Se dirigieron de nuevo hacia el centro de la ciudad, con el detective Rennie al volante, palpándose la ingle cada treinta segundos, para asegurarse de que todo seguía en su sitio. Logan miraba por la ventanilla malhumorado, viendo pasar el tráfico y las personas. La lluvia al menos amainaba, y el cielo azul se abría paso entre las nubes bajas, sobre el asfalto mojado, reluciente a la luz del sol. Rennie se detuvo detrás de un gran cuatro por cuatro BMW, a la espera de que cambiara el semáforo. Otro coche despampanante con matrícula personalizada, de los que tanto proliferaban en la ciudad, como una plaga. Logan frunció el entrecejo. Coche despampanante, coche despampanante… ¿Por qué le sonaba eso tanto?
La luz del semáforo cambió y el cuatro por cuatro arrancó con gran fragor y giró a la izquierda hacia Springbank Terrace, con la mirada de Logan clavada tras él. Al no encontrar respuesta, se sacó el móvil para revisar los mensajes recibidos: solo había uno de Brian, el ayudante de Isobel, en el que le decía que la autopsia de Jamie McKinnon se había aplazado hasta las cuatro. La doctora MacAlister no se encontraba muy bien. Logan cerró el teléfono, dándose golpecitos con la cubierta de plástico contra la barbilla mientras miraba por la ventanilla con el entrecejo fruncido. Isobel no era de las que dejaban traslucir la menor muestra de debilidad: tenía que estar medio muerta para aplazar una autopsia. A las cuatro… Apenas eran las dos.
—Bien —dijo volviendo a meterse el teléfono en el bolsillo y sacándose el montoncito de notas de la señora Cruickshank—. Tenemos un par de horas de tiempo que matar antes de que fileteen a Jamie. Tengo algo especial para usted: ponga rumbo a Westhill.
Westhill era una zona residencial en permanente expansión situada a doce kilómetros al oeste de Aberdeen. Había comenzado siendo un conjunto de granjas de cerdos, hasta que los promotores inmobiliarios le pusieron las garras encima. Ahora se extendía desde la carretera principal hasta lo alto de las colinas, y había ido abrazando poco a poco el campo de golf con sus pálidos brazos de ladrillo. Para cuando Rennie hubo girado por la rotonda del polígono industrial y se adentraba en Westhill propiamente dicho, la lluvia había cesado por completo y todo brillaba bajo la cálida luz del sol. Había media docena de urracas saltando y parloteando sobre la hierba de Denman Park, pavoneándose de un lado para otro como abogados al pasar ellos. Luego dejaron atrás un comprimido centro comercial, en la parte alta de la colina, y giraron a la izquierda hacia Westfield Gardens, donde estaba el hogar del adúltero señor Gavin Cruickshank. La casa estaba situada a más de medio camino de una calle sin salida, que daba a la parte de atrás de la academia de Westhill. El jardín de delante era prístino, arreglado con arriates circulares de rosales, cuyas flores rosas y amarillas relucían por el reflejo del sol en las gotas de lluvia; garaje en la misma casa; puerta roja con divisiones vidriadas; y una cursi placa de madera en la estaba grabado: RESIDENCIA CRUICKSHANK. Las farolas de la calle estaban todas adornadas con carteles amarillo chillón en los que aparecía la foto de un enorme perro Labrador, cuyos rasgos granulosos se confundían con la tinta de la fotocopia; también aparecían las palabras: ¡¡¡MOPPET SE HA PERDIDO!!! La dirección facilitada era la de la casa contigua a la Residencia Cruickshank; la edificación era idéntica, pero no estaba tan bien cuidada. El jardín era una pura maraña de tréboles y dientes de león, y la puerta de la casa necesitaba una buena mano de pintura. El garaje estaba abierto, y en él se veía un herrumbroso Fiat, encajonado en medio de pilas de periódicos viejos, latas de pintura, botellas vacías y piezas de bicicleta. Un gran arcón congelador era lo único que había en aquel sitio con aspecto de funcionar.
—¿De qué va la historia entonces? —preguntó Rennie, mientras cerraba el coche.
Logan señaló la Residencia Cruickshank.
—El marido está desaparecido desde el miércoles. La desconsolada esposa cree que la vecina tiene algo que ver, pero no sabe que su querido Gavin se está tirando a media ciudad, incluida una bailarina de striptease, de ésas que bailan agarradas a una barra, y que tiene el vicio de desaparecer y largarse de vacaciones en el momento más insospechado.
—¿Y usted piensa que se ha fugado con ella?
Logan se sacó del bolsillo el tarjetón del Secret Service y se lo enseñó.
