—¡Mi niño bonito!
La inspectora Steel estaba de pie junto a la ventana de su despacho, fumando un pitillo a escondidas mientras leía el informe pericial preliminar acerca de las muestras de cabello obtenidas en el Audi nuevo de Neil Ritchie. Eran una réplica perfecta de las tomadas del cepillo para el pelo en el apartamento de Holly McEwan. Se volvió y le sonrió a Logan de oreja a oreja mientras éste entraba en la estancia, en teoría una hora y media tarde con respecto a su hora de llegada al trabajo, pero dado que había trabajado dos de sus días libres, pensó que no se lo tendrían en cuenta. Además, intentaba demorar al máximo el reencuentro con la inspectora. Cuando a las cuatro y media de la mañana consiguió armarse por fin del valor necesario para comprobar de qué se trataba, resultó que la luz roja parpadeante del contestador automático era una llamada en que le habían dejado grabado un mensaje según el cual su número había sido agraciado con un crucero por el Caribe, con cinco mil libras en metálico, o para el caso con el título del gilipollas más crédulo del mundo. No había devuelto la llamada.
Steel le saludó con el brazo y le disparó una sonrisa.
—Lazarus, precisamente el hombre al que llevaba esperando toda la vida… —Hizo una pausa y se miró el reloj—. Bueno, digamos que desde las siete de la mañana, al menos. En fin, qué más da —dijo—. El caso es que ya está aquí.
Logan frunció el entrecejo. No era exactamente el recibimiento que esperaba. ¿Cómo era que la inspectora no le había arrancado ya un pedazo del culo de un mordisco?
—Ehm… —Se imponía un cambio de tema—. ¿De qué ha acusado a Ritchie? —Sin cadáver sería difícil conseguir una condena.
—De nada todavía. Escuche esto: ¡sigue aquí por motu propio! ¡Ni siquiera ha sido detenido aún! —Su rostro resplandecía como las luces de Navidad de Stonehaven—. ¿Puede haber algo mejor? —La norma de las seis horas de retención no empezaría a contar en tanto Ritchie no fuera detenido de manera formal. Seguía allí por voluntad propia; así las cosas, podían tenerlo el tiempo que quisieran. O al menos hasta que él pidiera marcharse—. Se ha pasado casi toda la noche lloriqueando y repitiendo que él no había hecho nada y que todo esto tenía que ser una terrible equivocación. —Sonrió—. Ese gilipollas vanidoso de Bushel le ha interrogado también, para su informe psiquiátrico criminal. El cretino cuatro ojos se ha emocionado tanto que un poco más y se mea encima… Ritchie encaja en su perfil hasta en las comas: criado sin una madre, un padre autoritario al que le iba tirarse a prostitutas, una infancia infeliz y bla, bla, bla… sin nadie que le quisiera. Lo de siempre.
—Un momento: el perfil decía que debía tener un trabajo servil. ¡Ritchie es contable especializado!
—¿Y qué? Los perfiles no son una ciencia exacta, ¿no? Además, las pruebas periciales lo relacionan de forma inequívoca con Holly McEwan… La fiscal está de acuerdo, Ritchie es el hombre al que buscábamos.
—¿Y qué hay de Michelle Wood y de Rosie Williams?
—No complique las cosas. Aún nos queda Jamie McKinnon si no podemos cargarle a Ritchie las tres putas. Mientras tanto… —Rebuscó entre el desorden de papeles que cubría su escritorio, hasta que extrajo una nota con una dirección—. Ritchie alega que aún tenía su flamante coche nuevo cuando Holly desapareció. Seguramente son chorradas, pero quiero comprobarlo. Y llévese a Rennie con usted: me tiene hasta los ovarios ya, esta mañana.
El concesionario de Wellington Executive Motors consistía en un cubo de cristal de una sola planta, engalanado por dentro y por fuera con unos vehículos de gama alta cada uno de los cuales debía costar más que el piso de dos habitaciones en el que vivía Logan. El lujoso muestrario estaba ubicado en Crawpeel Road, en Altens, un polígono industrial asentado en la carretera de la costa, al sur de Aberdeen, atestado de empresas de servicios petroleros. Aquí y allá, las gigantescas monstruosidades arquitectónicas de acero y cristal se cernían por encima de solares y almacenes: las principales compañías petroleras querían así asegurarse de que todos supieran quién mandaba allí. Pero a una hora tan temprana de una mañana de domingo, Wellington Motors era el único establecimiento abierto.
