Los de la Oficina de Identificación estaban encantados de habérselas con un cadáver bajo techo, por una vez. Eso significaba que no tenían que pelearse con la maldita tienda CSI. La sala de estar de Karl Pearson estaba decorada en gran parte de la misma manera que el recibidor, con pósters y hojas de revistas, solo que las damas desnudas allí dentro eran un poco más porno duro. El equipo de identificación había instalado la pequeña pasarela metálica y luego había procedido a recubrir por completo el lugar de polvos negros para la detección de huellas dactilares; a vaciar la aspiradora en una bolsa de plástico para la recogida de pruebas; a tomar muestras de sangre, tarea no muy dificultosa, a tenor de la gran cantidad que había en la sala de estar; a dilucidar si una de las mujeres desnudas de las paredes, fotografiada jugando con una diversidad de aparatos a pilas, era o no la mujer del sargento Beattie; y a fotografiarlo todo y permanecer tranquilamente a la espera mientras el doctor Wilson declaraba que el tipo desnudo atado a una silla del comedor con la garganta cortada estaba muerto.
—Es asombroso la de cosas que son capaces de diagnosticar los médicos hoy en día —dijo Insch, recostado contra la pared del fondo. Llevaba el mono blanco más grande con que contaban los chicos de Identificación, aunque era batalla perdida luchar contra el inmenso volumen del inspector—. ¿Le importaría aventurar aunque sea una conjetura acerca del momento de la muerte?
El doctor Wilson obsequió a Insch con una mirada fulminadora.
—No —dijo, cerrando de golpe el maletín con el instrumental médico—. Pero ¿qué les entra a todos cuando ven a un pobre médico de cabecera? ¡Siempre preguntando por el momento de la muerte! ¿Sabe qué le digo? Que no tengo ni la más remota idea. ¿Qué le parece? ¿Satisfecho? ¿Quiere saber cuál fue el momento de la muerte? Pues pregúnteselo a algún maldito forense. —Se irguió, muy tieso, y se fue hacia la puerta, pero se detuvo en el umbral y miró de arriba abajo al inspector, más concretamente al mono que le tiraba de todas las costuras—. Pues mire, sí que le voy a informar acerca del momento de su muerte, y gratis. De aquí a dieciocho meses si no hace nada por rebajar peso. —Y salió sin darle tiempo a Insch a otra cosa más que a farfullar, rojo como un tomate.
Logan soltó un gruñido: lo único que faltaba, que el doctor Wilson prendiera la mecha y saliera disparado dejándoles la bomba a ellos, a punto de estallar.
—No le haga caso —intentó—. Lleva toda la semana que parece que le haya salido un grano en el culo. Está así de gilipollas con todo el mundo.
Insch se volvió hacia Logan con torva mirada.
—Puede decirle a ese capullo que si vuelvo a verle en el escenario de otro crimen, ¡me encargaré personalmente de que acabe en el jodido depósito de cadáveres! —Los demás que estaban en la salita se quedaron muy callados—. ¡ENTONCES SERÉ YO EL QUE CERTIFIQUE SU DEFUNCIÓN! —Le saltó un esputo de la boca. Logan lo había visto enojado muchas veces, pero nunca como ésta. Temblando por el puro esfuerzo, Insch se fue en silencio a la cocina y cerró la puerta de golpe con tal fuerza que todo objeto suelto del apartamento se zarandeó. En el apartamento de arriba alguien encendió la televisión.
—Cielos —susurró el cámara de la Oficina de Identificación—. Le han puesto el dedo en la llaga, como quien dice…
El inspector Insch seguía enfurruñado en la cocina cuando llegó el forense de guardia. Esta vez era el doctor Fraser, y no Isobel, para alivio de Logan. Fraser corroboró el diagnóstico del médico de guardia: Karl Pearson estaba muerto, en efecto. Logan podía seguir con el procedimiento habitual y llamar al personal de la funeraria para que fueran a recoger el cadáver. La autopsia sería a las tres. Y ahora que se había cumplido con los formalismos, Logan tenía libertad para examinar a la víctima sin alterar a nadie. Siempre que no tocara nada, por supuesto.
