Capítulo 15

Su nuevo centro de operaciones, cortesía del jefe de policía tan pronto el caso se había convertido en un asesinato en serie, era enorme, con las paredes cubiertas de planos de Aberdeen y pizarras blancas para escribir con rotulador. El centro de la sala estaba ocupado con teléfonos y ordenadores, cuyos monitores destellaban bajo la luz del techo, mientras unos agentes uniformados atendían las llamadas y entraban datos en el sistema informático del Ministerio del Interior. A Logan le esperaba ya un buen montón de acciones a tomar, generadas de forma automática por el sistema, de modo que se acercó una silla y se puso a revisarlas y a separarlas en dos pilas: «Trabajo Pendiente» y «Ni Caso». El punto fuerte del sistema era su capacidad para tratar con la ingente cantidad de datos que manejaba, entre los que establecía y seleccionaba de forma inmediata una multiplicidad de conexiones y pautas. Su punto débil, que con frecuencia no tenía ni la más remota idea de lo que hacía.

Estaba acabando cuando la inspectora Steel regresó por fin después de hablar con el padre de Michelle Wood.

—¿Cómo ha ido?

La inspectora se encogió de hombros y se puso a hojear sin entusiasmo la pila de «Ni Caso» de Logan. Iba tirando un papel tras otro a la papelera.

—¿A usted qué le parece? Tener que decirle a un pobre desgraciado que a su hija la han matado de una paliza y que su cuerpo ha estado abandonado tres días enteros en la montaña antes de que alguien lo haya encontrado por casualidad en medio de la niebla… ah, sí, por cierto, y además se tiraba a desconocidos por dinero. —Exhaló un suspiro y se pasó la mano por la cara—. Lo siento, ha sido una semana infernal.

Logan le tendió la pila de «Trabajo Pendiente», y ella fue reduciéndola también y tirando a la papelera lo que consideraba superfluo. Pocas acciones a tomar quedaron cuando acabó la selección. Se las endilgó al oficial de administración, diciéndole que debían estar concluidas al final de la jornada.

—Bien —dijo mientras el oficial se alejaba mascullando para organizar al personal—. ¿Algún plan de acción?

—Bueno, ¿qué piensa hacer con Jamie McKinnon?

—Dejarle donde está, todavía hay muchas cosas que lo vinculan con el asesinato de Rosie. —Steel se sacó una cajetilla de cigarrillos extra largos y se puso a juguetear con la lengüeta de papel de plata—. Si conseguimos tener a alguien en el punto de mira por el asesinato de las dos fulanas, todavía podemos retener a McKinnon por los trabajitos en los restaurantes de comida rápida. Pero si alguien pregunta, trabajamos en los asesinatos como si obedecieran a una misma pauta de actuación.

—De acuerdo. —Logan cogió un rotulador no permanente y se puso a dibujar un somero esquema del puerto en una de las pizarras blancas—. El cuerpo de Rosie Williams apareció aquí… —Trazó un círculo azul en Shore Lane—. ¿Sabemos si Michelle Wood ejercía en la zona del puerto?

—Quién sabe.

—Si así fuera, tendríamos un coto vedado. Yo pondría vigilancia especial: vehículos camuflados…

Cogió un rotulador verde y fue marcando con una X los puntos donde podría estacionarse un viejo Vauxhall sin llamar mucho la atención.

—¿Para qué cuernos nos va a servir colocar vehículos camuflados? —preguntó Steel, metiéndose el dedo en la oreja y retorciéndolo como un sacacorchos—. Si es ahí donde hay más cerdos buscando mujeres y haciéndolas subir a sus coches, ¿cómo vamos a distinguir a nuestro hombre de los demás? ¿Les hacemos parar el coche a todos y les preguntamos? —Bajó una octava el tono de voz y adoptó un marcado acento del este de Londres—. «Disculpe, caballero, ¿recoge usted a esta fulana con la intención de matarla a golpes, o es solo para echar un buen polvazo?». —Le sonrió compasiva—. Buen plan: promete.

Logan la miró frunciendo el entrecejo.

—Si me deja terminar. Podríamos poner a dos agentes disfrazadas como anzuelo a hacer la calle. Estaremos conectados con ellas y, si alguien intenta llevarse a una de ellas, recibiremos un aviso de alarma. Entonces los coches camuflados podrán seguirla y atrapar al tipo con las manos en la masa. ¿Qué le parece?

Steel arrugó la nariz y echó una mirada al tosco diagrama de Logan.

—No creo que tengamos la menor oportunidad, pero ¿qué perdemos con intentarlo? —dijo al fin—. Elija usted mismo a un par de agentes. Y recuerde, ese tipo fue a por Rosie Williams y Michelle Wood, así que tampoco es muy escrupuloso. Quiero un par de machorras.

