Capítulo 28

La inspectora Steel miró el monitor entornando los ojos.

—Pero ¿qué demonios se supone que tengo que volver a ver?

Logan rebobinó y el coche que se dirigía hacia la cámara retrocedió, alejándose. Le dio al avance normal y el vehículo se acercó de nuevo. Un Audi nuevo. La imagen era un poco defectuosa, pero lo bastante clara como para distinguir a la mujer sentada en el asiento del acompañante, iluminada por la luz de una farola: el pelo rizado, rubio platino, la nariz torcida, la barbilla hendida, media tonelada de maquillaje y una peca negra en la mejilla izquierda.

—Holly McEwan —dijo Logan, golpeteando con el dedo en la pantalla—. Esto lo grabó la unidad de videovigilancia de la furgoneta. El número de la matrícula no se ve entero, pero si mira aquí… —Señaló el monitor contiguo, donde se veía una imagen parpadeante y movida de Regent Quay. Le dio al botón de avance y la imagen discurrió con normalidad, mostrando el mismo Audi nuevo que se detenía en la intersección, antes de desaparecer por Virginia Street. Rebobinó la cinta y la dejó en pausa de nuevo. Esta vez el número de la matrícula del coche se apreciaba con toda claridad.

—¿Está seguro de que es el mismo coche? —le preguntó Steel, aplastando la nariz contra el cristal.

—Positivo: la parte de la matrícula que se ve en la otra cinta coincide con ésta, y también la sincronización horaria. Aun así, he pedido por si acaso al laboratorio a ver si pueden obtener una imagen más nítida de la matrícula que aparece en la primera grabación.

—¡Es usted una monada! —sonrió Steel, mostrando una fila de dientes amarillos—. Ahora no tenemos más que…

Logan sostuvo un papel en alto:

—La matrícula del vehículo, nombre y dirección.

—Sargento, si fuera usted mujer le pegaba un morreo.

Bridge of Don estaba constituido por una extensión de urbanizaciones periféricas en el norte de la ciudad, que había ido creciendo a lo largo de los años como un fractal de Mandelbrot hecho de callejones sin salida de ladrillo tostado. Neil Ritchie era propietario de una casa independiente de dos pisos y cuatro habitaciones en el límite mismo de la zona residencial, la fila de árboles crecidos de cuyo gran jardín posterior señalaban la frontera entre la ciudad y los campos de colza. Delante de la propiedad estaban sentados Logan y la inspectora Steel en el interior de un vehículo del departamento, razonablemente limpio, con el detective Rennie en el asiento de atrás. En el camino de acceso no se veía Audi alguno, apenas un pequeño Renault Clio azul oscuro y una motocicleta enorme, pero había un garaje de dos plazas al final del mismo camino de entrada. Steel sacó el móvil y marcó el número de Neil Ritchie. Hubo un silencio, y luego la inspectora Steel dijo con marcado acento de Aberdeen:

—¿Sí? ¿El señor Ritchie…? ¿Cómo le quedan…? (…) Sí, sí, sí… Nooo, me parece que había pedido un par de zapatos, pero no pude llevárselos pers… Unos zapatos… Zapatos… Sí, ¿no quiere probárselos? —Tapó el micrófono con la mano y esbozó una sonrisa de cocodrilo—. El cabrón está en casa. Vamos.

Abrió la portezuela del coche y se apeó, bajo el encapotado cielo de la tarde, seguida de cerca por Logan y Rennie.

Logan comunicó al otro equipo a través del transmisor de radio que todo estaba preparado, mientras Steel recorría con paso decidido el camino de acceso en dirección a la puerta de la casa. Asintió con la cabeza a Rennie, y éste llamó al timbre.

—¿Oiga? —dijo al teléfono que sostenía contra la oreja—. ¿El señor Ritchie?

Oyeron una voz de hombre al otro lado de la puerta:

—Mierda, ¿puede esperar un minuto? Llaman a la puerta… —La cual se abrió para mostrar a un hombre de treinta y pocos años con un teléfono inalámbrico en la mano. Iba vestido de arriba abajo con caras prendas de motorista de cuero, y se le veía un cierto exceso de corpulencia hacia la cintura; un rostro al que nadie miraría dos veces. No es que fuera feo, simplemente nada digno de recordar. El tipo de cara que uno desearía tener si quisiera ir por ahí recogiendo prostitutas y matándolas a golpes. Sonrió a Rennie y señaló el teléfono—. En un minuto estoy con usted… —Atendió de nuevo a la llamada—. Perdone, ¿quién ha dicho que era?

—La policía —dijo Steel—. Venimos a charlar un rato con usted.

