El sol estaba ya bien alto en el cielo cuando Logan entró por fin a trabajar, con aire desgarbado, a las nueve y media. El turno que había concluido el día anterior había tenido una duración verdaderamente excesiva: de las ocho de la mañana del martes a las cinco de la mañana del miércoles. Veintidós horas de tirón. Cuando subía la escalera de su apartamento las cosas habían comenzado a adquirir un cariz algo extraño. Las manos dejaban una estela vaporosa al moverlas, y los ojos le hacían ruidos susurrantes. Recién duchado y apenas afeitado, Logan se dirigió mascullando entre dientes al centro de operaciones de la inspectora Steel, llegando en los instantes finales de una reunión para comentar las últimas novedades con el jefe del Departamento de Investigación Criminal.
Al parecer todas y cada una de las personas que habían detenido la noche anterior tenía una coartada irrefutable para el lunes y el viernes. Le sorprendió, eso sí, no oír mención alguna al concejal Marshall y su Aventurero Anal. Quienquiera que fuera el asesino, no era ninguno de los detenidos. Cuando se hubo marchado el superintendente, y el resto del equipo se había dispersado para realizar las múltiples tareas que la inspectora había ideado para ellos, Steel abordó a Logan y le dijo que parecía una boñiga recalentada.
—Muchas gracias —le dijo él, frotándose la demacrada cara—, he dormido como dos horas en el último día y medio.
Steel se puso muy rígida y lo miró desde lo alto de su nariz.
—Lo mismo que yo, pero a mí no me verá llegar aquí arrastrándome como un zombi.
Lo cual no era del todo cierto. Fuera cual fuera el arte de magia que la inspectora hubiera obrado el día anterior en su indómito cabello, se había esfumado ya. El traje seguía viéndose nuevo, en todo caso un poco más arrugado, pero la parte superior de la cabeza parecía una mangosta espantada.
Logan se la quedó mirando con incredulidad.
—¡Pero si se pasó dormida la mitad de la operación de vigilancia! ¡Fui yo el que estuvo vigilando el maldito callejón mientras usted roncaba a pierna suelta!
La inspectora le sonrió abiertamente, con total desvergüenza.
—¿En serio? Bueno, ya sabe, privilegios del rango, hay que joderse. Vamos, y de camino le compro un bocadillo de bacon de los que le gustan.
—¿De camino adónde? —Pero ella ya se había ido.
Por alguna razón desconocida, la afirmación de la inspectora Steel según la cual los turnos son para los débiles no se hacía extensiva al detective Rennie, el cual no llegaría hasta más tarde, por lo que Logan tuvo que ir a buscar un coche al parque del Departamento y conducir hasta el hospital, dedicando toda su capacidad de concentración en no chocar contra nada. Para cuando estaban parados en uno de los semáforos de Westburn Road, con la exuberante selva verde del Parque Victoria a un lado y los anchurosos espacios abiertos del Parque Westburn al otro, Steel iba por su segundo cigarrillo de postre del bocadillo de bacon.
—¿No estará todavía malhumorado, verdad? —le preguntó mientras cambiaba el semáforo y avanzaban unos metros.
—No estoy malhumorado, estoy cansado.
—Ah, ¿sí? —La inspectora le dirigió una mirada escéptica—. Entonces ¿cómo es que no ha preguntado todavía que por qué vamos al hospital?
Logan dejó escapar un suspiro.
—Vamos a ver a Jamie McKinnon.
Steel asintió con la cabeza.
—Sí. ¿Quiere adivinar por qué?
—No, de verdad que no.
—Como quiera.
La sala del hospital estaba bastante tranquila cuando entraron. La mayor parte de las camas estaban ocupadas. Los enfermos, solos, sentados absortos en el periódico de la mañana o mirando huraños por la ventana. A Jamie McKinnon lo habían trasladado a una cama del rincón más alejado, y estaba estirado de costado y dando la espalda a la puerta, oculto bajo las sábanas.
Steel se dejó caer a peso en la punta de la cama y lo saludó con un alegre:
—Jamie, mi pequeño tragarranchos, ¿cómo lo llevas? —El ocupante de la cama contigua carraspeó ruidosamente y arrugó su Press and Journal—. Vamos, Jamie, no seas maleducado, ¡hemos venido a verte! Hasta te he traído uva. —Steel se sacó un tubo de golosinas del bolsillo y lo tiró encima del cubrecama—. Bueno, son gominolas, pero la intención es lo que vale, ¿eh?
