El bosque de Garlogie una vez más. Logan aparcó el inmundo automóvil del departamento sobre el arcén de hierba, a unos cien metros pasada la atestada área de descanso. Steel se había pasado todo el trayecto rumiando y fumando mientras Logan conducía. El detective Rennie, por su parte, se había acondicionado un pequeño espacio entre los cucuruchos de patatas fritas y las cajas de pizza vacíos que se amontonaban en el asiento trasero del coche, que estaba aún lleno de desperdicios de la Operación Cenicienta, y descubrió que sobre la alfombrilla de los pies había un montón de pornografía, tan dura y lastimosa que era como para hacer saltar las lágrimas. Dando muestras de una notable fortaleza de carácter, Rennie la ignoró, centrándose exclusivamente en el informe de Logan en torno al asesinato de Jamie McKinnon, desesperado por acabar cuanto antes con todo aquello y poder comenzar los interrogatorios en la prisión.
La inspectora se apeó del vehículo sin decir una palabra y retrocedió chapoteando al andar sobre el terreno empapado hasta el área de descanso, y atravesando la apretada fila de coches y furgonetas aparcados junto al arcén. No faltaba ni el apuntador: en medio del fango revuelto había una unidad canina, flanqueada por uno de los minibuses de la brigada de inspección y por el que parecía el coche del doctor Wilson. Por una vez Logan se alegró de trabajar con Steel, en lugar de hacerlo con Insch. Teniendo en cuenta el último encuentro del inspector con el doctor de servicio, Logan no tenía ganas de estar por en medio cuando los dos volvieran a encontrarse de nuevo.
Esperó sobre el arcén de hierba mientras Rennie rebuscaba en el maletero y sacaba a puñados un montón de guantes de látex y bolsas para la recogida de pruebas, que ocultó en su persona, haciendo que le abultaran los bolsillos del traje. Logan cerró el coche con llave, antes de preguntarle a Rennie que qué hacía allí:
—Yo pensaba que Steel quería que fuera a investigar la muerte de Jamie McKinnon.
El detective Rennie le dirigió la misma sonrisa nerviosa que mostrara con anterioridad, en jefatura.
—La inspectora dice que tengo que aprender a desenvolverme con una multiplicidad de tareas. Dice que no tiene a mucha gente en quien confiar para ésta, tan solo a usted y a mí, señor.
Logan se rió sin gracia. «Confianza» no sería precisamente la palabra que él utilizaría para describir su relación con la inspectora Steel en aquellos momentos.
Habían abierto con palanca la verja que daba a la pista de tierra que se adentraba en el bosque, y en el barro se veían un par de huellas recientes de neumáticos que ascendían colina arriba. Un agente de uniforme examinó sus placas y les hizo un gesto para que pasaran. Aparte de las señales en el suelo, la pista forestal estaba resbaladiza por el fango. A lado y lado crecían matas de brezo, cuyos tallos coloreados de blanco y morado se agitaban al viento mientras Logan y Rennie se abrían camino siguiendo el margen. A su derecha se desplegaba con profusión el oscuro verde de la retama, las quebradizas vainas pardas cuyas semillas tintineaban como un sonajero por la acción de la brisa, como un nido de serpientes de cascabel. Y al otro lado se elevaban los altos pinos, a cuyos pies el suelo del bosque estaba alfombrado de agujas caídas, empapadas y casi negras por la lluvia, y tachonadas de setas rojizas y de helechos de un verde luminoso.
—¿Irá usted también, supongo, mañana? —preguntó Rennie, mientras vadeaban la hierba húmeda.
—¿Mañana?
—Al entierro. Ya sabe, el funeral de Trevor Maitland…
Oh, mierda. Logan hizo una mueca. Lo había olvidado por completo. ¿Cómo diablos sería capaz de plantarse allí y mirar a la viuda de Maitland a los ojos? ¿Qué le diría: lo siento, la cagué y por culpa de eso mataron a su esposo? Vaya una manera de consolar a nadie.
—¿Ha averiguado algo acerca de la tal Pirie? —preguntó, cambiando de tema.
