Logan tenía que pasar por jefatura para recoger al detective Rennie y luego ir a la prisión, tomar declaraciones y asegurarse de que todo se realizaba de acuerdo con la normativa. La lluvia seguía cayendo con fuerza, haciendo vibrar el techo del vehículo, cuando aparcaba frente a la puerta trasera de la comisaría y llamaba al agente detective por el móvil para que supiera que estaba esperándole. Al cabo de dos minutos, Rennie se montaba en el asiento del acompañante, con un escalofrío.
—¡Vaya día de perros! —Se pasó la mano por el pelo y se sacudió el agua en la alfombrilla para los pies—. Tenga, para usted.
Rennie le hizo entrega de un montoncito de notas amarillas escritas en pósit, en cada una de las cuales se le pasaba recado de una llamada de la señora Cruickshank, que quería saber si ya habían dado con el paradero de su esposo. Debía haber llamado media docena de veces, desde el día anterior. Logan se metió los avisos en el bolsillo, la mujer tendría que esperar hasta que acabaran con los asuntos en la prisión.
Rennie permaneció en silencio mientras bajaban por Market Street y dejaban atrás el puerto, pero Logan se dio cuenta de que no dejaba de lanzarle miradas furtivas por el rabillo del ojo.
—Vamos, desembúchelo ya.
Rubor en las mejillas.
—Disculpe, señor, es solo que me preguntaba qué habría hecho para alterar así a la inspectora Steel.
—¿Por qué?
—Ehm… —Rennie hizo una mueca, muestra evidente de sus esfuerzos por encontrar una manera diplomática de soltarlo—. Me ha dicho que le diga: que si la jode esta vez, ella tendrá que joderle a usted. Se lo juro por Dios, me dijo que se lo prometiera: palabra por palabra. —Lanzó otra fugaz mirada hacia Logan—. Lo siento…
—Entiendo. —Solo Dios sabía por qué se sorprendía: no había cosa peor que una mujer ofendida, etcétera—. Bueno, hablemos de Jamie: ¿qué ha pasado?
—Salió del hospital ayer por la mañana. Lo llevaron al juzgado para encausarlo por posesión de drogas, y luego directo a Craiginches. Lo han encontrado hace media hora en el patio de la prisión. Creen que ha sido una sobredosis.
—¿Dentro de la cárcel? ¿Y cómo se las ha arreglado para obtenerla?
Rennie se encogió de hombros.
—Ya sabe lo que pasa, cuando van tan locos por ella, la consiguen.
—No la traería del hospital, ¿no?
—No, ya lo he comprobado. Después de encontrarle la droga en el culo, no se le permitía ir solo ni a jiñar. Vaya un trabajito debe ser, ¿eh? Quedarse ahí en un rincón mientras un ratero del tres al cuarto está cagando, para comprobar luego que no hay nada que pueda sacar de la taza y devolver la cosa ahí dentro.
Logan estacionó el vehículo en el aparcamiento de la prisión, entre un coche patrulla y un Mercedes de gama alta que le resultaba familiar.
—Oh, Dios mío… —exclamó mientras contemplaba el coche de Isobel. Lo único que le faltaba, otra a darle de su hiel.
La encontraron en el extremo más alejado del patio de la prisión, ataviada como todos los demás con un favorecedor mono blanco, agachada sobre los restos mortales de Jamie McKinnon, el cual había quedado en torcida postura. Como si lo hubieran vapuleado. Los de Identificación habían improvisado una carpa sobre el cuerpo, tirando cuerdas de una pared de seis metros a otra y colocando el plástico azul sobre ellas, para así intentar proteger mínimamente de la lluvia el cadáver de Jamie McKinnon.
Éste estaba tumbado de costado, con un brazo retorcido tras la espalda y el otro tapándole la cara. Tenía las vendas de los dedos rotos sucias y manchadas de vómito, la rodilla izquierda levantada hasta el pecho y la pierna derecha señalando directamente al este.
