Las llamas se elevaban hacia el cielo, devorando la madera y el plástico, el papel y la carne. El fuego crepitaba y chisporroteaba en la noche lluviosa, sin que el aguacero hiciera nada por sofocar su avidez. Él se había ocupado de echar por la abertura del buzón la gasolina suficiente, de largo, para que así fuera. Un crematorio improvisado.
La ubicación era idónea: una pequeña calle sinuosa a orillas del río, al sur de la ciudad. Altas paredes de piedra a un lado, que separaban en cierto modo los bajos fondos de los complejos hoteleros; y casas sueltas y diseminadas al otro. Lo bastante apartada para evitar que la voz de alarma se diera demasiado pronto, y con un montón de sitios a cubierto en los que esconderse y desde los cuales ver arder la pira. Y aunque alguien diera la voz de alarma, los coches de bomberos estaban ocupados en otro lugar.
Él sabía que no debía haberlo hecho. No tan pronto después del otro incendio. Sabía que éste iba a causarle problemas, pero era superior a sus fuerzas. De pie entre las sombras, al otro lado de la calle, su rostro era una pura mueca mientras con la mano daba rienda suelta a su erección y las ventanas del piso de arriba estallaban arrojando al exterior una lluvia de cristales.
Dios, qué hermosura.
Los gritos se habían prolongado durante diez minutos enteros. Cuatro bombas de gasolina por la ventana del dormitorio. Alguien incluso había desafiado a las llamas y había llegado hasta el recibidor, donde se había puesto a aporrear frenéticamente la puerta principal, sin saber que él la había atornillado al marco, lo mismo que la puerta de atrás. Se mordió el labio inferior, imaginando cómo la carne de aquellas personas crujía y reventaba por el calor. Llamas en el piso de abajo, llamas en el piso de arriba, propagándose con furia por todas partes. Y sin tener donde huir. Lo único que podían hacer era morir. Gruñó y se estremeció… se la apretó con más fuerza, intentando hacerlo durar, pero ya era tarde. Echó la cabeza hacia atrás y gimió de éxtasis mientras el tejado cedía por fin, y una erupción de centellas naranjas y blancas se elevaba en espiral en medio de la noche. Entonces llegaron los bomberos, que se desperdigaron en torno al lugar con sus escaleras y sus mangueras, aunque demasiado tarde para la familia de cuatro miembros que se carbonizaba bajo los escombros ardientes.
Realmente no debería haber incendiado aquella casa: aquello iba a traerle problemas, no podía ser de otro modo.
Pero en aquellos momentos no le importaba.
Las siete cuarenta y cinco, viernes por la mañana: cansado, con los ojos llorosos y resacoso. No había sido una buena noche para Logan. La inspectora Steel lo había enviado pronto a casa, donde había trabado amistad con una botella de whisky de malta de doce años. Con ella se había emborrachado y la había cogido sensiblera, y se había deprimido a fondo. Allí estaba el agente Maitland, en su persistente estado vegetativo, y al momento siguiente había dejado de existir. El inspector Insch le había dicho a Logan que no se preocupara: era espantoso, pero eran cosas que pasan. No había sido culpa suya. Todo había salido mal. Y cuando el inspector se había ido, caminando bajo la lluvia por donde había venido, la inspectora Steel le había dicho que Insch no sabía lo que decía. Era la ocasión ideal para que le salieran cabrones asquerosos por todas partes con la intención de clavarle un cuchillo por la espalda.
Al llegar al trabajo aquella mañana, le esperaba lo primero una llamada del inspector Napier.
Así que ahí estaba, sentado a las puertas de Asuntos Internos, sintiéndose una ruina, con el estómago revuelto, mientras esperaba a que Napier le hiciera pasar a su funesto despacho. En el momento oportuno, el inspector asomó su afilado rostro por la puerta y le hizo un gesto para que entrara. Esta vez el despacho estaba lleno de gente. Además de Logan, Napier y el silencioso inspector sin nombre del rincón, en una de las incómodas sillas para las visitas estaba sentado el Gran Gary, cuya gruesa humanidad hacía combarse de forma alarmante el plástico de su asiento. Levantó la vista y saludó a Logan con un asentimiento de cabeza. Esta vez sí. Esta vez la cosa iba en serio.
