El jueves tuvo un comienzo en nada diferente al de cualquier otro día, por desgracia. Seguía falto de sueño, y el poco que había conseguido conciliar una vez concluida la Operación Cenicienta por aquella noche, había estado plagado de pesadillas de niños muertos, húmedos y descompuestos, cuya carne se les caía a pedazos de los huesos al saltar y bailar por su apartamento, con los ojos como yemas de huevo reventadas. No era de extrañar que se sintiera fatal. De hoy no pasaba que fuera a visitar al agente Maitland. Tan solo asomarse y ver cómo estaba. Soltar un poco del lastre de la culpa.
La inspectora Steel estaba en el centro de operaciones, hablando con el inspector Insch y dándole vueltas entre las manos a un paquete de tabaco. Logan estaba demasiado cansado como para detenerse a escuchar, así que se fue con desgana hasta su mesa y se puso a pensar qué iba a hacer con Steel. Ésta le había dicho en términos inequívocos que no quería que volviera a tener nada que ver con Kylie. Ya se encargaría ella personalmente del asunto ese del sexo con menores. Y si se le ocurría decirle a nadie media palabra del tema, respondería con sus pelotas.
Había una bolsa de plástico llena de cintas de vídeo encima de la mesa de Logan, en cada una de las cuales había una etiqueta adhesiva en la que estaba escrito a mano: «OPERACIÓN CENICIENTA. NOCHE 2». Y al lado una carpeta de color sepia: los antecedentes penales de un tal Sutherland el Pinchos. Con un suspiro, Logan se sirvió café en un tazón y se puso a leer.
Pinchos era punto por punto tan adorable como Colin Miller le había dado a entender. La mayor parte de sus años de formación los había pasado en un correccional, por clavarle un cuchillo a un guarda del centro de acogida de menores en el que estaba; a partir de ahí había llevado una vida verdaderamente marcada por el crimen y la violencia. Fue en aquella misma época cuando había empezado a trabajar para ese gran filántropo, Malcolm McLennan, alias Malk Navaja. Éste había cogido al chico por su cuenta y lo había modelado a su imagen: un pequeño matón despiadado que jamás iba a volver a ser apresado. Según la policía local de Edimburgo, está en el punto de mira por al menos ocho asesinatos, pero nunca han podido reunirse pruebas suficientes en ninguno de los casos. Algunas de esas personas desaparecieron sin dejar rastro, y luego estaban los cadáveres que sí habían sido encontrados, apaleados y mutilados. Todo el mundo sabía que el responsable era Pinchos, solo que no había forma de demostrarlo. Sobre todo cuando los testigos quedaban fuera de combate por un repentino ataque de amnesia, o por un persuasivo bate de críquet.
—Eh, Lazarus. —Logan levantó la vista y se encontró con la inspectora Steel inclinada sobre el escritorio, sonriéndole con su amarilla dentadura—. Buenas noticias —dijo—, en cierto modo. Según parece esos chicos guapos del sur han decidido echar una mano a sus viejos colegas de la Grampiana. ¿No es cojonudo? —Como Logan no contestaba, ella dejó de un manotazo un par de hojas DIN A4 encima del informe que él estaba leyendo—. ¡Aquí nos envían un perfil psicológico preliminar del agresor! ¡Uau! Según Insch usted ya ha trabajado con el cretino cuatro ojos que lo escribió, así que, ¿sabe qué le digo? —La inspectora sonrió de oreja a oreja y le clavó el dedo en el hombro—. Que usted ya tiene experiencia. Quiero saber qué significa toda la mierda que pone este informe, y lo que es más importante, si hay algo que valga el precio del papel gastado. Y no tarde, el señor Psicólogo Clínico viene de camino mientras estamos aquí hablando. Quiero un resumen antes de que llegue a las once. —En su esfuerzo por no refunfuñar, señaló tocando con la punta del dedo la bolsa de plástico llena de cintas de vídeo y le preguntó a la inspectora qué pensaba hacer con todo aquello—. Me importa un carajo, ya le digo —replicó ella—. Lléveselas a su casa y grabe encima de ellas si quiere, no vamos a ponernos a ver todas esas chorradas. —Se detuvo a medio camino de la puerta—. Oh, y no olvide lo que hablamos anoche.
La amenaza estaba implícita: «váyase de la lengua y se la corto».
