Capítulo 35

En la jefatura de la policía el ambiente era serio pero optimista. La inspectora Steel todavía no había conseguido arrancarle a la Pirie una confesión, pero era tan solo cuestión de tiempo. Las diez y media, y el resto del equipo estaba en el pub. El Archibald Simpson’s estaba ubicado en el extremo oriental de Union Street, a dos saltos y un tambaleo de la jefatura del cuerpo. Un tugurio habitual para policías fuera de servicio necesitados de soltar el lastre del día. La fiscal pagó la primera ronda, proclamó el magnífico trabajo realizado por todos deteniendo tan deprisa a una sospechosa, y que iban a poner a buen recaudo a Clair Pirie por tiempo muy, pero que muy largo. Levantó la copa, y Logan, Rennie y Rachael Tulloch entrechocaron sus bebidas con ella algo cohibidos, tratando de bromear para alejar la sensación de ridículo. La fiscal se marchó tras la primera, pero su ayudante se quedó, con el rostro adornado por una gran sonrisa mientras se metía la segunda entre pecho y espalda. A continuación le tocó invitar a Rennie, y la conversación derivó hacia temas ajenos al trabajo. Para cuando Logan dejaba dando tumbos la barra con dos cervezas rubias y un gran vaso de gin-tonic, los contornos de las cosas habían empezado a hacerse un poco borrosos: el efecto de litro y medio de bebida en un estómago vacío y de no dormir decentemente en dos semanas. En la mesa, Rachael contó un chiste acerca de dos monjas que se iban de vacaciones en un Mini Metro, estropeando el final por un exceso de risitas. Rennie contó otro sobre dos monjas en una fábrica de condones, y Logan llegó a pensar que la ayudante del fiscal se lo haría encima. Se puso a gritar de la risa y le dio una palmada a Logan en el muslo, donde dejó la mano unos segundos mientras se secaba las lágrimas de los ojos…

Se fue finalmente hasta casa, arrastrándose, pasada la medianoche. Dejó tirada la ropa en el suelo del recibidor, desnudándose de camino al cuarto de baño. Orinó, muerto de cansancio, se lavó apenas los dientes y se bebió un litro de agua. Fue tambaleándose hasta el dormitorio, se acurrucó bajo el edredón, y estaba roncando en cuestión de minutos. Ni siquiera oyó a Jackie cuando ésta llegó al cabo de media hora del último turno de tarde.

La música probablemente debía resultar balsámica, pero era más lúgubre que otra cosa: una sucesión de himnos religiosos interpretados con el órgano de la iglesia mientras el espacio se llenaba poco a poco de oficiales de policía. Sentado en rígida postura en el fondo de la nave, Logan se esforzaba por no ofrecer un aspecto tan miserable como de verdad se sentía por dentro. La mañana del lunes había llegado con resaca, en armonía con su inestable estómago. Aún no había sentido vértigos, pero había tiempo de sobra. Las ocho y media era una hora muy temprana para un funeral.

Jackie levantó la vista del programa de la ceremonia mientras el himno We plough the fields and scatter llegaba a su final con un largo resuello.

—Todo un éxito de público.

La iglesia estaba atestada. Una de las ventajas de que lo despidieran a uno a tan intempestiva hora era que el turno de noche podía estar presente a la salida del trabajo. El agente Trevor Maitland había frecuentado durante mucho tiempo el turno de noche, y los oscuros bancos de madera de la iglesia Rubislaw estaban llenos, ocupados por colegas, amigos, familiares y por el hombre responsable de que hubieran disparado contra él. Se hizo de pronto el silencio cuando el pastor subió ante el facistol y les dio las gracias por su asistencia.

