Mientras Rennie se alejaba del búnker de cemento del Press and Journal, Logan llamó a Colin Miller por el móvil.
—Colin, soy yo. —Silencio del otro lado—. Escucha, Colin, ya sé que Steel es una borde inaguantable, a veces, pero… —La verdad era que no se le ocurría ninguna excusa válida que justificara el comportamiento de la inspectora, así que se conformó con—: Pero a mí no me vendría mal un poco de ayuda por tu parte.
—Estoy ocupado.
—Cinco minutos. Estoy aquí fuera. Vamos, podemos dar un pequeño paseo bajo el sol…
Un suspiro hondo.
—Está bien, está bien… ¿Me prometerás que me dejarás en paz?
—Palabra.
Miller apareció al cabo de diez minutos, en mangas de camisa y con la chaqueta al hombro, en ademán despreocupado. Fueron paseando por Lang Stracht, con el sol en el rostro y el humo de los autobuses en los pulmones.
—¿No tienes ganas de hablarme de tus amiguitos sureños?
Miller exhaló un suspiro.
—Ya sabes cuál es mi respuesta a eso. —Se volvió a mirar el prominente edificio gris del Press and Journal, que desaparecía poco a poco de su vista—. Se ha ido todo a la mierda. —Sacudió la cabeza a uno y otro lado—. Con lo bien montado que tenía aquí el chiringuito, ¿entiendes lo que quiero decir? Todas las primeras páginas que yo quería, un buen coche, una mujer de primera… —Se le extinguió la voz al recordar que estaba hablando con el examante de Isobel—. Bueno, en fin… ya sabes. Y ahora esos cabrones me lo están jodiendo todo.
—Vi tu artículo sobre Fincas McLennan.
—Un artículo de mierda, eso es lo que era. ¿Puedes creer que tuve que suplicar para que me lo pusieran en primera plana? —Sonrió con amargura—. Todos piensan que estoy fundido, Laz.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Te tienen amenazado?
Miller lo miró, con el entrecejo fruncido.
—¿Qué dices? ¿Los chicos de Malkie? Oh, simplemente me dijeron: ¿te imaginas lo difícil que debe ser teclear sin dedos? Y que tenía una casa muy bonita, y lo guapa que es Isobel, y qué pena si le pasara algo en la cara… Así que lo publiqué, y ahora estoy condenado a escribir artículos de mierda sobre ferias locales y ventas de pasteles para recaudar fondos…
—Si te sirve de consuelo, anoche le rompieron los dedos a un tipo en el hospital. Le sacudieron un poco. Probablemente le obligaron a esconderse en el culo un par de condones llenos de coca. Así que seguramente tuvo un día peor que tú. —Miller casi sonrió: era la primera vez en mucho tiempo que Logan le veía sin el entrecejo fruncido—. Mira, tú necesitas que esos tipos desaparezcan, y yo puedo conseguirlo si me ayudas. Te mantendré siempre al margen. Solo necesito saber quiénes son, dónde viven, cualquier cosa que se te ocurra.
Siguieron caminando en silencio durante un rato, mientras volvían hacia la sede del periódico. Por encima de ellos, la pureza del azul del cielo empezaba a velarse, por efecto de una extensa capa de nubes bajas de tonalidad violácea procedente del mar.
—Brendan Sutherland —dijo Miller finalmente—. «Pinchos» para los amigos. Se ve que le gusta pinchar a la gente.
—¿«Pinchos»? ¿De dónde ha salido, de la mafia de la costa oeste?
Miller soltó una carcajada, breve y seca.
—No, él quiere dárselas de pijo de Glasgow, pero es un pobre gilipollas de Edimburgo con delirios de grandeza. El único problema, como tú ya sabes, es que es un pobre gilipollas del tamaño de un armario. La primera vez que apareció, hice mis averiguaciones. El capullo tiene su reputación. No le importa meterse en la mierda hasta el cuello. A Malk Navaja le gusta reservárselo para abrir nuevos territorios. Cuestión de asegurar el terreno. De librarse de gente que Malkie no quiere que nadie encuentre.
Ahora entendía Logan por qué Miller había estado tan poco comunicativo en torno a lo de la otra mañana en el pub.