Preocupado todavía de que la inspectora Steel no lo hubiera abroncado por habérsela jugado ante Insch, Logan apenas había escuchado una palabra de lo que había dicho Rennie mientras cruzaban la ciudad tras salir de jefatura. Lo cual seguramente daba tres cuartos de lo mismo: la experta perorata del detective había ido acerca de cierta trama secundaria de Coronation Street que era idéntica a otra de hacía años de Brookside.
Aún seguía taladrando con el tema mientras cruzaban las puertas de cristal y se adentraban sobre el oscuro suelo de caucho del concesionario. El lugar olía a coche nuevo y a café recién hecho. De algunos altavoces ocultos emanaba con discreción la música de Vivaldi.
—Buenos días, caballeros. —Se volvieron para encontrarse con una vendedora que les sonreía enseñándoles toda su dentadura—. Bienvenidos a Wellington Executive Motors. —Hizo un gesto con el brazo para abarcar todo el conjunto de los vehículos expuestos, por si no se habían dado cuenta de dónde estaban—. Me encantaría poder ayudarles a elegir un modelo para que lo prueben, pero mientras, ¿qué puedo ofrecerles? ¿Un capuchino? ¿Unas galletitas? —Logan preguntó por el gerente, ante lo cual la sonrisa de la mujer flaqueó, antes de recuperarla, no sin dificultad—. ¿Hay algo que yo pueda hacer por ustedes? —No, no había nada—. Ya, bueno, ehm… el señor Robinson se encuentra atendiendo a un cliente en estos momentos. ¿Puedo ofrecerles algo mientras esperan? ¿Un capuchino? ¿Unas galletitas?
El señor Robinson era un hombre orondo y jovial, con el pelo gris claro peinado en tejadillo para disimular la calvicie y una barba muy cuidada, todo sonrisas y apretones de mano hasta que descubrió que Logan y Rennie eran policías. Entonces mudó el rostro en una expresión de horror preocupado y, restregándose las manos, preguntó:
—¿Ha pasado algo?
Logan adoptó la más encantadora de sus sonrisas.
—Nada en absoluto, señor, necesitaría hablar con usted acerca de un coche que vendieron ustedes la semana pasada, a una persona llamada Neil Ritchie. Un coche nuevo de fábrica…
—Un Audi. Sí, un Audi. Modelo ejecutivo. Aire acondicionado, techo solar, conducción asistida por satélite, una potencia de…
—¿Cuándo pasó a recogerlo?
El señor Robinson balbuceó.
—Pues… ehm… No, no, lo siento. No puedo facilitar ese tipo de detalles acerca de nuestros clientes. En Wellington Executive Motors valoramos nuestro…
—Se trata de un asunto importante.
—Lo lamento, pero estoy seguro de que necesitarían ustedes un mandamiento judicial o algo…
Logan se sacó del bolsillo dos hojas de papel dobladas, que sostuvo en alto.
—Traigo un mandamiento judicial. —No, no lo traía, aquello no era más que una copia por impresora de los retratos robot digitalizados de Kylie y de su rufián, pero eso Robinson no lo sabía. El gordo palideció, y Logan se guardó las hojas de papel, no fuera a querer verlas—. Según los papeles de matriculación del vehículo, compró el coche el lunes pasado. ¿Cuándo pasó a buscarlo?
Entre carraspeos y palabras en voz baja, el gerente del concesionario explicó que por desgracia el señor Ritchie no había podido pasar a recoger su vehículo el lunes debido a un inoportuno incidente con una gaviota, por el que había sido necesario volver a pintar el capó a pistola. Logan maldijo entre dientes: eso significaba que no era Ritchie el…
—No obstante —sonrió Robinson con orgullo—, logramos dejar el vehículo en casa del señor Ritchie el martes, junto con una botella de Veuve Clicquot de obsequio, a modo de compensación por el retraso.
