El agente Steve lo llevó de regreso a jefatura en el coche, intentando llenar el incómodo silencio charlando de cualquier cosa. Logan encendió la radio, pero Steve no pilló la indirecta, sino que siguió habla que te habla sobre el tiempo y sobre la última película que había ido a ver y sobre ¿verdad que era genial que las mujeres fueran ahora por la calle con esos tops encogidos? Una canción tonta y anodina acabó entre vibraciones desacompasadas, seguida de la intervención de un disc jockey de la emisora Northsound desconocido por Logan; sonaron un par de canciones más, y luego las noticias. Decenas de residentes de Kingswells han irrumpido hoy en la sede consistorial y han interrumpido la sesión en protesta contra la decisión de conceder a Fincas McLennan el permiso de obra para la construcción de trescientas casas…
—Vaya unos mafiosos, ¿eh? —dijo el agente Steve, renunciando al tema que lo ocupaba, a saber, las supuestas actividades extraoficiales de la esposa del sargento Beattie—. Deberían colgarlos a todos, los de urbanismo. Mi padre les pidió permiso de obra para una única casa, ¿vale? Una sola… Y se lo negaron. Pero ahora se presentan esos de Fincas McLennan con un proyecto de trescientas casas en el puto cinturón verde, y entonces: «Sí, señor, por supuesto, señor McLennan, ¿quiere que le saque brillo a la polla de paso, mientras espera?». Dan asco.
Logan no le dijo a Steve que su padre habría tenido muchas más opciones de construir su casa si hubiera sacado fotos del urbanista responsable del plan de desarrollo sostenible del ayuntamiento con la polla metida dentro de una chica de catorce años.
La siguiente noticia era acerca de una nueva tienda de ropa en Inverurie, que estaba poniéndose de moda (el agente Steve no tuvo nada que comentar a esto); y luego se entró en la noticia principal del día: ¡cuatro víctimas en un nuevo incendio! Pero fue la última nota antes del tiempo la que hizo que a Logan le diera un vuelco el corazón: En el día de hoy, amigos y compañeros rinden honores al agente Trevor Maitland, el policía trágicamente tiroteado en el transcurso de una operación realizada este mismo mes para recuperar artículos robados. A la voz del locutor sucedió la de una mujer llorosa que proclamaba al mundo el padre y marido maravilloso que era Trevor. Y a continuación otra persona que decía: A diferencia de tanta gente, Trev nunca quiso entrar en el Departamento de Investigación Criminal. Habría podido hacer el trabajo que hubiera querido, pero él quiso seguir llevando el uniforme, estar ahí, en la calle, ayudando a la gente. Éste era Trev. Y finalmente, la funesta voz del oráculo, al menos en lo que a la Policía Grampiana concierne, la del concejal Andrew Soy-el-capullo-más-grande-de-todos Marshall: Es importante recordar, en momentos como éstos, todo el bien que el agente Maitland hizo y sus compañeros siguen haciendo cada día en las calles de Aberdeen. Estoy seguro de hablar en nombre de todos cuando digo que nuestro pensamiento está con su familia en estos momentos de necesidad. Y ahí acabó todo. Ni una sola acusación de incompetencia, ni el menor atisbo de sus habituales diatribas contra la policía. Si llega a ser Logan el que conducía, habría sido capaz de estrellar el coche por la impresión.
—Por todos los demonios —dijo el agente Steve, mirando pasmado la radio—. ¿Es el concejal Cara-de-babosa Marshall el que ha dicho lo que me parece haber oído? ¿Ha dejado pasar así, sin más, una ocasión para restregarnos la cara de mi…?
—¡Mire por dónde va! —Logan se agarró al salpicadero en el momento en que el agente Steve apretaba a fondo el pie en el freno y viraba bruscamente para volver a su carril.
Era poco más de la una cuando Steve lo dejó en jefatura. Aún tenía tiempo de comer algo en la cantina antes de que se le viniera la tarde encima y lo dejara sepultado con una tonelada de cosas. Apenas había pulsado los dos primeros dígitos del código de entrada en el teclado numérico que abría la puerta interior, cuando apareció el sargento Eric Mitchell tras la gran barrera de cristal superpuesta al mostrador de la entrada y lo llamó:
—¡Sargento! ¡Sargento McRae, se le necesita!