—¿Qué me dices del otro, el que conducía el coche?
Miller negó con la cabeza.
—Ni idea. En cuanto vi el currículum de Pinchos dejé de hacer preguntas. Cuando alguien te tiene la polla metida dentro de una picadora, no te pones a jugar con el interruptor.
—¿Lo sabe Isobel?
El reportero se ruborizó.
—Yo… ehm… ¿no irás a decírselo, eh? No quiero que se altere. Aún no.
—Pero si ese Pinchos os ha amenazado a los dos, ¡ella tiene derecho a saberlo!
—¡No le digas nada! ¡Tienes que prometérmelo! Ya se lo explicaré yo.
—¿Cómo? ¿Cómo demonios vas a poder explicar una cosa así? Si Pinchos ha venido hasta aquí para prepararle el terreno a Malk Navaja a golpe de cuchilladas, ¿no creerás que vaya a concederte mucho tiempo?
Un destello de astucia brilló en los ojos de Miller.
—A menos que le pasara algo…
—Ni se te pase por la cabeza. ¿Qué harías? ¿Aplastarle la cabeza y enterrar el cadáver en el jardín?
Miller sonrió con una mueca.
—Un amigo mío tiene una granja de cerdos, por la zona de Fyvie. Les encantaría clavarle los colmillos a un chorizo de Edimburgo de primera… —Se quedó unos segundos fantaseando con la posibilidad, hasta que se encogió de hombros—. Danos un día. Te conseguiré una dirección. Pero, por la sangre de Cristo, que no se entere de dónde la has sacado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Mientras llegaban ya a las inmediaciones de las oficinas del Press and Journal, Miller le prometió que lo llamaría tan pronto encontrara algo. Y aprovechando que estaban en ello, Logan le pidió un pequeño favor—: Quiero que dejes tranquila a la inspectora Steel.
—Y una leche. No pienso que una perra sarnosa como ésa me trate como a una mierda…
—Si te la cargas con tus artículos, Asuntos Internos se me echará encima. No sé por qué, pero le tienen debilidad. Si ella cae, yo voy detrás. Y si yo caigo, no podré ayudarte.
Miller blasfemó.
—Está bien, está bien: a la vieja urraca papuda ni tocarla. Recibido. Yo no me la cepillo y tú no le dices nada a Isobel de esos hijos de puta de Edimburgo. ¿Hay trato? —Se dieron un apretón de manos, pero entonces el periodista empezó a balancearse de un pie a otro, con aire incómodo, como si no supiera cómo abordar lo que quería decir—. Esto… Laz, no sé si te he dicho que me tienen cubriendo la mierda esa de las ventas benéficas, y… bueno, ¿crees que hay alguna posibilidad de…? En fin, ya sabes… ¿No tendrías nada para mi? ¿Algo sobre esas prostitutas muertas, por ejemplo? ¿O sobre alguna otra cosa? ¡Me estoy marchitando ahí dentro!
Logan iba a decirle que vería lo que podía hacer, cuando le sonó el móvil. Era Steel, para decirle que había que volver al hospital. Jamie McKinnon acababa de suspender el examen rectal.
La Aberdeen Royal Infirmary no estaba lejos, nada más pasar el semáforo de Anderson Drive, bajando un poco la cuesta, así que Logan se excusó y se marchó a pie. Para cuando llegó, la delgada franja de nubes se había extendido hasta cubrir la mitad del cielo, que adoptaba ahora coloraciones que iban del gris acorazado a un morado siniestro. Penetró en el vestíbulo del hospital en el momento en que las primeras tímidas gotas de lluvia salpicaban las puertas automáticas.
El vestíbulo principal era un gran espacio sin tabiques, con cuadros en las paredes y cómodos asientos, que siempre le ponía la piel de gallina. Pasó a toda velocidad por delante del escudo de armas del hospital y se dirigió a la sala de Jamie McKinnon. Salvo que Jamie ya no estaba allí. Una enfermera con aspecto derrengado y el uniforme manchado de sangre le dijo a Logan que lo habían trasladado a una habitación individual de la tercera planta. No le costó mucho encontrarla.