Holly McEwan no desapareció hasta pasadas las once de la noche del martes… Ritchie había tenido tiempo suficiente de estar en casa en el momento de la entrega del coche, recogerla a ella, llevársela al bosque de Tyrebagger y matarla a golpes. Lo cual significaba que Ritchie estaba con los pies en la mierda otra vez.
—Necesitaremos tomarle declaración a la persona que realizó la entrega.
El gerente escudriñó a través de la pared de cristal del concesionario y señaló a un hombre de aspecto afable vestido con un traje gris, que estaba hablando con una mujer con sobrepeso, la cual llevaba una brillante rebeca amarilla.
—Me temo que está con una clienta en estos momentos. Pero mientras esperan… ¿Un capuchino? ¿Unas galletitas?
Se tomaron el café y las galletas junto a la puerta de entrada, mirando al recinto delantero del exterior mientras empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, que dejaban su salpicadura sobre el costoso metal de lo que había aparcado fuera. El hombre del traje gris acompañó a la clienta de la rebeca al mostrador de ventas del interior, la lisonjeó un poco alabándole su excelente gusto mientras la mujer dejaba una paga y señal pasmosamente elevada a cuenta de un BMW nuevo, y la acompañó hasta el coche en el que había llegado con un paraguas de la empresa. Rennie lo abordó en cuanto regresó. Sí, era él quien había hecho entrega del coche del señor Ritchie… había ido hasta su domicilio el martes al salir del trabajo. Por lo visto una gaviota había dejado una cagada monstruosa en el capó, y luego debía haberse puesto a bailotear sobre ella un rato. Había dejado la pintura hecha un asco. Logan dejó que el agente le tomara la declaración, mientras él volvía a sus preocupaciones con respecto a la inspectora Steel. Puede que lo hiciera para castigarle, eso de renunciar a la venganza, así lo dejaba consumiéndose… Para ser sinceros eso no parecía muy del estilo de Steel: un raudo rodillazo en las pelotas, eso sí era de su estilo.
Se abrieron las puertas de cristal, y al volverse vio una figura familiar que entraba con paso decidido en el concesionario, charlando amistosamente con una mujer de aspecto desaliñado. Al concejal Marshall se le demudó el semblante al ver a Logan junto a la ventana. La vendedora avanzó con rapidez por entre las filas de los lujosos coches como un tiburón, sonriendo y expresando en voz alta lo agradable que era volver a ver al concejal, y ¿no tenía hoy la señora Marshall un aspecto encantador? Lo cual era una mentira manifiesta, con cincuenta y tantos años, tenía un tipo que no había dejado de… desplegarse. Su voz sonaba como el torno de un dentista mientras le explicaba a la vendedora-tiburón que deseaban cambiar su monovolumen con el que acababan de tener un pequeño accidente, ¿verdad, Andrew? Solo Dios sabía de qué color había tenido el pelo de joven, porque ahora era de un naranja coche de bomberos, y la permanente debía llegarle hasta las raíces. Logan comprendió por qué el concejal tenía tantas de ganas de cambiar de modelo. Aunque no quisiera, tenía que admitir que a lo mejor Steel tenía razón, que quizá las cosas no fueran tan sencillas como para reducirlas a una elección entre «culpable» o «no culpable». Tal vez fuera aquella una de esas ocasiones en que la única sentencia admisible según las leyes escocesas era el de la absolución sin veredicto.
—¿Y bien? —les preguntó Steel cuando volvieron a jefatura. Estaba sentada detrás del escritorio cubierto de papeles, con los pies encima de una pila de transcripciones de interrogatorios y la chaqueta colgada del respaldo de la silla para que todo el mundo viera que no se había molestado en plancharse la blusa.
—Le entregaron el coche el martes, después del cierre del concesionario, a las seis, así que pudo tenerlo para las seis y media, las siete menos cuarto como muy tarde.
—Perfecto. ¿Les prestó declaración?
—Sí.
—Bien, puede ir a pasarla al ordenador mientras Rennie va a por los cafés.
Rennie hizo un puchero.
—¿Otra vez? ¿Por qué he de ser yo siempre el que…?