Karl Pearson: veinticuatro años, desnudo, atado a una silla y muy, pero que muy muerto. Tenía el cuello seccionado casi de parte a parte, la cabeza colgando de lado, los ojos abiertos desmesuradamente, como sorprendidos, con la mirada perdida en dirección al recibidor. Le faltaba un buen pedazo de la oreja izquierda, desde el lóbulo hasta la punta superior, en forma de cuarto creciente. En la cara tenía unas marcas profundas que le cruzaban las mejillas desde las comisuras de los labios abiertos hasta la nuca. Parecía como si hubiera llevado puesta algún tipo de mordaza para la práctica de «bondage», con todos aquellos agujeritos de hebillas marcados en su carne de cera. Los brazos de Karl estaban sujetos a la espalda, atados a las patas de la silla con una serie de cables de plástico. Tenía las manos cubiertas de una costra de sangre, lo cual dificultaba apreciar los detalles, aunque una cosa estaba bien clara: tenía varios dedos bastante más cortos de lo normal. Algunos acababan en la segunda articulación, otros estaban arrancados desde el nudillo, y otros entre medio: por el muñón se veía el hueso y el cartílago, como ojos de pescado cocido. Las puntas de los dedos cortados habían ido a parar debajo de la silla, con las uñas arrancadas. El pecho de Karl, en las zonas en que no estaba recubierto por la sangre derramada a través de la herida abierta del cuello, estaba acribillado a quemadas de cigarrillo, y le faltaba el pezón derecho. Estaba con las piernas abiertas, lo cual ofrecía a Logan una excelente visión de sus pelotas. Y eso era o el vello púbico, o grapas, Logan no sabía qué decidir, pero no estaba dispuesto a acercarse más para comprobarlo. Las pálidas y velludas piernas estaban también llenas de pequeñas quemaduras, las rodillas abultadas y deformes. Era como si alguien la hubiera emprendido a martillazos con sus pies.
—¿Qué le parece?
Logan se volvió para encontrarse con la ayudante del fiscal de pie en la puerta, tratando de comportarse con naturalidad ataviada con el preceptivo mono blanco y evitando todo contacto visual con el cadáver desnudo y cubierto de sangre seca. No había señales del equipo de Identificación, que probablemente estuviera repartido hurgando por todo el apartamento, pero dejando la cocina para mejor ocasión, a la espera de que el inspector Insch se calmara un poco.
—Bueno —dijo Logan—, creo que si sabía algo, debió soltarlo.
Rachael se arriesgó a lanzar una mirada furtiva al cuerpo de Karl Pearson.
—¿Lo torturaron para que soltara información?
—Probablemente algo relacionado con drogas. Karl tenía antecedentes como traficante, y sabemos que hay una banda nueva operando en la ciudad. Parece que juegan fuerte.
Rachael dio un pequeño rodeo buscando el otro extremo de la sala de estar, donde miró por la ventana hacia el mar del Norte, bañado por el sol. Lo más alejada posible de Karl Pearson.
—¿Cómo es posible torturar a alguien en una escalera de vecinos sin ser detenido? ¡Alguien tuvo que oír algo! Quienquiera que fuera estuvo aquí, haciendo… haciéndole eso, ¿y nadie llamó al 999?
—Bueno, si hubiera sido yo, le habría amordazado, le habría atado a la silla y, solo después, le habría torturado. Le abría apagado algunos cigarrillos por el cuerpo, le habría arrancado algunas uñas, le habría roto algunos dedos de los pies… Luego, cuando hubieran cesado sus gritos ahogados por la mordaza, se la habría quitado para hacerle las preguntas oportunas. Para entonces él ya sabría que la cosa va en serio. Se le vuelve a amordazar y se lo trabaja uno un poco más. Se le corta una oreja, un par de dedos: cuestión de que sufra de verdad. Se le repiten las preguntas. Para ver si las respuestas son las mismas. Y luego se repite el proceso una vez más, para asegurarse. —Suspiró—. Mientras tenga la mordaza puesta durante la fase de persuasión, nadie se va a enterar de nada… Oirán algún golpe, a lo sumo. —Ella permanecía en silencio—. ¿Se encuentra usted bien?
Rachael se estremeció.