—Sargento McRae —dijo Napier, sentándose detrás de su prístino escritorio—. Como puede ver, le he pedido a su representante federativo que asista a la reunión. —Dirigió una fría sonrisa hacia el Gran Gary—. Pero antes de empezar, desearía expresar simplemente lo entristecidos que estamos todos por la noticia de la prematura pérdida del agente Maitland. Era un buen policía, y sus colegas y amigos lo echarán mucho de menos. Nuestro pesar y nuestras oraciones para con su esposa y… —Napier bajó la mirada hacia la hoja de papel sobre su escritorio— su… hija.
Y entonces Logan tuvo que explicar una vez más el desarrollo de la redada fallida, mientras Napier asentía con gravedad y el Gran Gary tomaba notas.
—Naturalmente —objetó Napier una vez hubo concluido Logan—, se dará usted cuenta de lo afortunados que hemos sido con el momento en que se ha producido el desenlace. —Mostró en alto un ejemplar del Press and Journal de aquella mañana. En la portada, el titular «CUATRO VÍCTIMAS EN UN NUEVO INCENDIO», y debajo la foto de una casa en ruinas que ardía todavía en la oscuridad, junto a un grupo de camiones de bomberos—. La historia de los incendios provocados tiene mucho más tirón para el público. Además, la prensa no se ha enterado de la triste muerte del agente Maitland hasta después de agotada la segunda edición. Ciertamente cabe esperar que algunos «ciudadanos prominentes» como el concejal Marshall —el nombre sonó como el de una enfermedad en labios de Napier— hagan público su pensamiento en torno al asunto.
Logan reprimió un gruñido. Aquella pretenciosa sabandija pervertida iba a tener campo libre para aprovecharlo a su antojo.
—Evidentemente, la investigación interna deberá tener en cuenta a partir de ahora el hecho de que la operación por usted organizada y dirigida, y para la que se encargó de buscar al personal necesario, haya tenido por resultado la muerte de un policía —concluyó Napier, disfrutando seguramente de cada segundo—. Si llegara a determinarse negligencia por su parte, podría esperar su degradación y posible expulsión del cuerpo. Tampoco podría descartarse que se presentaran cargos para entablar un proceso criminal.
El Gran Gary se inclinó hacia delante en su atormentada silla de plástico y frunció el entrecejo:
—Creo que es un poco prematuro hablar de cargos criminales, ¿no le parece? Al sargento McRae aún no se le ha declarado culpable de nada.
El inspector mudo del rincón tuvo un tic nervioso.
Napier levantó las manos.
—Por supuesto, por supuesto. Pido disculpas. Su representante corporativo tiene toda la razón: inocente mientras no se demuestre lo contrario, etcétera. —Se levantó y abrió la puerta—. Durante el día de hoy se fijará una fecha para la investigación interna. No duden por favor en venir a verme, caso de que desearan seguir hablando sobre este asunto.
La sala de interrogatorios número seis estaba desocupada, de modo que el Gran Gary llevó allí a Logan para tratar de animarlo. Al carajo con Napier. Logan no había hecho nada malo, ¿no? No. Así que no había por qué preocuparse: la investigación interna llegaría a una conclusión favorable, todos interiorizarían la lección aprendida y la vida seguiría. «Salvo para el agente Maitland», pensó Logan.
Cuando el Gran Gary se marchó, Logan se hundió en la silla, mirando el falso techo con el ceño fruncido. Maldito Napier y su maldita caza de brujas, ¡como si él no se sintiera ya bastante culpable de la muerte de Maitland! A la menor excusa para humillar a alguien, o para amenazarlo, o para perdonarle la vida, ahí estaba Napier, preparado para meter el dedo en la llaga y hurgar en ella. ¿Y a qué diablos venía eso de pedirle a él que se asegurara de que la prensa no cargara contra Steel? Maldita Steel y su maldito sarcasmo, y maldita su leccioncita de que no todo es o blanco o negro, ¡como si él fuera un colegial! ¿Protegerla de la prensa? ¿A ella? Era Logan el que debía evitar que le desollara vivo ese santurrón engreído y pederasta pervertido de Marshall, no la inspectora Steel. No, ella lo tenía comiendo de la palma de su mano manchada de nicotina… Muy bien, pues ¿sabes qué? Que donde comen dos, comen tres. Logan cogió el móvil, marcó el número de Control y pidió que le dieran un número de contacto del concejal Andrew Marshall. Le costó tres minutos superar el filtro de la secretaria personal de Marshall, pero al final emergió su voz imperiosa de costumbre:
—¿Es importante? Porque tengo una reunión con el consejo dentro de cinco minutos.