—¿Eh? Ah, sí… —Rennie sacudió la cabeza—. ¡Santo cielo, vaya colección! Los Cruickshank han presentado como veinte denuncias contra ella desde Navidad: por ebriedad e injurias principalmente. Hasta intentaron que un juez sentenciara conducta antisocial, pero hasta ahora no ha habido suerte. Hace unos tres meses le retiraron el carnet por conducir bebida, y fue el señor Cruickshank quien dio el aviso a la comisaría del barrio. Detenida por agresión el año pasado, dos imputaciones por posesión de drogas, de todo ello se libró con una amonestación. Hay rumores de que estaba envuelta en una red de pornografía infantil, se recibieron llamadas anónimas al respecto, pero la comisaría de Westhill reconoció la voz…
—¿Gavin Cruickshank de nuevo?
—Premio. —Llegaron a lo alto de la colina y comenzaron el descenso por el otro lado, sin abandonar la pista llena de baches y barro—. Hay montones de cosas más, pero, resumiendo, es una borde de cuidado y el señor Cruickshank se la tiene tomada desde que se trasladó a vivir a la casa de al lado. La última queja la presentó el martes por la noche, cuando ella le atizó un buen golpe.
Logan emitió un gruñido. No le extrañaba que Ailsa pensara que aquella mujer tenía algo que ver con la desaparición de su esposo. Tenía motivos. Eso si Gavin no estuviera tirándose a una bailarina de striptease en una playa extranjera cualquiera, mientras su pobre esposa se moría de preocupación.
—¿Qué me dice de Ritchie, el asesino de Shore Lane?
Rennie se encogió de hombros.
—Eso se lo tendrá que preguntar a la inspectora. No suelta prenda.
No necesitaba que se lo jurara. Ella no estaba dispuesta a compartir ni la menor migaja de gloria…
El bosque se abrió de pronto para dar paso a una depresión inundada. La furgoneta de la Oficina de Identificación no había podido ir más allá de aquel punto, y la habían abandonado a media bajada, con las ruedas traseras sumergidas parcialmente en el acuoso cieno marrón y los laterales rociados de barro fresco. Había una cinta de la policía blanca y azul que se perdía entre los árboles justo por encima de ellos, y Logan y Rennie la siguieron. Al cabo de doscientos metros llegaron al cordón que señalaba el límite exterior del escenario del crimen. Una agente con cara de aburrida y un sujetapapeles en la mano hizo que se cambiaran y se pusieran los monos policiales y las bolsas para los zapatos antes de que firmaran. Los de Identificación habían improvisado una carpa de plástico azul, sujetándola con cuerdas a los árboles de la periferia del claro. En el centro justo de aquel improvisado toldo había una maleta de tela roja, idéntica a la de la primera vez, calzada bajo el tronco de un árbol caído, cubierta parcialmente por una capa de agujas de pino y tierra, con ramas de helecho encima a modo de camuflaje.
—No lo entiendo —dijo Logan mientras observaba cómo uno de los miembros de la brigada de identificación permanecía agachado delante de la maleta, apartando con delicadeza el follaje, las agujas y la tierra y metiéndolo todo en una bolsa grande de recogida de pruebas—. ¿Para qué comprar una maleta de un rojo tan brillante si luego piensas esconder el maldito trasto en un bosque? Quiero decir que siempre acabarán viéndola como si fuera un reclamo, ¿no? ¿Por qué no utilizar una verde, o negra? ¿Por qué roja?
Rennie se encogió de hombros.
—¿Querrán que la encuentren?
—Entonces ¿por qué llevarla hasta lo más profundo del bosque y ocultarla debajo de un árbol caído? ¿Para qué enterrarla bajo un montón de hojas y de cosas?
Un silencio pensativo, y luego:
—Puede que para que resulte fácil de encontrar, pero que parezca difícil de encontrar, y así nosotros la encontramos pero pensamos que intentaban que no la encontráramos, aunque en realidad si la hemos encontrado es solo porque alguien ha querido que la encontremos…
Logan se quedó mirándole.
—¿Eso que dice tenía algún sentido cuando estaba dentro de su cabeza? Porque se ha perdido algo por el camino.