La inspectora Steel ya estaba allí, junto con un tipo alto de Estupefacientes. Steel presentó a Logan, y éste le dio la mano al tipo, antes de recordar dónde acababa de estar metida. Una mano grande, en la que cabía entera la de Logan, quien experimentó un súbito sentimiento de simpatía hacia Jamie McKinnon, acurrucado en la cama como un niño que acabara de recibir una azotaina, vuelto de cara a la pared. ¡Eso debía doler! El concejal Marshall habría estado encantado.
—Vamos —le dijo Steel a su amigo el alto—, enséñale lo que has encontrado.
El tipo esbozó una lacónica sonrisa y sostuvo una bandeja de acero inoxidable en la que había dos paquetitos viscosos e irregulares, cada uno de ellos de no más de diez centímetros de largo, como dos pequeñas salchichas blancas.
—Así por encima, yo diría que está viendo como un cuarto de kilo de crack —aseguró—. Toda esta cocaína no puede ser para uso personal, imposible. Es para traficar. Por aquí no se ve tanta. Su chico debía intentar introducirla en el mercado.
Steel se dejó caer encima de la cama, junto a la forma fetal de Jamie, al que obsequió con unas palmaditas en el muslo.
—Bueno, Jamie, ¿vas a querer decirnos algo sobre tus amigos del sur, o me limito a ir a la mía y añado «posesión e intento de venta de droga» a tu lista de cargos?
Pero Jamie ya había tenido aquel día ración suficiente del largo brazo de la ley. Sin apartar la cara de la pared, se hizo un ovillo y permaneció en silencio.
Las cuatro y media. Ailsa Cruickshank descolgó el teléfono y llamó a la oficina de Gavin. El que contestó fue Norman, demasiado joven para gerente contable y para ser tan aficionado a flirtear. Ruborizándose, Ailsa le preguntó si podía hablar con su marido. Se hizo un silencio en el otro extremo de la línea, como si Norman estuviera pensándose la respuesta. Hasta que:
—Ailsa, ¿cómo es que un bombón como tú quiere hablar con un carroza como ése?
—Necesito que compre algunas cosas para la cena —dijo, con un cierto embarazo pero encantada de que la hubieran llamado bombón.
—Espera un segundo, ¿eh, preciosa? —Se oyó una conversación ahogada al otro lado de la línea—. Perdona, Ailsa, tesoro, me temo que el muy canalla ha salido a ver a algún cliente. Seguramente no volverá hasta tarde. Lo siento de verdad, mi amor, pero ya sabes cómo funcionan las cosas por aquí: el cliente manda, y todo lo demás. Pero si te sientes sola, no te preocupes, siempre puedo acercarme un momento para que no cojas frío, si quieres.
Sonriéndose, ella le dijo que no era necesario y colgó. ¡Aquel Norman era terrible! No paraba de decir cumplidos y cosas con doble sentido, ni más ni menos que como Gavin antes de que tantas pruebas le hubieran apagado la chispa a todo. Cuatro años intentando quedarse embarazada. Cuatro años de evaluaciones médicas y ciclos de ovulación… Pero daba igual, no tenía importancia. Pronto las cosas volverían a la normalidad. La vida tenía su propia manera de solucionar los problemas. Siempre había sido así.
Con una sonrisa de ánimo, cogió las llaves del coche nuevo de encima de la mesa. Lo único que tenía que hacer era ir ella misma al supermercado. Sabía que a Gavin le gustaba el bistec de ternera para su cena de cumpleaños, así que por qué no hacérselo también aquella noche. Solo para darle el gusto.
En casa de la vecina empezó a sonar la música a todo volumen.
La operación de vigilancia se reanudó a las diez en punto: los mismos equipos, los mismos coches, las mismas posiciones. Las gruesas gotas de lluvia habían dado paso a una fina llovizna antes de extinguirse por completo, pero que dejó el callejón encharcado y los adoquines resbaladizos. El cielo seguía cubierto de nubes bajas y oscuras, que devolvían el reflejo del resplandor amarillo anaranjado de las farolas. En Shore Lane constituía prácticamente la única iluminación. Tres de las farolas que quedaban se habían fundido, lo que dejaba tan solo una, bajo la cual la agente Menzies podía aún ofrecer su contoneante mercancía.