El tipo miró el teléfono que sostenía en la mano, luego a la inspectora, y dijo al aparato:

—Perdón, ¿cómo dice?

Steel sonrió y cerró el móvil de golpe.

—¿El señor Neil Ritchie? ¿Va a dejarnos pasar, o prefiere que nos lo llevemos a rastras a comisaría, gritando y pegando patadas?

—¿Qué? Ahora mismo iba a salir, yo…

—No, ya no. —Se sacó la placa y señaló hacia Rennie—. Asegúrese de que no haya ninguna puta muerta en el suelo de la cocina, sea buen chico.

El interior era opulento. Alfombras turcas de aspecto costoso sobre el suelo de madera noble encerado; las paredes, de pálida tonalidad crema, adornadas con vistosas acuarelas y fotografías; todo ello infundía la sospechosa sensación de haber sido diseñado por un profesional. Había una mujer sentada en la espaciosa sala de estar, leyendo una novela de Val McDermid, con una taza de algo que olía a té de menta en la mesita para el café de estilo árabe que tenía al lado. Levantó la vista y frunció el entrecejo cuando pasó junto a ella el detective Rennie camino de la cocina.

—¿Neil? ¿Quién es ese hombre? ¿Pasa algo?

Neil se frotó las manos delante de la chimenea.

—¡Tiene que ser una tremenda equivocación!

La inspectora Steel se le acercó furtivamente y le pasó el brazo por encima del hombro, con camaradería.

—Muy cierto: una equivocación. Estoy segura de que usted no quería llevarse a esas prostitutas, desnudarlas y matarlas a golpes. Pero ¿por qué no nos sentamos todos tranquilamente a tomar una taza de té, y nos lo cuenta todo?

La mujer se levantó de un salto del asiento.

—¿Prostitutas? ¿Neil? ¿Qué prostitutas? ¿Qué has estado haciendo? —Se apretó el libro contra el pecho, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. ¡Me lo prometiste! ¡Me prometiste que no volverías a hacerlo!

—¡Y no lo he hecho! ¡Te lo juro! ¡No he hecho nada!

—¿Sabe? —dijo Steel, dándole unas palmaditas en el hombro—, se sorprendería si supiera la de veces que oímos esa frase en nuestro trabajo. ¿Dónde estaba el miércoles pasado, a las tres menos cuarto de la madrugada?

—Pues… yo… en casa, durmiendo.

—Y la señora Ritchie, aquí presente, podrá confirmarlo, sin duda…

Él miró con expresión implorante a su mujer, pero ella se dejó caer en el sofá, mirándole horrorizada.

—¡Oh, Dios mío! ¡He estado fuera toda la semana, en casa de mi madre! ¡Él ha estado aquí solo! Eres tú, ¿verdad? ¡Ése del que hablan en los periódicos!

—Suzanne… no es lo que parece, ¡te lo juro! ¡Yo no he hecho nada!

—Comprendo. —La inspectora sonrió—. Y dígame, señor Ritchie, ¿dónde tiene guardado ese coche nuevo tan bonito?

—¿Cómo? Está en el garaje… ¡Yo no he hecho nada!

—Bueno, eso dejaremos que lo decidan los peritos de la científica, ¿verdad? Y ahora, ¿qué le parece si nos acompaña a la comisaría voluntariamente, para que podamos resolver todo este asunto? ¿Cómo lo ve?

Lanzó una mirada inquieta a derecha e izquierda, pero Logan le obstaculizaba el paso, y había policías en el jardín.

—Yo… primero quiero hablar con mi abogado.

Steel hizo chasquear la lengua y sacudió la cabeza en señal de negación, con aire entristecido.

—Lo siento, pero las cosas no funcionan así. Puede usted venir con nosotros voluntariamente, o esposado si lo prefiere, pero en cualquier caso tiene que acompañarnos.

Una vez en comisaría, metieron al señor Ritchie en la sala de interrogatorio número cinco, junto con una buena taza de agua de fregar marrón descafeinada y un agente de mirada ceñuda. La brigada de Identificación encontró en el asiento del acompañante del coche nuevo de Ritchie un pelo rubio platino que se parecía mucho a las muestras tomadas en el apartamento de Holly McEwan. En el centro de operaciones, la inspectora Steel estaba ocupada toqueteándose la tira del sujetador mientras Logan clavaba con chinchetas los datos que habían podido encontrar acerca de Neil Ritchie: treinta y cuatro años, casado, sin hijos, contable especializado en el sector de hidrocarburos para una de las compañías petroleras más importantes. Las únicas manchas en sus antecedentes policiales eran dos amonestaciones por buscar prostitutas desde el coche, ambas hacía más de cuatro años. Aparte de eso, era la honradez personificada. Incluso había organizado una fiesta infantil para colaborar con la Archie Foundation, una asociación caritativa local que recaudaba fondos para los niños enfermos. Por ello los de Identificación iban a examinar su ordenador en busca de pornografía infantil.