—Usted ya sabe lo que es esto, pero yo… nunca había visto nada a este… —hizo un gesto con el brazo hacia el cadáver torturado de Karl— a este nivel. No in situ. Quiero decir que vemos muchas fotos cuando tratamos los casos en el tribunal, pero… —Aleteó de nuevo con las manos.
—Pero no es lo mismo. —Logan asintió con la cabeza.
Vieron por la ventana una gaviota que pasó dejándose arrastrar por la brisa. Su cuerpo blanco, alcanzado por los rayos del sol, resplandecía como si fuera fluorescente en contraste con el azul profundo y arcilloso del mar.
—¿Qué demonios tiene este sitio? —preguntó ella, mientras observaba las nubes que pasaban raudas a través de un cielo satinado—. Cualquiera pensaría que una pequeña ciudad como Aberdeen debería ser un lugar seguro… ¿Ha echado una ojeada a las estadísticas? Según datos del gobierno escocés, aquí asesinamos más personas por millón de habitantes que en toda Inglaterra y el País de Gales juntos. ¿Qué le parece? —Apoyó la cabeza contra el cristal de la ventana—. Y por si fuera poco, ¡hay veintiséis intentos de asesinato fallido por cada asesinato consumado! Como para sentirse orgulloso.
Logan fue con ella, junto a la ventana.
—¿En serio? ¿Veintiséis?
Rachael asintió.
—Veintiséis.
Él movió la cabeza de un lado a otro.
—Caramba… ¡Qué malos somos! ¿Cómo podemos fallar tantas veces? En mi opinión es culpa de los padres.
Ella articuló una sonrisa sincera.
—En fin. —Logan volvió junto al cadáver torturado en medio del cuarto—. Yo creo que nuestra pequeña guerra local en torno a las drogas acaba de intensificarse en un grado. A partir de ahora vamos a ver muchas más cosas de este tipo.
Se quedó mirando la oreja seccionada de Karl Pearson y se dio cuenta de que se moría de hambre. En su reloj eran ya las dos y media. La autopsia de Karl Pearson estaba programada para las tres, por lo que tenía treinta minutos para comer algo y volver a la comisaría.
Se oyó el chasquido de la puerta principal, y la fiscal asomó la cabeza en la sala de estar, abarcando con la mirada el escenario del crimen con ojo experto, antes de fruncir el entrecejo y dirigirse, pasando de largo el cadáver, directamente hasta el empapelado casero de Karl:
—¿No es ésta la mujer del sargento Beattie?
La autopsia de Karl Pearson parecía prolongarse indefinidamente, y hacia las cinco y media Logan tuvo que excusarse alegando un compromiso previo: tenía que asegurarse de que la inspectora Steel lo tenía todo en orden con vistas a la operación de vigilancia de aquella misma noche. Conociéndola, esperaría que él hiciera el trabajo de campo. De todos modos, la única información un poco novedosa de la disección de aquel cuerpo torturado llevada a cabo por el doctor Fraser era el racimo de marcas de pinchazos de aguja recientes en la parte superior del bíceps de Karl. Logan habría apostado que el análisis de las muestras de sangre revelaría la presencia de restos de narcóticos. No lo bastante como para colocar a Karl, pero sí para evitar que cayese en estado de shock. Tal vez lo suficiente incluso como para servirle de premio si decía la verdad. Algo para hacer desaparecer el dolor.
En el piso de arriba, el centro de operaciones de la inspectora Steel estaba casi tan muerto como Karl Pearson. Sonaba algún teléfono ocasional, pero no pasaba de ahí. La inspectora mataba el tiempo sentada delante de un terminal de ordenador, mondándose los dientes y leyendo un ejemplar del Evening Express. Sí, por supuesto que se había ocupado del papeleo, y había hecho que se lo firmara el superintendente en jefe en persona, nada menos. Lo cual significaba que no podían cagarla. Porque si la cagaban, todo el mundo, junto con los perros de todo el mundo, se pondría en fila para arrancarles un pedazo del culo de un mordisco. Y había que afrontar las cosas como eran, si la inspectora Steel no obtenía ningún resultado de aquella operación de vigilancia, ¿qué más podía hacer? Porque no llovían precisamente las pistas, en aquel condenado caso. Por la razón que fuera, la muerte de dos prostitutas no había atraído la atención del público, ni siquiera con la inclusión de las palabras «asesino en serie». Apenas si habían recibido una llamada en todo el día.