El servicio fúnebre fue tan deprimente como había imaginado Logan. No dejó de sentirse el estómago revuelto mientras duraron los elogios, que fueron encomiando los diferentes aspectos de la brillante personalidad del fallecido. Después, el jefe de policía se puso en pie y ofreció un discurso acerca de lo peligrosa que era la vida de un agente de policía y de lo valeroso que era todo aquél que daba un paso al frente para aceptar el reto. Y de hasta qué punto el valor y el sacrificio mostrados por sus familias eran en todo punto igual de extraordinarios. Todo ello mientras la viuda de Maitland lloraba en silencio. Luego sonó la música y Whitney Houston entonó I will always love you, mientras los encargados de la funeraria recogían las ofrendas florales y las apilaban con cuidado encima del ataúd antes de sacarlo de la iglesia y colocarlo en el coche fúnebre.

Qué manera tan estupenda de comenzar la semana.

El centro de operaciones de la inspectora Steel estaba cargado de electricidad cuando regresó Logan a jefatura, con las uñas sucias de haber tirado un puñado de tierra sobre el pulido ataúd de caoba: el día anterior habían encontrado un cadáver en una maleta y tenían a una sospechosa bajo arresto. Hoy los equipos de inspección habían vuelto a salir para seguir rastreando con minuciosidad los bosques de Tyrebagger, Garlogie y Hazlehead. Era mucho terreno boscoso el que inspeccionar, pero habían avanzado mucho, y los mapas colgados de las paredes del centro de operaciones estaban medio tapados por las marcas cuadriculadas. Un par de días más a lo sumo, y habrían terminado. Luego empezarían a inspeccionar los siguientes bosques de la lista de la inspectora y seguirían haciéndolo hasta que Holly McEwan descansara en uno de los cajones refrigerados de Isobel.

Alguien había sujetado con chinchetas un ejemplar del Press and Journal de aquella mañana, cuya página de portada proclamaba a voz en grito: ¡DETENIDA LA ASESINA DE LA MALETA!, e incluía una foto del cordón policial dispuesto en el bosque de Garlogie, junto con un recuadro dedicado a la inspectora Steel, cuya foto parecía haber sido tomada en uno de los raros días en que no parecía que la hubiera peinado una bandada de gaviotas. De acuerdo con la historia que seguía al indescifrable titular, la inspectora detective Roberta Steel había resuelto uno de los casos de asesinato más difíciles de la historia penal de Escocia. Se acompañaba incluso de una nota del concejal Andrew Marshall, que le decía bien alto al mundo el orgullo que representaba la inspectora Steel para el cuerpo y lo afortunada que era la ciudad de Aberdeen por contar con alguien como ella. Logan y Rennie no merecían una mención siquiera.

Mascullando entre dientes, Logan entró con la cabeza gacha en la oficina de la administración, donde le dijeron que la inspectora estaba todavía en la sala de interrogatorios número tres con la Pirie, y que no quería que la molestaran. Logan maldijo. Maldita inspectora Steel del carajo. Se puso a husmear a ver si había algo útil que pudiera hacer, pero todo parecía estar bajo control. Los equipos habían salido a buscar el cuerpo de la prostituta desaparecida, Steel estaba interrogando a la asesina de la maleta… Eso le dejaba al pirómano de Insch, al torturador de Karl Pearson y al asesino de Jamie McKinnon. Y Logan estaba más que seguro de saber quién estaba detrás del final propio de «estrella de rock» de Jamie: Brendan Sutherland, el Pinchos. Con McKinnon finiquitado, el caso de drogas lo estaba también. No había más testigos, ni pruebas. La fiscal no llevaría el caso a los tribunales, sencillamente no valía la pena.

Así que si querían enchironar al Pinchos por algo, tendría que ser por el asesinato de Jamie McKinnon. No había nada que lo relacionara con Karl Pearson, nada que pudiera sostenerse ante un tribunal en todo caso, pero si Logan podía demostrar que el Pinchos había ordenado la muerte de McKinnon, sería otro cantar.

Rennie volvió a entrar en el centro de operaciones con una nueva bandeja con cafés y galletas de chocolate. La taza que depositó delante de Logan venía acompañada de una mantecosa galleta Jammie Dodger y de un par de pastillas de paracetamol.

