No hubo ni un disparo. Según el detective Rennie, Pinchos Sutherland y su melenudo amigo estaban tranquilamente sentados a la mesa del comedor, acabándose unos platos precocinados y calentados al microondas. No gritaron, ni opusieron resistencia, ni hicieron nada, se limitaron sencillamente a ponerse en posición con toda tranquilidad: piernas separadas, manos abiertas sobre la mesa. Rennie y sus compañeros habían registrado el resto de la casa, pero no habían encontrado ni rastro de armas, drogas, bienes robados, ni de ninguna otra cosa que pudiera justificar el haber echado abajo la puerta de la casa con un ariete.
—Bien —dijo la inspectora entrando en la sala, donde el Pinchos y su compinche estaban tumbados boca abajo en la alfombra, con un par de policías armados de pie a su lado con sendas pistolas Glock de 9 mm apuntándoles a la nuca—. ¿Les han dado algún problema?
El Pinchos levantó la cabeza de la afelpada alfombra Wilton azul, con expresión totalmente calmada e impasible.
—Mi amigo y yo no hemos hecho nada malo. Estamos cooperando con la policía.
—Ah ¿sí? Yo pensaba que erais unos tipos duros: no me cogerás con vida, polizonte… Esas cosas…
—Mi amigo y yo no tenemos ningún motivo para causar problemas. No hemos hecho nada malo. —No había señal alguna de amenaza en su voz, como cuando le dijera a Logan que se largara, en el pub.
—Lo que usted diga. Rennie, llévese a estos dos a comisaría. En coches separados. Quiero que los fichen y los lleven a salas de interrogatorio diferentes para cuando yo llegue, ¿de acuerdo? —Rennie marcó un saludo y obligó al Pinchos a ponerse de pie. El tipo le sacaba a Rennie como cuatro dedos, pero se dejó sacar de la estancia sin la más mínima señal de oposición. Únicamente antes de llegar a la puerta su mirada se cruzó con la de Logan, y hubo un fugaz atisbo de haberlo reconocido, que se transformó rápidamente en una impertérrita cara de póquer.
La agente grandullona que había manejado el ariete hizo lo propio con el cómplice del Pinchos. Además de su gran bigote, el hombre lucía ahora un hermoso ojo morado. La agente se lo llevó hasta uno de los coches patrulla que esperaban en la calzada, y dejó a Logan y Steel solos en la sala. La inspectora se rascó el sobaco pensativa.
—Vamos —dijo—, acompáñeme a echar una ojeada por ahí, a ver si no vamos a ser capaces de encontrar algo que se les haya pasado por alto a Rennie y sus idiotas.
Los dormitorios ofrecían un aspecto como si hubiera pasado por ellos un tornado: los cajones por el suelo, las camas deshechas, los armarios vaciados. El cuarto de baño estaba igual, y en el desván el equipo de inspección había levantado el aislamiento térmico de fibra de vidrio, dejando el pladur a la vista entre las bastas vigas de madera. Habían arrancado incluso la tapa del depósito del agua fría. Logan y Steel concluyeron la ronda en el garaje, donde había un gran congelador de arcón arrimado a la pared del fondo.
—¡Ajá!
La inspectora se acercó hasta él a grandes zancadas y levantó la tapa. Estaba casi vacío, no había más que un par de cajas de palitos de pescado y algunas bolsas de guisantes congelados. No había los habituales amasijos de carne no identificada que solían llenar los arcones congeladores que había visto Logan en otras ocasiones. Con un brillo triunfal en los ojos, Steel sacó un paquete en cuyo envoltorio se proclamaba: ¡PURO FILETE DE BACALAO CON REBOZADO CRUJIENTE DE PAN RALLADO! Lo abrió por un extremo y vació sobre la palma de la mano media docena de pedazos de pescado industrial de un color naranja pastoso.
—Mierda —refunfuñó, escudriñando en el paquete vacío. Volvió a meter las porciones de pescado en la caja y repitió la operación con los demás envases de cartón. Todos ellos contenían exactamente lo que declaraban. Entre improperios, la inspectora Steel se limpió las manos restregándoselas en los pantalones de su traje gris claro, en los que dejó dos manchas de rebozado naranja descongelado.
—¿No le gustan mucho los palitos de pescado? —preguntó Logan con voz inocente.
—Menos cachondeo. Una vez encontré un congelador lleno de resina de hachís, todo muy bien empaquetadito en cajitas de vindaloo de pollo Weight Watchers. —Frunció el ceño, tanteó las bolsas de guisantes y cerró la tapa de golpe—. Póngase en contacto con Estupefacientes. Dígales que desmonten la casa entera si es necesario, ¡pero quiero pruebas!