El doctor Fraser estaba ya allí, con el maletín clínico a su lado sobre un rollo de lámina de plástico, y él recostado en un tronco leyendo el periódico mientras esperaba a que la brigada de identificación acabara de recoger muestras, de hacer fotos, de grabar imágenes de vídeo, de espolvorear el terreno en busca de huellas dactilares… Alzó la vista de la sección de información agrícola del Press and Journal y sonrió.
—Hola-hola, amigos —dijo con acento inglés simulado—, una velada ideal para nuestra vieja diversión con cadáveres descuartizados, ¿no les parece?
Logan señaló a la multitud pululante de técnicos de Identificación.
—¿No hay señales de la fiscal?
El doctor Fraser negó con la cabeza: nadie salvo nosotros, mis valientes. Ni siquiera la inspectora Steel, que por derecho propio debería haberse presentado antes que Rennie y Logan. El cascarrabias del doctor Wilson rondaba por allí también, pero dado su pésimo humor, recientemente adquirido, el forense no se había molestado en darle conversación, y él había desaparecido en el bosque para hacer alguna llamada telefónica. Se oyó un ruido de hojarasca al pie del camino por el que acababan de llegar ellos, y apareció la inspectora Steel con aspecto algo confuso y estirándose el mono por la parte de atrás.
—La llamada de la naturaleza, llamémoslo así —dijo—. No pregunten. —La inspectora dio un rápido rodeo alrededor del árbol caído, siguiendo la pequeña pasarela elevada montada por la brigada de identificación—. Así pues —le dijo al doctor Fraser una vez hubo completado el circuito—, ¿piensa quedarse ahí todo el día leyendo el periódico, o tiene pensado trabajar un poco?
La cerradura de la maleta saltó de una sola pieza, y fue cuidadosamente guardada en una bolsa de recogida de pruebas por parte de un técnico de identificación de aspecto nervioso.
—¿Sabe una cosa? —dijo Steel mientras el doctor Fraser agarraba la tapa superior—, vamos a quedar como un atajo de imbéciles si aquí dentro hay un cocker spaniel.
Fraser abrió la maleta.
El olor no era idéntico al del Labrador descuartizado, pero sí lo bastante fuerte como para producirles arcadas. En medio de un charco de líquido putrefacto había un gran pedazo de carne gris blanquecina. Definitivamente no era un cocker spaniel. Llevaba el nombre AILSA tatuado en el pecho.
Rennie condujo con el pie a fondo en el acelerador, lanzándose por las carreteras comarcales como si de un rally se tratara en dirección a Westhill, mientras Logan telefoneaba al Oficial del Departamento de Delitos contra el Medio Natural que había llevado el caso del torso de perro. ¿Había hablado con una tal señora Clair Pirie cuando había comprobado la lista de Labradores negros desaparecidos? No, no había hablado con ninguna señora Pirie, ya que esta no había denunciado la desaparición de su perro. La inspectora Steel iba sentada delante, en el asiento del acompañante, con una sonrisa de oreja a oreja. La fiscal se había mostrado eufórica, y había mandado preparar deprisa y corriendo una orden de búsqueda y otra de detención. Desde el despacho le habían prometido que las mandarían por fax a la comisaría de Westhill antes de que llegaran allí la inspectora con sus hombres. Detrás de ellos iba Alfa Dos Nueve, no con pocas dificultades para seguir la marcha de Rennie al volante.
El despacho de la fiscal cumplió su palabra, y doce minutos más tarde Rennie detenía el coche frente a la casa de Clair Pirie, en Westfield Gardens. Alfa Dos Nueve aparcó en la parte de atrás, en la calle de acceso a la Academia de Westhill, por si acaso era necesario. En el número siguiente de la calle, la Residencia Cruickshank estaba sumida en la oscuridad; no había ningún coche en el camino de entrada, ni tampoco respondió nadie a la llamada telefónica de Logan. Pero el reflejo de la televisión parpadeaba en la sala de estar de Clair Pirie, produciendo sombras de color amoratado que se agitaban y expandían sobre el papel pintado de la pared.
—Bien —dijo Steel, extendiendo la mano en dirección hacia Rennie—: Las órdenes judiciales. —El agente le entregó el fajo de documentos enviados por fax—. Vamos allá.