—Está bien —le dijo Isobel a un técnico de Identificación pertrechado con una enorme cámara digital—. Quiero que lo fotografíe todo. En particular las manos y las suelas de los zapatos. —Levantó la vista y vio a Logan en el momento en que éste agachaba la cabeza para pasar bajo el dosel de plástico azul, guareciéndose de la lluvia. Frunció el ceño—. Cuando haya terminado con las fotografías, que lo lleven al depósito.
El fotógrafo se puso manos a la obra. Con cada fogonazo del flash, las gotas de lluvia quedaban apresadas por el haz de luz en su camino hacia el suelo. Isobel se incorporó, recogió su maletín y se dirigió hacia la salida, acompañada por una montaña de músculos envueltos en un uniforme de funcionario de prisiones. Seguramente para cerciorarse de que no atacara y dejara maltrecho a ninguno de los reclusos.
—¿Isobel? —dijo Logan mientras ella trataba de pasar junto a él sin decirle nada.
—¿Sí? —Mirada fija al frente. Tenía un aspecto verdaderamente espantoso: la cara cansada y abotargada, como si no hubiera dormido en una semana.
—Necesito saber qué ha pasado.
Ella se miró el reloj con el entrecejo fruncido, antes de dirigir de nuevo la vista hacia el cadáver de Jamie McKinnon.
—Está muerto. Al parecer por sobredosis, pero no podré confirmarlo hasta que le haga la autopsia. Te haré llegar el informe preliminar cuando lo tenga listo. —Su voz sonaba más fría y lacónica aún que de costumbre—. Hasta entonces, si me disculpas, tengo otros asuntos de que ocuparme.
No esperó respuesta, sino que salió del recinto entre el frufrú del mono al caminar.
—Por cierto —dijo Rennie—, yo me sé de dos que no se lo han puesto.
Cogieron un par de monos policiales y se los enfundaron mientras el equipo de identificación acababa con las fotografías y se disponía a meter el cadáver en una bolsa.
—¿Quiere que esperemos un poco? —preguntó el técnico en jefe, en cuyo bigote gris sucio brillaban unas gotas de agua de lluvia—. Aunque no puedo darles mucho tiempo, con toda esta agua se echará a perder cualquier rastro de prueba.
Se guardó la bolsa para cadáveres debajo del sobaco y fue a refugiarse con sus compañeros junto a la pared de la cárcel, a resguardo del aguacero.
Logan se agachó junto a Jamie. Las magulladuras de antes se habían difuminado un poco, pero habían sido reemplazadas por otras nuevas. Fuera lo que fuera lo que estuviera pasando, parecía como si Jamie fuera el blanco de todo. Tenía vómito en el pelo y en la chaqueta, y el acre olor a bilis se mezclaba paulatinamente con el hedor a orina fresca.
—Bueno —dijo Rennie imitando a Logan y agachándose junto al cadáver—, ¿qué les hace pensar a todos que haya sido una sobredosis?
—¿En serio lo pregunta?
Rennie levantó la vista, perplejo.
—¿Qué? ¿Es por su historial con las drogas y…? —Se le apagó la voz cuando miró hacia donde le señalaba Logan: Jamie tenía una jeringuilla desechable clavada en el pliegue del codo izquierdo—. ¡Dios bendito, qué cosa más espantosa!
—Ehm… ¿sargento? —Era Bigote Sucio otra vez, aferrado a su bolsa para cadáveres vacía como si fuera una bolsa de agua caliente—. De verdad, tenemos que llevárnoslo ya al depósito. —Logan les dejó con su labor.