—¿Y si representáramos una reconstrucción de los hechos? —preguntó Logan—. ¿Saldríamos en las noticias?
Steel le dirigió una sonrisa maternal y en cierto modo inquietante.
—¡Qué gran idea! Buscaremos a alguien que se disfrace de prostituta asesinada, y otro hará de asesino, y se la camelará para que se suba a su coche. Luego pediremos que todo aquel que se encontrara merodeando por el puerto a esas horas de la noche, acuda a nosotros con la información que tenga. —Se preparaba algo sarcástico, Logan podía sentirlo—. ¿Se imagina la avalancha de llamadas que recibiríamos? ¡Seguro que llamaban todos los chulos, putas y putañeros de espíritu cívico de la ciudad! «Sí, oficial, yo estaba en la zona del puerto esa noche buscando una prostituta, y entonces vi a un hombre de mal aspecto que recogía a la fulana que ha sido asesinada…». Voy a buscar más agentes para poder dar abasto. ¡Nos van a inundar a llamadas!
—Bueno —dijo Logan—, lo que usted diga.
Steel esbozó una sonrisa burlona.
—No se preocupe, Míster Poli Héroe, si todo se va al carajo esta noche, pensaré en ello. Aunque solo sea para que el jefe de policía vea que hacemos algo. Y ahora, ¿por qué no va a buscar un par de buenas agentes, bien feas, para hacer de gancho? Dígales que hay una botella de vodka de recompensa, es decir, si consiguen no acabar desnudas y apaleadas…
Las ocho y media y la sesión de trabajo estaba llegando a su fin. La inspectora Steel había expuesto las normas básicas, había puesto a todo el mundo al corriente del plan, incluido el superintendente en jefe, que había impartido una alentadora charla de cinco minutos acerca de los riesgos y recompensas de aquel tipo de operaciones, y había dispuesto los cuatro equipos. El equipo uno era el más reducido: estaba integrado por las agentes de policía Davidson y Menzies, las prostitutas falsas de la inspectora, ninguna de las cuales iba a ganar un concurso de belleza en un futuro inmediato. Iban ya vestidas para la ocasión: falda corta, sujetadores con relleno, dos dedos de maquillaje y el pelo como si se hubieran hecho la permanente en casa y les hubiera salido mal. Cada una de ellas iba provista de un transmisor-receptor, otro secundario de seguridad (por si acaso) y un GPS portátil cosido por dentro de su portentosa ropa interior. Si pasaba algo, desde luego no iban a desaparecer de la faz de la tierra sin dejar rastro. Por no mencionar los pequeños botes de gas lacrimógeno que llevaban ambas. El equipo dos estaba compuesto por ocho agentes de paisano, dos por coche. Permanecerían estacionados en los puntos que había señalado Logan, desde los que podrían echar un ojo a Davidson y Menzies mientras éstas estuvieran atendiendo al negocio. El equipo tres era con mucho el más grande: tres coches patrulla con sus identificativos, dos coches de camuflaje del parque del Departamento de Investigación Criminal y media docena de agentes atrincherados en la parte trasera de una furgoneta Transit azul oscuro sin identificativos policiales, que haría la ronda por las calles que iban a dar al barrio chino. El vehículo iba equipado con cámaras de vídeo de vigilancia y estaría dispuesto a entrar en acción tan pronto como se diera la orden. El equipo cuatro se quedaría en la comisaría, al cuidado de los canales de comunicación, que mantendría abiertos en todo momento. Transmitir los mensajes. Asegurarse de que todo el mundo estaba donde debía estar y, en el caso de las agentes Davidson y Menzies, de que seguían con vida. Se trataba de un gran operativo policial, costoso y para el que se empleaba una gran cantidad de recursos humanos, pero el superintendente en jefe les garantizaba a todos que el jefe de policía les respaldaba al cien por cien. Steel contaba con una autorización para las cinco noches siguientes, pero el superintendente estaba convencido de que obtendrían algún resultado antes. Mucho antes. Logan, perfectamente consciente de la cantidad de agujeros que tenía el plan, mantuvo la boca cerrada.