Logan le dijo que haría lo que pudiera.

Hacía un día ideal para secar las toallas: brillaba el sol, hacía una ligera brisa y no había mosquitos. Ailsa se sonrió, solazándose en la sencilla cotidianidad doméstica de todo ello. Gavin había prometido volver a casa puntual, para variar. Así que aquella noche iba a ser especial: ella además todavía estaba ovulando.

Cogió la última toalla del barreño y la sujetó del tendedor. Trabajo hecho. Y entonces percibió el revelador y pertinaz olor a humo de tabaco, que traspasaba la valla desde el jardín vecino. Era el amiguito de cara angulosa, cuyas facciones aparecían maltrechas y magulladas. Otra vez. Por qué seguía con esa mujer horrible, borracha, maltratadora, violenta, era algo que Ailsa no podía comprender. No le cabía duda que cualquier hombre en su sano juicio la habría dejado la primera vez que le rompió la nariz. O la segunda. O la tercera…

El joven fumaba con la cabeza echada hacia atrás, apoyada contra la vieja lavadora de metal. Hacía muecas al expeler el aire, y se llevaba la mano a las costillas, ignorante de que Ailsa lo observaba. Acabó de fumar el cigarrillo y tiró la colilla al césped, que le llegaba a las rodillas, donde desapareció entre la hierba.

Se oyó un sonoro grito procedente del interior de la casa, y el joven dio un salto. En ese momento su mirada se cruzó con la de Ailsa, la cual comprendió que estaba tan atrapado por aquella horrible bruja como podían estarlo Gavin y ella misma. Era como una máquina de picar carne del alma. Los desmenuzaba hasta que no quedaba nada salvo una pasta carnosa y sanguinolenta. Con los hombros caídos, derrotados, el joven se volvió y entró renqueante en la casa.

A Ailsa le dio un escalofrío al verle desaparecer. Lo que hay que ver, por el amor de Dios…

Mientras la inspectora había salido de nuevo a hacer uno de sus prolongados descansos para fumarse un cigarrillo, Logan hojeaba el informe de la autopsia de Michelle Wood. El asesino se las había compuesto para romperle una pierna, los dos brazos y casi todas las costillas. Tenía lesiones en los órganos internos, probablemente a causa de los golpes en el abdomen propinados por su atacante. También la había golpeado repetidamente en la cabeza con los puños, con los pies, con una piedra… Quien fuera se había ensañado verdaderamente con ella. Logan exhaló un suspiro, mientras observaba una fotografía del escenario del crimen: una instantánea en papel brillante de ocho por diez a todo color de la cabeza de Michelle cubierta con la bolsa de plástico. No cabía duda: el tipo iba perfeccionándose. Cada ataque era peor que el anterior, hasta que…

Logan soltó una imprecación. Maldita sea, ¿cómo podía haberlo pasado por alto? Llamó a gritos al detective Rennie.

—Coja su bloc de notas: quiero que averigüe quién patrulla por el puerto, alguien que conozca bien el trazado de la zona y a las chicas, tenemos que…

—Disculpe, señor. —Era el agente Steve. Asomaba la cabeza por la puerta y sonreía indeciso hacia Logan—. El inspector Insch quiere verle.

Logan rezongó, al tiempo que se preguntaba qué habría hecho mal esta vez.

—Está bien —le dijo a Rennie—, usted haga lo que le he dicho: déme nombres. Quiero hablar con ellos. —Entonces se acordó del macarra de Aberdeen y de la adolescente lituana—. Y vuelva a hacer una ronda enseñando estos retratos robot, alguien tiene que saber quiénes son.

En la pared del centro de operaciones del inspector Insch había un tablón de corcho nuevo, dividido en seis secciones de forma cuadrangular, en cada una de las cuales figuraba un nombre, un rostro y una fotografía post mortem. La pequeña efigie de la cuadrícula de la esquina inferior derecha estaba conectada al rostro calcinado de la cuadrícula contigua superior con una delgada cinta roja. El inspector estaba de pie delante del tablón con su administrativa, señalando cosas mientras ella tomaba notas a mano. Insch alzó la mirada, vio a Logan y le dijo que se acercara, despachando a la mujer con un par de botellas de refrescos de cola.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor?