El doctor Bushel era exactamente como lo recordaba Logan: arrogante, pagado de sí mismo, parcialmente calvo y de inmaculado atuendo. La luz de las lámparas fluorescentes sacaba destellos de sus pequeñas gafas redondas mientras permanecía de pie al frente de la sala de sesiones, informando a un selecto grupo de lo mejor de la Grampiana acerca del perfil psicológico que había realizado para describir al asesino en serie en potencia. No había nada que Logan no le hubiera dicho ya a la inspectora Steel después de leer el informe, pero al ayudante del jefe de policía, al subjefe de policía y al director del Departamento de Investigación Criminal les venía de nuevo. El asesino debía ser un hombre blanco, de entre veinticuatro y treinta años, con problemas íntimos y que ya habría utilizado los servicios de una prostituta con anterioridad, pero que habría encontrado la experiencia humillante. El uso de la violencia, los golpes, era señal de un odio hacia las mujeres; la intensidad de su rabia era indicativa de un conflicto soterrado con su madre. Debía tener un trabajo servil, pero debía expresarse lo bastante bien como para convencer a Michelle Wood de que se subiera a su coche. Socialmente aceptable. Había despojado a sus víctimas de la ropa, no como trofeo, sino con el propósito de humillarlas. Y posiblemente para satisfacer algún tipo de fantasía masturbatoria. Volvería a actuar.
Una vez el doctor hubo terminado su presentación, la inspectora Steel comenzó a plantear las preguntas que Logan le había hecho previamente en privado, presentándolas como si se le ocurrieran sobre la marcha, en su cabecita. Una representación de cara a los jefazos, mientras Logan permanecía sentado, echando humo en silencio.
El doctor Bushel mostraba sus dudas y reparos, especulaba y teorizaba, pero a Logan todo ello le sonaba a bobadas. El tipo se presentaba allí con un vago boceto prácticamente sin base tangible ninguna, puesto que ni siquiera había visto en persona las escenas del crimen. Logan era incapaz de ver cómo iba a ayudarles nada de todo aquello de una manera efectiva a atrapar al asesino.
El ayudante del jefe de policía le dio las gracias al doctor Bushel por el tiempo que se había tomado y le invitó especialmente a que se quedara a comer con el jefe de policía, un poco más tarde. Cuando todos se hubieron marchado, la inspectora Steel se repantigó en la silla y dejó escapar una larga y ensalivada pedorreta con los labios.
—¿Había oído alguna vez tanta mierda junta en toda su vida? «¡Volverá a actuar!». No te jode, pues claro que volverá a actuar. ¿Qué va a hacer, sacar la bandera blanca y dedicarse al punto de cruz? —Sacudió la cabeza, rascándose a un tiempo el sobaco izquierdo—. Y apuesto a que Bushel gana como el doble que nosotros. Cretino cuatro ojos.
Logan frunció el entrecejo.
—¿Y cómo es que le ha dado tanta coba entonces?
—Ah… por política, sargento. Si los peces gordos te dan un cagarro, lo que hay que hacer es sacarle brillo y decir: «¡oh, qué caquita tan mona!». Así se quedan impresionados ante tu inteligencia, perspicacia y capacidad. Si no, con lo único que te quedas es con un montón de mierda. Vamos, tenemos cosas más importantes que hacer que estar aquí pelando la pava. Tenemos un asesino al que trincar.
Justo después de comer obtuvo por fin Logan un resultado a su petición de búsqueda de Agnes la Sucia, aunque no fue precisamente el que había esperado. Una agente que había ido a la Aberdeen Royal Infirmary a visitar a su madre en cuidados intensivos, había reconocido a Agnes Walker en una cama del rincón, entubada por todos los orificios del cuerpo. Se había inyectado heroína por la vena estando borracha como una cuba con vodka de supermercado: la receta perfecta para una sobredosis. Una recepcionista en paro la había encontrado tirada en el suelo de los lavabos de señoras del centro comercial Trinity. Había sufrido un paro cardíaco en la ambulancia, y llevaba en coma desde entonces. La inspectora Steel envió a una agente para que permaneciera junto a la cabecera de la cama, por si se recuperaba por milagro y se avenía a darles una descripción de quien le había dado aquella paliza de hacía días. No daban un céntimo.
