Capítulo 37

Encontraron el cadáver en el maletero de un nuevo y flamante BMW, en el garaje de Michael Dunbar. Se trataba de una mujer, desnuda y envuelta en un lienzo de plástico transparente, con los miembros rígidos y fríos. Tenía todo el cuerpo magullado, apaleado. La cabeza, envuelta en una bolsa de plástico azul para congelados.

—Dios bendito —espetó Rennie, metiendo una mano enguantada en el maletero abierto del coche y oprimiendo en la piel fría y pálida a través del plástico transparente—. Está dura como una piedra…

Logan se volvió y fijó los ojos en la muda figura de Michael Dunbar. Era un tipo de aspecto nada presuntuoso, de poco menos de treinta años, o poco más a lo sumo, con unos pantalones de algodón con pinzas de color canela, camisa tejana, ambas prendas planchadas a la perfección, con el filo de la raya como una hoja de afeitar. El corte de pelo impecable, la cara recién afeitada, de facciones ligeramente rectangulares. Un asesino.

—Bien, señor Dunbar —continuó Logan, haciendo esfuerzos por no dejar traslucir ira en su voz—. ¿Le importaría explicarnos cómo es que el cadáver desnudo de una mujer se haya en el maletero del coche? —Dunbar se mordió el labio y movió la cabeza en señal de negación—. Ya veo —dijo Logan—. Bueno, ¿sabe una cosa? Que no importa demasiado si tiene ganas de contárnoslo o no, le hemos cogido con las manos en la masa. En cuanto hayamos terminado de registrar la casa, iremos todos juntos a comisaría. Y allí le tomarán las huellas dactilares y una muestra de ADN, y luego los chicos de la policía científica lo relacionarán con las otras dos mujeres a las que ha asesinado.

—Ustedes… —Los ojos como platos de Dunbar se apartaron del rostro de Logan hasta ir a posarse en el maletero abierto del coche y su frío contenido sin vida—. Yo… no quiero ir. Quiero hablar con un abogado.

—Ya lo creo que hablará con un maldito abogado, no le quepa duda. —Logan se volvió en redondo para ver al agente Rennie que seguía con la vista clavada en el maletero y la boca abierta—. Rennie, coja el teléfono… Quiero que vengan el médico de servicio, un forense y la fiscal, y quiero que vengan ahora mismo. —Rennie desvió con esfuerzo la mirada del cadáver apaleado de la mujer y se buscó el móvil en el bolsillo mientras Logan se llevaba al sospechoso hasta el recibidor, donde llegaban los ruidos de un registro en plena marcha procedentes de las habitaciones del piso superior. El que llevaban a cabo cuatro oficiales de uniforme de jefatura, que estaban poniendo la casa patas arriba.

Alguien aporreó la puerta de entrada, a través de la que se abrió paso un familiar bigote gris sucio con una gran caja con utensilios.

—¿Dónde nos necesita?

Logan le dijo que empezaran por el cadáver del garaje, y luego fingió ignorar a la fila de técnicos vestidos con mono blanco y que entraron silbando aibó, aibó, al bosque a trabajar, mientras cruzaban el vestíbulo en tropel.

Cuando acabaron de cargar con la última caja gris y no quedó ninguno de ellos a la vista, Logan echó un vistazo por la planta baja, acompañado de Michael Dunbar. Un gran salón, ornamentado con fotografías del propio Dunbar, de una mujer y de tres niños, dos chicos y una chica; la moqueta, impoluta, y la repisa de la chimenea, libre de objetos de adorno. La cocina estaba igualmente inmaculada, y era lo bastante grande para albergar una encimera dispuesta a modo de cocina americana y una mesa de comedor. Con una sala de máquinas adyacente: congelador vertical lleno de platos precocinados, lavavajillas, fregadero, alacenas. Había otra puerta que daba al vestíbulo, pero cuando Logan accionó la manija, la encontró cerrada con llave.

—¿Adónde conduce? —Dunbar rehuyó mirarle a los ojos. Logan le clavo el dedo en el pecho—. Deme las llaves.

—Usted… ¡no tiene derecho! Quiero un abogado. No puede venir aquí y hacer esto. ¡Estoy en mi casa!

—Sí que puedo: tengo una orden de registro. —Que Rachael Tulloch le había pertrechado en tiempo récord—. Vamos, las llaves.

