—Se llama Joanna —dijo la agente Caldwell, señalando con el pulgar por encima del hombro a la chica, que no podía tener mucho más de dieciséis años y a la que le costaba mantenerse erguida—. Dice que ella y esa mujer mayor solían verse antes de empezar el turno, ya sabe, a beberse un vaso de sidra fuerte o un vodka barato. Te pone simpática y te atonta. —La agente sorbió por las narices y se volvió para mirar a la tambaleante prostituta, pensando tal vez que ella era lo bastante vieja como para ser la madre de aquella chiquilla—. Lo que pasa es que «Holly» no se ha presentado esta noche al trabajo. Ni tampoco ayer por la noche.
Logan asintió con la cabeza. No creía que se pudiera sacar nada de aquello. Seguramente Holly se había tomado un par de días libres, o estaba en el hospital tratándose una infección de gonorrea; pero uno nunca sabe. Joanna tenía las mejillas hundidas y los ojos vagos propios de quien está enganchado a algo más fuerte que el alcohol. Tenía ambos lados del cuello plagados de chupetones, los pechos le temblequeaban por encima de un sucio corsé azul cobalto y le asomaba el pezón izquierdo a través de un agujero en el encaje. Minifalda negra y botas de tacón alto. Se había echado un raído abrigo granate por encima de los hombros como remate. Mucha clase: si a uno le iba lo yonqui-enfermizo auténtico.
—¿Joanna?
Ella levantó los ojos y le sonrió, con una mirada de anhelo.
—¿Te apetece pasar un buen rato?
—No, ahora no. —Y aunque le hubiera apetecido, en modo alguno habría sido con ella—. Quiero hablar contigo sobre tu amiga Holly.
Joanna hizo una mueca y escupió sobre los adoquines.
—¡Esa guarra hace días que no aparece! Me debe un paquete de tabaco. —Había recuperado la mirada evasiva—. Y cincuenta pavos, también.
—¿Cuándo la viste por última vez?
Ella se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos del abrigo.
—No sé… ¿Qué día es hoy? —Logan le dijo que era viernes, y ella contó los días hacia atrás con los dedos, hasta que al segundo intento llegó a una conclusión—: El martes por la noche. Fue cuando me suplicó que le diera tabaco. —El martes por la noche: cuatro días después del asesinato de Michelle Wood. Joanna se inclinó hacia delante, ofreciendo una visión de sus pechos mucho mayor de lo que Logan deseaba ver—. No ha vuelto desde entonces. ¡Ni rastro de ella! Esperaba verla para echar un trago antes de… ya sabe, antes de salir. —Un coche ralentizó la marcha, y el conductor, después de ver a tanta gente parada bajo la luz de la farola, volvió a acelerar—. ¡Joder! —Joanna dio un zapatazo con su alto tacón sobre el suelo y se quedó mirando el coche que se alejaba—. ¡Ese iba a parar! ¿Por qué no os vais a tomar por saco y me dejáis en paz? ¡Así no hay manera de hacer la noche!
—En cuanto nos digas el apellido de Holly, y su dirección.
Joanna escudriñaba aún la calle desierta, por donde las luces traseras del coche desaparecían ya de la vista. Se pasó la lengua por los labios y miró de nuevo a Logan, con el mismo ansioso destello de antes.
—Eso no va a ser gratis.
Logan acabó sufragando la supuesta deuda de Holly: cincuenta libras y un paquete de tabaco. La dirección era de un apartamento de protección oficial en Froghall, una zona de Aberdeen no precisamente con una reputación inmaculada. No había certeza ninguna de que Holly, de Froghall, hubiera desaparecido realmente, pero no valía la pena correr riesgos. Llamó a jefatura y pidió que enviaran a aquella dirección a uno de los coches patrulla de servicio. Si les abría la puerta ataviada con un hábito de monja de látex, entonces sabrían al menos que no estaba muerta. Ocupó de nuevo su lugar en el asiento del acompañante del coche del departamento mientras esperaba el informe, echando alguna que otra cabezada mientras Rennie vigilaba a la agente Menzies, al final de Shore Lane.