Jamie McKinnon se dio la vuelta en la cama y, frunciendo el ceño, la miró con su ojo sano. Por algún desconocido motivo su magullado rostro no había mejorado mucho. En todo caso tenía peor aspecto incluso.
—Que la folle un pez.
—Ah, Jamie, Jamie, Jamie… Si tú supieras, encontramos un consolador así de gordo la otra noche, pero no he tenido ni tiempo… Ahora que, entre tú y yo, se traga las pilas que es un gusto. —Recogió las gominolas—. ¿Quieres o no?
Él se las arrebató de la mano y dijo furioso:
—No ha pasado nada.
—¿No…? —La voz de Steel se extinguió, mientras veía por encima del hombro a Logan a los pies de la cama, sin tomar asiento—. Por el amor de Dios, tráigase una silla, parece un enterrador ahí de pie con esa cara.
Gruñendo, Logan hizo lo que le decían y arrastró una silla naranja de plástico que estaba junto a la cama contigua. Iba a sentarse cuando Steel le dijo que corriera la cortina que rodeaba la cama.
—Así está mejor —dijo la inspectora una vez quedaron aislados del resto del mundo—, mucho más íntimo. Bueno, ricura —oprimió con la punta del dedo el hombro de Jamie—. Me ha dicho una enfermera muy simpática que tuviste visita anoche. Y que cuando se fueron, la llamaste por el pulsador, y tuvo que hacerte una radiografía de la mano. —Los ojos de Logan saltaron a la mano izquierda de Jamie. Tenía los cuatro dedos entablillados juntos, envueltos en una venda de gasa blanca.
—Sí, es que… me caí.
—Te caíste. —Steel asintió con la cabeza—. Te caíste con tal gracia que te rompiste los dedos.
—Eso es.
—¿Y te diste en el ojo también, de paso? —Steel señaló el amasijo hinchado de carne amoratada.
—Me caí, ¿vale? Me caí de cara y puse la mano para parar el golpe, y me aplasté los dedos.
—¿Seguro?
De pronto Jamie encontró el tubito de golosinas muy interesante. Se puso a manipular torpemente el envoltorio con los dedos entablillados, antes de renunciar e intentarlo con la otra mano.
Logan hizo un intento en su papel de poli bueno.
—¿Quiénes eran, Jamie? Los tipos que vinieron anoche.
Jamie se encogió de hombros, sin apartar en ningún momento los ojos del envoltorio que tenía entre las manos.
—Una gente que conozco, nada más. Ya sabe, amigos, más o menos…
La inspectora resopló.
—Memeces. ¿Sabes qué, Jamie? Que a mí me parece que ésos que vinieron a verte intentaron pasarte sustancias prohibidas. Así que, para curarnos en salud, voy a llamar a un chico muy atento de Estupefacientes para te haga un registro completo de cavidades corporales. ¿Te gustaría? —Sonrió—. ¿Sí? Un tiarrón apuesto y peludo que te meta la mano por detrás, bien arriba, buscando el paquetito de las diversiones… Mmm… Unas manos peludas y grandes, muy grandes…
—No me pasaron nada, ¿vale? Lo intentaron, pero yo no se lo cogí.
La sonrisa de la inspectora Steel se suavizó.
—Desearía poder creerte, Jamie, de verdad que me gustaría. Pero vas a necesitar darme más información que ésa. Quiero sus nombres.
—¡No sé cómo se llaman!
Steel sacudió la cabeza, y remedó el gesto de ponerse un guante de goma hasta el codo, con sus efectos de sonido incluidos. Los ojos de Jamie iban de la inspectora a Logan.
—¡No lo sé! ¡No me lo dijeron! ¡Por favor…!
—¿Qué querían?
—Se ofrecieron a ser mis proveedores. Yo les dije que ya no hacía este tipo de cosas, que ahora iba de reformado… —Sostuvo la mano en alto para que Logan viera los cardenales entre los dedos, donde no llegaban las vendas—. Entonces me hicieron esto.
Logan puso una mueca.
—¿Por qué no llamaste a alguien?
Jamie se rió con un gesto de dolor.
—¿Cree que no lo habría hecho? Pero el capullo grandullón me tenía inmovilizado contra la cama, me metió un trapo en la boca mientras el cabrón de su amigo se reía y me atizaba en los dedos. No pude ni gritar.