Logan sonrió.
—Solo una pregunta, muy rápida, concejal: ¿le dice algo el nombre de «Kylie»? —Se hizo el silencio al otro lado de la línea—. ¿No? Es una jovencita lituana, prostituta. Asegura haber mantenido relaciones íntimas con usted y con un amigo suyo el mes pasado. Con los dos a la vez.
Un balbuceo, y luego:
—¿Relaciones íntimas?
—Bueno, el término que utilizó exactamente fue que hicieron un «pollo a l’ast». Tengo entendido que usted ocupó el extremo posterior.
—Yo… no sé de qué me está hablando.
—Está en detención preventiva, y ha identificado su fotografía. ¿Sabía usted que solo tiene catorce años?
—Oh, Dios santo… —Se hizo una larga pausa—. ¿Qué quiere? ¿Dinero? Es eso, ¿verdad? ¡Todos quieren lo mismo! ¿Por qué no me dejan en paz de una vez?
Logan sonrió. Siempre había sospechado que la inspectora Steel era de soborno fácil.
—¿Entonces es que alguien le está chantajeando ya por haber mantenido sexo anal con una chica de catorce años?
—Oh, Dios mío, esto es una pesadilla… ¡Yo no sabía que ella tenía catorce años, hasta que él me lo dijo después! ¡Lo juro! ¡Nunca la habría tocado de haberlo sabido! —Empezaba a notársele pánico en la voz.
La sonrisa en el rostro de Logan se congeló.
—¿Hasta que él se lo dijo? ¿A quién se refiere?
—Es… yo… no sé cómo se llama. Solo recibí una carta con una foto en la que salía yo… en la que salíamos los tres… juntos. ¡Yo no sabía que ella tenía catorce años!
Hablaba en voz cada vez más alta, y Logan se preguntó si Marshall habría tenido la lucidez de cerrar la puerta de su despacho, de lo contrario el consistorio en pleno estaría enterado de su pequeña «indiscreción» a la hora de la comida.
—Quiero el nombre de su amigo, concejal Marshall, el que estaba en el otro extremo del pollo menor de edad.
Una pausa, el ruido de tragar saliva:
—Él… Porque piensa también chantajearle a él, ¿no es así?
—Quiero su nombre.
Era John Nicholas, el urbanista responsable del plan de desarrollo sostenible del ayuntamiento. Con un marcado sentimiento de satisfacción, Logan colgó el teléfono. Una prostituta lituana menor de edad llega de Edimburgo y mantiene relaciones sexuales con el tipo encargado de decidir qué se puede y qué no se puede edificar en el cinturón verde de la ciudad; alguien hace fotos, envía amenazas, ¿y de repente la empresa inmobiliaria de Malk Navaja recibe los permisos necesarios para construir un montón de casas en el cinturón verde de la ciudad? Si todo aquello era casualidad, resultaba de lo más inverosímil. Y puesto que Brendan Sutherland, el Pinchos, era el «allanacaminos» particular de Malkie, era el más que probable responsable del repentino golpe de suerte de Fincas McLennan. Una cosa más sobre la que preguntarle, suponiendo que Colin Miller lograra averiguar su dirección.
No tardó mucho en saberse la noticia de la muerte del agente Maitland. La primera llamada de los medios de comunicación se produjo a las nueve en punto, poniendo punto final al buen humor de Logan. La oficina de prensa emitió un comunicado en términos muy similares a los de Napier: el agente Maitland había sido un buen policía al que echarían de menos sus colegas, y bla, bla, bla. Para cuando el agente Steve asomó la cabeza por la puerta del centro de operaciones y le preguntó a Logan si tenía un minuto, casi todas las organizaciones informativas del país habían llamado por teléfono.