Así que en lugar de salir disparado para intentar salvar la situación, Logan se quedó allí amarrado a la silla, repasando la lista de delincuentes sexuales conocidos, para ver si coincidía alguno de ellos con el perfil de agresor del doctor Bushel, tan ridículamente impreciso. Como en el centro de operaciones había mucho barullo, Logan cogió sus montones de papeles y salió en busca de un lugar más tranquilo. Todas las demás oficinas estaban ocupadas, pero la sala de interrogatorio número cuatro estaba libre. Se la agenció, dándole al interruptor que hacía cambiar la luz de fuera de verde a roja: INTERROGATORIO EN CURSO. Luego desperdigó las carpetas y papeles impresos sobre la superficie de la desvencijada mesa, para intentar encontrar un asesino entre todos aquellos violadores, pederastas y exhibicionistas. Aún con la ventana abierta hacía calor allí dentro, así que Logan se soltó la corbata, bostezó, apoyó los codos en la mesa y apuntaló la cabeza sobre las palmas de las manos. Poco a poco las palabras se hacían borrosas, superponiéndose unas sobre otras. Parpadeo. Violador. Parpadeo. Violador. Cabezada… parpadeo. Pederasta. Bostezo. Parpadeo, parpadeo… oscuridad.
—¿Mmmpf…?
Logan se irguió de golpe, con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. ¿Qué demonios…? Se sacó el móvil, al tiempo que se enjugaba con la otra mano el pequeño reguero de baba que le caía de la comisura de los labios. Parpadeo, parpadeo. El reloj colgado de la pared de la sala de interrogatorio señalaba las cinco y siete minutos: había dormido tres horas enteras.
—¿Diga? —respondió tratando de no parecer como si acabara de despertarse.
Era el inspector Insch.
La sala de estar de la señora Kennedy era como una zona catastrófica: sillas y mesas volcadas, cuadros rajados, marcos de foto destrozados, perritos de porcelana reducidos a fragmentos brillantes sobre la moqueta. La señora Kennedy estaba sentada en una butaca rota, con el obeso gato de color zanahoria apretujado contra su pecho, en busca de seguridad. El animal observaba a los detectives que estaban de pie en medio de la sala con maligna desconfianza, los amarillos ojos reducidos a meras rendijas, las orejas echadas hacia atrás.
—Sinceramente —decía la anciana señora, estremeciéndose—, no quiero causar ninguna molestia, estoy bien, de verdad…
Estaba fuera de casa en el momento en que había pasado todo, eran los vecinos de abajo los que habían oído el destrozo y llamado al 999. ¡No habían podido soportar imaginarse a la anciana señora Kennedy tirada en medio de un charco de sangre, muerta a palos! Eran personas bienintencionadas, en el fondo, pero no servían para prestar la menor ayuda. No habían visto nada, no habían espiado por la mirilla de la puerta para ver cómo eran esos chicos malos que bajaban por la escalera, ni siquiera se habían asomado a la ventana para ver si había algún coche esperándoles, o si se habían subido al autobús, o a un taxi, o a un elefante que pasara por allí. Habían tenido miedo de que alguien les viera mirando. Era una gaita, pero Logan comprendía sus reservas. Eran personas de setenta años, ¿para qué arriesgarse a que los vieran unos matones violentos, que podían volver por ellos? Así que habían agachado la cabeza para hacerse invisibles y habían llamado a la policía. Con todo, eso era más de lo que mucha gente habría hecho.
Quienesquiera que fuesen aquellos vándalos, habían hecho un buen trabajo para llevar a la ruina a la compañía de seguros de la señora Kennedy. La sala de estar, la cocina y los dos dormitorios, los habían destrozado a fondo. Solo que en la sala de estar había algo más, algo en verdad extraño y que parecía más bien fuera de lugar en medio de tanto estropicio. Bien visible, en mitad de la pared del fondo, habían escrito con pintura naranja fluorescente, con letras deformadas por los goterones: DÉJALO YA.
—¿Tiene alguna idea de qué es lo que quieren que deje usted de hacer? —preguntó Logan, señalando las relucientes letras pintadas con spray.
La señora Kennedy negó con la cabeza y abrazó al gato aún más fuerte, haciendo que se retorciera.
—Bueno, yo… ayudo a organizar un club juvenil para jóvenes del vecindario… En el colegio. Organizamos partidos de fútbol, vendemos objetos usados…
—Hmm —murmuró Insch—, a no ser que se haya visto metida en medio de una guerra territorial entre los Chicos Exploradores y las Chicas Exploradoras, creo que podemos descartar eso. ¿Alguna otra cosa?
—Todavía doy algunas clases particulares. Desde que tuve que retirarme, a veces pienso que es lo único que me mantiene viva.
—Ah, ¿sí? —Insch tocaba con la punta del zapato los restos de un gran perro de porcelana—. ¿Piano? ¿Francés?