Logan hizo la llamada, pero estaba casi seguro de que no encontrarían nada. El Pinchos y su silencioso amigo se habían mostrado demasiado tranquilos como para que hubiera en la casa nada que pudiera incriminarles. Dejaron a un agente de uniforme montando guardia y regresaron a jefatura, pasando por el Burger King de Union Street. El reloj del salpicadero señalaba las tres y cinco, por lo que Logan se miró su propio reloj: las nueve y diecisiete. El Pinchos y su secuaz llevaban detenidos media hora.
—Vamos a tener que alargar el turno —aseguró—. Solo nos quedan cinco horas y poco más para poder acusarlos de algo o soltarlos.
—Y un carajo, soltarlos, esos dos son más culpables que la… mierda, mayonesa… —Se frotó la pechera de la camisa, con lo cual lo único que consiguió fue extenderse más aún el pegote reluciente sobre la tela negra—. Joder, ahora parezco una Monica Lewinski cualquiera… Da igual, tenemos la grabación de la cámara del hospital. Jamie tendrá que testificar contra ellos y contar que le obligaron a meterse el crack por el culo, si no quiere que lo procesemos a él por tráfico de drogas. —Volvió a restregarse la blusa—. ¿No tiene un pañuelo de papel?
En la sala de interrogatorio número cinco había una calma y un ambiente distendido que resultaban inquietantes. Brendan Sutherland, el Pinchos, estaba sentado al otro lado de la mesa de interrogatorio, con un mono blanco mientras le examinaban la ropa en busca de posibles pruebas. Le habían hecho fotografías, le habían tomado muestras para el análisis de ADN y el escáner LiveScan había recogido sus huellas dactilares para su reconocimiento automático a través de la base de datos nacional informatizada, tarea que estaba realizando en aquellos instantes. Aunque ya supieran quién era.
—Muy bien —replicó Steel, depositando delante del Pinchos una taza de plástico de un café infame—. ¿Cómo es que no nos lloras pidiendo un abogado?
El Pinchos la miró sonriendo, cogió el café, lo olisqueó y volvió a dejarlo sobre la desportillada mesa sin tocarlo.
—¿Serviría de algo?
—No. —La inspectora se volvió hacia Logan, que aún estaba peleándose con el envoltorio de celofán de un par de cintas virgen de vídeo—. ¿Sabes? —aseveró—. Me saca de quicio cuando alguien se pone a pedir un abogado y no para, pero cuando alguien no lo hace resulta un poco decepcionante.
Logan refunfuñó, le dio al interruptor para poner en marcha las grabaciones de vídeo y de audio y leyó en voz alta el preámbulo de rutina previo a todo interrogatorio, con los datos del detenido. Luego permanecieron todos sentados un minuto en silencio, cada parte sondeando a la otra. Steel comenzó finalmente con las preguntas: ¿de dónde había sacado el Pinchos el crack? ¿Por qué habían elegido a Jamie como camello?
—No lo entiendo —respondió el Pinchos adoptando una expresión de extrañeza—. ¿Es que McKenzie ha formulado algún tipo de queja?
—No es McKenzie, sino McKinnon, como sabes muy bien, petimetre de mierda. Fuiste a por él cuando estaba en la cama del hospital, le rompiste cuatro dedos y le metiste por el culo varios condones llenos de cocaína en crack.
El Pinchos soltó una risita afable.
—No, no, lo siento, debe confundirme con alguna otra persona.
—Las cámaras de seguridad del hospital te grabaron en plena acción, tenemos las cintas. —Steel se recostó en la silla y sonrió con una mueca—. Tú eliges: puedes hacer frente a las acusaciones, aceptar la culpa, hacerte el gran hombre… Pero la caída sería larga, larga…
El gran hombre sacudió la cabeza con aire triste.
—Inspectora, yo nunca he obligado a nadie a que se metiera nada por el trasero en contra de su voluntad. —Esbozó una sonrisa encantadora—. Y los dos sabemos que no existe ninguna grabación de ese crimen tan horrible cometido por mí, porque no soy culpable de nada.
Steel resopló.
—No me salgas con ésas, encanto, eres más culpable que Judas. Están interrogando también a tu amiguito, el violador de niños, mientras nosotros hablamos…
—No es ningún violador de niños. —La voz del Pinchos adoptó el mismo tono amenazador que tuviera en el pub.
—Ah, ¿no? —Steel sorbió por las narices e hizo una pausa para meterse en la boca un poco de tabaco para mascar—. Pelo largo, bigote: a mi me parece que tiene pinta de violador de niños. En cualquier caso, ¿te parece que no se va a quitar las pulgas de encima y a echártelas a ti? Él cantará, y tú vas a cargar con toda la culpa: tráfico de drogas, agresión, resistencia a la autoridad…
—¡Yo no he hecho eso! —Se inclinó hacia delante en su asiento, apoyando las manos, aún esposadas, sobre la mesa—. Tan pronto como los policías se han identificado, mi compañero y yo hemos obedecido estrictamente sus instrucciones.