—Ha habido otro incendio —dijo el agente Steve, con un ejemplar en la mano del Press and Journal.
—Ya lo sé, me lo ha enseñado Napier esta mañana.
El agente Steve arqueó la ceja.
—¿Ha ido a ver al conde Drácula? ¿Por qué…? —y se detuvo al acordarse. El tema de la muerte de Maitland era omnipresente en la comisaría. El lugar de trabajo aquella mañana era como estar en una película muda: las conversaciones se interrumpían en cuanto Logan entraba en una dependencia—. Ya, bueno —dijo el agente, ligeramente ruborizado—. El inspector Insch quiere que acuda con él, está en el escenario del crimen. Dice que vaya usted a aportar la parte de morbosidad al asunto.
Logan no se molestó en pedirle a Steel su aprobación.
El escenario donde había tenido lugar el incendio no fue difícil de encontrar entre el modesto esplendor bucólico de Inchgarth Road. La lluvia había cesado, dejando árboles y plantas de un verde intenso que resplandecía a la cálida luz dorada de un sol difuso. En aquellos contornos la ciudad lidiaba con el campo una dura lucha, en la cual las parcelas y tierras de labranza se entremezclaban con urbanizaciones municipales y lujosas casas particulares. Una capa de consistencia terrosa y teñida de hollín recubría la superficie de la calzada, impidiendo el drenaje y formando un lago de escasos centímetros de profundidad sobre el asfalto. Lo que quedaba de la casa formaba una gran carcasa al final de un pequeño camino de grava; una de las paredes exteriores se había desplomado, cubriendo los escombros de ladrillos y argamasa. Junto a un rosal abrasado había una sucia furgoneta Transit blanca, junto con una comisaría móvil. Había personas vestidas con un mono blanco yendo y viniendo de un lado para otro, tomando muestras y fotografías. La comisaría móvil estaba atestada, pero Logan y Steve encontraron el espacio suficiente para cambiarse y ponerse el equipo de investigación criminal, en tanto alguien ponía a hervir agua para un desayuno-almuerzo a base de fideos instantáneos. Al cabo de un momento volvían a estar fuera, en el jardín.
Los bomberos habían derribado la puerta principal, lo cual no debía haber resultado tarea fácil: el marco estaba salpicado de clavos de ocho centímetros, como la otra vez. Era lo único que les faltaba, otro loco asesino en serie. La puerta parcialmente acristalada estaba caída hacia dentro en mitad del recibidor, medio enterrada bajo un montón de tejas rotas y vigas carbonizadas.
En el interior, el piso superior se había venido abajo, solo quedaba alguna viga ocasional que señalaba el nivel en el que había muerto una familia entera. Las paredes que quedaban en pie estaban ennegrecidas y calcinadas. Los escombros llenaban el pasillo, al igual que los tortuosos restos de la escalera.
Insch se encontraba en lo que debía ser la sala de estar, embutido en un mono blanco que le tiraba por todas partes, haciendo equilibrios sobre una montaña de escombros mientras un hombre con un mono mugriento y un casco de bombero lo tanteaba todo con una larga pértiga. Tambaleándose sobre ladrillos rotos y restos de madera carbonizada, Logan llegó junto al inspector.
—¿Quería verme, señor?
—¿Yo? —Insch frunció el entrecejo—. Ah, sí. Familia de cuatro miembros: madre, padre y dos niñas pequeñas. Los investigadores dicen que metieron gasolina por la rendija del buzón, y que luego tiraron bombas de gasolina por las ventanas. ¿Le suena? El autor de todo esto hizo cuatro llamadas de aviso falsas a través de un teléfono móvil robado, cada una desde el otro lado de la ciudad. Para cuando llegaron aquí los bomberos, gracias que pudieron evitar que el fuego se propagara a los vecinos. —Sacudió la cabeza y se bajó con cuidado del montón de escombros sobre los restos caídos de la ventana principal—. Los pobres desgraciados no tuvieron la menor oportunidad. Empezaba a creer que el otro incendio, el de los ocupas, tenía que ver con una cuestión de drogas, pero esto parece más… no sé, personal, si puede tener algún sentido. —Exhaló un suspiró y se pasó la mano por su redondo y enrojecido semblante—. No consigo hacerlo encajar. Por eso quería que le echara una mirada, cuatro ojos ven más que dos.