—Yo… no me encuentro bien, necesito estirarme…

—¡Deme las malditas llaves!

Con mano temblorosa, Dunbar se sacó un reluciente manojo de llaves. Logan se las arrancó de las manos, y probó una tras otra en la pertinaz cerradura Yale hasta que hizo «clic» y se abrió la puerta. Un tramo de escalones de madera descendía hasta perderse en la oscuridad. Logan le dio al interruptor, y una tenue luz iluminó el espacio ubicado al pie de la escalera.

—¡Rennie! —gritó tras ir a asomarse al garaje, del que salió el agente al trote, con el móvil pegado todavía a la oreja y diciéndole a quien estuviera en el otro extremo de la línea que necesitaban al forense ya mismo, no la semana que viene. Logan empujó a Dunbar en dirección al agente.

—¿Qué quiere que haga con él?

—Invítelo a cenar y lléveselo a bailar. ¿Qué diablos cree que quiero que haga con él? ¡Sujételo que no se mueva!

Logan se volvió y bajó los escalones de madera, sintiéndose ya culpable por haber tratado así al agente. Se detuvo, le pidió disculpas y le dijo a Rennie que podía acompañarle, con tal de que vigilara de cerca a Dunbar y no dejara que se cayera accidentalmente al bajar la escalera.

Los escalones del sótano estaban embutidos a ambos lados en pladur y en rudos cortes de madera; en el techo, entre los travesaños de las vigas a la vista, estaban dispuestas las gruesas tiras de alambre del cableado. Al bajar el último escalón y pisar el suelo del sótano, crujieron bajo sus zapatos las láminas de plástico extendidas por toda la superficie, y vio lo que había allí.

—Oh, mierda.

Rennie:

—¿Qué? ¿Qué hay?

Dunbar:

—¡De verdad que no me encuentro bien! Tengo que ir a acostarme…

Los lienzos de plástico transparente que recubrían el suelo reverberaban con la luz de las bombillas desnudas como las ondas sobre la superficie de un lago. Las paredes estaban recubiertas también, y el plástico sujetado con tiras y tiras de cinta aislante. Para que la mujer desnuda y desplomada que yacía boca arriba con las piernas abiertas señalando las seis y veinte, la piel pálida y cubierta de morados amarillentos, el rostro hinchado y ensangrentado, irreconocible, los brazos atados por encima de la cabeza y fijados a la pared con un perno de quince centímetros, no dejara manchas.

No se movía.

Un ruido ahogado a sus espaldas, seguido de una inspiración repentina. Ése debía ser Rennie. Dunbar repitió luego una vez más:

—Yo… de verdad, no me encuentro muy bien…

Logan lo agarró por el cuello de la camisa y lo aplastó de espaldas contra la pared de ladrillo.

—¡Tú! ¡Enfermo tarado de la mierda! —Dunbar abrió unos ojos como si fueran a salírsele de las órbitas, con expresión de pánico evidente, y Logan se quedó inmóvil. Le soltó la camisa y retrocedió. Dunbar no valía la pena. No valía la pena… Pero las ganas de molerlo a palos eran de verdad.

Temblando por el esfuerzo, se volvió y caminó lentamente sobre la capa de plástico, que se movía y resbalaba bajo sus pies mientras se acercaba con cuidado al cuerpo maltrecho, intentando no pisar ninguna prueba. En su calidad de primer oficial en el escenario del crimen, era responsabilidad suya asegurarse de que la víctima no necesitaba asistencia médica, aunque fuera más que evidente que estaba muerta. Dios santo, parecía que le hubiera pasado una cosechadora por encima. No había un centímetro cuadrado en todo su cuerpo que no tuviera un hematoma o una contusión. Puede que no fuera mala idea después de todo que Michael Dunbar se cayera por las escaleras. Con una mueca, Logan se enfundó un par de guantes de látex nuevos y se agachó junto al cuerpo, examinado el rostro destrozado e intentando emparejar aquel amasijo desfigurado con alguna de las mujeres a las que había visto rondando por el barrio chino y ofreciendo pasar un buen rato a cambio de frío dinero contante y sonante. En lugar del cual la que tenía delante había recibido una fría muerte a manos de…

Una burbuja sanguinolenta se infló y reventó entre sus labios hinchados. Estaba viva.