Salió a la superficie justo después de la una, entumecido y dolorido de dormir en el coche. Según Rennie, la calle había estado bastante tranquila. El negocio no iba precisamente viento en popa en el barrio chino de Aberdeen. Logan bostezó; gracias a Dios al siguiente tenía por fin un día libre, tampoco habría podido aguantar aquel ritmo durante mucho tiempo más. Intentó aliviarse la tortícolis, antes de hacer una ronda por radio para comprobar cómo le iban las cosas al resto del equipo. Rennie tenía razón, si la noche había empezado tranquila, ahora estaba todo de lo más muerto.
A la una y media se recibió una llamada de Control: Alfa Dos Cero se había acercado a la dirección de Froghall, pero no había nadie en casa. Dado que de momento no había surgido nada más importante, volverían a probar más tarde, pero Logan no apostaba un penique. La Operación Cenicienta estaba acaparando una gran parte de los recursos humanos del turno de noche, y había toda una ciudad que necesitaba vigilancia.
Hacia las dos de la madrugada, Davidson y Menzies se pusieron a jugar a agentes secretos con sus transmisores de radio ocultos, mientras el resto del equipo jugaba a decir personajes, y a imaginar si se acostarían con ellos o preferirían morir. Salieron nombres como Saddam Hussein, la Reina de Inglaterra, Ann Widdecombe, Homer Simpson, Oprah Winfrey, e incluso el inspector Insch. No era de extrañar que hubiera más gente dispuesta a morir antes que acostarse con él. Finalmente Logan dio orden de finalizar la operación y mandó a todos a jefatura.
Dejó al detective Rennie aparcando el coche y subió a la sala que servía de centro de operaciones de Steel. No había señal de ella, todavía estaba interrogando al Pinchos y a su amigo. Logan se miró el reloj; quedaba menos de una hora para que ambos fueran acusados formalmente, o liberados. Un agente con cara de aburrido estaba recostado contra la pared fuera de la sala de interrogatorios número tres, leyendo un ejemplar del Evening Press y mascullando entre dientes.
—Buenos días, señor —dijo cuando vio a Logan acercándose por el pasillo—. ¿Busca a la inspectora?
—Sí, ¿está dentro? —preguntó Logan señalando la puerta, por encima del hombro del agente.
—No. Aquí dentro solo está el tipo ese, el Pinchos. La inspectora está en la sala dos, con el otro.
—¿Sabe si ha reconocido algo?
—Lo dudo: éste se ha pasado la noche negándolo todo. Es como ponerse a ver crecer la hierba.
Nada de que extrañarse. Logan no se imaginaba a alguien con la reputación del Pinchos viniéndose abajo y confesando todos sus pecados. Llamó con los nudillos a la puerta de la sala dos y entró sin esperar respuesta. La inspectora Steel estaba arrellanada en su silla, con los brazos cruzados, mirando con el ceño fruncido al hombre que tenía al otro lado de la mesa. Éste llevaba uno de los monos blancos de la Oficina de Identificación, pero se le veía cómodo con él puesto, como si estuviera en una pijamada para secuestrados por los extraterrestres. En un rincón había una agente con un aspecto tan aburrido como el del oficial que estaba en el pasillo. No parecía que el amigo del Pinchos fuera más hablador que éste. Había una carpeta de color sepia encima de la mesa, delante de la inspectora, y Logan la cogió y hojeó los papeles que contenía, mientras Steel seguía adelante con su guerra de desgaste muda.
Según el informe, se había identificado al sospechoso como Greg Campbell, de Edimburgo. No decía mucho sobre él: de pequeño había estado internado en el mismo correccional que el Pinchos, tras lo que se habían producido algunas fugas y reingresos (por venta en los pubs de la zona del puerto de Edimburgo de equipos de música para coche robados), y cuando tenía diecisiete años se vio implicado en una pelea en un pub y le clavó a alguien una botella rota. Pero desde entonces había estado relativamente limpio. O al menos no le habían pillado, lo cual era otra cosa por completo. Si Greg frecuentaba al Pinchos, es que trabajaba para Malk Navaja. Y Malkie no contrataba a niños de coro. A menos que pensara que podía ofrecérselos a curas con buen gusto.