Logan asintió.
—¿Han recuperado los cadáveres?
—A trozos… Según parece la habitación de las niñas estaba encima de la cocina. Cuando el techo se derrumbó, todo se vino abajo. Lo más probable es que la madre y el padre estuvieran con ellas. No lo sabremos hasta que se vacíe todo.
Logan fue abriéndose paso con cuidado por entre los restos de la casa, de habitación en habitación, asimilando el grado de devastación. No habían quedado muchas cosas reconocibles, todo estaba quemado o fundido, la única cosa más o menos entera era la puerta principal derribada, que seguía allí donde había caído, con la pintura levantada y hecha ampollas, los lienzos de cristal resquebrajados y casi por completo opacos por el hollín. Permaneció unos segundos sin moverse mirándola: lo único que había sobrevivido a un incendio que se había cobrado cuatro vidas. En la puerta había una pequeña placa de latón, justo encima de la rendija para las cartas. Se agachó y limpió frotando el polvo y los escombros hasta que pudo leer: ANDREW, WENDY, JOANNA Y MOLLY LAWSON. Lo único que falta era: EN PAZ DESCANSEN. Al ir a volverse para marcharse, le pareció haber visto algo a través de los cristales dañados por el fuego. Con el pulso martilleándole en las orejas, abarcó con las manos la puerta por los bordes y tiró hacia arriba. La madera crujió y gimió al liberarse de los escombros y tejas que la cubrían y que mandó al suelo esparcido de cascotes. Debajo, sepultada en parte entre pedazos del techo, había un rostro humano quemado, cuyos rasgos habían desaparecido. Los dientes ocres eran el único rasgo verdaderamente identificable; tenía el cráneo aplastado por un lado debido a un gran pedazo de escombros caídos. El resacoso estómago de Logan dio un vuelco.
Al llamar pidiendo ayuda, se acercó el inspector Insch con sus pasos pesados, echó una ojeada a lo que le señalaba Logan, frunció el ceño y se puso a lanzar improperios.
—¡Por aquí han pasado ya todos esos capullos de la brigada, con sus perros!
Pidió a gritos que acudiera el tipo de la brigada de bomberos, y le preguntó por qué diablos no habían encontrado aquello antes. Mientras discutían acerca de quién era la responsabilidad de garantizar que la gente no fuera por ahí pisando cadáveres, Logan salió tambaleándose por el umbral sin puerta, para volver a encontrarse en el mundo real.
Seguía luciendo el sol, pero el aire estaba cargado de olor a carne quemada y a madera abrasada. Cerrando los ojos, Logan trató de hacer una respiración profunda. No iba a marearse, no iba a marearse… mujeres y niños carbonizados, prostitutas apaleadas, el rostro desollado de una mujer joven, restos de animales en descomposición, Maitland… Sí que iba a marearse. Logan consiguió dar unos pasos en dirección a la pared del jardín antes de abandonar todo disimulo y salir corriendo en busca de la seguridad de una gran buddleia morada, arrancarse la mascarilla, caer de rodillas y ponerse a vomitar detrás del arbusto. Cuando había echado hasta la bilis, con el estómago dolorido por el esfuerzo, se puso de pie entre escalofríos, mientras se limpiaba los hilos de saliva amarga de la boca con la manga del mono. Dios quisiera que no le hubiera visto nadie vomitando entre las plantas… Lanzó una mirada furtiva a su alrededor, pero todo el mundo estaba atareado con sus cosas, continuando con su trabajo, como se suponía que él estaba haciendo con el suyo.