—La cadena de mando, agente. —Le hizo un guiño—. Además usted siempre consigue sacar de gorra unas galletitas de chocolate. —Rennie dio señales evidentes de volver a protestar, por lo que Steel le dijo que moviera el culo de una vez, gritando en voz alta a sus espaldas—: ¡Y lave las tazas por una vez! —mientras él se alejaba por el pasillo mascullando, gruñendo y refunfuñando. Una vez se hubo marchado, la inspectora abrió la ventana y le dijo a Logan que cerrara la puerta mientras ella se fumaba un pitillo. El humo se perdía en la gris mañana dominical, hasta desaparecer bajo el cielo de color carbón—. Bueno —preguntó la inspectora quitándose una hebra de tabaco de los labios—, ¿no tiene nada que decirme?
Allá iba. Logan respiró hondo y se disculpó por haberla dejado en mal lugar ante el inspector Insch. Ella lo escuchó sin decir palabra, fumando en silencio como un volcán humeante.
—En realidad —dijo cuando él hubo concluido—, yo me refería a Quejas y Disciplina. Yo les hablé bien de usted, y ellos le soltaron sin una reprimenda siquiera. No sabía nada de eso que me cuenta del inspector Insch.
Logan intentó no hacer el menor gesto con la cara. ¿Por qué no había cerrado el pico?
—Yo no pretendía causar problemas, yo…
—Tampoco es que importe mucho lo que usted pretendiera, ¿no le parece, sargento? Lo que cuenta es lo que ha hecho. Hasta un retrasado como usted debería saber eso.
Logan acusó el puyazo.
—¡Por lo menos no le dije nada del concejal Marshall!
—Bueno, eso es verdaderamente un logro por su parte…
—¡Ya puede decir que lo es! ¿Cómo se lo tomarían en Asuntos Internos si supieran que ha estado chantajeándole?
Steel se quedó petrificada, la mirada fría y dura.
—Perdón, ¿cómo ha dicho?
Demasiado tarde para echarse atrás.
—Mantener sus «pequeñas indiscreciones» en secreto debe haberle costado una fortuna.
Ella lo miraba fijamente, apretando y soltando los músculos de las mandíbulas.
—Yo no le he sacado un penique a ese tipo. ¿Quiere saber cuál es mi «precio»? ¿Eh? ¿Quiere saberlo? Que deje de jodernos a través de la prensa, que deje de divulgar sus malditos artículos sobre que la Policía Grampiana es una mierda. Nada más.
Oh, Dios, eso explicaba el repentino cambio de tono de Marshall. Logan abrió la boca para pedir disculpas, pero Steel fue más rápida:
—Y ahora creo que me gustaría que se apartara de mi vista, antes de que haga algo que tendría que lamentar.
El inspector Insch estaba sentado en su plaza habitual cuando Logan entró calladamente en el centro de operaciones dispuesto para el caso de los incendios. Junto a las ventanas habían colocado un nuevo tablón con chinchetas, recubierto esta vez de fotos de Karl Pearson. Una era de un partido de fútbol, en la que se le veía sonriente, junto con un montaje de imágenes de lo que había quedado de él en el apartamento de un sexto piso en Seaton.
—Ehm, señor —dijo Logan, tratando de no mirar las explícitas instantáneas en technicolor y en primer plano de los testículos grapados de Karl—, ¿podría hablar con usted acerca de la inspectora Steel? —El rostro de Insch se ensombreció, pero Logan volvió a la carga—. Me preguntaba qué haría usted ayer… con respecto a la puesta en libertad de los sospechosos, tras el interrogatorio.
—Nada que sea asunto suyo, eso es lo que hice al respecto. —Se sacó un paquete de pececillos efervescentes, cuyas figuritas amarillas fue echándose a la boca, una tras otra, y masticando malhumorado—. Después de haber atrapado a su asesino en serie, es incapaz de hacer nada mal a los ojos de nuestro «bienamado» superintendente detective en jefe.
—Oh. —Vaya una sorpresa, era evidente que Steel se había llevado todo el mérito por haber localizado a Neil Ritchie—. ¿No piensa volver a traerlos a comisaría? ¿Al Pinchos y a su amigo?