Logan se volvió para ver de qué se trataba, y se le cayó el alma a los pies al ver quién estaba sentado en una de las cutres sillas moradas arrimadas contra la pared del fondo: traje caro, fino maletín, gafas de leer ajustadas en la punta de la nariz y expresión de superioridad en el rostro: Sandy Moir-Farquharson, alias Sandy el Serpiente, alias Sinuoso Sid, alias cualquier-cosa-despectiva-que-a-uno-se-le-pueda-ocurrir. Era lo que le faltaba: la guinda de todo aquel maldito mes. Qué demonios, de todo el año. Sandy Moir-Farquharson: el tío mierda asqueroso que había defendido a Angus Robertson, el Monstruo de Mastrick. El que había intentado convencer al mundo entero de que era Robertson la verdadera víctima, no las quince mujeres a las que había violado y asesinado. Que a quienes había que culpar era a la Policía Grampiana en general y a Logan en particular. Y casi lo consigue.
Moir-Farquharson tenía ya medio culo fuera de la silla antes de que Eric señalara hacia la otra fila de asientos, la que estaba junto a la ventana principal. Allí había una atractiva mujer sentada, lloriqueando bajo la placa conmemorativa de los caídos del cuerpo durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y retorciendo un pañuelo como si quisiera estrangularlo. Sandy Serpiente llegó a decir:
—Yo estaba primero —antes de que Logan acompañara a la mujer a una pequeña salita adyacente a la recepción y le cerrara al abogado la puerta en las narices.
Era guapa, aún con los ojos hinchados: el pelo largo, rubio platino, la nariz ligeramente respingona (y de cuya punta le colgaba una gotita); los labios, gordezuelos, ocultaban los dientes que mordían levemente el labio inferior; y con un tipo que habría hecho babear al agente Rennie.
—Y bien, señorita…
—Señora. Señora Cruickshank. Se trata de mi esposo, Gavin, ¡falta de casa desde el miércoles por la mañana! —Se mordió visiblemente el labio inferior, mientras las lágrimas se le acumulaban en sus enrojecidos ojos verdes—. ¡Ya no sé qué hacer…!
—¿Ha denunciado su desaparición?
Ella asintió con la cabeza, el pañuelo aferrado a la nariz roja, mientras jadeaba al respirar.
—Ellos… ¡me han dicho que no pueden hacer nada!
La señora Cruickshank se llevó las manos a la cara y se puso a llorar a lágrima viva. Logan le dio un par de minutos a ver si se tranquilizaba por sí sola, y luego se ofreció a traerle una taza de té y se excusó, sintiéndose un miserable dejándola allí sola. Tan pronto como Logan puso el pie en la recepción, Sandy Serpiente se incorporó de nuevo, y esta vez llegó a pronunciar:
—Sargento McRae, debo insistir en que…
Logan lo rechazó con un gesto y le pidió a Eric si podía recuperar la denuncia de la desaparición de un tal Gavin Cruickshank. Y si además podía traer una taza de té para la señora Cruickshank. Al apartarse dándose la vuelta del mostrador, se encontró cara a cara con Sinuoso Sid. Desde su metro ochenta y cinco, el abogado era lo bastante alto como para tener que bajar su torcida nariz para mirar a Logan.
—Estoy aquí por mi cliente, el señor James McKinnon. Sargento, ¡insisto en que me conceda usted permiso de visita!
Capullo arrogante. Logan lo miró frunciendo el ceño, sintiéndose más furioso a cada segundo que pasaba. ¿Quién demonios se creía que era para presentarse allí como si fuera un general?
—Puede insistir lo que quiera: en estos momentos estoy ocupado, atendiendo a un miembro de la ciudadanía que lo necesita. ¿Quiere usted visitar a su cliente? Pues vaya al hospital, la hora de visita es de dos y media a cinco.
Apartó al señor Moir-Farquharson de su camino y se encaminó de nuevo hacia la salita. Una mano firme lo agarró por el hombro.
—Insisto en que usted…
Logan no se volvió, por temor a no acabar dándole un puñetazo a aquel capullo.
—Quíteme su sucia mano de encima, antes de que le triture los dedos.
El tono de voz era bajo y claro, y las palabras salieron como si se le escaparan por entre los dientes apretados. Estaba suplicando por una excusa que le permitiera descargar parte de la mierda que se le había ido acumulando día tras día durante los últimos seis meses en aquel presumido, «lameculos», repugnante abogado hijo de puta. Moir-Farquharson retrocedió dando un respingo, como si se hubiera quemado, soltando la mano.
Silencio.