De pie sobre la hierba aplastada y contemplando el edificio en ruinas, trató de no pensar en los rostros de los fallecidos. El incendio en el piso de los ocupas, en el que habían muerto seis personas, había constituido un deporte espectáculo, de eso estaba seguro. Al tipo le gustaba permanecer oculto entre las sombras, jugando con su cosita mientras unos seres humanos se convertían en cadáveres carbonizados. Habría buscado un lugar desde el que hubiera una buena vista para presenciar el acto. A poder ser lo bastante cerca como para oír la carne crepitar hasta reventar. Logan inició un recorrido circular por el jardín, en busca de la posición ideal desde la que poder ver asarse a una familia de cuatro miembros; un sitio que no resultara una trampa si los bomberos llegaban antes de lo esperado. No había ninguno. Dio una lenta vuelta de trescientos sesenta grados. De la calle salía el camino de entrada a un hotel, cuya puerta estaba señalada con unos faroles oxidados colgados de la pared de piedra de dos metros y medio de alto. Debía ser el único lugar desde el que había una visión realmente buena.
Vestido todavía con el mono blanco, los guantes de cirujano y las bolsitas de plástico para los zapatos, cruzó chapoteando el gran charco de agua teñida de hollín y penetró en la propiedad del hotel. Uno podía, desde luego, mirar escondido desde detrás de los postes de granito, asomado a la esquina y esperar que nadie mirara en tu dirección mientras te hacías una paja, pero eso echaba al traste seguramente el aspecto de romanticismo… Delante de la entrada había un enorme rododendro de casi dos metros. Perfecto: si miraba alguien, lo único que vería serían hojas y sombras. Logan fue pisando la hierba mojada hasta el rododendro y se asomó por debajo del flequillo formado por sus cerosas hojas de color verde oscuro. Las flores se inclinaban hacia atrás con aire mustio, golpeadas en su delicadeza escarlata por la lluvia de la noche anterior. Muchas de ellas yacían a los pies de la gran mata, como copos de sangre sobre la hierba. Dentro mismo del arbusto se veía nítidamente una huella en el barro.
El gerente del hotel estaba un poco preocupado por el efecto que pudiera tener sobre sus huéspedes un toldo de plástico azul de la policía en las inmediaciones de su establecimiento. Ya bastante inconveniente era que la calle estuviera cortada desde la noche anterior, pero tener a un montón de gente merodeando alrededor de los jardines del hotel como lo que sale por la tele, eso ya era… Bueno, no estaba muy seguro de lo que era, pero el caso es que había enviado a un joven muy simpático con un enorme termo lleno de té, otro de café y una bandeja de pasteles de hojaldre daneses. Para gran deleite del inspector Insch.
Las cosas iban mejorando. Las hojas no solo habían mantenido al incendiario seco mientras se autosatisfacía, sino que también habían contribuido a preservar cualquier prueba que hubiera dejado en el escenario del crimen. Además de la huella, habían encontrado igualmente otro pañuelo de papel desechable con olor a semen. Y los de Identificación pululaban por el interior del rododendro buscando fibras, restos, huellas dactilares, lo que fuera.
Insch se estaba acabando muy feliz un tercer pastel danés de la bandeja, cuando un coche patrulla aparcó junto a la masa calcinada de enfrente y del mismo se apeaba la familiar figura calva de un psicólogo clínico, el cual, con las manos cruzadas tras la espalda, deambuló por el jardín de la casa, examinando las cosas aquí y allá.
—Vaya por Dios —dijo Insch mientras se sacudía las migajas de la barbilla—. ¿Quiere usted ocuparse del Profesor Condescendiente, o tendré que hacerlo yo?
Al final los dos volvieron chapoteando por la calle. Encontraron al doctor Bushel agachado sobre un gran lienzo de plástico blanco con cuatro bolsas para cadáveres abiertas estiradas encima, en cada una de las cuales había fragmentos de persona dispuestos con un cierto orden. Un fémur chamuscado, una clavícula ennegrecida, el cuerpo que habían descubierto debajo de la puerta principal, un pedazo de carne abrasada que había sido el tronco de una niña… El estómago vacío de Logan le dio un retortijón de aviso. El doctor levantó la cabeza y les sonrió al ver que se acercaban. El sol arrancó un destello de sus pequeñas gafas redondas.