La inspectora Steel se balanceó hacia delante de repente y dio un fuerte golpe con las palmas de las manos sobre la mesa, haciendo que ésta diera una sacudida. Pero Greg Campbell no se inmutó lo más mínimo, sino que siguió sentado impasible, con una expresión difusa y lejana en la mirada.
—¡Basta! —Steel levantó el dedo delante del rostro de Greg—. ¿No quieres hablar? Muy bien. —Se volvió con el ceño fruncido hacia la policía con cara de aburrida—. Agente, llévese a este montón de mierda abajo, al calabozo. Presente los cargos de agresión, posesión e intento de tráfico de drogas… Al parecer violador de niños.
Por vez primera el rostro de Greg Campbell mostró un atisbo de emoción.
—Yo no soy ningún violador de niños.
—¡Jesucristo en bicicleta! —Steel adoptó una pose teatral—. ¡Pero si salta a la vista!
—Yo no soy ningún violador de niños. —Su voz era grave y modulada; ni amenazadora, ni enojada, simplemente funcional.
—Pues claro que lo es: el pelo largo y el bigote igualitos que los violadores de niños que salen en cualquier manual. —Steel se inclinó por encima de la mesa, hasta que su rostro estuvo a unos centímetros del de Greg—. ¿Por eso es por lo que has venido hasta aquí? ¿Eh? ¿A darte una pequeña satisfacción? ¿A enganchar a unos cuantos memos al crack, para poder desahogar tu perversión con ellos? —Le guiñó el ojo—. Vamos, Greggy, a la tía Roberta puedes decírselo: ¿qué has venido a hacer aquí?
Greg respiró hondo, cerró los ojos y dijo:
—Yo no he hecho nada malo. Estoy cooperando con la policía. —Y se refugió de nuevo en su mirada perdida. Nada de lo que pudiera intentar Steel le habría hecho volver a abrir la boca. Ésta se rindió por fin y le ordenó a la agente que se lo llevara a la celda.
En cuanto Greg Campbell desapareció por la puerta, Steel explotó, maldiciendo y perjurando. Le arrancó a Logan la carpeta sepia de las manos y la arrojó contra la pared más alejada. Al abrirse por efecto del golpe, los papeles que contenía se diseminaron por toda la sala maloliente. Logan se quedó con los brazos cruzados sin más, esperando a que se le pasara el berrinche. Por fin se quedó sin fuelle, y el torrente de palabras soeces fue menguando hasta quedarse en un hilo y finalmente hasta secarse por completo.
—Dios —dijo, dejándose caer a peso en una de las sillas de plástico—, lo necesitaba… Esa rata me estaba deshaciendo los sesos. Me muero por un cigarro. —Se sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo, levantando el dedo corazón hacia el gran letrero de NO FUMAR colgado de la pared, junto a la puerta. Entonces vio la lucecita roja parpadeando en la cámara de vídeo, maldijo una vez más y apretó con saña el botón de stop—. Mierda, ahora tendré que retocar la cinta para borrar la prueba del delito. Fumar en el lugar de trabajo, ¿no dirían eso las autoridades escocesas? —Se pasó una cansada mano por la cara, moldeándose las blandas facciones.
—¿No ha podido sonsacarle nada entonces, a Tweedledee?
Steel se rió con un breve ladrido que el humo de tabaco sacó en volandas.
—Usted ha sido testigo del mayor arranque de locuacidad que ha tenido en toda la puta noche. Había empezado a creer que el cabrón era mudo.
—Le ha tocado un punto sensible con eso de violador de niños.
—Para lo que ha servido… —Se repantigó apoyándose contra la pared y le dio una calada al cigarrillo hasta reducirlo a una colilla minúscula, antes de aplastarla con la suela del zapato—. Venga, vamos a decirle al señor Sutherland unas cuantas mentiras cochinas.
