Neil Ritchie estaba hecho una pena: encorvado, con grandes ojeras moradas bajo unos ojos inyectados en sangre, el pelo indómito y despeinado, se mecía hacia delante y hacia atrás en una rechinante silla de plástico. Los ruidos de una prisión sobresaturada en sus quehaceres diarios se filtraban a través de las paredes de la sala de interrogatorios, mientras un viejo radiador de hierro colado chasqueaba renqueante e impotente en un rincón. Todo ello grabado para la posteridad en las cintas que zumbaban en la máquina. La taza de té que le había preparado Logan al detective Rennie reposaba delante del tembloroso Ritchie, junto con una de las Wagon Wheels hurtadas, nada de lo cual había tocado.
—Bueno, Neil —dijo Logan, inclinándose al frente en su silla e imitando expresamente la postura de Ritchie—, ¿cómo te encuentras?
El hombre se había quedado mirando fijamente la taza de té, observando la fina película que se formaba en la superficie. Su voz era apenas un susurro.
—Me han… metido en una celda con un criminal. ¡Ha apuñalado a alguien! Me ha dicho que apuñaló a alguien… —Neil Ritchie hizo una mueca al intentar reprimir las lágrimas—. ¡Yo no debería estar aquí! ¡No he hecho nada!
Era exactamente el mismo truco que había intentado con la inspectora Steel, protestar declarando su completa inocencia y repetirlo hasta la saciedad. Logan hizo un esfuerzo por no perder su expresión comprensiva.
—¿Qué me dices de Holly McEwan, Neil? Encontraron cabellos de la chica en tu coche, en el asiento del acompañante. ¿Cómo fueron a parar allí, Neil? Ayúdame a entender cómo llegaron hasta allí, y a lo mejor podré ayudarte. ¿Te la subiste al coche?
—¡No! —La palabra salió como un lamento—. Yo no hice nada con ninguna de todas esas mujeres… Se lo había prometido a Suzanne. Nunca más. Nunca.
—Pero encontraron cabellos suyos en tu coche, Neil. —Logan se recostó en su asiento, dando un sorbo al té tibio y dejando que el silencio se prolongara.
Al otro lado de la mesa, Ritchie se estremeció.
—Ya se lo dije a ella, a la inspectora, ¡ya le dije que tuvo que ser antes de que me entregaran el coche! —Sus ojos se quedaron clavados en los de Logan, relucientes de lágrimas—. ¡Fue otro el que la subió al coche! No fui yo… no fui yo…
—Tu coche está recién salido de fábrica, Neil. El concesionario te lo entregó hacia las siete de la tarde, la noche en que Holly desapareció: hay un vídeo en que se ve a la chica dentro de tu coche cinco horas y media más tarde.
—¡No! ¡No! El coche… ¡no tuve el coche hasta la mañana siguiente! Cuando me desperté, estaba en el camino de entrada de mi casa, tenían que habérmelo traído el martes por la noche, tuve que coger la moto para ir a comprar. Quería quejarme al concesionario, pero me dejaron una nota y una botella de champagne…
Mentiras. Logan volvió a recostarse en la silla y se quedó observando a Ritchie, que se puso a repetir una y otra vez que a él no le gustaba quejarse, como buen pequeño monstruo pasivo-agresivo que era. Resultaba extraño pensar que aquella piltrafa temblorosa había asesinado a tres mujeres. Por no hablar de la paliza propinada a Agnes Walker la Sucia.
—¿Dónde está tu coche viejo, Neil? —preguntó, interrumpiendo el incesante lamento de Ritchie. Estaba dispuesto a apostar a que estaría hasta arriba de pruebas incriminatorias—. Cuando compraste el Audi, ¿qué hiciste con el coche viejo?
El hombre lo miró con expresión de desconcierto.
—Yo… no tenía coche, antes. Hacía años que no tenía coche, iba en moto. Si compré el maldito Audi fue porque Suzanne no dejaba de repetir que nos hacíamos mayores… —Un sollozo—. Oh, Dios mío, ¿por qué tenía que hacerle caso?
Logan se irguió en la silla y se quedó mirándolo. Y entonces, lentamente y con el mayor respeto, dijo:
—Oh, mierda.