—Me ha parecido que podrían hacerle servicio —se explicó, antes de ponerse cómodo en su mesa para acabar de leer el informe de la autopsia de Jamie McKinnon, que con tantas emociones y la visita al pub no había tenido tiempo de concluir el día anterior. «Pobre diablo», pensó Logan mientras se tragaba los analgésicos. Rennie no paraba de quejarse de tener que ser siempre él el que tuviera que ir a por los cafés, pero seguía matándose por traer las tazas como era debido y por conseguir las mejores galletas en cada ocasión. Era como si no entendiera que mientras siguiera haciéndolo, la inspectora Steel iba a seguir utilizándolo como el chico del té. Si Rennie no quería… Logan tuvo como un fugaz destello de lucidez y soltó un gruñido. Exactamente igual que él: si seguía resolviéndole los casos a Steel, a ella seguiría interesándole en grado sumo tenerlo a su lado. Ella nunca le reconocería los méritos suficientes como para que él pudiera escapar de la Brigada Cagada. Se había pasado todo aquel tiempo diciéndole a Jackie que era la única forma de librarse de aquella vieja bruja manipuladora, y lo único que había conseguido era hacerse indispensable.

—Mala puta.

Insch le había dicho más de una vez que la mejor manera de intentar salir de la Fábrica de Chapuzas era trabajar en la investigación de los incendios. Pero ¿acaso le había escuchado? No. Él deslomándose un día sí y otro también para que la inspectora Steel se llevara toda la gloria.

—¿Todo en orden, señor?

Logan levantó la vista para encontrarse con el rostro del oficial administrativo que lo miraba con el entrecejo fruncido.

—Pues no, más bien no. —Se levantó con esfuerzo del asiento—. Voy a salir. Si alguien pregunta, usted no sabe dónde estoy.

El semblante ceñudo del oficial de administración dio paso a una expresión confusa.

—Pero si es que yo no sé dónde va a estar… ¿Señor? —Pero Logan se había ido.

Firmó la retirada de un coche patrulla, sin reconocer el número de la matrícula hasta que bajó a la terraza de atrás y contempló el mismo vertedero sobre ruedas lleno de inmundicia que habían cogido el día anterior. En todo caso estaba hecho un asco aún mayor. El vehículo apestaba todo él a restos pasados de comida rápida y a humo de tabaco.

Mientras Logan metía de mal talante los cucuruchos de patatas fritas vacíos en le papelera de rejilla junto a la puerta, aparcó un coche patrulla de cuyo asiento trasero se apeó, desdoblándose de su encogida postura, alguien de aspecto familiar: el amigo de la inspectora Steel de la brigada de estupefacientes, el de las manos enormes. Levantó los ojos, vio a Logan, le saludó con un asentimiento de cabeza y se volvió para ayudar a una anciana señora a bajarse del coche. La abuela de Graham Kennedy, con aspecto compungido. Seguro que a la pobre vieja habían vuelto a destrozarle el apartamento.

—¿Está usted bien, señora Kennedy? —le preguntó Logan, mientras volvía en busca de un montón de cajas de pizza, con el cartón grasiento de restos de queso fundido.

Ella no le miró, pero en cambio el detective Manazas sonrió de medio lado.

—No, hoy no está demasiado bien. Las dulces ancianitas no deberían ir por ahí montando redes de distribución de drogas desde su casa, y utilizando a los niños de camello. ¿No es verdad, señora Kennedy? —No hubo respuesta—. Tenía un par de niños pequeños que llevaban a su hermanita de paseo en una sillita atiborrada de droga. Todo parecía muy bonito e inocente. El desván lleno de material hidropónico y un equipo químico de cojones, para cultivar cannabis y elaborar PCP. Todo un cártel de la droga en una sola mujer. Algo así era usted, ¿no? —La anciana no dejaba traslucir nada a través del semblante, con la mirada fija en el suelo—. Sin comentarios, ¿eh? Bueno, veremos si se muestra más locuaz después de un registro completo de cavidades corporales.