—¿Qué le parece?
Los ojos de Rennie se perdieron a lo largo del cuerpo embutido en el bikini de cuero de Hayley.
—¡Uau! ¡No está nada mal! Por mí podría bailar agarrada a mi barra siempre que… ¡Eh! —Logan le había arrebatado la foto de las manos.
—Vamos —dijo, mientras Rennie hacía un mohín—, aunque también podríamos hacerle una visita a la vecina antes de ir a decirle a la mujer que su marido es un cabrón y que la está engañando.
El timbre de la puerta produjo un simple chasquido metálico, de modo que tuvieron que llamar con los nudillos. Por fin apareció una silueta maldiciente en el cristal ondulado de la puerta.
—Mejor que no seáis otra vez los jodidos chicos exploradores con vuestros trabajitos… —se le apagó la voz al abrir la puerta. Una mujer bastante desarreglada, en bata, los observó con el ceño fruncido—. Mierda, ¿qué quieren ahora? —Llevaba el pelo lacio, con las raíces castañas y grises hasta cinco centímetros por encima del cuero cabelludo; el pelo le caía y le rodeaba una cara ovalada con las ojeras muy marcadas e hinchadas, y venillas rotas formando una tela de araña por las mejillas y la nariz—. Ya lo he dicho en la comisaría: el jodido seguro está en el correo.
—No hemos venido por eso, señora…
Una expresión de pánico cruzó por sus ojos, a la que sucedió enseguida una desafiante mueca de desdén.
—¿Qué quieren entonces?
—El martes pasado tuvo un altercado con el señor Cruickshank, su vecino de al lado.
—¿Quién lo ha dicho? —Había empezado a cerrar la puerta, centímetro a centímetro.
—Yo quisiera que fuera usted la que me lo dijera. Y que me lo dijera ya. Antes de que la arreste y me la lleve a comisaría. —Logan la obsequió con una sonrisa insincera—. Usted elige.
La mujer cerró los ojos y maldijo.
—Está bien, está bien. —Se embutió las manos en los bolsillos de la bata y se metió en la casa dando pisotones al suelo, dejando la puerta abierta para que la siguieran. Así lo hicieron, a través de un desaliñado pasillo hasta la cocina, cuya sucia ventana daba a un rectángulo de hierba estropeada sobre la que había tirados juguetes para perros. Las franjas alrededor de la parcela eran una sucesión de barro revuelto y malas hierbas. El caos de la cocina estaba compuesto por cajas de pizza, envases de comida para llevar de plástico transparente, anegados todavía en grasa, latas vacías de cerveza, ropa sucia que se salía de una cesta para la colada llena a rebosar y el olor de algo que persistía en el fregadero.
Había una pila de facturas sin abrir encima de la mesa, y Logan cogió una. Iba dirigida a la señora Clair Pirie, y apenas visible a través de la ventanilla de plástico del sobre: ÚLTIMO AVISO.
—¿Está el señor Pirie en casa, Clair?
Ella le arrancó el sobre marrón de las manos y lo guardó en un cajón en el que ya no cabía nada más.
—Eso no es asunto suyo. Hace años que se largó, el hijo de puta.
—Entiendo. —Logan la miró mientras ella apretaba el botón de encendido de la tetera y cogía una bolsita de té de entre un montón de otras de color marrón que se marchitaban en un platillo—. Por nosotros no se moleste, gracias. ¿Vive sola entonces?
—No… bueno sí. Quiero decir que sí, sola. —Sospechosa, muy sospechosa. Logan se recostó sobre la encimera y se quedó mirándola fijamente en silencio, mientras la tetera rechinaba y gruñía al romper a hervir—. Vale, de acuerdo —dijo ella por fin—. Joder… Estaba viviendo con mi novio, ¿vale? Pensábamos que se incluyera en el impuesto municipal para la próxima vez, pero hemos cortado, ¿vale? ¿Satisfecho? El muy cabrón me ha abandonado. —La camisola seca de una bolsita de té fue a parar a un tazón mugriento, seguida de un chorro de agua hirviendo.
—Hábleme de sus vecinos de al lado, Clair.
—Ella es una guarra entrometida… ir colgando por ahí carteles en contra de los perros de los demás, caradura metomentodo… Y él es un gilipollas. Un capullo que está siempre quejándose y viniendo a molestar. Nunca está contento, el mamón.
—¿Y por eso le pegó?
Una ligera sonrisa apareció como un destello en su rostro, para desaparecer una vez más.
—Él empezó. Se me presenta aquí insultando y cacareando sin parar. Ni modales ni leches.