—Química. Fui profesora de química durante treinta y seis años. —Sonrió, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas al recordarlo—. Enseñé a cientos y cientos de chicos. —Suspiró—. Y ahora esto es lo único que tengo…
El inspector Insch presentó sus excusas mientras las lágrimas empezaban a rodar, pero Logan decidió ser amable y prepararle una taza de té. La tetera para hervir el agua estaba abollada, pero por lo demás era operativa, así que la puso en el fuego y se puso a buscar bolsitas de té. Estaban diseminadas por el suelo, alrededor del cubo de la basura volcado, entre medio de cáscaras de huevo rotas, peladuras de patata y otros desperdicios. Encontró una que no parecía muy antihigiénica. Además, iba a echarle agua hirviendo encima. Así que la metió en un tazón que aún conservaba el asa. Mientras el té reposaba, Logan se puso a rebuscar, para ver si encontraba leche y azúcar. Estaban dentro de la nevera, donde había una gran bolsa de plástico transparente que contenía lo que parecían hierbas frescas, solo que no hierba sana, precisamente.
Al oír unos pasos crujiendo sobre los escombros, Logan se volvió para encontrarse cara a cara con la señora Kennedy, sin gato. Apretando y soltando los puños alternativamente, se quedó mirando horrorizada mientras él sostenía en alto la bolsa de «hierbas». Logan abrió el cierre hermético y olisqueó el contenido.
—Yo… puedo explicarlo… —dijo la mujer, bajando la voz y lanzando una mirada hacia el vestíbulo, donde había un agente de uniforme anotando los desperfectos en un gran sujetapapeles—. Es para la artritis… —Levantó sus temblorosas manos—. Y la ciática.
—¿Cómo la obtiene?
—De… un exalumno. Me dijo que a su padre le había ayudado, me trae un poco de vez en cuando.
—Aquí hay mucha —dijo Logan, sacudiendo la bolsa—. ¿Es toda para uso propio?
—Por favor, créame. —Las lágrimas volvían a sus ojos—. Me alivia el dolor, ¡nunca he tenido intención de quebrantar la ley!
Logan permanecía inmóvil observándola, mientras unas gruesas lágrimas le rodaban por las mejillas y de las narices comenzaba a salirle un reguero acuoso. Se sacó con torpeza un pañuelo del bolsillo, y él le miró las manos: articulaciones hinchadas, dedos desviados, igual que su abuela durante los últimos quince años de vida.
—Está bien —dijo finalmente, metiendo de nuevo la bolsa en la nevera y cerrando la puerta—. Yo no se lo diré a nadie si usted no lo hace.
Salió de la cocina. DÉJALO YA: tenía su gracia escribir eso en la pared de una anciana. Qué esotérico. Seguramente para el mentecato podrido de droga que lo había escrito tenía sentido. Pero aun así…
El cielo era de color gris sucio paloma cuando Logan salió por la puerta principal. El blanco y el naranja del coche patrulla habían atraído al mismo público que la vez anterior: un terceto de niños pequeños que se quedaban mirando a los policías con arrobo. Debía ser como si lo que salía en la tele hubiera cobrado vida en la puerta de casa. Quién sabe la de cosas emocionantes que podrían ver…
Logan cruzó la calle y subió los escalones hacia el grupo de chicos, agachándose un poco para no imponer su presencia entre ellos. Dos niños pequeños, de cuatro o cinco años, con la nariz moqueante, unos ojos azules abiertos de par en par y el pelo a lo paje, y una niña en una sillita de paseo. Tendría dos años o poco más: el pelo rubio rizado y cogido con coletas, un osito de peluche en una mano, y chupándose el pulgar de la otra, mientras miraba levantando la cara a Logan, como si éste midiera veinte metros.
—Hola —dijo él, tratando de que su voz sonara lo menos amenazadora posible—, me llamo Logan y soy poli. —Se sacó la placa y dejó que uno de los niños con pelo paje la manoseara con sus dedos mugrientos—. ¿Estabais aquí hace un rato?
La niñita se sacó el dedo de la boca, con un largo hilo de saliva que iba de los labios al pulgar, que se desprendió y fue a parar a la nariz del osito de peluche.
—Señor.
—¿Has visto a un señor?
Le señaló con un dedo lleno de babas.
—Señor. —Sostuvo el osito en alto, para que él pudiera ver que tenía la oreja de peluche arrancada a mordiscos, y repitió—: Señor.