La introdujo en el edificio por la puerta de atrás, y les siguió la agente que había ido al volante, cargada con una gran bolsa de plástico de recogida de pruebas con un osito de peluche dentro, el cual tenía una de las orejas casi arrancada. Dejaron a Logan solo en el recinto trasero con un montón de cajas de cartón saturadas de grasa.

—Mierda. —Cómo no se había dado cuenta. ¡Lo había tenido delante de las narices todo aquel tiempo! ¡Pero si hasta había encontrado una bolsa llena de mercancía en la nevera, por el amor de Dios!—. ¡Mierda! —Tiró las cajas de pizza a la basura y volvió al coche dando pisotones al suelo con rabia. Y todos aquellos mocosos merodeando delante de la casa de la mujer, siempre vigilando, esperando a que la policía se largara para poder seguir con su negocio de drogas de horario infantil—. ¡Mierda! —Profesora de química. El desván cerrado con llave. El nieto traficante. Estaba todo ahí, más claro que el agua, y él, incapaz de encajar las piezas—. ¡Mierdaaa!

Entre insultos y maldiciones, metió apretando la última caja dentro de la papelera y, dando dos pasos atrás, le pegó una patada lo bastante fuerte como para hundir la malla de alambre. Luego se volvió cojeando hasta el coche, se sacó el teléfono móvil y le dijo a Rennie que bajara al instante: tenían que salir.

Cuando aparcaron el coche en el estacionamiento de la prisión de Craiginches, hacía un sol resplandeciente, sin una nube en el cielo. Había quedado una tenue neblina en el horizonte una vez la bruma marina de la mañana disipada por el sol. Pero el verano no parecía haber penetrado en el interior de las paredes de la cárcel. Había un hombre con un mono mugriento agachado delante de un radiador en la recepción, al que aporreaba con una llave inglesa. Parecía querer que funcionara a base de una combinación de violencia y palabras soeces.

—Bien —dijo Logan cuando la mujer de aspecto cansada que estaba detrás del mostrador se levantó para ir a buscar una lista de todos los reclusos que debían estar en el patio en el momento de la sobredosis de Jamie McKinnon—. Procederemos del siguiente modo: usted conducirá el interrogatorio, mientras yo observo. Si quiero hacer alguna pregunta, intervendré, pero aparte de eso todo queda en sus manos, ¿de acuerdo? —Logan sería el organillero en lugar del mono, por una vez.

Rennie se cuadró de hombros y asintió. Era su oportunidad de brillar…

Cuatro entrevistas más tarde, seguían donde estaban en relación con la muerte de McKinnon. Nadie había visto nada. Vaya una sorpresa. Cuando el cuarto recluso salió atropelladamente por la puerta, Logan dejó escapar un bostezo. Para su sorpresa, Rennie se había revelado como un interrogador más que competente. Él solo había tenido que intervenir dos veces para aclarar algo, y eso durante la primera sesión, después de la cual el agente se había asegurado de incluir las preguntas suplementarias de Logan a la hora de interrogar a los demás.

Aun así, seguían sin conseguir nada.

Logan volvió a revisar con frustración la lista que les habían dado en la recepción: veintisiete personas en el patio mientras alguien sujetaba a Jamie McKinnon, otro le tapaba la boca para que no gritara y un tercero le clavaba una jeringuilla en el brazo. ¿Cómo era posible que nadie hubiera visto nada?

—Ehm, ¿señor? —Se volvió hacia Rennie, que se agitaba incómodo en su asiento—. ¿Sería posible hacer un pequeño descanso? Estoy que reviento.

—Buena idea: un pis y un té.

Rennie asintió con cara de resignación.

—Sí, señor. Marchando dos tés: con leche y sin azúcar.

Logan se acordó entonces de su momento de lucidez.

—No, ¿sabe qué? Esta vez iré yo a por los tés.