La sala de interrogatorios número cuatro desprendía un olor como a falta de limpieza que parecía incomodar a Michael Dunbar en grado sumo. Permanecía sentado en el borde de la silla, haciendo esfuerzos evidentes por no moverse, mientras Logan hacía que el detective Rennie pusiera las cintas en marcha y procediera con la parte introductoria. Se habían llevado a Dunbar a la comisaría, lo habían fichado y metido en una sala de interrogatorios sin necesidad de hablar con la inspectora Steel, la cual, según el Gran Gary, seguía todavía con Clair Pirie y no quería que la molestaran. Información a la que añadió un «ya me entiende» que significaba que, técnicamente, Logan seguía al frente de la operación.

—Bueno, Michael, ¿o puedo llamarte Mikey? —dijo Logan, recostándose en el asiento.

—Michael. Por favor. Michael. Mikey no.

—De acuerdo, Michael entonces. —Logan le sonrió—. ¿Por qué no nos habla de las dos mujeres que hemos encontrado hoy en su casa? Puede empezar por la que sigue aún con vida, si le parece.

—No tengo ni idea de qué me está hablando —dijo Dunbar, mirando con expresión aburrida a la grabadora, contemplando las ruedecitas que daban vueltas y más vueltas por detrás del cristal.

—No sea estúpido, Michael: ¡las hemos encontrado en su casa! Estaba usted delante, ¿recuerda?

Inspiró profundamente, con un estremecimiento.

—De verdad, no me encuentro bien.

—Ah ¿no? Bueno, el médico de servicio dice que no tiene nada. No se puede decir lo mismo de la pobre mujer que hemos sacado del sótano de su casa: el cráneo fracturado, los brazos rotos, y las piernas, las costillas, los dedos, hemorragia interna… No dude en interrumpirme cuando quiera.

—Tenía una aventura con otro. —Las palabras salieron con voz monótona de su boca—. Ella… —Cerró los ojos y respiró hondo, estremeciéndose de nuevo—. Él se llamaba Kevin, y era censor jurado de cuentas. Yo… al volver a casa una tarde estaban ¡follando!, en nuestra cama, mientras los niños veían Bob Esponja en el piso de abajo… Ni siquiera se enteraron de que yo estaba allí. —Soltó una risa amarga, seguida de una lágrima, que enjugó—. Así que me vengué. Salí a buscar a una puta fea del puerto y me la tiré. Luego volví a casa y me follé a Tracy. Igual que se la había follado él…

—Pero ella lo descubrió, ¿verdad?

Una nueva risa amarga.

—Al cabo de tres días me empezó a supurar un pus amarillo por la polla, y me escocía al mear como si orinara alambre de espino. Naturalmente ella lo pilló también. Y su querido Kevin. —Esta vez la risa sonó más sincera—. ¡Eso le enseñará a ir poniendo cuernos, el hijo de puta! —Dunbar hizo una pausa, observando dar vueltas a la cinta en silencio—. Ella me dejó. Se llevó a los niños, y sus cosas, y se marchó por la puerta…

Logan sacó un manojo de fotos, colocando una delante de la grabadora, en el punto hacia el que miraba Dunbar: una mujer desnuda tumbada boca arriba en mitad de un callejón oscuro.

—Hábleme de Rosie Williams. —Dunbar se movió para no tener que mirar el cuerpo apaleado de la mujer, pero Logan le puso otra foto delante. Una mujer desnuda tumbada de costado sobre el suelo mojado del bosque—. ¿No? ¿Qué me dice de Michelle Wood? —Otra fotografía: una mujer envuelta en un plástico transparente y metida en el maletero de un coche—. ¿O de Holly McEwan? ¿No? ¿Y de esta otra? —Una cara magullada, cubierta de sangre; la fotografía la habían tomado apenas una hora antes mientras esperaban que llegara la ambulancia. La última imagen era una foto policial de los archivos de la comisaría: Agnes Walker la Guarra, de frente y de perfil. Dunbar se puso rígido.

Logan golpeteó la ficha con el dedo.

—Ella fue la primera, ¿verdad?

—Puta cerda… —Apenas eran palabras articuladas.

Un largo silencio, roto únicamente por el monótono zumbido de la grabadora y por el rechinar de unos zapatos sobre el suelo de linóleo del pasillo.