—¿Y nadie vio nada?
—Habían corrido la cortina.
—Podías haber dicho algo después.
Jamie se llevó la mano sana al ojo hinchado y se tocó la carne inflamada haciendo una mueca de dolor.
—Me dijeron que volverían. Que sabían dónde vivía. Me dijeron que podían divertirse mucho con mi hermana si les jodía el negocio.
Steel lo escuchaba todo con expresión pensativa. Cuando finalmente se convenció de que no iban a poder sacarle nada más a Jamie McKinnon, se bajó de la cama de un salto y le hizo una señal a Logan para que la siguiera.
—Gracias, Jamie. Ah, supongo que te entristecerá saber que el viernes por la noche mataron a palos a otra fulana. —Al oír aquello Jamie se sentó muy erguido en la cama—. Pero no. —Steel movió la cabeza en señal de negación—. No te hagas ilusiones, los consideramos incidentes sin conexión entre sí. Aún tienes que pagar por lo que le hiciste a Rosie. Mira por dónde, esta mañana nos han llegado los resultados del laboratorio: Rosie estaba embarazada de un hijo tuyo. Tú lo sabías. Y no podías soportar pensar en que todas las noches ese hijo tuyo que estaba dentro de ella tenía que soportar la polla de todos los desconocidos que se la tiraban. —El rostro de Jamie se había quedado exangüe, y la inspectora sonrió—. Para que te lo pases bien.
Jamie lloraba cuando ellos salieron de la sala del hospital, Steel llamando a su amigo de Estupefacientes para que dispusiera para Jamie un registro completo de cavidades corporales.
Ailsa estaba en la cocina lavando los platos del desayuno, en la pila llena de agua caliente y jabonosa. Normalmente lo hacía inmediatamente después de desayunar, pero aquel día se había retrasado un poco. Gavin le había comprado un lavavajillas, así de bueno era, pero a ella le parecía algo así como un despilfarro ponerlo por un par de platos, y como no soportaba la idea de tener los platos del desayuno todo el día sin fregar, siempre acababa haciéndolo a mano, mientras observaba a través de la ventana, más allá de la valla, el tropel de escolares que cruzaba el césped y entraba en el recinto del colegio. Rezaba porque llegara el día en que viera hacer eso mismo a su propio hijo… Pero se había hecho tarde y ya se habían ido, dejando el patio vacío y silencioso, en tanto no llegaba la hora del recreo. Suspiró y restregó el huevo reseco de la vajilla buena.
A Gavin se le había puesto un humor de perros la noche anterior. Otra vez había tenido que quedarse hasta tarde en el trabajo, a pesar de sus promesas, y cuando llegó por fin a casa, la horrible vecina de al lado estaba fuera, en el jardín, tambaleándose, y gritando e insultando a su novio. Gavin había dejado caer el maletín en el recibidor y se había ido derechito hacia ella para cantarle las cuarenta. Nunca jamás había oído a su marido servirse de aquel lenguaje. Pero a la arpía de la vecina le importó un comino: en lugar de a su amiguito, se puso a gritar y a insultar a Gavin. ¡Hasta que recurrió a la violencia! Venga a gritar obscenidades y dar puñetazos… Gavin volvió a casa con un incipiente ojo morado. Llamó a la policía, aunque tampoco es que hubiera servido de mucho otras veces. Después de aquello él ya no había querido comer la cena que ella le había preparado. Prefirió beberse una buena ración de whisky. Y aunque según el calendario que les había fijado el médico, tenían que intentarlo todas las noches mientras ella estuviera ovulando, él dijo que era incapaz después de una jornada tan larga en la oficina y de la pelea. Se bebería otro trago y se pondría a ver la televisión. Así que Ailsa se había acostado sola.
Aquella mujer horrible que tenían por vecina lo había estropeado todo…
Exhalando un suspiro, Ailsa apiló el último tazón en el escurridero. El ruido en casa de los vecinos se recrudecía una vez más: gritos, palabras soeces, el estrépito de algo al romperse. Entonces el joven de facciones angulosas salió cojeando al jardín de atrás, protegiéndose la cabeza con las manos mientras salía disparada una botella de cerveza por las puertas acristaladas. La horrible mujer salió dando tumbos tras él, borracha ya a las nueve y media de la mañana, dando un trago de otra botella. Su compañero intentó apartarse de su camino, pero ella lo agarró del cuello de la camisa ¡y le pegó un puñetazo en la cara! Iba a darle otra somanta, ¡ahí en el jardín delante de todos!