Abrió la nevera de un tirón, sacó un cartón de leche y vertió un poco encima de la bolsita de té. Un efluvio asqueroso empezó a extenderse por la cocina, como a queso enmohecido y al inconfundible olor dulzón de la carne que se ha pasado de largo la fecha de caducidad. Pero Clair no dio muestras de notarlo.
—¿Sabía que ha desaparecido?
Ella se quedó inmóvil, con el tazón mugriento en los labios.
—Ah, ¿sí?
—Desde el miércoles, al otro día de que usted le agrediera. —Logan la miró a los ojos: definitivamente ocultaban algo. Solo que aún no sabía de qué se trataba—. Qué casualidad, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—Nada que ver conmigo. Se habrá largado con alguna de sus queridas. Habrá dejado plantada a esa mema de mujer que tiene. La ha abandonado y ya está, joder… —Clair rescató la bolsita de té de la taza con un tenedor y la tiró al fregadero sucio—. Eso es lo que hacen todos ustedes, los hombres, ¿no?
Una vez fuera de nuevo, a la luz del sol, Rennie jadeaba buscando el aire.
—La Virgen —dijo, agitando la mano delante de la nariz—, ¡vaya pestazo! No me extraña que la abandonara su marido. Esa mujer es una dejada… ¿Qué pasa? —le preguntó a Logan, que se había quedado mirando la fachada de la casa.
—Hágame un favor, ¿quiere? Llame a Control y que hagan una verificación completa, acerca de todo lo que tengan sobre la señora Clair Pirie.
—¿Cree que tiene algo que ver con la desaparición de Cruickshank?
—No. Sigo apostando por Ibiza y por la bailarina de striptease Hayley y su mini-bikini de cuero. Pero esa esconde algo.
Fueron a la casa contigua, la Residencia Cruickshank. Apareció Ailsa, ataviada con un delantal a rayas azules y blancas y guantes de goma, y con el pelo rubio recogido. Deslumbrante. Empalideció al ver a Logan en lo alto de los escalones de entrada.
—Oh, Dios mío. —Retorció sus manos enfundadas en los guantes amarillos de goma, que rechinaron—. ¡Ha pasado algo!
Logan esbozó una sonrisa tranquilizadora:
—No pasa nada, señora Cruickshank, hemos venido a charlar un momento con usted, nada más. ¿Podemos pasar?
—Oh, por supuesto, lo siento… ¿Les apetece una taza de té? No es ninguna molestia.
Les invitó a sentarse en un prístino salón y se fue a poner la tetera en el fuego. Tan pronto estuvo fuera de su vista, Rennie se inclinó hacia Logan y le susurró:
—¡Uuuh! ¡Ideal para usted, señor!
—¡No sea criatura! El esposo de la señora ha desaparecido.
—Ya lo sé, pero Virgen santa, ¿cómo va uno a dejar pasar eso? ¡Es una preciosidad! ¡Yo no la desaprovechaba! ¿Y usted?
—Cierre el pico, lo va a oír.
Rennie se quedó mirando la cocina con expresión anhelante.
—Se lo digo de verdad: por mí no tendría ni que quitarse los guantes de goma, yo le…
—¡Agente! ¡Se lo advierto!
Rennie bajó la vista hacia la alfombra.
—Lo siento, señor, debe ser el shock de ver que aún me funcionan las pelotas después de la vasectomía a rodillazo limpio de esa maldita Suzie McKinnon. —Logan no pudo evitar sonreírse.
Ailsa Cruickshank volvió con una bandeja con tazas de té y galletas de chocolate. Rennie se sirvió una galletita Penguin, mientras la mujer se sentaba en el borde del sofá y se ponía a juguetear con un cojín. Logan se aclaró la garganta, sin ver con claridad qué iba a venir a continuación.
—Ehm… —comenzó, preguntándose cómo iba a decirle a aquella mujer que su querido Gavin se había ido de vacaciones a disfrutar de unos días de asueto y sexo con una bailarina de striptease—. No sé si ha tenido por fin alguna noticia de su esposo.
Ella exhaló un suspiro, desinflándose un poco.
—No, no he sabido nada.
—Entiendo… —Vamos: díselo—. Ehm… cuando denunció la desaparición de su esposo, ¿le preguntaron si había echado en falta también algunos objetos: su cepillo de dientes, mudas, el pasaporte? Alguna cosa de este tipo.
—No pensará que se haya… ¡Gavin nunca se iría así sin más, sin decirme nada! No, nunca lo haría.
Logan se mordió el labio y asintió con la cabeza.
—Sí, claro, naturalmente. Es solo por si acaso: ¿le importaría si echáramos un vistazo?