Brendan Sutherland el Pinchos no mostraba su mejor aspecto. Más de cinco horas de cautividad le habían dejado bolsas bajo los ojos y la piel de la textura y el color del melocotón. Hizo una gran demostración de bostezos y estiramientos mientras la inspectora Steel se sentaba enfrente de él, al otro lado de la mesa, con sonrisa de calabaza de Halloween.
—Sargento McRae, hágale los honores, ¿quiere?
Y Logan se aplicó con las formalidades de colocar las cintas en su lugar y realizar las introducciones: Pinchos Sutherland, inspectora Steel, sargento McRae, y el agente aburrido que antes estaba en el pasillo. Steel entonces se puso a saltar sobre la silla, como una colegiala nerviosa.
—Pinchos, Pinchos, Pinchitos, Piri-pi-pi-pi-pinchos… ¿A que no adivinas qué nos ha dicho un pajarito? —Se agarró al borde de la mesa y se inclinó hacia delante—. Vamos, di algo. No, no lo adivinarías en la vida, ¡pero inténtalo de todas formas! —Silencio—. Está bien. —La inspectora le guiñó un ojo lascivo—. Te daré una pista. Hemos estado hablando con tu amiguito, Greg el Manoseador de Niños, y nos ha contado un montón de historias muy divertidas sobre ti, sobre dos condones llenos de crack y sobre el culo de Jamie McKinnon…
El rostro del Pinchos era como el de una estatua de piedra.
—Él no es ningún violador de niños. No volveré a repetírselo.
—El bueno del Pinchos… Tú tan preocupado por defender los intereses de tu amigo, y él no ha hecho más que pasarte las culpas a ti. Según él lo hiciste todo tú: romperle los dedos a Jamie y obligarle a que se metiera dos condones llenos de crack entre las nalgas, culito arriba. —Se metió un dedo en el lateral de la boca, inflando el carrillo, y lo hizo sonar como quien descorcha una botella—. Él dice que disfrutaste de lo lindo. Que a ti te va ese tipo de cosas… —El rostro del Pinchos se nublaba cada vez más, como si amenazara tormenta. Steel sonreía radiante—. ¡Ah! ¡Mira por dónde! ¡Tengo unas revistas que te encantarían! Se las cogí a uno que está en el ajo, también, pero entre tú y yo, a mí me parece un poco maleducado meterle cosas a alguien por el culo, a no ser que le hayas invitado a cenar primero.
—No he hecho nada malo, estoy cooperando con la policía. —Al Pinchos le tembló la voz por el esfuerzo de permanecer tranquilo y no alterarse. Se le hinchó una vena en la frente al apretar con fuerza la mandíbula.
Steel se arrimó más la silla a la mesa.
—¿Y por qué crack? ¿Es que no sabes que lo que se lleva por aquí es la heroína? ¿O es que queríais marcar tendencia?
—No he hecho nada malo, estoy cooperando…
—… con la policía —concluyó Steel en su lugar—. Sí, eso ya lo hemos oído. Tu amigo el pederasta lo ha repetido como una docena de veces antes de apuntar contra ti.
—¡No es ningún pederasta de mierda! —El Pinchos se había levantado a medias de la silla, antes de que el agente lo agarrara por los hombros y lo obligara a sentarse de nuevo.
—Pinchitos —le sonrió la inspectora—. No te sulfures de esa manera, podrías lastimarte sin querer. ¿Por qué no nos cuentas tu versión de la historia? ¿Eh? Aunque solo sea por minimizar un poco los daños. Porque tal como están las cosas ahora mismo, cuando vayamos luego al juzgado y le digamos al amable juez lo que está pasando, vas a estar jodido de verdad. De momento tu amiguito va a quedar libre y tú vas a ir abajo a la celda. ¿Te parece eso justo?, te pregunto.
El Pinchos miró a la inspectora Steel con el ceño fruncido y dijo:
—No he hecho nada malo, estoy cooperando con la policía.
Y a partir de ese momento enmudeció.