Logan había aparcado el coche camuflado del Departamento en el mismo lugar que la noche anterior, y mientras la inspectora realizaba la ronda de llamadas por radio a todas las posiciones para asegurarse de que todo el mundo estaba en sus puestos, él reclinó el asiento y cerró los ojos, dispuesto a que aquella noche le tocara a él recuperar el sueño atrasado. Después de abandonar el hospital, había pedido los antecedentes de Brendan Sutherland, el Pinchos, a la policía local con competencia en Edimburgo, se había informado de si había habido resultados con la llamada de búsqueda de Agnes Walker, que seguía sin dar señales, y había cumplimentado el papeleo para la acusación formal contra Jamie McKinnon por la droga que se le había encontrado encima. Tan pronto como McKinnon saliera del hospital, debería presentarse directamente en el juzgado, y acto seguido volver a ingresar en Craiginches. Logan no podía evitar un sentimiento de compasión por aquel tipo, porque tampoco es que hubiera tenido mucha oportunidad para decir nada, una vez el Pinchos había decidido meterle dentro del cuerpo un cuarto de kilo de crack.
Logan se removía en el asiento del conductor, buscando una postura cómoda sin tropezarse con los pedales o golpearse en las rodillas con el volante. El coche era el mismo que el de la noche anterior, nadie se había molestado siquiera en tirar los papeles de las patatas fritas a la basura. Seguían en el asiento de atrás, junto con todos los elementos aprehendidos del coche del concejal Marshall. Logan había esperado vagamente que los registraran como pruebas, pero para que eso sucediera alguien debería haber presentado algún tipo de acusación, y la inspectora se había negado de plano a hacerlo. Solo Dios sabía a qué tipo de turbio acuerdo habría llegado con Marshall para mantener a aquel tipo a salvo de la justicia y de la prensa.
Estaba apenas medio dormido cuando le llegaron ronquidos procedentes del asiento del copiloto. La inspectora se le había adelantado. Refunfuñando, volvió a colocar derecho el asiento y, malhumorado, se quedó mirando fijamente el callejón oscuro: uno de los dos tenía que estar despierto por si pasaba algo. Iba a ser otra noche larga.
Faltaban cinco minutos para la medianoche cuando la inspectora lo mandó a buscar patatas fritas. Otra vez. Al menos ya no llovía y, para ser sinceros, estaba más bien agradecido de tener una excusa para bajar del coche y estirar las piernas. La inspectora había estado todo aquel tiempo haciendo ruidos, como si de un tractor se tratase por arriba y como si tuviera goteras en las tuberías internas por abajo.
En lugar de subir directamente hasta el fish-and-chips por Marischal Street, cogió a la derecha, siguiendo el Regent Quay, con la intención de girar luego a la izquierda por Commerce Street, como la otra vez, y continuar hasta poder atajar cruzando la rotonda y pasando por detrás de Castlegate. Eso le mantendría alejado de Steel y su pernicioso trasero por lo menos diez minutos más.
Había mucha más gente por la calle aquella noche, la mayoría borrachos. Caminaban dando tumbos y tambaleándose, y se arrancaban a cantar por grupos en una mezcla de inglés chapurreado y ruso. Debían haber atracado un barco de los grandes.
La agente Davidson estaba en la esquina de Mearns Street, vestida con un gran sujetador de relleno y una minifalda de tigre, y una trenca por encima. Tan pronto le vio venir, se puso en su personaje y le gritó:
—Eh, buen mozo, ¿vamos tú y yo a pasarlo bien, cielo? ¡Vamos a hacer un potaje de patatas y nabos! ¡Uaaah! —Y acabó haciendo un gráfico y bochornoso gesto de amasar unos pechos, acompañado de un procaz balanceo de caderas, mientras pasaba por su lado, riendo.
—No podría permitírmelo, señora Davidson: demasiada categoría para mí.
Ella se despidió con un saludo levantando dos dedos juntos y siguió escarbándose los dientes. Logan dobló la esquina a la izquierda, dejando el muelle y adentrándose en Commerce Street por el centro de la calzada, para evitar un gran charco de agua limpia de aceite.