—Muy bien —dijo la inspectora cuando Logan hubo terminado—. Vamos a ver qué tiene que decirnos. Puede hacer de poli bueno si le apetece.

—¿Qué? No, no puedo.

—¿Quiere ser desagradable esta vez? No es por ofender, pero no es usted precisamente…

—No, me refiero a que no puedo quedarme al interrogatorio.

Éste era el momento que tanto había temido Logan. Eran ya las seis y veinte, y un interrogatorio llevaría horas, y Jackie había sido muy explícita acerca de lo que sucedería si él no estaba de vuelta en el apartamento para las siete.

—¡Me toma el pelo! ¿Ahora que tenemos agarrado a este cabrón por las pelotas, no quiere estar presente cuando lo matan?

—Sí, sí que quiero, pero no puedo. Tengo que volver a casa.

—Aaah. —Steel asintió con la cabeza, con aire experto—. Así que ha hecho una promesa, y considera que es más importante darse un revolcón. Entiendo. Está bien… —Se cruzó de brazos y levantó la nariz en el aire—. Me llevaré al detective Rennie conmigo. Para él será una buena experiencia, resolver un caso como éste. Usted vaya a echar un polvo.

—No es eso, es que yo…

—Por cierto, ¿no ha hablado con Quejas y Disciplina esta mañana?

—¿Qué? —Logan frunció el entrecejo, desconcertado por el súbito cambio de rumbo de la conversación. Quejas y Disciplina era como se llamaba Asuntos Internos antes de que le cambiaran el nombre para hacerlo más cercano y llevadero—. Ehm… sí, ya he hablado con ellos.

—¿Van a dejar la cosa en una amonestación, no?

—Bueno, ha sido un poco raro, parecía como si pensaran incluso dejarlo correr. Sin cargos.

El rostro de la inspectora se demudó de toda expresión.

—Ya, claro, luego no diga que nunca hice nada por usted.

Giró sobre sus tobillos y se marchó pisando con fuerza. Logan estaba ya casi en la puerta del edificio, cuando el agente Steve, jadeante, lo agarró y le dijo sin aliento, como si viniera corriendo desde Dundee:

—Disculpe, sargento… —Resoplido, jadeo—. Pero quiere verle el inspector Insch, ¡ahora mismo!

Logan se miró el reloj: aún tenía treinta y cinco minutos, tiempo suficiente como para pasar por una floristería de camino a casa y llevarle algo a Jackie, para que supiera cuánto le agradecía al armisticio. Unos minutos más en la comisaría no iban a empeorar la situación.

En el centro de operaciones principal del piso de arriba, el inspector Insch se había aposentado encima de una mesa en el epicentro de aquel caos organizado, con una de sus gruesas nalgas reposando sobre la superficie y la otra colgando por el borde, mientras escuchaba un informe del sargento detective barbudo al que había atormentado antes. El sargento Beattie, el que tenía una mujer estrella porno. Insch levantó la vista del informe para meterse otra botella de refresco de cola en la boca, vio a Logan que entraba con el agente Steve y le dijo a Beattie que fuera a hacer otra cosa diez minutos.

—Sargento —dijo clavando los ojos en Logan con frialdad—. Venga a mi despacho.

El despacho del inspector Insch era más grande que el de Steel, con espacio suficiente para acomodar un escritorio grande y pulcro, un ordenador, tres archivadores, un enorme ficus benjamina y un par de cómodas sillas. Pero no le ofreció a Logan que se sentase, tan pronto entró en el despacho, Insch cerró dando un portazo y quiso saber a qué cuernos pensaba Logan que estaba jugando.

—¿Señor? —Retrocedió un paso, tropezando con una papelera a rebosar de envoltorios de caramelos, y mandó un paquete vacío de ositos de goma al sucio suelo de losetas.

—¡Tenía a esos cabrones aquí anoche y no me lo dijo!

Logan levantó las manos.

—¿Quiénes? ¿Quién dice que…? —y entonces se le hizo la luz—. Cómo, ¿pinchos Sutherland y su compinche?

Insch se ponía rojo por momentos.

—Usted sabía muy bien que quería hablar con ellos, pero ¿me llamó para decirme que los tenía bajo arresto? No. He tenido que enterarme cuando he llegado esta tarde. ¡Cuando ya los han soltado bajo fianza!