Steel frunció los labios, acentuando la angulosidad de sus rasgos.
—Tú y tu compinche podéis obedecer lo que os salga del carajo… —Llamaron a la puerta de la sala, y el detective Rennie asomó la cabeza y preguntó si podía hablar un momento con la inspectora—. Voy —dijo Steel, levantándose de la chirriante silla de plástico—, esperad un minuto. Se suspende el interrogatorio a las… ¿qué hora es, las nueve treinta y siete?
Se hizo el silencio en la estancia al salir la inspectora con el detective Rennie. El Pinchos se arrellanó en la silla, en actitud relajada.
—¿Sabe? —le dijo a Logan una vez las cintas dejaron de grabar—. Tiene usted de verdad mal aspecto. Claro que supongo que es lo que pasa cuando uno cae en el vicio de beber antes del mediodía.
—¿Qué?
—¿No se acuerda? Coincidimos en aquel pub, la semana pasada. Chocó contra mí y luego me llamó «amigo» como setecientas veces. Quería invitarme a un trago… —Se recostó aún más en la silla y obsequió a Logan con la mejor de sus sonrisas—. Me halagó de verdad, agente…
—McRae. Sargento detective.
—McRae, ¿eh? McRae, McRae, McRae, McRae. —Un fruncimiento de cejas—. ¿No será Lazarus McRae? ¿El que salió el año pasado en todos los periódicos? ¿El que cogió al pederasta? —Logan admitió quién era. El Pinchos sonrió con expresión admirativa—. Vaya, vaya, vaya, un poli héroe de la vida real, como hay Dios. Si hay algo que no trago, son los pederastas. La cárcel es poco para ellos. Pero qué digo, intentando convertir al que ya está converso, ¿verdad? —Le guiñó el ojo.
Logan frunció el entrecejo.
—Fue algo accidental.
El gigantón de Edimburgo asintió con aire sabio.
—Entendido, accidental. Ya lo he pillado, punto en boca.
Se siguió entonces un silencio verdaderamente incómodo.
—¿Ha sabido algo de Kylie, últimamente? —dijo Logan al cabo.
Al Pinchos se le heló la sonrisa en el rostro.
—¿Quién?
—Ya sabe de quién hablo: lituana, trece años, una permanente fatal, esquinera. ¿No le suena?
—No tengo ni idea de quién me habla.
—Oh, vamos, tiene que acordarse de Kylie por fuerza: se sirvió de ella para obtener el permiso de obras para las nuevas casas de Malk Navaja…
El Pinchos frunció el ceño, como dando a entender que reflexionaba sobre ello.
—Verá, creo que yo me acordaría si hubiera hecho una cosa así. Debe tratarse de otro caso de confusión de identidades.
—¿Qué hizo luego? ¿Se la vendió a «Steve», una vez acabó con ella? ¿O sigue trabajando para usted también? ¿Forman todos parte de una gran familia feliz de criminales?
El matón ladeó la cabeza y miró sonriente a Logan.
—Tiene una imaginación activa de verdad, sargento. Casi diría que… —La puerta se abrió de forma ruidosa y la inspectora Steel le hizo un gesto con el pulgar a Logan para que éste saliera con ella al pasillo.
—Es esa maldita operación suya de vigilancia de prostitutas —dijo, clavándole en el estómago su dedo manchado de nicotina e ignorando la mueca resultante—. Están todos sentados por ahí como gilipollas, sin saber qué hacer, esperando a que alguien les dé instrucciones. —Logan rezongó, ya veía lo que se avecinaba—. Yo —dijo Steel— estoy demasiado ocupada con Deditos y su compinche como para pasarme la noche perdiendo el tiempo, por si aparece un cabrón medio dormido con ganas de jugar a la puta que te pillo. La Operación Cenicienta fue idea suya, así que apoquine con ella. —Señaló con un dedo apremiante al pasillo, en dirección a las escaleras—. Y si va y coge al Asesino de Shore Lane, asegúrese de no detenerle hasta que llegue yo, necesito los puntos de bonificación.
Se volvió, dándole la espalda, y se metió de nuevo en la sala de interrogatorio, cerrando la puerta tras ella.
La Operación Cenicienta llevaba en marcha tiempo suficiente como para que se hubiera pasado la novedad. Los jefazos no se molestaban ya en aparecer por las sesiones de instrucción previas, ni siquiera los jefes intermedios, así que únicamente el sargento McRae estaba en la estancia llena de policías aburridos. Aquélla era la antepenúltima noche en que contarían con un contingente entero de agentes; al cabo de dos días finalizaba la autorización. No era que fuera a cancelarse la operación, el peligro de que desapareciera otra mujer y de que todo aquel asunto se convirtiera en una pesadilla mediática era demasiado grande, pero los recursos humanos se verían drásticamente reducidos a partir de la noche del domingo. Los justos para que la cosa siguiera funcionando, ni que fuera por salvar las apariencias, con la menor incidencia posible en el gasto de horas extras.