No era precisamente el rincón más bonito de la ciudad, por mucha imaginación que se le echara. Edificios utilitarios y nada apreciados de un gris uniforme, entremezclados con bloques modulares modernos de plástico y acero corrugado. Talleres de soldadura y de alquiler de herramientas se sucedían puerta por puerta con los comercios de efectos navales, que después de oscurecer ya no frecuentaban más que los borrachos trasnochadores y las prostitutas adictas a la droga. Una de estas últimas estaba negociando con dos de los primeros a la entrada de un angosto y oscuro callejón. Logan prosiguió su camino, intentando ignorarlos, pero oyéndolos a pesar de todo:
—Vamos —decía con voz gangosa un tipo grandullón que apenas se aguantaba de pie—, oye… por ese precio nos lo podríamos hacer los dos contigo, ¿eh, preciosa? Aaah… a la vez… los dos… Tu amigo… Steve… dice que eres la mejor… aaah… ¿a la vez? ¿Sí?
Su compañero, que tampoco se sostenía derecho, gritó:
—¡Yo no pienso ser el segundo… todo mojado!
—¡Cierra el pico… ya lo sé! ¿Es que no acabo de decirle que nos lo haga aaah… la vez? —Eructo. Dos pasos atrás, uno adelante—. ¿Por qué lado quieres?
—Cuesta más, los dos a la vez. ¡Más! —Acento eslavo.
Logan se quedó inmóvil: era ella.
—¿Más? —Era el gordo otra vez, que se había desabrochado los pantalones y los dejaba caer alrededor de los tobillos—. ¡Ven aquí… soy un sssuperdotado! ¡Tendrías que pagarme tú a mí! —Se tambaleó hacia delante, tropezándose con los pantalones, y se cayó sobre los adoquines hecho un ovillo. Su amigo se meaba de risa.
Logan se metió en el callejón. El amigo se había agachado, mientras el gordo intentaba con arrojo volver a ponerse de pie, con su enorme, blanco y peludo culo por delante. «Kylie» observaba todo ello con difusa indiferencia, mientras se rascaba el sobaco izquierdo, el del brazo en el que tenía las quemaduras de cigarrillo y los pinchazos de aguja. Logan caminó derecho hacia ella. Ella le miró un segundo el hombro, como si se lo atravesara, antes de levantar los ojos y sonreírle.
—¿Ahora tú follar? Policía: yo hago gratis…
—¿Por qué no vamos a dar una vuelta tú y yo, y hablamos?
Ella dibujó una sonrisa significativa.
—¡Yo buena hablar sexo!
—Sí, ya lo sé, ya me lo dijiste la otra vez, ¿no te acuerdas?
La agarró del brazo y tiró de ella hacia la salida del callejón, lo que provocó un grito de protesta por parte del tipo con los pantalones en los tobillos. Al parecer Logan se estaba colando.
—La chica tiene catorce años —replicó Logan—, y yo soy de la brigada criminal. ¿Quieres ver cómo te arresto por pederastia?
El grandullón tiró de los pantalones hacia arriba mientras mascullaba algo referente a que él también tenía hijos y que si eso era una cosa horrible y que a él no le gustaban esas cosas para nada y que de verdad no sabía que la chica tenía catorce años…
Bajo la luz de las farolas Logan la miró detenidamente por primera vez. En algún momento durante la última semana había hecho que alguien le rompiera la nariz.
—¿Qué te ha pasado en la cara?
Kylie se encogió de hombros.
—Steve… enfadado. Yo dije a él lluvia no buena para negocio, pero él dice yo no gano dinero bastante.
—Parece como si no hubieras comido en una semana.
Ella movió la cabeza en señal de negación, tambaleándose ligeramente mientras los dos subían por el lateral de la Ciudadela y entraban por Castlegate.
—Yo como Happy Meal. Steve bueno conmigo.
«Sí», pensó Logan, «el bueno de Steve».
—Ven, te compraré unas patatas fritas.