El agente Rennie lo abordó al concluir la sesión, mientras todos se marchaban para ocupar sus puestos.
—Tengo al tipo que buscaba. —La expresión de perplejidad de Logan debió resultar evidente, ya que Rennie se sintió obligado a explicarse—. El que hace la ronda por el puerto en la actualidad… Usted quería que lo localizara…
—Ah, sí, claro. ¿Dónde está?
—Entra a las diez: agente Robert Taylor. Lleva en antivicio un par de años. Dejé el recado en Control de que usted quería hablar con él.
Rennie sonrió como si esperara una golosina. Logan no se la dio.
—¿Y los retratos robot digitalizados?
—No hay nadie que haya reconocido a la chica, pero hay dos por lo menos en Investigación Criminal a los que les parece que el tipo se llama Duncan, o Richard, o algo así.
Logan frunció el entrecejo. La chica lituana había dicho que su chulo se llamaba Steve.
—¿Ningún apellido?
—Nada[3].
—Mierda.
—Sí.
La operación comenzó a las nueve en punto, para mayor asombro de Logan. La inspectora y él se quedaron en el interior de un viejo y roñoso Vauxhall, junto a la verja, por la parte de dentro, al fondo de Marischal Street, calle que conducía al puerto a la altura de Regent Quay. Habían aparcado en un lugar lo suficientemente alejado como para no levantar sospechas si eran vistos desde la calle. Desde aquel punto, no obstante, y a través de la alta verja de barrotes puntiagudos que cercaba los muelles, tenían una línea de visión directa con Shore Lane, hacia donde la agente Menzies se dirigía para hacer la ronda en busca de clientes. La inspectora tuvo incluso el buen juicio de tapar con el hueco de la palma de la mano la punta de su cigarrillo encendido, para que el punto anaranjado incandescente no los delatara. Uno a uno fueron llegando los demás equipos, y las últimas, pero no las menos importantes, las agentes que hacían de señuelo. O las Horror Sisters, como la inspectora Steel insistía en llamarlas. No era de extrañar que hubiera elegido «Operación Cenicienta» como nombre para la misión. Lo que sí le sorprendía a Logan era que no le dieran un buen puñetazo en las narices más a menudo.
—¿Está segura de que esto funcionará? —preguntó mientras la agente Menzies terminaba de quejarse de una vez de que el aire frío se le colara por el culo, con aquella maldita falda tan corta.
—No —dijo Steel expulsando una bocanada de humo, que rezumaba fuera del coche a través de las ventanillas—. Pero ahora mismo es lo único que tenemos. Si pasamos de vigilar la zona portuaria y desaparece alguna otra pobre pilingui, nos crucifican. Además, el plan es suyo, qué carajo, así que no empiece, ¿quiere?
—Pero ¿y si desaparece con nosotros por aquí?
Steel se estremeció.
—Joder, ¡eso ni se le ocurra pensarlo!
—Porque lo único que estamos haciendo es vigilar a dos agentes de policía vestidas de prostitutas. Si una de las de verdad se sube al coche del asesino, ¿nosotros cómo vamos a saberlo? ¡Podría ser cualquiera!
—Ya lo sé, ya lo sé. —Dio la última calada al cigarrillo y tiró la diminuta y brillante colilla por la ventana—. El plan es una mierda, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? A Rosie Williams la mataron el lunes pasado, a Michelle Wood el viernes. Cuatro días. —Contó con los dedos—: Sábado, domingo, lunes, martes. Por tanto esta noche. Si se mantiene fiel a la pauta, la próxima debería desaparecer hoy o mañana.
—Si es que no ha ido ya a por la siguiente y nosotros no lo hemos descubierto todavía.
Steel lo miró con el ceño fruncido.
—¿Aquí pasa algo que yo no entienda, sargento? ¿Está aportando ideas útiles, o lo hace por joder la marrana? —Logan mantuvo la boca cerrada—. Ya —espetó la inspectora—, lo que me figuraba. —Se hizo un silencio incómodo.
Logan miraba fijamente hacia la calle, pensativo.
—Esta mañana he tenido una interesante charla con el inspector Napier —respondió al fin.
—Ah, ¿sí? —Recelosa.
—Sí. Me ha dicho que tiene que salir usted de este caso airosa, y que el aire huela a rosas, o si no me hará picadillo para hamburguesas.