Cinco minutos más tarde Logan entraba de estampida en la sala de interrogatorios y le decía a Rennie que dejara lo que estuviera haciendo. El agente balbuceó, señalando al individuo grasiento sentado al otro lado de la mesa.
—¡Pero es que estoy en medio de un interrogatorio!
Logan sacudió la cabeza en señal de negación.
—No, ya no lo está. Además —dijo mirando por encima al recluso—, el Sucio Duncan no es el hombre al que busca. Éste no mataría a una mosca, ¿verdad, Dunky? —El tipo sonrió con nerviosismo deshaciéndose en excusas apenas inteligibles, con las manos ocupadas bajo la mesa, mientras Logan hacía levantarse a Rennie a toda prisa de la silla.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Dunky estaría demasiado ocupado masturbándose hasta quedarse ciego para ver nada, ¿eh, Dunky? —Duncan Dundas el Sucio asintió con timidez y con un temblor en los hombros mientras se acariciaba por debajo de la mesa. Salieron antes de darle tiempo a terminar.
—Pero ¡no lo entiendo! —se lamentó Rennie mientras volvían hacia el coche—. ¿Qué pasa ahora?
—Que alguien ha metido la pata hasta el fondo, eso es lo que pasa. —Logan señaló con el pulgar por encima del hombro en dirección al lugar del que salían—. ¿Se acuerda del coche nuevo que compró Neil Ritchie? Es el primero que tiene en años, él solía ir en moto, y su mujer tiene un pequeño tres puertas.
—¿Y?
—Agnes la Guarra: su compañera de piso dijo que el que le dio la paliza conducía un flamante BMW. ¿Cree que se puede confundir con un Renault Clio?
Rennie lo pensó unos segundos.
—Oh. Joder.
—Más o menos lo que he dicho yo.
—¡Entonces estamos como al principio!
—No —sonrió otra vez Logan—. Para nada. Ni mucho menos.
Wellington Executive Motors ofrecía un aspecto reluciente a la luz del sol. El resplandor del edificio de acero y cristal solo era superado por los caros y pulimentados vehículos dispuestos a su alrededor. Les saludó el mismo hilo musical de Vivaldi cuando pisaron el suelo del concesionario, pero esta vez la vendedora mantuvo las distancias, con la lección sin duda aprendida de la vez anterior: McRae y Rennie no estaban allí para gastar dinero.
El señor Robinson, el gerente, tampoco se alegró de verles. Les hizo pasar apresuradamente a su despacho antes de que pudieran ejercer una influencia negativa en ninguno de sus clientes rentables.
—¿Qué pasa ahora? —Bajó las persianas, sustrayéndose al resto del concesionario.
—El personal —dijo Logan—: ¿Tiene libre acceso a los coches? ¿Fuera de horas de trabajo?
El señor Robinson se humedeció los labios y dijo «ehm…» un par de veces.
—Animamos al equipo de ventas a que prueben los modelos de demostración y lean con atención los manuales para que sean capaces de contestar a cualquier pregunta. —Esbozó una sonrisa forzada—. Todo ello como parte del compromiso de Wellington Executive Motors para con sus…
—El tipo que fue a entregar el coche de Neil Ritchie… —Logan consultó su bloc de notas en busca del nombre—. Michael Dunbar… ¿Qué coche lleva?
—Él, ehm… —Gruesas gotas de sudor perlaban la frente lustrosa de Robinson—. Tendría que comprobarlo.
—Hágalo. Y de paso quiero una lista exhaustiva de los coches que haya utilizado en los dos últimos meses. Y quiero ver su historial personal también. —Logan se sentó en una de las confortables butacas de piel reservadas para los clientes especiales y sonrió mientras las gotas de sudor empezaban a resbalarle a Robinson por el rostro, rodeándole las mejillas—. Y sí, nos encantará ese capuchino.
De acuerdo con los datos de la compañía, a Michael Dunbar se le había asignado un coche diferente cada semana: Lexus, Porsche, Mercedes, pero conducía un BMW plateado la semana en que fue agredida Agnes la Guarra.
—Bien —dijo Logan—, ¿dónde está?
El señor Robinson se pasó la mano con inquietud sobre los mechones de pelo que le cruzaban de parte a parte la coronilla.