La sonrisa de Logan empezó a flaquear. Puede que no hubiera sido muy buena idea.
El inspector Insch estaba sentado al volante de su roñoso Range Rover, mirando por el parabrisas mientras las primeras gotas de humedad acababan dando paso a un aguacero en toda regla.
—A la mierda la barbacoa de esta noche —dijo mientras Logan se sentaba de un salto en el asiento del acompañante, guareciéndose de la lluvia—. ¿Cómo le va con el club de fans de la Policía Grampiana?
Logan suspiró y trató de limpiar las marcas pegajosas de dedos de su placa.
—El perrito de Tom ensució «de lo lindo» anoche las zapatillas de papá, y ha tenido que dormir en el lavabo. Aparte de eso, nada de nada.
Alzó la vista en dirección al edificio y vio el asustado rostro de la señora Kennedy mirando desde la ventana de la cocina. Seguramente aterrorizada de que le contara al inspector su pequeño secreto inconfesable. Se volvió y vio que los tres niños lo miraban también.
—¿No le parece raro que sean siempre los mismos niños los que están merodeando por aquí fuera?
Ahora fue Insch quien se lo quedó mirando:
—¿No se le ha ocurrido pensar que es posible que vivan aquí?
—De acuerdo, lo he pillado. —Logan se puso el cinturón de seguridad—. ¿Y cómo es que me ha traído aquí para ver esto? —preguntó mientras el inspector desaparcaba en Union Grove, haciendo un cambio de sentido en tres maniobras, y volvía al cruce con Holburn Street—. Y ya puestos: ¿cómo es que ha venido usted? ¿El forzamiento de puerta y allanamiento de morada no es cosa de agentes uniformados?
Insch se encogió de hombros y le dijo a Logan que mirara en la guantera, donde encontró un paquete olvidado de caramelos azucarados de limón: las pastillitas amarillas estaban pegajosas de estar en el coche desde Dios sabía cuándo. El inspector aguantó la bolsa contra el volante con una mano, mientras metía la otra en el viscoso paquete y sacaba tres o cuatro caramelos pegados. Se los metió en la boca y se chupó los dedos, antes de ofrecerle de la bolsa a Logan, que rehusó con educación.
—Supongo —dijo Insch hablando con la boca llena de las golosinas, mientras se metía de lleno en medio del tráfico— que pensaba que podía haber una relación… en fin, ya sabe, con la muerte del nieto en el incendio. Y aún nos falta lo de Karl Pearson. Alguien tortura al pobre diablo, y lo único que podemos hacer es llevarlo al depósito para que lo trinchen un poco más.
Soltó un suspiro, y Logan tuvo la clara impresión de que, una vez más, la mano izquierda de la Policía Grampiana no sabía si la derecha se rascaba el codo o se tocaba el culo.
—¿Steel no le ha hablado de Brendan Sutherland, el Pinchos?
Insch dijo que no, que no lo había hecho, así que Logan le informó de camino a la comisaría, sin omitir la promesa de Colin Miller de encontrar la dirección del matón llegado de Edimburgo.
—¿Cómo es que tenemos que depender de ese «comemierda» de Glasgow? No, pensándolo mejor, no me lo diga, prefiero no saberlo. Pero cuando tenga esa dirección, dígamelo, no pienso dejar que esa vieja bruja mentecata… —Lanzó una mirada de soslayo a Logan y carraspeó—. Quiero decir, la inspectora Steel tiene ya bastantes cosas de las que ocuparse, en estos momentos. No querría que se distrajera teniendo que ir detrás de algo que no esté directamente relacionado con su investigación.
Logan sonrió de medio lado y mantuvo la boca cerrada.
La operación de vigilancia de aquella noche estuvo a punto de suspenderse. La lluvia había ido arreciando de manera progresiva, hasta que en aquellos momentos caía a cántaros, rebosando por los bordillos de las aceras y anegando los desagües. Un tenue resplandor luminoso parpadeó entre las nubes, seguido de una pausa: uno, dos, tres, cuatro… El trueno retumbó con fuerza en el cielo oscuro.
—A seis kilómetros —dijo la inspectora, arrellanándose en el asiento con una de las revistas especializadas del concejal Marshall.
Logan negó con la cabeza.
—Está a kilómetro y medio como mucho. Si la velocidad del sonido es de mil doscientos kilómetros por hora, significa que… —la voz fue apagándosele hasta extinguirse. Steel lo miraba con expresión feroz.