La cola era más larga de lo habitual. Borrachos y no tan borrachos esperaban pacientemente que les tocara la vez para poder pedir una ración de salchichas ahumadas y morcilla blanca, bajo el silencioso y parpadeante resplandor de un televisor dispuesto por encima de la caja. Logan y Kylie avanzaban lentamente arrastrando los pies rodeando la pequeña cinta dispuesta en medio del establecimiento para estrechar la cola e intentar que fuera ordenada. La lituana le explicaba que los fish-and-chips de Edimburgo eran mejores que los de Aberdeen porque ponían sal y salsa, y no solo sal y vinagre. Llegaron por fin hasta el tanque alargado de acero inoxidable y cristal donde iban a parar las porciones y pedazos fritos, cuando Kylie señaló a la pantalla muda de televisión y soltó un grito de alborozo.
—¡Yo follar con ése!
Ruborizándose, pero sin poder evitarlo, Logan levantó la vista para ver el engreído y rastrero rostro del concejal Andrew Marshall.
—¿Estás segura? —le preguntó en un susurro, intentando no llamar la atención más de lo que ya lo habían hecho.
Ella asintió.
—En fiesta privada, cuando yo recién llegada a Aberdeen, él y amigo calvo los dos a la vez conmigo. Eso es «pollo a l’ast», ¿no? Cuando hombre calvo por la boca y otro hombre por…
Logan no necesitaba oír más. Viendo los gustos del concejal por las revistas que compraba, estaba bastante claro por dónde. Pagó las patatas fritas, y los dos cruzaron la calle para comérselas. Ella estaba tan absorta que ni siquiera se dio cuenta de que habían rodeado por completo el Arts Centre y subían por la rampa hasta la terraza de atrás. De hecho hasta que Alfa Seis Dos no hizo sonar el claxon para darles paso, ella no se dio cuenta de dónde estaba: en la jefatura de la Policía Grampiana. Blasfemando en lituano, le tiró a Logan las patatas que le quedaban y se volvió dispuesta a salir corriendo, pero él la agarró por el pescuezo y la arrastró hacia el interior del edificio, sin que ella dejara de gritar y dar patadas.
Media hora más tarde Logan se montaba de nuevo en el interior del coche del Departamento de Steel y le entregaba a la inspectora su morcilla blanca, con el preceptivo huevo en escabeche.
—¿Dónde narices se había metido? ¡Llevo lustros esperando!
Logan se sonrió y se arrellanó en el asiento del conductor.
—Oh, dando vueltas, por aquí por allá.
—¿Qué? —dijo ella, mientras masticaba con recelo un puñado de patatas fritas—. ¿Qué es lo que le parece tan divertido?
—Me he entretenido con una prostituta, nada más.
—Ah, ¿sí? —Cogió la morcilla blanca y arrancó un pedazo de un mordisco, mascando las palabras—. ¿Qué pasa? ¿Es que la agente Watson no es lo bastante guarra para usted? Porque yo podría…
No le dejó terminar.
—Una prostituta lituana de catorce años, para ser exactos. Por nombre Kylie. —Recibió una mirada inexpresiva—. Vio a Jamie McKinnon haciéndoselo con Rosie Williams la noche en que la mataron.
Steel rezongó y engulló otro puñado de patatas fritas.
—¿Y eso de qué coño me vale? —La blusa estaba llenándosele de pedacitos de patata que se le caían de la boca—. El capullo ese ya reconoció que se la había tirado. Y si fue el mismo tipo el que mató a Rosie y a Michelle Wood, entonces importa bastante poco quién viera por allí a McKinnon.
—Pero aunque solo sea por si las moscas, al menos eso lo sitúa en el escenario del crimen. Ya no tenemos ninguna prueba, ¿recuerda? Usted destruyó… —se detuvo al ver la expresión en el rostro de la inspectora—. Quiero decir, que la grabadora no funcionaba.
—Y a usted más le valdría no olvidarlo.
—Hay algo más, si es que le interesa saberlo. —Dibujó una sonrisa y dejó la pregunta en el aire mientras Steel le daba otro gran bocado a la morcilla blanca. Cualquiera diría que quería castrar a aquella cosa—. La chiquita esa de catorce años dice que el concejal Marshall se la metía por el culo mientras ella se la mamaba a otro tipo.
Se produjo una violenta explosión de morcilla blanca a medio masticar, que salpicó el interior del parabrisas, pero que evitó que la inspectora Steel se ahogara.
Logan le guiñó el ojo:
—Sabía que le gustaría.