—¿Con qué base? ¿Porque son de Edimburgo y no tienen buena pinta? ¿Cree que la fiscal me daría una orden judicial sin una maldita prueba? —Frunció el ceño y se acabó el paquete de golosinas, que estrujó con su manaza cerrando el puño, antes de arrojarlo a la papelera más cercana—. Ya he tenido aquí esta mañana dos veces al señor doctor Soylistodelahostia Bushel, que quería hacer un perfil de quien matara a Karl: uno que busca un poco de atención, ansioso de gloria, cuatro ojos… —Rezongó—. Por lo que parece el jefe de policía está encantado de que alguien tan erudito y especial esté «ayudando» al pobre gordo y viejo del inspector Insch. ¿En qué me ayuda? Que ese tipo escriba sus basuras sobre que los incendios tienen una motivación sexual, ¿cómo nos ayuda a atrapar al hijo de puta que los perpetra? ¿Qué se supone que debo hacer yo con eso? ¿Poner un anuncio en el periódico? «Se busca hombre blanco de veintitrés a veintisiete años, con sentido del humor, al que le ponga prender fuego a casas con la gente dentro, para masturbarse mientras arden, con disponibilidad a largo plazo para satisfacción de Su Majestad. Solo psicópatas auténticos; no curiosos». Yo no veo que eso pueda resultar. —Fruncimiento de cejas—. Ah, y antes de que se me olvide: tenemos los resultados del análisis del ADN de sus pañuelos… Es el mismo en los dos casos. He ordenado que busquen en la base de datos, a ver si encontramos alguna coincidencia, pero hay no sé qué retraso por acumulación de trabajo, por culpa del caso de violaciones en serie de Dundee.
—¿Y por el modus operandi? Es muy distintivo.
—Qué gran sugerencia, sargento. No se me había ocurrido indagar una cosa tan obvia. —Le dirigió una mirada fulminante—. ¿Piensa que me dedico a subir por el río Don en un condón usado? Pues claro que lo he comprobado. Hay otros tres incendios con muertes en los que habían atornillado la puerta… La policía de Lothian and Borders nos enviaron los informes de la investigación.
—¿Tienen idea de quién lo hizo?
Insch volvió a fulminarlo con la mirada.
—No lo sé, se me olvidó preguntar. ¿Por qué? ¿Le parece importante?
—Está bien, está bien, no me eche los perros, solo intentaba ayudar.
Insch rebuscó en los bolsillos del traje, pero sacó las manos vacías.
—Ya lo sé, lo que pasa es que estoy cabreado porque no avanzamos nada. Tenemos ahí fuera a un tipo que se dedica a quemar a la gente, y no tengo la más remota pista de cómo detenerlo. —El inspector se dejó caer resbalando del borde del escritorio—. Si alguien pregunta, he salido a comprar. Hay por ahí una enorme bolsa de caramelos efervescentes de limón con mi nombre en ella.
Logan observó al inspector mientras se marchaba. Le había salido mal lo de refugiarse con Insch hasta que Steel se calmara un poco. Mejor esfumarse, tal vez. Firmó en la hoja de registro de salida de vehículos del departamento y se sumó al tráfico del final de la mañana en el preciso momento en que empezaban a caer las primeras chispas de lluvia. La música de la radio, sintonizada en Northsound Two, libraba una batalla perdida contra el chuiiink-chuooonk del limpiaparabrisas. Conducía sin rumbo fijo, un poco al azar, mientras trataba de imaginar lo que podía hacer durante el resto del día. Con Steel cabreada como estaba, el caso de las prostitutas asesinadas había quedado más bien fuera de su ámbito. No podía hacer nada tampoco con respecto a Pinchos Sutherland y su compinche. Aunque pudieran presionar a Jamie McKinnon para que hiciera una declaración de que le habían obligado a introducirse droga en el cuerpo, jamás lograrían que se pusiera en pie delante de un tribunal para testificar en contra de dos matones de Malk Navaja. Antes se envolvería la polla con bacon ahumado y se pondría a bailar desnudo en una jaula llena de Rottweilers rabiosos. Así que la cuestión se reducía al caso de la persona desaparecida, o nada. Al menos lo mantendría ocupado. Ya había hablado con la esposa y con los compañeros de trabajo, así que le quedaban la bailarina de striptease y la vecina. El garito de striptease estaba más cerca.