—¿Picadillo? Eso no suena muy propio de Napier. Yo creía que era más de los de: «te voy a chupar la sangre… ja, ja, jaaa» —dijo con espantoso acento de Transilvania.
—Bueno, lo ha revestido de no sé qué fábula del granjero, la zorra y la gallina. Pero eso era lo que quería decir.
—¿Y usted era…?
—La gallina.
—Qué bonito. —Lo dijo muy sonriente.
—¿Cómo es que la ha elegido a usted?
Su sonrisa no flaqueó mientras la inspectora sacaba un nuevo cigarrillo del paquete y lo encendía.
—Digamos que Napier y yo tenemos un acuerdo, dejémoslo ahí.
Por supuesto Logan no quería en modo alguno dejarlo ahí, pero Steel no tenía la menor intención de contarle nada más, así que se quedaron otra vez sentados en silencio.
Después de lo que parecieron horas, la voz de la agente Menzies chisporroteó a través del altavoz:
—¡Se acerca un coche!
Por el extremo de Shore Lane habían aparecido las luces de un coche, que brillaban con fuerza. Por la radio solo se oía el rumor de los ruidos parásitos, y Logan se puso los anteojos de visión nocturna, que trató de enfocar hasta que consiguió una buena visión en primer plano de la entrada al callejón de sentido único. La agente Menzies, con las manos en las caderas y sacando pecho, se inclinó para asomarse a la ventanilla del conductor.
—Hola, cielo —dijo con voz sugerente—, ¿quieres pasar un buen rato?
Logan no veía bien al tipo que estaba al volante: Menzies había elegido una de las pocas farolas sanas para colocarse debajo, y el reflejo de la luz en el parabrisas le iba directo y ocultaba el rostro del conductor. El sonido apagado de una conversación, demasiado distorsionado para entenderla… Era como si a la agente se le hubiera enredado el minúsculo micrófono en la blonda del sujetador, y cada vez que se movía rozara contra la toma de sonido, de ahí las asperezas.
—¿No te apetecería que tú y yo…? ¡EH, CABRÓN!
Steel se enderezó de golpe, muy tiesa en el asiento. El coche del sospechoso rugió al arrancar. A través de los prismáticos de visión nocturna, Logan pudo distinguir a la agente Menzies llevándose la mano al pecho izquierdo. Se agachó y desapareció de la vista, mientras la inspectora Steel cogía el micrófono de la radio y gritaba:
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Actúen!
Menzies se había vuelto a levantar y le arrojó algo al coche que acababa de arrancar. Un fuerte estrépito, y el coche chirrió al frenar sobre los adoquines. El conductor había abierto la puerta y se había bajado como un rayo, mirando el parabrisas trasero roto. Estaba demasiado obcecado mientras volvía a subir por el callejón, hecho una furia, como para fijarse en los dos vehículos de camuflaje del Departamento de Investigación Criminal que acaban de apostarse, haciendo patinar los neumáticos, a ambos extremos de Shore Lane, bloqueando las salidas de la calleja.
Logan oyó alto y claro a través del altavoz al hombre gritándole a la agente Menzies, a pesar de los crujidos provocados por la blonda del sujetador.
—¡Mala puta!
Echó el puño hacia atrás para cobrar impulso, pero Menzies no le dio la oportunidad de utilizarlo, sino que lo mandó al suelo de una patada circular. No en vano pertenecía al equipo de kickboxing de la división. Para cuando llegaron Logan y Steel, lo tenía esposado y el tipo estaba postrado sobre la sucia calle adoquinada, inmerso en la oscuridad, gritando a voz en cuello y pidiendo un abogado, mientras Menzies lo mantenía inmovilizado en el suelo.
—Joder… Me entra flato… —La inspectora, ahogada por el esfuerzo de haber cubierto corriendo los trescientos metros desde donde habían aparcado el coche hasta allí, se llevaba la mano al costado, haciendo muecas—. Menzies —preguntó con los dientes apretados—, ¿está bien?
La agente de policía gruñó señalando al tipo esposado que no dejaba de injuriar.
—El cabrón este, que me ha agarrado del pezón: ¡por poco me lo arranca!