En el interior de las dependencias de la prisión, la asistenta social encargada del caso de Jamie McKinnon, y de sabía Dios cuántos otros más, estaba inclinada sobre la superficie de un escritorio de la sección administrativa garabateando con ademanes furiosos calaveras y huesos cruzados en una agenda caótica. Era la única persona a la vista. Si a Logan la prisión le parecía ya de por sí lóbrega y deprimente, no era nada en comparación con las oficinas internas de la asistencia social, un almacén de pintura reconvertido, con una opresiva iluminación de fluorescentes, el falso techo de un amarilleo grisáceo y sucio, la pintura levantada y las losetas gastadas hasta las hebras. Las paredes estaban recubiertas de archivadores en fila y de estantes con papeles, que ocupaban el espacio que había entre las altas ventanas con barrotes y un póster con la inscripción: NO HAY QUE ESTAR LOCO PARA TRABAJAR AQUÍ, sobre el que alguien había añadido con rotulador indeleble azul la coletilla: A MENOS QUE PIENSES QUEDARTE. La única concesión a la vida era un tiesto con plantas de interior de aspecto enfermizo, cuyas hojas amarilleaban lentamente mientras, también ellas, sucumbían a la atmósfera de derrotismo y descuido. Logan tomó asiento al otro lado del escritorio y le preguntó por Jamie McKinnon.
La mujer, de aspecto cansado, tenía las ojeras marcadas y la punta de su larga y recta nariz de una tonalidad rosa de fresa, como si llevara años sonándosela sin parar.
—Qué maravilla, ¿eh? ¡Como si no tuviera ya bastante papeleo! —Suspiro. Luego se frotó la cara con las manos abiertas—. Lo siento, últimamente andamos cortos de personal, como siempre, maldita sea, una de permiso por maternidad, dos de baja por estrés, otra que desertó hace cuatro meses, ¡y aún no han contratado a nadie para sustituirlas!
Logan contó las mesas: solo había seis.
—Entonces está usted prácticamente sola.
—Está también la puñetera de Margaret, pero ésa no sirve para nada, la mayor parte de las veces. —Sorbió ruidosamente por las narices, y acto seguido hurgó en el cajón en busca de un pañuelo de papel de tamaño gigante, dando paso a una serie de húmedos sonidos nasales—. ¿Qué es lo que quiere saber?
—Por lo que parece Jamie ha tomado una sobredosis: ¿cree que puede haberlo hecho a propósito?
Se le nubló por completo el semblante.
—¡Estaba bajo vigilancia por intento de suicidio! ¿No? Andamos cortos de personal, si supiera la cantidad de…
—No estoy buscando culpables, solo quiero saber si usted piensa que se trata de un accidente o de un suicidio.
La mujer exhaló un suspiro cansado y depresivo.
—Todo le iba de mal en peor. Le pegaban mucho, no sé por qué, pero había un montón de reclusos que parecía como si se la tuvieran jurada. Además estaba acusado del asesinato de su amante, por si no fuera poco el trago de su muerte. Y la última vez que hablamos acababa de enterarse de que ella estaba embarazada de un hijo suyo. Se echó a llorar sin consuelo… —Se encogió de hombros—. De modo que sí, me parece bastante verosímil. ¿Qué perdía? El amor de su vida había muerto, lo mismo que su hijo no nacido, y si miraba al futuro solo podía ver una serie de palizas en la cárcel durante los siguientes años, entre trece y veinte.
Logan asintió con tristeza.
—¿Y testigos? Quiero decir, estamos en pleno día, y él estaba ahí en mitad del patio, por fuerza tiene que haber alguien que lo haya visto mientras lo hacía.
Esto suscitó una breve risa burlona.
—¡Debe estar tomándome el pelo! ¿Testigos? ¿En este sitio? Sería un milagro.
—Bueno, entonces, ¿y las cámaras de seguridad? Están…
—Jodidas. Tenían que venir a arreglarlas el jueves pasado, en teoría, pero ¿usted ha visto a alguien? Nada de nada. Solo están operativas algunas en el interior del edificio, pero la mitad no funcionan. —Se encogió de hombros—. Ya sabe lo que pasa.
—Empiezo a hacerme una idea. —Habían llegado a un punto muerto. Jamie se había agenciado un poco de droga y había puesto fin a sus desgracias—. ¿Cómo consiguió la droga?