La puerta de la recepción se abrió de golpe y entró dando tumbos un tipo andrajoso, que rompió el impasse. Vestido con un chándal raído del Aberdeen de hacía tres temporadas, con una barba que más parecía moho que pelo, se tambaleó con un gran esfuerzo de concentración hasta el centro del mostrador y, soltando un golpe sobre la superficie de madera, gritó:
—¡Me han robado mi receta!
El formulario de personas desaparecidas llegó en una bandeja junto con dos tazones de té caliente con mucha leche y una nota doblada del sargento Eric Mitchell en la que le insinuaba a Logan que quizá no le importara liquidar la entrevista rapidito y esfumarse de la comisaría para no volver a poner los pies en todo el día. Esa sabandija de Sandy Serpiente estaba presentando una demanda formal.
Tratando de que no pareciera que quería acelerar todo aquel asunto, Logan repasó someramente los antecedentes del caso con la afligida esposa de Gavin Cruickshank: que si los dos estaban desesperados por tener un hijo y llevaban meses intentándolo; que si ella había renunciado a su empleo para estar menos estresada y más fértil; que si Gavin se había tenido que quedar hasta tarde en el trabajo aquellos últimos días. Y también lo referente a las peleas de su marido con la vecina de al lado. La última vez que había visto a su esposo, éste había salido de casa, aún furioso, con unas gafas de sol para disimular un ojo morado cortesía de la bruja de la vecina… Eso había sido el miércoles por la mañana. No había vuelto a saber de él desde entonces.
—Llamé a la oficina, pero… pero me dijeron que había salido a ver a un cliente y que volvería tarde. —La desesperación se reflejaba en sus ojos—. ¡Él siempre vuelve a casa! ¡Siempre!
—Ya, y como no lo hizo, ¿llamó usted a la policía? —preguntó Logan, examinando el informe en busca de la fecha en que ella había denunciado la desaparición de su marido: el jueves por la mañana, a las siete y media.
Ella asintió, derramando lágrimas en el té medio frío.
—A veces no vuelve hasta las cuatro o las cinco, si tiene que ir al casino, o a uno de esos… —se ruborizó— clubs. Por eso me acosté. Cuando vi que eran las seis y aún no había vuelto, le llamé al móvil, pero me salió el contestador para que dejara un mensaje. Volví a intentarlo, una y otra vez, y… al final llamé a la policía.
Logan asintió, mientras intentaba concentrarse en la historia de la mujer, pero no lo consiguió. ¿Por qué narices había tenido que amenazar a Sinuoso Sid? Como si la investigación en torno al agente Maitland no hubiera de ser ya lo bastante penosa como para añadir ahora una demanda formal a todo ello… De repente Logan se dio cuenta de que la señora Cruickshank acababa de decir algo y lo miraba expectante.
—Hmm —murmuró él, frunciendo el entrecejo como si se concentrara, pero sin tener la más remota idea de lo que acababa de preguntarle—. ¿Por qué lo dice?
—Bueno. —Ella arrastró la silla acercándola a la mesa—. ¿Y si le hubiera hecho algo? ¡Esa mujer es peligrosa!
—Peligrosa… sí, entiendo… —No, no lo entendía, no se había enterado de nada. Tenía que coger el toro por los cuernos y reconocer que se le había ido el santo al cielo…
—¡La vecina de que le hablo no ha dejado de causar problemas desde que se mudó al barrio! ¡Le pegó a mi marido! ¡Le puso el ojo morado! Él la denunció… —Las lágrimas aparecieron de nuevo—. ¡Tiene que encontrarlo!
Logan le prometió que haría cuanto estuviera en su mano y la acompañó a la entrada principal. No había señales de Sandy Serpiente en la recepción, probablemente habría ido a quejarse al jefe de policía en persona, así que se esfumó y fue a por uno de los vehículos del departamento. Le traía sin cuidado dónde ir, con tal de estar bien lejos de jefatura antes de que nadie lo echara en falta. Para mayor seguridad, desconectó también el teléfono móvil. Lo que necesitaba era algo que le mantuviera la mente ocupada, algo que le hiciera sentirse útil mientras marcaba el paso antes de recibir una nueva citación para presentarse en jefatura a recibir otra reprimenda. O quizás el cese. Según le había dicho la señora Cruickshank, su esposo trabajaba para una compañía de servicios petroleros con sede en el polígono industrial de Kirkhill, alquilando equipos elevadores para plataformas y torres de perforación. Sí, una persona desaparecida, un asunto menor, pero al menos haría algo.