Ailsa los condujo al piso de arriba, al dormitorio principal, ignorante de los ojos del detective Rennie clavados en su trasero mientras subía la escalera delante de ellos. La casa estaba decorada con tonalidades suaves, todo conjuntado con sumo detalle. La ropa de la cama hacía juego con las cortinas, la moqueta y unos cojines con exceso de relleno que descansaban en una butaca de mimbre en el rincón. De hecho lo único que desentonaba en la habitación era una gran colección de novelas policíacas, todas de ella, como explicó con una sonrisa de disculpa, a Gavin no le gustaba leer. Rebuscó en una cómoda y sacó un par de pasaportes color burdeos de la Unión Europea. Uno a su nombre, el otro al de Gavin. El cepillo de dientes de éste seguía en el cuarto de baño. La maquinilla de afeitar, la crema hidratante, la mascarilla exfoliante y el fijador para el pelo seguían en el botiquín. Claro que eso no probaba nada. Dado el estilo de vida que llevaba Gavin Cruickshank, probablemente tuviera los mismos artículos de tocador en el cuarto de baño de cada una de las mujeres con las que se acostaba. Además, muchas personas que trabajaban en el sector de los hidrocarburos tenían un segundo pasaporte, algo muy útil cuando uno tenía que obtener visados para cerrar contratos en Azerbaiyán, Angola o Nigeria… En resumidas cuentas, pues, todo eso no servía para demostrar nada, o como mucho le servía a Logan para aplazar lo inevitable, y a Rennie para tener la oportunidad de seguir mirándole el trasero a la señora Cruickshank mientras ésta les conducía de una habitación a otra. Una vez de vuelta en el salón de abajo, Logan respiró hondo y le transmitió las malas noticias. Ella se quedó allí de pie, pasmada y en silencio, durante casi un minuto antes de que le afloraran las lágrimas. Logan y Rennie se excusaron y se marcharon.
Sentados en el coche, Logan maldecía en voz baja, mientras Rennie miraba con melancolía hacia atrás, en dirección a la casa.
—¿Está seguro de que no sería mejor que me dejara volver a consolarla, sargento? Cuestión de prestarle un hombro sobre el que llorar y esas cosas… —Enmudeció al ver la expresión de Logan. Carraspeó y arrancó el coche—. Vale, vale, está bien.
Logan lanzó una última mirada por encima del hombro, sin sorprenderse al ver un par de ojillos sospechosos que lo observaban desde la casa de al lado. Definitivamente, escondía algo.
En el depósito de la jefatura de la Policía Grampiana había un extraño olor a queso y cebolla cuando llegó Logan con siete minutos de antelación para asistir a la autopsia de Jamie McKinnon. El invitado de honor estaba ya en posición, tumbado de espaldas sobre la mesa de disección, como Dios lo trajo al mundo. Pero aparte de eso, el lugar estaba desierto. No habría una gran concurrencia para la actuación de despedida de Jamie: al fin y al cabo no era más que otro yonqui suicida. Dado que se había quitado de en medio en la cárcel, se veían obligados a poner en marcha todo el proceso de investigación para averiguar las causas de un accidente mortal, aunque no parecía probable que la cosa fuera a mayores y diera lugar a ningún escándalo público. El único pariente que seguía con vida de Jamie era su hermana, y puesto que para empezar era ella la que le había proporcionado las drogas, no estaba en condiciones de presentar pleito alguno por el motivo de muerte en situación de detención preventiva. Por eso en esta ocasión Logan y Rennie estarían solos ocupando los asientos baratos, sin ni siquiera una ayudante del fiscal que les hiciera compañía. Ahora bien: dónde demonios se había metido Rennie, eso quedaba a la libre imaginación de cada cual. Isobel entró arrastrándose en la sala de disección a las cuatro menos dos minutos, sin molestarse en disimular un bostezo de felino. Se lavó en la pila sin decir ni hola.
Logan suspiró. Al menos hacer el gesto.
—¿Una mala noche?
—¿Hmm? —Levantó la vista de las manos, que estaba secándose, con el mismo gesto ceñudo de la mañana—. No tengo ganas de hablar del tema.
—Está bien… —Se preveía una de aquellas autopsias «divertidas».
—Puede que tú ya lo sepas, Colin no volvió a casa anoche. —Cogió un delantal verde de plástico del rollo junto a la pila del lavabo y se lo puso por encima del equipo quirúrgico. Era lo bastante largo para cubrirle hasta los tobillos de sus botas de agua.
—¿Oh? —Eso sonaba a que Miller iba a pasarlas canutas cuando volviera hoy a casa del trabajo—. ¿Cuál ha sido la excusa?