—Le sorprendería la de droga que puede comprarse aquí dentro. Hacemos todo lo que podemos por evitar que entre, pero ellos siempre se inventan alguna manera nueva. Hay días en que esto parece una farmacia al por mayor.
Logan se recostó en su asiento y se quedó mirando al techo, mientras intentaba pensar qué más podía preguntar.
—¿Tuvo alguna visita desde que volvió del hospital? —Como por ejemplo dos fornidos caballeros de Edimburgo. Ella no lo sabía, pero podía averiguarlo. Una rápida llamada, y la respuesta era que sí, que la tarde anterior Jamie había tenido una visita: su novia—. ¿Novia? ¿Cómo iba a tener ninguna novia, si acababan de matar a golpes al gran amor de su vida?
Por suerte la sala de visitas era uno de los pocos sitios de la cárcel donde todavía funcionaban las cámaras de circuito cerrado de televisión. Logan y Rennie estaban sentados en el centro de control de seguridad, mirando un monitor parpadeante con las imágenes de la tarde del día anterior. La pantalla mostraba una estancia vacía con varias series de mesas dispuestas en líneas rectas y un par de sillas de plástico a lado y lado de cada mesa. Logan apretó el botón de avance rápido, y la imagen se llenó de rayas horizontales que vibraban mientras la cinta corría hacia delante con un zumbido. En una esquina apareció un funcionario de prisiones, como por arte de magia, y tras él entró a toda velocidad el primer recluso, seguido por otros dos, cada uno de los cuales eligió una mesa lo más alejada posible de los demás. El zumbido se detuvo y la imagen avanzó a velocidad normal. Jamie McKinnon estaba sentado al fondo a la izquierda, bajo el cartel en el que se decía a los visitantes que no estaba permitido cruzar la línea que los separaba de los reclusos. Entonces llegó la novia, que entró cojeando en el plano de espaldas a la cámara. Pero Logan no necesitaba verle la cara para saber quién era: chaqueta negra de cuero, tejanos raídos, el pelo rosa de punta. Logan clavó el dedo en la pantalla.
—Suzie McKinnon, la hermana de Jamie. ¿Cómo es que se han pensado que era su nov…? —Suzie se inclinó por encima de la mesa y le besó a su hermano en la boca con pasión—. Oh, ya lo entiendo.
—Vaya —dijo Rennie, mientras observaba cómo la pareja se separaba y ambos se limpiaban la boca con la manga—. Le ha metido algo más que la lengua. —Concretamente un pequeño paquete con droga, transferido de boca a boca bajo la apariencia de un largo y apasionado beso.
Logan asintió con la cabeza.
—Eso parece. Vamos, teníamos que ir a visitarla de todos modos: es el pariente más cercano.
Suzie McKinnon no estaba en su habitual lugar de encuentro donde se reunía para beber con el resto de consejeros del rey Eduardo. La lluvia disuadía de salir incluso a los monárquicos más recalcitrantes. De modo que probaron en la dirección de Ferryhill hasta donde la habían seguido la última vez. En el apartamento del sótano había luz, la cual se veía brillar en la tarde gris. Suzie estaba en casa.
—Bien —dijo Logan, soltándose el cinturón de seguridad—. Éste es el plan: yo entro y llamo a la puerta. Rennie: usted espera aquí delante, como la otra vez, no vaya a saltar por la ventana y desaparezca bajo esta lluvia monzónica. —Se volvió hacia el mediador familiar, al que habían pasado a recoger dando un rápido rodeo por jefatura; era el mismo joven nervioso que les habían asignado para la abuela Kennedy—. Usted vaya a ocupar el patio de atrás.