Logan les dio a los reunidos la charla de costumbre, omitiendo el estribillo de la inspectora: «no abrimos las puertas a Mister Fracaso». Logan improvisó además algunos cambios: por lo que hacía a las agentes Menzies y Davidson, todo seguía igual, tanto quienes las cubrían como el personal mínimo requerido para el seguimiento del equipo de vídeo de vigilancia; todos los demás deberían cambiarse y ponerse la ropa de paisano para hacer rondas, hablar con las chicas de la calle, comprobar si alguna de ellas no había aparecido por allí últimamente, si echaban en falta a alguien. Parecía que el tipo al que buscaban actuaba cada cuatro días, más o menos, lo cual significaba que probablemente tenía ya a otra en el saco en aquellos momentos. Y aunque el insustancial perfil psicológico del doctor Bushel fuera eso, un saco de mierda, todos tenían que volver a leerlo una vez más y enterarse de si alguna de las chicas, o de sus chulos, había visto (o se había cepillado) a alguien que encajara con la vaga descripción del doctor.
Estacionaron el vehículo del departamento en el lugar habitual, en la zona portuaria. Solo que esta vez era Rennie el que estaba sentado delante del volante, mientras Logan se repantigaba en el asiento del acompañante. Si había ocasión de echar un sueñecito, y Logan estaba decidido a que la hubiera, sería él el afortunado. Privilegios del rango, como le gustaba decir a la inspectora Steel. No llevaban mucho rato apostados allí cuando el mundo comenzó a moverse a cámara lenta. Los párpados se le cerraban a Logan cada vez más tiempo, hasta que la barbilla le tocó el pecho.
La noche pasó como en una nebulosa, la gente iba y venía, pero Logan no reconocía a nadie. El coche era frío e incómodo, y Rennie no paraba de hablar acerca de sus diez episodios preferidos de Coronation Street.
Cuando Logan regresa por fin a su apartamento, de lo único que es capaz es de quitarse la ropa y dejarse caer encima de la cama vacía.
—Duerme, duerme, duerme…
Oscuridad. Luego, una mano suave sobre el hombro y el calor de un cuerpo desnudo contra el suyo. Unos labios dulces que le acarician en el cuello, una mano dibujándole círculos al azar entre las cicatrices del estómago. Y luego más abajo, y los besos que se hacen más intensos. Hasta que de pronto ella está encima de él, con su larga cabellera rizada cayéndole sobre la cara y el pecho, gruñendo y gimiendo mientras Jackie se sienta en la cama junto a él y pregunta que qué es todo ese ruido. Clic, se enciende la luz de la mesilla y se ve a Rachael Tulloch en todo su desnudo esplendor, montada a horcajadas encima de él.
—Oh —dice Jackie—, vale, no pasa nada, pensaba que eran ratones.
Logan trata de explicarle, pero ella se da la vuelta sin más y sigue durmiendo, mientras Rachael hunde el rostro entre sus pechos pálidos. Y entonces se abre la puerta y aparece su madre con una sartén en la mano, vestida como Enrique VIII.
—¡Señor! —Su voz es un susurro apremiante—. Creo que han encontrado algo.
—¿Hmmmpf? —Logan se incorporó de golpe en el asiento del acompañante, dándose un golpe en la cabeza contra el techo del coche. El detective Rennie lo miraba con semblante de preocupación.
—¿Se encuentra bien?
Logan se restregó la mano por los ojos y se dejó caer de espaldas en el asiento, maldiciendo.
—¡El primer sueño que tengo sin que aparezcan cadáveres desde hace años, y me despierta! ¡Será capullo!
—Lo siento, señor, pero pensaba que querría estar al corriente… Caldwell dice que tiene una pista acerca de una prostituta desaparecida.
Logan sacudió la cabeza, intentando alejar los últimos restos del sueño, el olor del cuerpo desnudo de Rachael aún fresco en las ventanas de la nariz. ¡Todo por culpa de la inspectora Steel! Si no hubiera hecho insinuaciones sobre su supuesto ligoteo, ahora no tendría sueños indecentes protagonizados por la ayudante del fiscal. Él ya tenía sus pesadillas habituales con niños descompuestos, mujeres apaleadas y cadáveres achicharrados. Eso al menos no le infundía aquel extraño sentimiento de culpabilidad.
—¿Qué quiere decir con que tiene una pista?
Y el olor de Rachael se había evaporado.