ScotiaLift ocupaba un anodino edificio rectangular de dos plantas, con un pequeño aparcamiento delante y un recinto anexo cerrado con una verja en la parte de atrás, lleno de maquinaria de elevación de colores brillantes. En el aparcamiento se veían, jactanciosos, un Porsche, un enorme BMW cuatro por cuatro, un Audi descapotable (ninguno de los cuales parecía tener más de un par de meses, y todos ellos con matrícula personalizada), y una señal de dos metros de alto con el logotipo de la compañía, dibujado con varias capas de plástico reluciente. Logan aparcó su mugriento y abollado coche del departamento al lado del Porsche, haciendo que el nivel del lugar descendiera de forma seria, y se encaminó a la recepción del edificio.
Aberdeen contaba con una larga y honrosa historia en cuestión de contratar atractivas señoritas para situarlas detrás de un mostrador de recepción, y ScotiaLift no era la excepción. La joven dibujó una esplendorosa sonrisa al entrar Logan.
—¿Puedo ayudarle?
La sonrisa se tornó vacilante cuando él le enseñó la placa y le dijo que estaba allí para hacer algunas preguntas acerca de la desaparición de un tal señor Gavin Cruickshank. Ella miró de la placa a Logan y viceversa, y las pequeñas arrugas en las comisuras de sus ojos delataron cierta preocupación.
—Sí, ya lo sé —dijo él—, la foto es horrorosa. Necesito hablar con los compañeros de trabajo del señor Cruickshank, y con cualquiera que pudiera haberle visto el miércoles.
—¡Pero si el miércoles no vino!
Logan frunció el entrecejo.
—¿Está segura?
La mujer asintió con la cabeza y golpeteó sobre el mostrador con una de sus pintadas uñas.
—Yo le habría visto.
Logan se volvió y examinó rápidamente la recepción. No era enorme, y la entrada principal estaba justo enfrente de donde estaba sentada la joven. Tenía razón: si él hubiera entrado por aquella puerta, ella le habría visto.
—¿No hay ninguna otra entrada, por detrás?
Ella asintió con un gesto y señaló hacia una puerta abierta a la izquierda del mostrador.
—Hay una salida lateral, pero da al patio, y la verja está cerrada. Bueno, a no ser que en ese momento estén sacando o entrando maquinaria. Todo el mundo aparca delante… habría visto su coche.
—En ese caso —preguntó Logan—, ¿cómo es que cuando la señora Cruickshank llamó por teléfono el miércoles por la tarde, le dijeron que su marido había salido a ver a un cliente?
Un ligero rubor.
—No lo sé.
Logan hizo durar el silencio un minuto, esperando que ella se sintiera incómoda y dijera algo más. Pero no lo hizo. Por el contrario le entró un repentino y absorbente interés por los teléfonos, como si deseara que sonaran y le ofrecieran una excusa para no tener que seguir hablando con él, mientras las mejillas se le ponían coloradas por momentos.
—Está bien —dijo él por fin, rompiendo el enojoso silencio—, entonces tendré que hablar con todas las personas que trabajan con él.
Ella le encontró un despacho vacío en la primera planta, el de Gavin: una estancia desaliñada con un calendario de chicas colgado detrás de la puerta, otro en la pared del fondo, dos ordenadores y un gran escritorio que parecía que no lo hubieran despejado desde el cuaternario. Lo que sí tenía era una bonita vista al aparcamiento. Uno por uno, fueron llamando a todos los empleados de ScotiaLift para que pasaran por el despacho requisado por Logan, desde el encargado del edificio hasta el director gerente. Todos ellos fueron sentándose al otro lado del caótico escritorio y contándole a Logan el gran tipo que era Gavin Cruickshank y lo impropio de él que era desaparecer de aquella manera. Ninguno de ellos admitió haber hablado por teléfono con la esposa de Gavin y haberle dicho que acabara de salir para ir a ver a un cliente. Logan se disponía a marcharse, cuando un flamante deportivo de dos plazas aparcó delante del edificio. Desde la ventana de la primera planta vio a un hombre bronceado de poco más de veinte años que se bajaba de un salto, apuntaba al vehículo con el mando de las llaves y activaba la alarma, antes de dirigirse con aire presuntuoso hacia la entrada y desaparecer de la vista. Treinta segundos más tarde, el mismo rostro bronceado asomaba por la puerta del despacho ocupado por Logan con una sonrisa en los labios.