Rennie llamó con los nudillos a la puerta, obviando el timbre roto, y se colocó en posición de espera. Tras él, Steel se balanceaba nerviosa de un pie a otro, como un niño pequeño esperando su turno delante de la caseta de los helados. Por fin, entre gruñidos y maldiciones, Clair Pirie abrió la puerta, lanzó una mirada a Rennie, plantado en el peldaño de la puerta, y volvió a cerrarla de golpe.
—¡Que les den por culo! —gritó a través del cristal ondulado—. ¡No estoy!
Steel apartó a Rennie de en medio de un empujón y se cuadró delante de la puerta.
—No sea estúpida. Abra esta puerta ahora mismo, o tendré que derribarla de una patada.
—¡No puede hacer eso!
—Ah, ¿no? —Steel se sacó la orden judicial del bolsillo y la aplastó contra el cristal—. Clair Pirie: tengo esta orden del juez para registrar este lugar. Usted elige entre… ¡mierda! —La ancha silueta había desaparecido del cristal. Steel agarró el transmisor de radio—. ¡Los ojos bien abiertos, chicos! ¡Intenta huir! —Le dio una palmada a Rennie en el hombro—. ¿Qué demonios hace ahí parado? ¡Échela abajo!
El agente Rennie golpeó con el pie en la madera, y la puerta saltó hacia atrás. Al otro extremo del pasillo se veía la ventana de la cocina, y a través de ésta, el jardín de atrás, donde tuvieron una vista perfecta del trasero de la señora Pirie mientras se encaramaba por encima de la valla del jardín. Sus grandes nalgas se quedaron inmovilizadas en lo alto, para volver a caer acto seguido sobre el arruinado parterre, los hombros contra el suelo, seguida muy de cerca por un agente uniformado de Alfa Dos Nueve.
La inspectora Steel unió las yemas de los dedos y sonrió.
—Estupendo.
La furgoneta de la Oficina de Identificación llegó a las nueve y veinte, nada más terminar en el bosque de Garlogie. El torso de Gavin Cruickshank iba camino del depósito. Empezaron por el cuarto de baño: las bañeras eran un espacio muy popular para descuartizar cadáveres. La gente siempre tan pulida. Steel dejó a la señora Pirie en las atentas manos de Rennie, mientras ella y Logan subían al piso de arriba para ver trabajar a la brigada de identificación. Deseosos de que encontraran algo.
El cuarto de baño estaba hecho un asco: una montaña de toallas sucias tiradas en un rincón, envoltorios de tampones de plástico polvorientos por el suelo junto al retrete, restos de pastillas de jabón olvidadas en una pequeña repisa anexa a la ducha. El moho extendía sus verdes hilos por el rincón situado encima del botiquín, y las costras de cal volvían las baldosas rosadas de una tonalidad gris sucio. Muy hogareño.
—La tía guarra…
Bigote Sucio estaba arrodillado junto a la bañera, pasando un algodón por el agujero del desagüe. Lo sacó lleno de pelos del pubis.
No había nada que en apariencia hiciera pensar que hubieran utilizado aquella bañera para descuartizar a nadie, pero cuando hicieron el test para determinar la presencia de sangre, el aparato se iluminó como un árbol de Navidad. Pequeños restos de hemoglobina coagulada en la tubería del desagüe, en el rebosadero, debajo de los mandos de la bañera, detrás de los grifos cromados, llenos de arañazos.
La inspectora Steel dejó escapar un grito de alegría y se abalanzó escaleras abajo hacia la sala de estar, donde la Pirie se removía con inquietud sentada en un sofá con motivos florales.
—¿Sabe una cosa? —le dijo Steel, inclinándose por encima de una mesita para el café atestada de objetos, sonriéndole a Clair Pirie en la cara—. ¡Está bien jodida!
La inspectora Steel estaba decidida a interrogar ella sola a Clair Pirie. Por mucho que Logan hubiera identificado el cadáver y les hubiera proporcionado a la sospechosa, ella seguía sin hablarle. Así que él tuvo que quedarse con Rennie a supervisar las cosas mientras ella regresaba a jefatura a llevarse todo el jodido mérito. Como de costumbre.