Junto a Union Street salía una empinada calleja adoquinada que descendía en rápida pendiente hasta desaparecer bajo Bridge Street, con tres pisos de desnivel. Windmill Brae acogía una diversidad de clubs nocturnos, bares y peleas a puñetazos de viernes por la noche. El Secret Service estaba cerca del pie de la colina. Tenía las ventanas tapadas con paneles de mujeres desnudas, no demasiado discretos pero que servían para evitar que la gente viera cualquier escena escabrosa que pudiera darse en el interior. Logan aparcó fuera, sobre la doble raya amarilla del estacionamiento prohibido. La puerta principal estaba abierta, y junto a ella, una fregona y un cubo, en el espacio comprendido entre la angosta acera y el quiosco-taquilla para comprar las entradas. El agua del cubo se arremolinaba mezclada con el desinfectante, que intentaba prevalecer sobre el penetrante hedor a vómito de la pasada noche.
Por dentro era más o menos como esperaba: un espacio alargado y oscuro con tres ambientes, bar en un lado, un escenario para bailar con cuatro barras y espejos del techo al suelo en otro, para que nadie perdiera detalle; unas pequeñas mesas redondas ocupaban el espacio que quedaba, con las sillas puestas encima de las mesas, patas arriba, para que una joven llena de granos pudiera pasar una enceradora entre ellas. El sonoro uooop-uooop-uooop de la máquina era punteado con los golpes metálicos al chocar con alguno de los soportes centrales de las mesas. Tras la barra del bar apareció un hombretón con una botella de detergente en la mano, gritando para hacerse oír en medio del ruido:
—¿Cuántas veces tengo que decirte que tengas cuidado con ese trasto? ¡No es ningún coche de carreras! —Al advertir la presencia de Logan en la puerta frunció el ceño—. Está cerrado.
—Eso ya lo veo. —Logan le enseñó la placa—. Sargento detective McRae. ¿Tiene aquí trabajando a una bailarina llamada Hayley?
El tipo no se inmutó.
—¿Por? ¿Qué ha hecho?
Logan atravesó el suelo, todavía mojado, y se inclinó sobre la barra.
—No ha hecho nada, solo quiero saber cuándo la vio por última vez.
—Eso depende, ¿no?
—¿De qué?
—De por qué quiera saberlo.
Logan sacó una reproducción de la foto adjuntada por la señora Cruickshank con la denuncia de la desaparición.
—Este hombre lleva desaparecido desde el miércoles por la tarde. Me han dicho que se veía con Hayley. Tengo que averiguar si ella sabe dónde está.
—Ja, va a tener suerte. Ella no se presentó al turno del miércoles por la noche. Ni ha vuelto a aparecer desde entonces.
—¿El miércoles?
—Sí. Lo hace de vez en cuando, cada par de meses o así, en cuanto reúne el dinero suficiente de las propinas, desaparece y se va a Ibiza, o a algún otro de esos sitios para turistas. Busca una oferta de última hora en internet y se larga sin decir palabra. Nos enteramos cuando nos manda una de sus jodidas postales.
—¿O sea que no es raro en ella desaparecer así?
—Alguna que otra vez la acompaña alguna de las taradas de por aquí, otras se lleva a algún tío, depende de a quién se esté tirando esos días.
Logan le enseñó la foto otra vez.
—¿Lo conoce?
El tipo escrutó la foto entornando los ojos.
—Ah, sí: Gav. Ha estado viniendo por aquí casi todas las noches en que bailaba Hayley. Lleva cepillándoselo un par de meses.
Logan se guardó la foto. Todo parecía querer indicar como si Gavin Cruickshank fuera un cabronazo aún mayor de lo que había pensado. Así que se había fugado a Ibiza con una bailarina de striptease.
—¿Tiene usted la dirección de Hayley?