—Inspector, sargento, encantado de volver a verles —dijo poniéndose en pie—. Qué suerte que me haya pillado aquí, ¿verdad? El jefe de policía me ha pedido que elabore un perfil del incendiario. Me llevará un tiempo ponerlo por escrito, pero ciertamente puedo facilitarles ya las líneas fundamentales, si les interesa… —Pregunta retórica—. La patología psicológica del agresor se circunscribe claramente en el terreno del odio. Los preparativos, el hecho de atornillar la puerta y derramar la gasolina, asegurándose de que nadie podrá escapar… y siempre teniendo como objetivo a una familia… ¿Se han fijado?
Insch le dijo que el primer grupo de víctimas no formaban una familia. El doctor Bushel sonrió indulgente:
—Oh, claro, inspector —respondió—, pero no dejaban de constituir una unidad familiar: vivían juntos, criaban a un hijo. Creo que el agresor alberga una rabia profundamente arraigada contra su familia, y que actúa guiado por ella cuando hace estas cosas. —Asintió modestamente para sí, como si alguien le hubiera felicitado por tan brillante deducción—. Y miren la puerta principal: atornillada. Es un acto sublimado de la penetración. Es posible que sufra alguna forma de disfunción eréctil, todavía no he decidido cuál podría ser, pero la elección misma de los tornillos, por su forma de penetrar, es ya muy significativa, ¿no les parece? La connotación lleva una gran carga sexual. De ahí las pruebas de que se había masturbado que encontraron en el primer incendio. —Volvió a encogerse de hombros—. No me sorprendería que encontraran algo similar también esta vez por aquí, solo necesitan saber dónde buscar… —El doctor Bushel se dio la vuelta lentamente sin moverse de donde estaba, escudriñando las parcelas de alrededor—. Deduzco que debería haber…
—En el rododendro —dijo el Inspector señalando con el pulgar por encima del hombro, en dirección a los jardines del hotel—. El sargento McRae ya lo había deducido. Pero gracias de todas formas.
Confuso, el doctor Bushel se quitó las gafas y se las limpió a conciencia.
—Ah, vaya… buen trabajo, muy bien.
—Bueno —dijo Insch con las manos en los bolsillos—, suficientes elogios por hoy, no queremos que al sargento McRae se le infle la cabeza. —«No había mucho peligro de que le pasara eso justamente ese día», pensó Logan mientras veía cómo el doctor Bushel volvía a subirse al coche patrulla y se marchaba en dirección a jefatura. «No con la muerte de Maitland sobre su conciencia». Mientras el vehículo se alejaba, Insch se echó hacia atrás la capucha del mono, dejando al aire toda la extensión de su calva y sudorosa cabeza—. Por Dios, aquí hace un calor que te asas. —Se bajó la cremallera del mono hasta la cintura y se reclinó de espaldas contra la pared. Una repentina sonrisa se dibujó ampliamente en su rostro—: Me parece que le ha robado el minuto de gloria al doctor Listo del Culo con su… —Se interrumpió—. ¿Qué pasa? Pone usted una cara como el culo de mi suegra.
Logan observaba cómo un técnico de Identificación colocaba cuidadosamente un pedazo de carbón del tamaño de un nabo en una de las bolsas infantiles para cadáveres, en el lugar en el que debería ir la cabeza. ¿Joanna o Molly? Cerró los ojos, no quería seguir viendo más.
—Maitland.
—Ah, sí, el agente Maitland…
—Siempre tenía en la cabeza que tenía que ir a verle, pero… —Suspiró—. Ya sabe qué pasa… siempre surge algo… —Se frotó su cansado rostro con sus cansadas manos, emitiendo un ruidito chillón al contacto de los guantes de látex con la piel—. No puedo creer no haber ido a verle, aunque fuera una vez.
Insch posó una de sus manazas sobre el hombro de Logan.
—No sirve de nada que se flagele. A lo hecho, pecho. Él está muerto y usted tiene que pensar en su carrera. Es usted un buen policía, Logan. No deje que unos cabrones le llenen la cabeza de sentimientos de culpabilidad, para que lo eche todo por la borda.