—¿Les han puesto una fianza?

La cara del inspector había pasado del rojo y estaba adquiriendo una peligrosa tonalidad morada, al tiempo que se le saltaba la saliva de los labios al gritar.

—¡Ha pretendido enchironarlos con una ridícula acusación por tráfico de drogas! Yo los quería como sospechosos de asesinato. ¡Asesinato! ¿Lo entiende? ¡No por un par de condones llenos de heroína!

—Era crack… —Se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras nada más salir de su boca.

Insch le martilleó con uno de sus dedos en forma de salchicha a Logan en el pecho.

—Como si estaban llenos de explosivo C-4 y se los meten por el culo al duque de Edimburgo: ¡yo quería hablar con ellos! —Respiró hondo y se acomodó encima del escritorio, cruzando sus enormes brazos con el ceño fruncido—. Vamos, hable, quiero oír cuál es su brillante excusa.

—Hice lo que me dijo la inspectora Steel. —Puede que se sintiera ruin por meter de por medio a la inspectora, pero tampoco había sido culpa suya, él había intentado que ella hiciera participar a Insch desde buen principio—. Yo le dije que había que informarle a usted de la operación y ella rehusó.

Insch entornó los ojos, hasta convertirlos en unas perlas negras cargadas de furia, que relucían ominosas en medio de su rubicundo rostro de cochinillo.

—Así que es eso… —Se puso de pie, flexionando los hombros y haciendo que se le abombara la camisa de forma alarmante—. Si me disculpa, sargento, tengo un asunto al que atender.

Las nubes grises que cubrían el cielo se extendían a poca altura por encima de los opulentos edificios de granito de Rubislaw Den cuando Colin Miller se bajó del coche, cogió el portátil de detrás del asiento del conductor y activó la alarma con el mando a distancia. Vaya mierda de día, otro más. No hacía tanto, era un periodista de verdad. Acostumbrado a ganar premios. Y ahora había que verlo: condenado a escribir ñoñas historias de interés humano, y todo por aquel penoso artículo lisonjero sobre la maldita urbanización de Malk Navaja. Bastante había tenido con que Malkie le mandará a sus psicópatas para obligarle a escribirlo, como para que luego el periódico no confiara en él ya más que para encargarle cosas tan estimulantes como cubrir las ferias de labores de punto o de perros pastores. Y la historia que tenía buena de verdad, la que le hubiera liberado de toda aquella mierda, ésa era justamente la que no podía publicar.

Colin se irguió y miró ceñudo a las nubes amenazantes. Se iría: escribiría un libro. Algo lleno de sangre y de muertes, y con mucho sexo. El periódico podía quedarse con sus putas historias de interés humano, que él estaría por ahí bebiendo champaña y comiendo caviar. Él no necesitaba al Press and Journal, eran ellos los que le necesitaban a él…

Suspiró, al tiempo que se desinflaba un poco, con el peso de sus nuevas responsabilidades. A quién quería engañar, no podía permitirse perder el trabajo. Ahora que había…

—Vaya, vaya, vaya, pero si no es otro que el crack del periodismo, el gran Colin Miller. —Acento de Edimburgo, voz profunda, justo detrás de él.

Colin giró en redondo para encontrarse con Brendan Sutherland el Pinchos recostado con despreocupación contra un gran Mercedes plateado. Dios santo, ¿y ahora qué?

—Ehm… señor Sutherland, qué grato verle de nuevo…

El Pinchos sacudió la cabeza con aire apesadumbrado.

—Me parece que no, Colin. No creo que te vaya a resultar grato para nada. ¿Qué tal si vamos a dar una vueltecita? Podemos coger mi coche.

—Pues… ehm… —Retrocedió un par de pasos, con el maletín del portátil apretado contra el pecho como un escudo, hasta que tropezó con un obstáculo sólido. Era el compañero del Pinchos, que se había parado justo detrás de él—. No puedo, tengo que…

El Pinchos levantó un dedo en alto.

—Insisto.

Un par de manazas agarraron a Colin por la parte superior de los brazos y le obligaron a meterse en la parte trasera del coche. Tras deslizarse hasta el otro extremo del asiento de piel, manoseó en busca del tirador para abrir la portezuela, pero no funcionó: estaba puesto el seguro para niños. Se volvió a tiempo de ver al Pinchos acomodándose en el asiento trasero junto a él, tras lo que cerró la puerta con un ruido que sonó rotundo.