—Tiffany. La del sótano. Dijo que se llamaba Tiffany. La recogí anoche en un coche nuevecito y la llevé a la playa de Balmedie. —Una sonrisita jugueteaba en sus labios al revivir el momento—. Le pagué para que me mamara la polla, y cuando acabó, le di en la nuca con un martillo. La metí en el maletero. La llevé a casa. La bajé al sótano y la até. No podía haberlo calculado mejor, ¿sabe? Ni cronometrado. —Se inclinó hacia delante y pronunció las palabras en un susurro—: La anterior se había muerto.

Una sensación fría se le instaló a Logan en la boca del estómago.

—¿La anterior se había muerto?

—Sí, muerta. Había durado tres días enteros. Ya ve, después de las dos primeras pensé: ¿qué demonio? ¿A qué tanta prisa? ¿Por qué no llevármelas a casa, y hacer que pagaran de verdad por haberme contagiado con su asquerosa enfermedad de mierda? Me tomé mi tiempo. Le hice pagar por dejarme…

Rennie se puso blanco.

—Hostias.

Había más. Una vez abiertas las compuertas, Michael Dunbar quería contarles hasta el más sórdido detalle de cómo les pegaba, las violaba, luego volvía a pegarles, les pateaba las costillas, les partía los brazos y las piernas, les hacía pagar por lo que le habían hecho a su matrimonio y a su familia, y a sus hijos, y a su vida… Las desnudaba para no dejar pruebas. Tiraba sus cuerpos cuando se quedaban demasiado fríos para seguir jugando con ellos…

Más tarde, fuera en el pasillo, Logan se dejó caer contra la pared invadido por una sensación de náusea, mientras el detective Rennie se llevaba a Dunbar al piso de abajo, a las celdas. El asesino de Shore Lane tenía que presentarse a las nueve en punto de la mañana siguiente en el tribunal, donde se le negaría la posibilidad de fianza y lo mandarían a Craiginches hasta el momento de ser procesado. Y teniendo en cuenta su confesión completa y todas las pruebas periciales, no cabía otro veredicto que el de culpabilidad. Y todo ello llevado a cabo de acuerdo con las normas.

Dejando escapar un profundo suspiro, Logan se incorporó, justo a tiempo de ver a la inspectora Steel llegando hecha una furia por el pasillo, con el rostro demacrado y la expresión feroz.

—¿Dónde diablos está? —preguntó deteniéndose de golpe.

—¿Quién?

Ella frunció el ceño.

—Ya sabe quién coño «quién». ¡El hijo de puta al que ha traído aquí sin ni siquiera consultármelo!

—Estaba ocupada interrogando a la Pirie…

—¡No me venga con esa excusa de mierda! ¡Sabe perfectamente que habría suspendido el puto interrogatorio! —Lo empujó clavándole en el pecho un huesudo dedo, duro como una piedra—. Ha interrogado a Ritchie sin mi permiso. ¡Cómo coño se atreve!

Logan se cuadró ante ella, todo lo alto que era.

—Ha confesado, ¿de acuerdo? Cuatro asesinatos y dos tentativas. Le he interrogado yo porque usted no quería que la molestaran, y él ha confesado.

—¿Y eso qué mierda tiene que ver con lo que le digo? Lo ha hecho a mis espaldas, usted…

—¡Yo he hecho mi puto trabajo!

—Su trabajo es hacer lo que yo le diga, no apuñalar por la espalda, ni buscar la gloria aprovechando…

—¿Yo? —Logan no daba crédito a sus oídos—. ¿Y qué me dice de usted? ¿O ya ha olvidado el Press and Journal de esta mañana? «La inspectora Steel resuelve uno de los casos más desconcertantes de la historia de…».

—¡Yo no escribo en los periódicos, y usted lo sabe! —Habían ido subiendo el tono de voz, pero ahora la de ella bajó de golpe hasta convertirse en un gélido susurro, al tiempo que se sacaba un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo abría rasgándolo—. ¿Sabe lo que es esto? —preguntó, extrayendo una hoja de papel—. La carta de recomendación que le había escrito al jefe de la policía, a favor de usted y de Rennie. —La rompió en pedazos y se los arrojó a la cara—. Créame, sargento: si vuelve a joderme otra vez, yo personalmente voy a darle por el culo tan fuerte que no va a saber si agarrarse la polla o si llorar.

Giró sobre sus talones y se fue de estampida, dejando a Logan para que recogiera los pedacitos.