La puerta exterior del inmueble no estaba aún cerrada, así que Logan entró sin más y bajó con paso cauteloso la oscura escalera que conducía al apartamento del sótano, haciendo crujir los cristales de una bombilla rota. La puerta de los McKinnon había sufrido algún que otro porrazo desde la última vez en que había estado allí: junto a la cerradura se apreciaba la huella de una botaza, la madera alrededor de la cual estaba abombada y resquebrajada. Logan llamó con los nudillos, y la puerta se abrió sola hasta todo lo que daba la cadena de seguridad; la madera estaba astillada en los puntos de los que habían sido arrancados la cerradura y el cerrojo. Por la rendija apareció un rostro nervioso, que al ver a Logan dio media vuelta y salió disparado. Suzie McKinnon. Se oyó un portazo en la salita: había elegido la ventana de delante. Logan la encontró en la calle, debatiéndose con el detective Rennie. El pelo rosa se le había aplastado sobre la cabeza, y el maquillaje blanco había empezado a corrérsele bajo la intensa lluvia, como si se le derritiera la cara. Le clavó a Rennie los dientes en el brazo, y él gritó un «¡me cago en la puta!», al tiempo que aflojaba el apretón un instante, suficiente para que Suzie se escurriera con un movimiento rápido y le asestara un certero rodillazo en la ingle. Rennie se puso blanco, pero no la soltó, susurrando maldiciones entre dientes mientras ella se retorcía y lo insultaba.
Logan la agarró del brazo antes de que pudiera causar más daño y dijo:
—Jamie ha muerto, Suzie.
Ella se quedó inmóvil, mirándole con incredulidad mientras la lluvia los envolvía a todos. De cerca Logan pudo apreciar que el maquillaje ocultaba algo más que granos en la piel. Al deshacerse bajo la lluvia, los hematomas y arañazos afloraban a la superficie.
Abría y cerraba la boca, hasta que por fin consiguió articular una palabra:
—¿Cómo?
—Una sobredosis, parece. Pero no lo sabremos con seguridad hasta que… —Guardó silencio, para no entrar en detalles acerca de lo que Isobel iba a hacer con el cuerpo de Jamie—. Hasta más tarde. No lo sabremos hasta más tarde. Venga, vamos dentro.
La cadena seguía puesta, de modo que tuvieron que encaramarse a la ventana de la salita, pisoteando el raído sofá y dejando sus húmedas huellas marcadas en él antes de saltar sobre la alfombra. Permanecieron un momento en silencio, Suzie comiéndose sus uñas pintadas de negro mientras Rennie se dirigía renqueante a la cocina para cumplir las órdenes de preparar un té, refunfuñando sin parar por el rodillazo en las pelotas.
—¿Qué le ha pasado a la puerta?
Ella frunció el entrecejo, como si las palabras de Logan le llegaran desde muy lejos.
—¿La puerta? Ah, eso… —se encogió de hombros, gestó que acompañó con una mueca—. Se me olvidó la llave. —Evitó mirarle a los ojos.
—Supongo que también te caerías por las escaleras. Porque estaría muy oscuro y esas cosas.
Suzie cerró los ojos y asintió con la cabeza, mientras las lágrimas le asomaban brillantes entre las pestañas y rodaban por sus magulladas mejillas. Logan suspiró.
—Los dos sabemos que eso es una chorrada. Alguien abrió la puerta a patadas, y luego hizo lo mismo contigo. Y te apuesto todas las patatas de Escocia a que sé quién fue.
—¿De… verdad… ha sido una sobredosis?
—Hasta donde sabemos… No estamos seguros de si lo buscó a sabiendas o no.
—Oh, Dios. —Hundió la cabeza entre las manos, y se puso a mecerse hacia delante y hacia atrás entre sollozos mudos—. ¡Lo he matado yo!
Logan se quedó un momento viéndola llorar.
—¿Cómo la obtuviste, Suzie?
Pero ella ya no le escuchaba.
—Oh, Dios mío, Jamie… —Se tiraba del pelo rosa mojado, llorando la muerte de su hermano.
Eso fue diez minutos antes de que nadie se acordara del mediador familiar, que seguía esperando en el jardín de atrás bajo la lluvia.