—Bien, eso es —dijo el tipo al que él había tratado de aspirante a pijo de Glasgow, y que ahora se sacaba del bolsillo de la chaqueta unas tijeras de trinchar el pollo; sus hojas curvadas relucieron a la luz gris del atardecer—. Ahora mi socio nos llevará a algún sitio agradable y tranquilo, donde podamos estar solos. Yo necesito hacerte algunas preguntas, y tú necesitarás poder gritar.

Las siete menos veinte, y Logan se alejaba caminando de jefatura y, tras pasar por Marks & Spencer para comprar un ramo de rosas rojas, siguió por Union Street y se detuvo en Oddbins por segunda vez aquel día: Chardonnay espumoso de la sección refrigerada. Y luego, a salir pitando como un demonio para girar por Marischal Street y bajar corriendo la calle: fin de trayecto en la puerta principal del edificio con treinta segundos de adelanto. Resoplando y jadeante, la cruzó, subió las escaleras y entró en su apartamento justo después de dar las siete.

Silencio.

No sabría decir, pero esperaba algo así como la suave luz de unas velas, música romántica, el olor de algo delicioso asándose a fuego lento en el horno. Echó un rápido vistazo por el apartamento, pero estaba vacío y desangelado.

—Cabrona.

Dejó el vino espumoso en la nevera, las rosas en un jarrón polvoriento y encendió la calefacción, que se puso en marcha entre chasquidos y estertores mientras él se desnudaba y se metía en la ducha. Después de tanto dar vueltas de un lado para otro como un imbécil, ahora estaba nadando en sudor. Oyó sonar el teléfono mientras se peleaba con la botella de champú, pero dejó que se encargara el contestador automático. Fuera lo que fuera, podía esperar. Y entonces se le ocurrió que podía ser la inspectora Steel que quería darle las gracias por haberla dejado en la estacada delante de Insch. Por haberla jodido bien jodida. Después de todo lo que ella había hecho por él… que puede que hasta ayer fuera algo irrisorio, pero eso era antes de que Asuntos Internos se echara atrás y minimizara el asunto de la demanda de Sandy el Serpiente. ¿Por qué no había podido salir del paso con una mentira inofensiva y convincente? Algo con lo que apaciguar al inspector Insch, y que hubiera servido al mismo tiempo para dejar a Steel al margen. Rezongó. Ahora ella le iba a matar.

Para cuando salió de la ducha y se puso ropa limpia, el apartamento estaba agradablemente caldeado, pero seguía sin haber señales de Jackie. Ésta entró de forma tumultuosa quince minutos más tarde, maldiciendo entre dientes y debatiéndose con media docena de bolsas.

—¿Has intentado alguna vez ir a comprar al centro con el brazo escayolado? No lo hagas, es una pura pesadilla. —Se quedó petrificada con la vista clavada tras él, en el jarrón que estaba encima de la mesa de la cocina—. ¿Has comprado flores?

—Y champán. Bueno, no es champán, champán: es australiano, pero se supone que bueno.

Jackie sonrió.

—¿Sabes, McRae? A veces no eres tan desastre. —Dejó caer todas las bolsas sobre la moqueta, le rodeó el cuello con los brazos, propinándole sin querer un buen golpe en la cabeza con la escayola, y le endosó un gran beso húmedo en los labios. Logan se abrió paso entre los botones de su blusa, que abrió de par en par dejando ver…

—¿Qué diablos es esto? —Dio un paso atrás y se quedó mirando horrorizado la gigantesca estructura industrial de encaje que aprisionaba el pecho de Jackie—. Yo creía que ibas a comprarte un sujetador y unas bragas nuevas: ¡esa cosa parece el puente del ferrocarril de Forth!

—Esta cosa —dijo ella haciendo chasquear con orgullo la tira del sujetador— es el Triumph Doreen: el sujetador más vendido del mundo. Así que ves acostumbrándote.

Logan hizo una mueca de dolor.

—¿En serio piensas llevar eso?

—Eh, si tengo que salir corriendo detrás de algún cabronazo, ¿quieres que me boten las tetas como si fueran sandías dentro de un calcetín, y que se me queden colgantes de por vida? ¿A ti te gustaría que tuviera las tetas colgantes? ¿Eso es lo que quieres?

Logan tuvo que reconocer que no, que no quería. Intentó no pensar en aquel sujetador infernal y, atrayéndola hacia él, la besó.

Jackie cerró los ojos, dejándose llevar, disfrutando del calor de sus cuerpos estrechados el uno contra el otro, ignorando que la mirada de Logan se había extraviado en la diminuta luz roja que brillaba trémula en el contestador automático. El ojo parpadeante y siniestro de una conciencia culpable.