De vuelta al depósito, el doctor Fraser se embutía con dificultad el equipo verde de cirujano mientras Brian se limpiaba las salpicaduras y los pedacitos del hígado de Jamie McKinnon.
—¿Tiene idea de qué se trataba? —le preguntó Logan, mientras Brian enjugaba la superficie de menudillos de color morado con toallas verdes de papel.
—No, ni idea —dijo dejando las toallitas sucias en una bandejita en forma de riñón—. Llamaban del hospital, diciendo que era urgente, pero aparte de eso, nada.
—Está bien, señoritas —dijo el doctor Fraser, ajustándose con un chasquido los guantes de látex—. Si no les importa vamos a intentar hacerlo rapidito, tengo todavía todas estas malditas hojas de gastos por rellenar.
El resto de la autopsia pasó como una película. El doctor Fraser cortaba, extraía, sopesaba y examinaba las entrañas de Jamie, tomando muestras de tejido para que Brian las guardara en el interior de pequeños tubos de plástico llenos de formol. Al cabo de no mucho rato, Brian estaba ya volviendo a meter los órganos de Jamie en el lugar del que procedían, recurriendo a su habilidad con el punto de cangrejo para coser el cadáver.
—Bueno —dijo el doctor Fraser, lanzando los guantes de látex dentro de un cubo de basura con pedal como si fueran dos gomas elásticas—, tendré que revisar la cinta de la Dama de Hielo antes de poder darles el paquete completo, pero no parece que el pimpollo muriera de la sobredosis. Desde luego el pobre hijo de puta se chutó caballo como para no salir de ésta, pero lo que le mató fue el puré de zanahorias. —Logan miraba atónito—. Yo diría —continuó Fraser mientras Jamie era conducido en camilla hacia su almacenamiento en frío— que llevaba un tiempo en el dique seco, por lo que los efectos de la dosis se habrían magnificado. Heroína a punta pala. Queda todavía un buen montón de diamorfina en el aparato circulatorio: su amigo la espichó antes de que su organismo pudiera absorberla toda. Cayó inconsciente y se ahogó con su propio vómito. La típica muerte de una estrella de rock.
Logan asintió con tristeza. Eso explicaba por qué habían encontrado el cadáver con la jeringuilla clavada todavía. Por lo general la sobredosis de heroína no se manifiesta hasta un par de horas después de la inyección. Logan pensó entonces en las magulladuras más recientes: la mano que le había tapado la boca a Jamie, las señales en las muñecas, por donde lo habían sujetado para pegarle… O quizá simplemente le habían sujetado, y le habían tapado la boca para que no gritara pidiendo socorro mientras otra persona le clavaba la jeringuilla a la fuerza en el brazo y le decía: «¡Nadie deja tirado a Malk Navaja!». Se estremeció. Ese tipo de cosas eran las que le iban al pelo a Sutherland el Pinchos.
—¿Es posible que no se la inyectara él mismo?
El forense se quedó inmóvil, a medio quitarse el pijama quirúrgico.
—No recuerdo que Isobel dijera nada al respecto…
Reflexionó unos segundos, antes de decirle a Brian que volviera a sacar a Jamie de la nevera: tendrían que cortar y trinchar un poco más.
El doctor Fraser tardó doce minutos y medio en determinar si Jamie se había inyectado la sobredosis él mismo o no. Tenía un ramillete de pinchazos en el pliegue del codo, la piel callosa y llena de marcas, y en medio un pequeño punto negro rodeado de un tenue anillo morado. Jamie solo había sido un consumidor ocasional, pero habría sabido hacerlo sin atravesarse la vena y el músculo y llegar hasta el hueso. El doctor Fraser había hurgado con un par de pinzas y extraído una astilla de metal que encajaba en la punta de la jeringuilla hallada en el cadáver. Había un único pinchazo, porque había vuelto a sacar la aguja del orificio solo parcialmente, antes de volver a intentarlo y acertar en la vena. Se veía al doctor Fraser algo azorado por habérsele pasado el detalle por alto la primera vez, él pensaba que Isobel ya había examinado el lugar donde se había aplicado la inyección, cuando ahora era evidente que se lo había dejado para el final.
Logan le dijo que no se preocupara, y se pasó la hora y media siguiente rellenando el montón de papeleo habitual que seguía a una muerte sospechosa, antes de imprimirlo todo con la intención de colarse subrepticiamente en el despacho de la inspectora Steel y dejárselo en la bandeja de entrada sin que ella estuviera presente. Con tal de rehuir la inevitable confrontación. Pero su conciencia pudo más para cuando hubo subido la escalera: Jamie McKinnon había muerto asesinado y, le gustara o no, Logan debía hacer las cosas como es debido. Exhalando un suspiro, se dirigió con paso firme al centro de operaciones de la inspectora. Era una pura locura: pilas de informes, agentes de uniforme haciendo cola para presentárselos, paneles móviles con planos de varios bosques colgados de ellos y marcados con rotulador rojo y azul, teléfonos que sonaban, gente hablando a la vez. Y sentada en medio del torbellino estaba la inspectora Steel. Logan respiró hondo, se dirigió al frente de la cola y le plantó sus papeles a la inspectora en las narices. Ella se los arrancó de las manos y echó un somero vistazo a las dos primeras hojas, maldiciendo mientras las leía.