Él retrocedió trastabillándose, chorreando sangre por su torcida nariz, mientras ella descargaba otro puñetazo, esta vez al aire, y se caía al suelo, aullando. El joven se dio la vuelta y salió corriendo hacia la casa, diciendo a voz en grito que iba a dejarla, que ya no aguantaba más, y cerrando la puerta de golpe.
Ailsa no volvió a verlo más.
La horrible mujer se dio la vuelta en el suelo hasta quedar tumbada de espaldas, como una ballena embarrancada con pantalones de chándal, y se puso a roncar. Ailsa sintió un escalofrío. ¿Y si llamaba a la policía?
Pero no lo hizo. Cogió el paño de cocina y se puso a secar los platos.
La enfermera que le había curado los dedos a Jamie McKinnon no era precisamente la mujer más atractiva que hubiera llevado un uniforme azul: el pelo castaño corto, estilo paje, la nariz torcida, las orejas puntiagudas y los labios delgaduchos, pero la inspectora Steel se quedó prendada desde buen principio. Sentada sobre el borde del escritorio de la enfermera, le prestaba a la joven toda su atención, sin reservas, mientras les explicaba todo lo referente a los visitantes de Jamie McKinnon de la noche anterior. Dos hombres, ambos pulcramente vestidos, con traje. Uno con una dentadura bonita de verdad y el pelo corto y rubio, el otro moreno, con el pelo hasta los hombros, y bigote.
Un pequeño timbre de alarma sonó en algún remoto rincón del cerebro de Logan.
—No tendrían acento de Edimburgo, por un casual, ¿no?
Sí, lo tenían.
Por mucho que protestara Steel, Logan consiguió por fin sacarla a rastras del puesto de las enfermeras y subirla hasta la oficina de seguridad del hospital, donde un solitario vigilante le iba echando un vistazo a una batería de monitores de un circuito cerrado de televisión. Iba ataviado con el preceptivo uniforme color mierda, con los botones de latón y adornos amarillos de inquietante similitud con pedazos de maíz dulce. Costó convencerle, pero al final les mostró las cintas grabadas de la noche anterior. No había ninguna cámara en la sala en que estaba Jamie McKinnon, pero sí que la había en el pasillo, no muy lejos. Logan pasó la cinta hacia adelante, observando el movimiento parpadeante a velocidad rápida al reproducir la grabación del día anterior a última hora de la tarde. El sistema estaba preparado únicamente para captar una imagen cada par de segundos, y los médicos, enfermeras y visitantes cruzaban la pantalla con una extraña coreografía de movimientos entrecortados. Dos altas siluetas entraron en el campo de visión, avanzaron de forma intermitente por el pasillo y desparecieron de pronto entrando en la sala de Jamie. La hora señalada al pie de la pantalla era las diez y diecisiete. El horario regular de visitas era hasta las ocho. Cuando volvían a salir, la hora señalada era las diez y treinta y uno. Catorce minutos había durado la dislocación de los dedos de Jamie McKinnon y las amenazas a su familia. Logan le dio al botón de pausa, en el momento en que las figuras caminaban en dirección a la cámara y se les vía bien la cara. La calidad de la imagen no era extraordinaria, pero sí lo suficientemente buena: el tipo rubio del pelo corto era el mismo «orientador empresarial financiero» con el que había desayunado Miller en el pub. Y el que iba a su lado se parecía como dos gotas de agua al conductor que esperaba fuera en el coche mientras Miller aceptaba escribir un pelotillero artículo de encomio acerca de la última aventura empresarial de Fincas McLennan.
—¡Premio para el caballero!
—¿Qué? —Steel estaba repantigada en la silla, sin prestar en realidad atención a la pantalla, ni a las personas que salían en ella y que parecía que les hubieran dado cuerda.
—Éste de aquí —dijo Logan clavando la punta del dedo en la pantalla—, trabaja para Malcolm McLennan.
La inspectora Steel profirió un juramento.
—¿Está seguro?
—Más bien sí. Así que cualquier cosa que su amigo le saque del culo a Jamie McKinnon es propiedad de Malk Navaja.