—¡A seis kilómetros! —repitió, y siguió examinando las fotos indecentes a la luz de la guantera, mientras, de vez en cuando, hacía comentarios tales como—: ¡La virgen, eso es antinatural! —Y—: ¡Uh! —Y una o dos veces—: ¡Hmm…!
Logan se escurrió en el asiento del conductor y miró a través del parabrisas. La agente Menzies perjuraba y refunfuñaba en el otro extremo de Shore Lane, cambiando el peso del cuerpo, de un tacón de aguja al otro, intentando no quedarse fría. En aras de la salud y el bienestar, esta noche se había puesto por encima de su atuendo de prostituta un abrigo de pieles de la oficina de objetos perdidos. En la mano un paraguas, firmemente asido.
Su voz crepitó a través del receptor de radio.
—¡Esto es ridículo! ¿Qué hijo de puta va a salir a la calle con este tiempo de perros?
De inmediato se oyeron exclamaciones de aprobación procedentes de la agente Davidson: era casi medianoche y no habían probado bocado. Aquello era una pérdida de tiempo para todos. Logan tuvo que aceptar que no les faltaba razón. Pero la inspectora no estaba por la labor, les habían dado autorización para prolongar la vigilancia cinco noches y ni hablar de echarse atrás antes de cumplido ese término. Así que al final todos perseveraron con su infeliz rutina, Steel roncando, las agentes Menzies y Davidson gimiendo y quejándose, Logan dándole vueltas en la cabeza. Era una idea tan estúpida… Veintiséis policías sentados en la oscuridad, esperando a que algún psicópata raptara a una agente de policía poco agraciada… ¿Qué iba a probar eso? Ni que se quedara él en calzoncillos y se pusiera a correr por los muelles bajo la lluvia, para lo que iba a servir.
La inspectora Steel había estabilizado su ronquido en forma de zumbido, algo así como una sierra eléctrica circular dentro de una lavadora, con una de las revistas guarras del concejal Marshall abierta en el regazo, iluminada por la luz de la guantera y mostrando algo que Logan no tenía ganas de ver. Se inclinó por encima de la inspectora y cerró la guantera de golpe.
—¿Hmm? Grrraorrr… ¿umpf? —Steel entreabrió un ojo y le atisbó somnolienta, en el momento en que él tenía el cuerpo inclinado sobre ella—. Cabroncete… no me joda… —Se le fue la voz y bostezó, cortando el abrimiento de boca con un eructo—. ¿Qué hora es?
—Las doce y media —dijo Logan, bajando la ventanilla para que entrara un poco de aire fresco en el coche. Junto con el aire entró también el rugido continuado de la lluvia torrencial. Steel bostezó de nuevo, mientras se estiraba y gruñía en el asiento del acompañante, hasta que Logan se decidió a dar el paso:
—¿Por qué no quiere que se procese al concejal Marshall?
—¿Hmm? —Le quitó el envoltorio de plástico a una cajetilla de veinte cigarrillos, el cual arrojó por encima del hombro al vertedero del asiento de atrás—. Porque se atrapan más moscas con mierda que con vinagre. Usted es de los que miran a un tipo —dijo mientras acercaba el encendedor a la punta del cigarrillo—, y ven a un culpable o a un inocente, ¿no es eso? O blanco, o negro. Bueno, pues resulta que a veces las cosas no son tan claras…
—¡Le pagó a una niña de catorce años a cambio de sexo!
—Él no sabía que tenía catorce años, ¿no?
Logan no daba crédito a lo que oía.
—¿Es que eso importa?
—¿Lo ve? Ya estamos otra vez: o blanco, o negro. A veces vale la pena contar con gente que te deba algo, Logan, sobre todo cuando es gente que… —Se detuvo, escrutando en la noche. Había una figura que bajaba caminando por Marischal Street, vestida con una simple gabardina que le llegaba a los tobillos, y abrochada hasta el cuello. Calvo como una bola de billar, sosteniendo un paraguas, cuya superficie estaba envuelta en la bruma mientras la lluvia seguía derramándose en el suelo: el inspector Insch.
—Vaya, vaya —dijo Steel—. Fétido Addams.
El inspector Insch cruzó con paso lento la calle y rodeó el coche, buscando el lado de Logan. Las entrañas se le coagularon al ver el rostro impasible del inspector. La voz de Insch sonó sepulcral.
—El agente Maitland —dijo. Logan era capaz de repente de oír cada una de las gotas de lluvia caer—. Ha muerto.