grupo de chicas escasamente vestidas salieron tambaleándose del Windmill Inn, berreando a pleno pulmón una canción irreconocible, mientas se abrazaban a las farolas y silbaban a los coches que pasaban.
¿Qué diablos esperaba que hiciera él ahora con el Pinchos y su secuaz? «Encuéntralos y que sufran». Sí, claro, para Isobel era muy fácil decirlo, pero él era un oficial de policía. No podía aparecer así como así y pegarles un tiro, aquello era Aberdeen, no Nueva York. Si Colin Miller no estaba dispuesto a testificar, Logan no podía hacer gran cosa…
A menos que los sorprendiera haciendo algo. Aun así, Isobel no estaría satisfecha con eso, ella no quería justicia, sino venganza. Bueno, pues tendría que conformase. Se sacó el móvil y lo encendió de nuevo: otros tres mensajes nuevos, todos de la inspectora Steel. Logan los ignoró y marcó.