—La verdad, no sé para qué puede servir todo esto. Quiero decir que es imposible que nadie de mi equipo…
—¿Dónde?
—Michael, ehm… ha llamado esta mañana diciendo que no se encontraba bien: jaqueca. Sufre de migrañas de vez en cuando, desde el divorcio…
Logan revisó las hojas de registro horario del concesionario de los últimos quince días.
—Al parecer se encontró mal también el miércoles pasado. —El día posterior a la desaparición de Holly McEwan, presuntamente muerta—. ¿Otra jaqueca? —El señor Robinson asintió con la cabeza.
Logan repasó de nuevo la hoja de horarios: cada vez que una prostituta había sido secuestrada y asesinada, Michael Dunbar había llamado al día siguiente para decir que se encontraba mal. Y hoy había faltado también al trabajo, con jaqueca. Eso significaba probablemente que había otro cadáver más.
En el garaje, la radio está encendida. En Classic FM emiten el Lamento de Dido: Janet Baker hace que cada palabra quede suspendida en el aire como una gema agonizante. Mientras canturrea al son de la música, recoge la manga extensible de la aspiradora y vuelve a guardar el aparato en el interior de la casa, devolviéndolo a la alacena bajo la escalera. Como siempre desde que Tracy…
Como siempre, desde el divorcio, tiene la casa impoluta. Ni una cosa fuera de sitio.
Es una casa grande, con espacio suficiente para un marido, una esposa y tres niños. Lo bastante grande para sentirse solo y vacío ahora que la tiene entera para él. Dejando escapar un suspiro, apoya la frente contra la pared y cierra los ojos, sintiendo el vacío de la casa. Su tristeza.
En el garaje, la música concluye en un crescendo final para dar paso a un grosero y estridente anuncio de ventanas termoaislantes que rompe el encanto. Frunciendo el ceño, vuelve y apaga la radio.
El coche que ocupa el centro del garaje está ahora tan limpio como la casa: un reluciente coupé BMW de gama alta, plateado, con el tapizado de cuero negro y los embellecedores de madera de nogal. Muy elegante, y suyo otros tres días más. Luego quizá probara un Lexus, ¿qué tal uno bien espacioso? Porque esta vez la cosa ha estado un poco apretada. Cierra el maletero del BMW, con cuidado de que la lámina de plástico no se enganche en el cierre. Más tarde saldrá con el coche a buscar un sitio bonito y apartado donde nadie lo vea.
Echa un último vistazo al coche antes de volver al interior de la vivienda.
El sótano es mayor de lo que parece. Antes del divorcio, este espacio estaba lleno de cosas: regalos de boda olvidados, los juguetes viejos de los niños, cajas de zapatos llenas de fotografías, muebles que Tracy había heredado de sus padres… Pero ya no. Todo desapareció con Tracy. Ahora el sótano está vacío y sin vida. Lo barre dos veces al día, lo friega cada pocos días. La limpieza es importante. La limpieza es importante siempre. A fin de cuentas a nadie le gusta contraer cosas raras.
Suena el timbre de la puerta, y mira hacia el techo. A lo mejor con no hacer caso… Pero el timbre insiste. Un sonido frío y vacío en una casa fría y vacía. Suspira, pero se sube la cremallera de los pantalones. Ya volverá. No hay prisa.
Sube de nuevo la escalera al recibidor y cierra con llave la puerta del sótano, mientras el timbre repica una vez más.
—Bueno, bueno, ya va…
Al cruzar el recibidor se detiene a examinar su imagen en el espejo, poniendo cara de jaqueca, no vaya a ser alguien del trabajo que venga a ver si necesita algo. Hasta ese punto son buena gente. Pero cuando abre la puerta, entrecerrando dolorosamente los ojos a la luz de la tarde como si se le partiera la cabeza en dos, hay un tipo en el descansillo al que no conoce, vestido con un traje gris oscuro al que no le vendría mal un paso por la tintorería. Un tipo que está seguro de haber visto en alguna parte…
—¿El señor Dunbar? —dice el tipo, con una sonrisa fría, y sosteniendo no sé qué documento identificativo en la mano—. Sargento McRae. ¿Le importa si entramos un momento?