—¿Qué diablos es esto de «presuntamente asesinado»? Yo creía que el pobre capullo se había suicidado.
—Parece que recibió una ayudita.
—Mierda, es lo único que me faltaba, otra puta investigación criminal. —Hizo una mueca, y todas sus arrugas se alinearon tomando la nariz como punto de fuga—. ¡Y dentro de Craiginches! ¿Quién va a querer hablar con nosotros? ¡Para eso ya podemos ir interrogando a las piedras! Vaya una mierda de pérdida de tiempo… —Steel se mordisqueó pensativa la mejilla por dentro, hasta que gritó dirigiéndose al otro extremo de la sala—: ¡Rennie! ¡Mueva el culo y acérquese!
—¿Sí, inspectora?
—He decidido darle una oportunidad para que pueda cagarla usted solito. —Le arrojó el informe de Logan a las manos—. Léase eso, y luego vaya a Craiginches y encuéntreme al que ha matado a Jamie McKinnon. Quiero una confesión por escrito y una cajetilla de Embassy Regal encima de mi escritorio para mañana a esta misma hora.
Una expresión de pánico se abrió paso a través del rostro del detective Rennie.
—¿Inspectora?
Steel le clavó el dedo en el hombro, lo bastante fuerte como para provocarle una mueca.
—Tengo toda mi confianza depositada en usted. Y ahora ahueque, tengo trabajo que hacer.
Rennie obedeció, sacudiendo la cabeza desconcertado.
—Ehm… —dijo Logan, sabiendo que con esto podía afianzarse aún más en la lista negra de la inspectora—. ¿Está segura de que es prudente? Quiero decir que no es más que un agente detective, y…
—Y usted no es más que un gilipollas que clava puñales por la espalda, y yo aún le dejo que siga jugando a policías y ladrones, ¿o no? —Logan cerró la boca. Steel se levantó de sopetón apartándose del escritorio y se hurgó en los bolsillos hasta que encontró un paquete de tabaco arrugado—. ¿Qué es lo peor que puede hacer? No va a encontrar a nadie que dé un paso al frente y reconozca haber visto algo. Es seguro como hay infierno que no va a confesar nadie. Y Rennie habrá adquirido un poco de experiencia que no le vendrá mal. No puede joder el asunto más de lo que está. Y admitámoslo: nadie va a echar en falta a una rata del tres al cuarto como Jamie McKinnon, de todos modos. —Observó la expresión de desagrado en el rostro de Logan y resopló—. Oh, no me mire con esa cara, no era más que un montón de mierda. ¿No se acuerda de Rosie Williams? Puede que McKinnon no la matara, pero le dio tales palizas que al final ella acabó echándolo de su casa a patadas. ¿Y de verdad cree que era la primera vez que él se tomaba unas cuantas cervezas de más y arremetía contra ella? Mire en sus antecedentes: a McKinnon le gustaba emborracharse y pegar a las mujeres. Los hijos de puta como ése se merecen todo lo que les pase. —Hablaba con voz apagada y amarga—. Y ahora si quiere disculparme, sargento, algunos tenemos trabajo policial de verdad.
—Un gilipollas que clava puñales por la espalda…
Logan bajaba la escalera dando pisotones mientras mascullaba entre dientes. La inspectora Steel parecía haber olvidado a su conveniencia que era él el que había identificado el coche en el que se habían llevado a la prostituta desaparecida. Que si no fuera por él, la inspectora Steel ni siquiera tendría a un sospechoso bajo arresto… No era culpa suya que Insch estuviera en pie de guerra. Para empezar, si Steel no hubiera sido tan idiota y le hubiera dicho a Insch que habían detenido al Pinchos y a su secuaz, nada de esto habría sucedido. Maldita inspectora Steel y su cruzada personal en pos de la gloria.
Se asomó por la puerta de atrás y contempló las nubes que surcaban veloces el cielo gris pálido. Jackie no volvería a casa hasta después de medianoche, así que lo único que podía esperar hasta entonces era un apartamento vacío, una cena preparada y una botella de vino. O puede que dos botellas. Tampoco es que hubiera seguido mucho la dieta de todas formas. Siempre podía volver a empezarla el lunes, cuando las cosas se hubieran normalizado un poco. Claro que eso era lo mismo que venía diciéndose durante los tres últimos meses, y las cosas seguían sin normalizarse… Era hora de volver a casa.
No había llegado más que a la tienda de licores cuando le sonó el móvil. Dios santo, ¿qué pasaría ahora?
Le invadió una sensación deprimente al oír la áspera voz de siempre.
—¿Dónde demonios se ha metido?
Logan soltó un gruñido. Maldita inspectora Steel.
—Mi turno ha terminado, me iba a casa.
—No sea memo, hay cosas más importantes en la vida que tetas y cerveza. Acaba de llamar la brigada de inspección número tres, han encontrado algo.
—¿Holly McEwan? —Sería la cuarta víctima.
—No. Una maleta: roja, y huele como un perro muerto en una sauna. —Un silencio, y luego una conversación ahogada—. Mueva el culo y vuelva a comisaría, tenemos un cadáver descuartizado con el que entretenernos.