—Buenas, jefe, ¿me buscaba, tengo entendido? —Pelo rubio peinado en punta, traje de lino, sin corbata, gafas de sol Armani, ligero acento de Dundee.
—Depende. ¿Habló usted el miércoles con la esposa de Gavin Cruickshank?
—¿Con la adorable Ailsa? —La sonrisa se hizo aún más amplia, mientras se despojaba de la chaqueta y la colgaba en una percha junto a la puerta—. Me declaro culpable. Cualquier día de éstos se dará cuenta y se deshará de ese mamón de marido que tiene. —Le guiñó el ojo a Logan—. ¿La conoce? Unas tetas como melones, sexy como hay Dios. Nunca creí que estuviera hecha para ser ama de casa. Un bombón así necesita libertad… —Suspiró, feliz con sus fantasías.
—Miércoles por la tarde: ¿por qué le dijo que Gavin había salido a ver a un cliente?
—¿Hmm? Oh, porque así fue.
—Tiene gracia, todos los demás dicen que no apareció en el trabajo en todo el día.
Pausa. Gestos de inquietud. Y finalmente la sonrisa que se desvanece.
—Me ha pillado, es un buen poli. No apareció por aquí el miércoles por la mañana.
—Entonces ¿por qué le mintió a ella?
—Bueno, verá, la cosa es más o menos así: a veces se presenta bastante tarde. Y otras veces ni siquiera aparece por su despacho. Gav capta mucha clientela, así que se le perdonan muchas cosas.
—¿Cómo sabe que estaba con un cliente? ¿Habló con él?
—Tanto como eso, no. Pero me envió un mensaje de texto.
—¿Cuándo exactamente?
—No sé, a media mañana creo. Decía que llegaría más tarde, no concretaba cuándo.
—¿Y entonces usted supuso que estaba con un cliente?
—Ehm… —Su sonrisa iba y venía mientras se acomodaba en la silla al otro lado del desordenado escritorio y encendía uno de los ordenadores—. No, en realidad no. Verá, Gav es lo que suele llamarse un infiel hijo de puta. Mire… —Escarbó entre las pilas de papeles y sacó una fotografía satinada de Gavin Cruickshank a pecho descubierto y rodeado de un grupo de jovencitas, rubias y morenas, en cuyas apretadas camisetas se leía: HOOTERS. Una de ellas le apretaba a él su bronceado pecho, sin llegar a taparle del todo un tatuaje negro. Si ellas llevaban HOOTERS impreso a colores brillantes sobre el pecho, él llevaba AILSA en el suyo—. Se sacó esta foto cuando fuimos a Houston para la última convención sobre tecnología en alta mar. Se pasó a tres por la piedra en los cuatro días que estuvimos. Y su linda mujercita sin enterarse, la pobre. Ella sigue bebiendo los vientos por él. —Sacudió la cabeza—. Increíble, ¿verdad? Me refiero a que pudiendo volver a casa y tirarte a una mujer como Ailsa, ¿para qué carajo necesitas a nadie más? Pero ahí lo tiene: un gilipollas, vamos.
—Entonces, cuando vio que él le enviaba un mensaje de texto diciendo que volvería más tarde, usted pensó que…
—¿Que estaba por ahí dejándose chupar la polla por una encantadora jovencita? Pues sí, no sería la primera vez.
—¿Tiene idea de con quién?
—Bueno, ¿ha conocido a Janet, la recepcionista? Se la ha estado metiendo y sacando durante un tiempo. Y creo que le ha estado dando un buen repaso también a la mujer de uno de los suyos, de un detective o algo así. Y ha estado saliendo últimamente con una pole dancer del Secret Service, ya sabe, ese bar de striptease que está en Windmill Brae. Hayley… —Una sonrisa de envidia—. Según él hace con un nabo las cosas más guarras que te puedas imaginar. Bárbaro. Eh, ¿no puede ser que tenga su chulo o algo, y haya ido a por Gav? O puede que se hayan fugado juntos. El capullo de él lo había mencionado más de una vez… —La sonrisa se volvió lasciva—. Yo podría consolar a su pobre mujercita abandonada, darle un hombro en el que llorar, y una polla sobre la que montar. Dios, qué dulce sería.
Una vez fuera, a la luz del sol, Logan se quedó mirando desde el parking el edificio desde el que el señor Gavin Cruickshank dirigía su imperio de sexo extramatrimonial. Cuatro mujeres… ¿de dónde sacaba tanta energía? Logan ya tenía bastantes problemas con una.