La brigada de inspección iba ya por el desván, así que en lugar de estarse sentados mano sobre mano, Logan y Rennie optaron por arrimar el hombro, empezando por la sala de estar. No encontraron nada más incriminatorio que un par de colillas de porro detrás del sofá, que desprendían todavía un débil olor a resina de cannabis. Los de Identificación trabajaban todavía en la cocina, así que Logan probó con una puerta interior sin cerrar que daba al garaje. Tuvieron que aplicarse los dos para conseguir cerrar la oxidada puerta batiente del garaje que estaba levantada. El metal rascó y chirrió al tirar, dejando fuera a la pequeña multitud que había empezado a congregarse a partir del momento en que Steel se había llevado a Clair Pirie en el coche. El Evening Express fue el primer periódico en enviar a un reportero, pero de momento aún podían sentirse felices de no tener por allí ninguna cámara de televisión. Era extraño que Colin Miller no hubiera dado señales de vida, solía ser de los más rápidos en cuanto aparecía puesta una cinta con la señal de POLICÍA.
Rennie caminaba con cuidado por entre una pila de escombros amontonados contra la pared del fondo del garaje, mientras Logan contemplaba el arcón congelador. Años de mugre y suciedad le habían conferido una desagradable tonalidad gris como manchada de nicotina, con unos sospechosos rosetones marrones de orín que surcaban la superficie. Le costó dos intentos abrir la tapa. Una gruesa capa de hielo escarchado crujió y saltó a pedazos sobre el suelo de cemento del garaje. A diferencia del congelador de la casa del Pinchos, este estaba repleto de misteriosos paquetes de carne y de maíz largo tiempo olvidados. Habría examinado un tercio de la distancia hasta el fondo, con los dedos ardiéndole de frío, cuando el agente Rennie le llamó a gritos diciéndole que había encontrado algo metido debajo de una pila de Daily Mails. Era un cuchillo de cocina con una hoja de un solo filo de dieciocho centímetros, con una entrada en forma de muesca cerca de la empuñadura, recto casi todo él y curvado por la punta.
Logan buscó el móvil y llamó a Steel, paseándose por la casa mientras sonaba la llamada. Se oyó un pitido que dio paso a la mensajería de voz, y le dejó un mensaje diciéndole lo del cuchillo. Esto, sumado al cadáver y a la sangre del cuarto de baño, significaba que Pirie no tenía forma humana de salir de ésta. No iba a librarla ni Sid el Sinuoso. A continuación intentó llamar al móvil de Jackie, con la esperanza de poder hablar un par de minutos de algo que no fuera de trabajo o de las malditas series de televisión de Rennie. No contestó, así que marcó el número de Colin Miller y se recostó contra la mesa de la cocina, mientras observaba a través de las puertas acristaladas la silueta silenciosa de la Academia de Westhill, iluminada en medio de la oscuridad por una fila de farolas. El tono de llamada sonó una vez, y otra, y otra más, y un par de veces más antes de que le crepitara a Logan en la ojera una grabación con la voz con acento de Glasgow de Miller diciéndole que, si dejaba su nombre, número de teléfono y un breve mensaje, el periodista le devolvería en breve la llamada.
—Colin, soy Logan. Quería saber si aún sigues vivo después de que Isobel te haya puesto las manos encima, juerguista del carajo. Yo…
Un rectángulo de luz surgió de pronto en la parte trasera del jardín de la casa de al lado. Ailsa Cruickshank estaba en casa.
—Mierda. —Colgó. Nadie había sido capaz de averiguar su paradero. Aún no sabía que su esposo estaba muerto. Y sin la inspectora Steel presente, Logan era el oficial superior en aquellos momentos.
Dejando escapar un suspiro, se dirigió a la puerta de al lado y comunicó la noticia con la mayor delicadeza que pudo, acompañado por una agente de la brigada de inspección para darle apoyo moral. Finalmente su esposo no se había ido a ninguna playa del extranjero con una bailarina de striptease: su torso descansaba sobre una plancha en el depósito de cadáveres. Logan no sabía qué era peor, si descubrir que tu marido es un hijo de puta adúltero y mentiroso, o un cadáver descuartizado.