El ceño adoptó una expresión sombría.
—Aún no he hablado con él. —Dejó caer de golpe una bandeja con instrumental quirúrgico sobre el carrito que estaba junto al cadáver de Jamie—. Son las cuatro, ¿dónde coño está todo el mundo?
Brian, el ayudante de Isobel, fue el primero en aparecer, deshaciéndose en disculpas, seguido de cerca por el detective Rennie. El doctor Fraser fue el último en presentarse: ocho minutazos tarde, y sin la menor muestra de contrición. Estaba preparado ya a las tres, según dijo, pero entonces se presentó algo, ¿y podía mientras rellenar sus hojas de gastos? Le debían dos meses de atrasos y necesitaba el dinero. Tomando la silenciosa mirada ceñuda de Isobel por un «sí», depositó su maletín en la mesa de disección contigua y desparramó papeles y recetas sobre la reluciente superficie de acero inoxidable.
Dejando escapar un suspiro de exasperación, Isobel inició el examen preliminar. Fue narrando su periplo a lo largo y ancho del cadáver a medida que lo recorría. Encontró pruebas de al menos una docena de incidentes por separado en que había sido objeto de algún tipo de acción violenta. El ramillete de contusiones más reciente ni siquiera había tenido tiempo de manifestarse en forma de hematomas propiamente dichos. Parecía como si alguien hubiera sujetado a Jamie mientras otra persona le propinaba puñetazos en el estómago de manera reiterada. Había también pequeñas señales en torno a la boca, causadas probablemente por una mano que se la mantenía cerrada para evitar que gritara. No era de extrañar que el pobre diablo se hubiera quitado de en medio.
Llegó la hora de abrirlo en canal, pero por una vez Logan tuvo la sensación de que Isobel se limitaba a cubrir el expediente. Cortaba la carne y los tejidos con poco entusiasmo, de una forma distraída, como si tuviera la mente en otra cosa. Probablemente en algo que tenía que ver con lo que le haría a Colin Miller cuando le pusiera las manos encima. Sonó el teléfono del depósito en el momento en que Isobel levantaba el contenido de la parte inferior del abdomen de Jamie. Brian se escabulló y atendió a la llamada, hablando en susurros y diciéndole a quienquiera que fuera que la forense estaba ocupada en aquellos momentos, pero que si quería llamar más tarde, habría terminado en una hora más o menos. Pausa. Entonces tapó el micrófono con la mano y sonrió con afectación dirigiéndose a Isobel:
—Disculpe, doctora MacAlister, pero quieren hablar con usted.
Ella se quedó quieta con el hígado de Jamie en las manos, y habló en voz baja y marcando las palabras apretando los dientes:
—Estoy ocupada: ¡coja el recado!
El rostro de Brian se distorsionó en forma de la más obsequiosa de las sonrisas:
—Lo siento, doctora, pero dicen que es urgente.
Isobel maldijo para sí.
—¿De qué se trata? —Brian se precipitó hacia la mesa de disección con el teléfono en la mano, que le aguantó en la oreja a la doctora mientras ésta cortaba la última tira de tejido conjuntivo y liberaba el hígado—. Sí, la doctora MacAlister al habla… ¿Qué? No, tendrá que hablar más alto. —El hígado de Jamie era oscuro, morado oscuro, y colgaba como una babosa gigante entre sus dedos enguantados—. ¿Que le han qué? —Los ojos se le abrieron desmesuradamente por encima de la mascarilla—. ¡Oh, Dios mío! —El hígado cayó con un ruido de manotazo sobre la superficie de la mesa y se escurrió hasta caer en las baldosas a sus pies.
Isobel dio media vuelta y salió corriendo de la zona esterilizada, dejando atrás las neveras y despojándose de paso de los guantes manchados de sangre y de la mascarilla y el delantal. Logan corrió tras ella, y le dio alcance cuando ella subía las escaleras que llevaban a la terraza de atrás.
—¿Isobel? ¡Isobel! —Ella señaló con el mando a distancia hacia su gran Mercedes y se subió de un salto al volante, vestida todavía con el pijama quirúrgico lleno de sangre. Logan agarró la manilla de la portezuela antes de que ella pudiera cerrarla—. ¡Isobel, espera! ¿Qué ha pasado?
—¡Tengo que irme! —Agarró la puerta y la cerró de golpe. Pisó el acelerador a fondo y arrancó dejando dos marcas paralelas de goma quemada en el asfalto.
—Estupendo —masculló él para sí mientras el coche se precipitaba por la rampa a toda velocidad y doblaba la esquina, desapareciendo de su vista—. Como tú quieras.