Se bajó la parte superior de sus indomables sostenes para enseñárselo a la inspectora, pero Steel le dijo que no hacía falta, que ella tenía dos iguales y no necesitaba ver las de nadie más en aquellos momentos. Tan pronto vio la más leve amenaza de que la agente Menzies enseñara los pechos, Logan se esfumó, optando mejor por examinar el coche del individuo. Era un monovolumen algo ya trasnochado, con montones de asientos y un gran maletero, en el parabrisas trasero del cual, o mejor dicho en lo que quedaba de él, llevaba una pegatina en que ponía TAXI DE MAMÁ. Había un trozo de metal oxidado en medio de un lecho para perro, rodeado de diminutos cristales de vidrio irrompible roto. Logan llamó por el móvil a jefatura para que comprobaran la matrícula del vehículo en el ordenador de la policía nacional.
Por algún motivo, a la inspectora Steel le pareció que un cigarrillo le ayudaría a recuperar el aliento. Tosiendo y expectorando, le dijo a Logan que dejara el coche y se acercara, y a Menzies que hiciera ponerse de pie al sospechoso. En la oscuridad del callejón era difícil distinguirle la cara, y el hecho de que se la hubiera ensuciado al haberla tenido aplastada contra el suelo no ayudaba mucho.
—Nombre —le pidió la inspectora, quitándose el cigarrillo de la boca para poder escupir algo oscuro y asqueroso sobre los adoquines.
El hombre miró con inquietud a izquierda y derecha.
—… Simon McDonald.
La inspectora frunció el ceño y ladeó la cabeza como un gato examinando un jugoso hámster.
—¿Cómo es que su cara me suena, Simon? ¿Le había detenido ya alguna vez por algo?
—¡Jamás he tenido problemas con la policía!
Sonó el móvil de Logan: era Control, para decirle que no había ningún vehículo de aquella marca con esa matrícula. ¿Estaba seguro de haber facilitado el número correcto? Logan volvió hasta el coche y se agachó delante del parachoques trasero. Ahora que la veía de cerca, aquella placa era un poco rara. No reflejaba la luz de la linterna. Le habían adherido un trozo de papel plastificado encima. De lejos, y en la oscuridad, resultaba convincente, pero de cerca se veía con toda claridad que la habían hecho con una impresora doméstica de color. Desprendió la matrícula falsa y dio a Control el número correcto que se ocultaba debajo. No pudo evitar una sonrisa de oreja a oreja cuando le dieron el resultado de la comprobación. Regresó con aire fanfarrón hacia el lugar en el que la inspectora estaba haciendo pasar un mal rato al atacante de la agente Menzies, al que interrogaba acerca de su paradero durante las noches del lunes y del viernes de la semana anterior. Logan esperó a que acabara antes de preguntarle:
—¿Acaso no sabe que es un delito dar un nombre falso a la policía, señor Marshall? No hablemos de conducir con las placas de la matrícula falsificadas.
El sospechoso se estremeció, y la inspectora Steel lo agarró de las solapas y lo llevó hasta una de las pocas farolas con luz, dejando escapar un silbido cuando por fin lo reconoció: el concejal Andrew Marshall, el principal vocero de la camarilla difusora de la idea: «la Policía Grampiana son un atajo de mamones inútiles». Una sonrisa obscena se abrió paso en el rostro de Steel, como un incendio en un convento de monjas.
—Vaya, vaya, vaya, un miembro del ayuntamiento —dijo relamiéndose—. Como me llamo Steel que de esta vas a salir bien jodido.
El concejal Marshall farfulló, preso del pánico y la indignación, a cuál mayor:
—¡No tiene ningún derecho a tratarme así!
—Ah ¿no? —La inspectora Steel pestañeó—. Conducta deshonesta con abuso, resistencia a la autoridad, utilización de nombre falso, conducción con matrículas falsificadas… ¿Cree que encontraremos algún otro elemento incriminatorio cuando le registremos el coche? —El concejal evitó de pronto mirarla a los ojos, y ella asintió con la cabeza—. Lo suponía. Creo que no vendría mal que usted y yo intercambiáramos unas palabras, ¿no le parece?
La inspectora Steel le pasó el brazo sobre sus temblorosos hombros y se lo llevó aparte.