La zona reservada para el descanso del personal consistía en una pequeña sala amarillenta de decenios de humo de tabaco. El rótulo de GRACIAS POR NO FUMAR colgado de la pared había sido modificado con rotulador negro, de modo que el cigarrillo en el interior del círculo rojo tenía ahora la apariencia de un pene goteando esperma por la punta. Habían retocado también la palabra FUMAR para que se leyera FOLLAR. Qué nivel.

Logan llenó la tetera y la puso a hervir. No había tazas limpias en la alacena, pero alguien había escondido un paquete de galletas de chocolate Wagon Wheels detrás de una colección de filtros para el café amarillentos, así que Logan se sirvió un par. Se oyó un sonoro estornudo en el pasillo, y se apresuró a meterse las galletas en el bolsillo al tiempo que se abría la puerta del cuarto de recreo. Era la asistenta social de la otra vez, con el mismo aspecto de estar a punto de morirse de un resfriado. Logan se plantificó una sonrisa en el rostro.

—Hola, estaba buscando un par de tazas limpias —dijo, intentando colar una razón que no fuera la de estar robando galletas de chocolate para estar hurgando por los armarios.

—¿En este sitio? Ni lo sueñe. —Se sonó la nariz con un deshilachado pañuelo gris y sacudió la tetera que empezaba a hacer ruido—. Tendrá que lavárselas.

Y así lo hizo Logan. Eligió dos que no pareciera que las hubieran utilizado de orinal y las enjuagó bajo el grifo del agua caliente.

—¿Aún tan sola? —preguntó por hablar de algo mientras hervía el agua de la tetera.

—Como siempre. —Se echó una montaña de café instantáneo en un gran tazón—. Margaret no puede venir hoy. Margaret tiene la gripe. —Al café siguió una cantidad nada saludable de azúcar—. Joder, será una puta resaca, más probable… Bueno —dijo mientras volvían por el pasillo—, ¿y usted está aquí por algo en especial?

—¿Se acuerda de Jamie McKinnon?

—Por Dios, ¿cómo podría olvidarlo? Por culpa de él he tenido una mierda de investigación para determinar las causas de un accidente mortal. —Frunció el entrecejo y sorbió por las narices, impostando una voz quejumbrosa—: «¿Por qué no se lo vigilaba más de cerca? ¿Por qué se permitió que se suicidara en el interior del recinto? ¿Por qué se permitió que se hiciera con droga?». ¡Como si hubiera rellenado un puto formulario pidiendo permiso!

—Si le sirve de consuelo, creemos que alguien lo mató. Estamos interrogando a todos los que estaban en el patio en ese momento.

Eso suscitó una risa.

—Que tengan suerte, ¡la necesitarán! —Habían llegado hasta la sala de interrogatorios—. El caso es que ahora tengo un montón de informes que presentar. Desde lo de Jamie McKinnon, nos hacen volver a examinar a todos los capullos de este lugar, uno por uno, para determinar si tienen «tendencias suicidas». —Una nueva risa amarga—. ¿Y usted cree que alguien me reconoce algún puto mérito por hacer yo sola el trabajo de todo un puto departamento de mierda? ¡Los cojones!

Logan rezongó, solidarizándose con el ceño fruncido de la mujer.

—Qué me va a contar —dijo. Maldita Steel y su… Entonces cayó en la cuenta de algo—. ¿Y qué me dice de Neil Ritchie? ¿También está bajo vigilancia por posibilidad de suicidio?

Ella pareció no comprender en un principio.

—¿Ritchie…? Oh, el «asesino de Shore Lane». Desde luego que lo está, ése está hecho una piltrafa. Una muerte de un recluso en arresto preventivo a la semana es más que suficiente.

Una sonrisa lúgubre se dibujó en el rostro de Logan. La inspectora Steel no había podido obtener una confesión de Ritchie, claro que ésa era incapaz de hacer confesar a su nariz que tenía mocos. Si él conseguía hacer cantar a Ritchie, tendrían que sacarle de la Brigada Cagada.

—¿Sería posible hablar con él?

Ella se encogió de hombros.

—No veo por qué no. No puede perjudicar en nada.

«No», pensó Logan, «no podía perjudicar en nada más».