—Déjeme ver esa placa otra vez. —Logan se la entregó, y el hombre estuvo escudriñándola un rato—. Está bien —dijo al fin, poniéndose a rebuscar bajo la barra y sacando una caja de postales—. Me las acaban de imprimir, ya sabe, solo las mejores chicas, para poder enseñarlas, como reclamo. Las repartimos a la salida de los pubs, cuando cierran, para que los parroquianos se pongan cachondos y se mueran por un numerito erótico con una de las chicas en el regazo.
Le dio la vuelta al primer tarjetón y garabateó una dirección y un número de teléfono en la parte posterior, antes de pasársela a Logan por encima de la barra. La foto mostraba a una mujer muy atractiva en torno a los veinticinco años, con unos ojos castaños impresionantes, la sonrisa sexy, el pelo negro y largo, un bikini negro de piel, unas perversas botas hasta las rodillas y un pequeño crucifijo de diamantes que le colgaba del piercing que llevaba en el ombligo. Primero Ailsa, luego la recepcionista de ScotiaLift y ahora esto. ¿Cómo carajo se lo hacía, ese Gavin Cruickshank?
El tipo sonrió.
—Rica de cojones, ¿eh? A esta sí que no la echas de la cama para poder tirarte un pedo a gusto.
Logan le entregó una tarjeta de visita.
—Llámeme si se pone en contacto con usted, ¿de acuerdo?
Fuera arreciaba la lluvia, y Logan tuvo que echar una carrera hasta el coche. Según la dirección de la nota, Hayley vivía en un apartamento al final de Seaforth Road. No esperaba grandes resultados, pero se acercó de todos modos, inmerso en el tráfico que avanzaba con lentitud bajo el aguacero. La radio parloteaba sola con su voz gangosa mientras Logan negociaba las calles anegadas, preguntándose si lo de la pasada noche significaba que las cosas empezaban por fin a arreglarse con Jackie. La velada había ido bastante bien: buena comida, un buen vino, y después tampoco había estado nada mal. Al llegar la hora de las noticias, Logan subió el volumen y escuchó las informaciones acerca de un accidente de coche en Torry, una nueva manifestación de protesta programada para el pleno sobre urbanismo del lunes, y la principal noticia del día: alguien estaba «asesorando a la policía en sus investigaciones» en torno al asesinato de varias prostitutas. Y para rematarlo ahí estaba el concejal Marshall hablando por la radio para proclamar al mundo entero la fantástica labor que realizaba la Policía Grampiana, gracias a la cual podíamos volver a dormir todos tranquilos en la cama. Los efectos del pequeño chantaje de la inspectora Steel eran prolongados.
El apartamento de Hayley estaba en la segunda planta de un bloque de granito de tres pisos. Desde la habitación que daba delante debía tener una gran vista al prolífero cementerio de la Trinidad, tras el cual se cernía, lúgubre y gris, el Pittodrie Stadium, sede de los intermitentes desastres del Aberdeen Football Club. Encantador.
Se apeó del coche y llamó al timbre de la puerta. No hubo respuesta. Tampoco era que la esperara. Probó en los apartamentos vecinos: nadie había visto a Hayley desde el miércoles por la mañana. Por la tarde llamaría al aeropuerto para ver si había quedado constancia de que Gavin y ella se hubieran largado en busca de climas soleados durante la semana pasada. Y si no había nada en este sentido, siempre les quedaba Inverness, Edimburgo, Glasgow, Prestwick…
Dondequiera que fuera donde hubieran ido, no tardarían en aparecer. Bronceados y reventados de tanto sexo, mientras la mujer de él seguía en casa, loca de preocupación. Vaya mierda. La verdad era que Logan no tenía ningunas ganas de ser él quien tuviera que decirle a la señora Cruickshank que su esposo perfecto seguramente estaba de vacaciones tirándose a otra. A lo mejor podía encontrar una agente amable y comprensiva que fuera a transmitirle la noticia en su lugar.
Llegó a dar el giro para cambiar el coche de sentido antes de que le sonara el móvil: era el detective Rennie, que le llamaba de parte de la inspectora Steel, evidentemente demasiado furiosa todavía como para hablar con él en persona. Jamie McKinnon había muerto.