—Lo que ve aquí. —Insch dio unos golpecitos con el dedo sobre la fotografía de una cabeza humana que parecía un cerdo a la barbacoa visto de costado—. ¿Recuerda la lista que conseguimos de la pandilla del instituto de Graham Kennedy? —Se metió un puñado de golosinas en la boca, mascullando mientras masticaba—: A Graham ya lo conoce, pero además aquí tenemos a Ewan, Mark, Janette y Lucy. —Fue tocando una por una las fotos post mortem con la punta del dedo, dejando una reluciente marca de sus huellas digitales—. Todos ellos identificados gracias a su historial odontológico. Según el informe del hospital, la pequeña de meses —no tocó su fotografía— era de Lucy. Gemma… Pobre criatura. —Suspiró—. Bueno, el caso es que la abuela de Graham nos dio cinco nombres: uno, dos, tres, cuatro. Falta uno.

—¿Y quién es el que no estuvo en el menú de aquella noche?

—Karl Pearson. Veinticuatro años. Vive con papá y mamá en Kingswells, o vivía hasta hace unas tres semanas. El miércoles pasado no, el anterior, les llamó para decirles que iría a buscar dinero. Pero eso fue todo, no han vuelto a saber de él desde entonces.

Se sacó una foto del bolsillo interior en la que se veía a un joven de facciones irregulares con la nariz rota y las cejas unidas de lado a lado de la cara. Parecía el tipo de persona que iniciaría gustosa una pelea en un partido de fútbol, solo porque sí.

Logan examinó la imagen durante un minuto.

—¿Cree que es el incendiario?

Insch asintió con la cabeza.

—Se ha buscado problemas un par de veces por quemar cosas que no eran suyas. El cobertizo de algún vecino, una caravana abandonada, el minigolf aquel de la playa.

—¿Fue él?

—El mismo. He solicitado vigilancia, pero tengo además un par de direcciones. —Una sonrisa maligna hendió en dos la inmensa y calva cabeza del inspector—. Había pensado que a lo mejor le haría gracia a usted la idea.

—¿Y su sargento? Ya sabe, el de la barba.

—Quién, ¿Beattie? —El inspector Insch se metió las manos en los bolsillos, haciendo que la tela, que ya de por sí sufría lo suyo, tirara de forma alarmante—. Valiente cretino. Ese botatarate no es capaz ni de pillar una gonorrea en una casa de putas de Dundee, como para atrapar delincuentes.

—Estoy asignado a la inspectora Steel, no creo que…

—Ya me he entendido con ella. No le necesitará hasta la operación de esta noche. Coja el abrigo.

—Pero…

Insch bajó el tono de voz, posando una pernílica manaza sobre el hombro de Logan.

—Yo creía que quería usted salir de la Brigada Cagada. Aquí tiene la oportunidad.

Se volvió y salió pesadamente de la sala, agarrando al agente Steve del cuello al pasar junto a él. Logan se quedó dubitativo, apartando la mirada del inspector para dirigirla a la funesta galería fotográfica. Condenada inspectora Steel, cediéndole en préstamo a Insch sin ni siquiera consultarle primero. Murmurando obscenidades, Logan salió detrás del inspector.

La primera de las direcciones que tenían donde buscar a Karl Pearson no era válida, como tampoco la segunda, la tercera ni la cuarta. No le había visto nadie desde hacía siglos. Cuatro vistas, les faltaban dos. La quinta dirección les llevó a un piso medio de un bloque de apartamentos en Seaton, muy cerca de la desembocadura del río Don: uno de los cuatro edificios de veintisiete plantas con vistas espectaculares al mar. Muy agradable para un día claro de verano, pero de lo más gélido en lo más crudo del invierno, cuando ruge el viento procedente del mar del Norte, llegado directamente de los fiordos noruegos. Logan e Insch entraron en el edificio, dejando al agente Steve a pie de escalera para vigilar la puerta principal.

Sexto piso, apartamento del rincón. Insch se dirigió directo al presunto apartamento de Karl Pearson y llamó con su estilo policial, poniendo todo su peso en ello. Haciendo retumbar y traquetear la puerta, como si fuera el mismo Dios que venía a anunciar el día del Juicio Final.

No hubo respuesta.

Insch se aplicó de nuevo a su llamada de ira de Dios, y una puerta abrió un resquicio al fondo del rellano. El vecino lanzó una mirada al imponente hombretón que aporreaba la puerta del apartamento de la esquina y volvió a guarecerse en su piso.

—¿No le parece que igual llaman a la policía? —preguntó Logan.

—Lo dudo, pero por si acaso…

Insch se sacó el móvil y llamó a jefatura, para que supieran que el bestia que estaban intentando irrumpir en el apartamento de la esquina era él, así que no se molestaran en enviar un coche patrulla.

Mientras él estaba al teléfono, Logan se agachó y espió a través del buzón. Un pequeño recibidor decorado con pósters del Aberdeen Football Club y páginas arrancadas de la revista FHM con mujeres medio desnudas y futbolistas: sueños de adolescente; abrigos colgados de un perchero de pared, un espejo enfrente, palos de golf de aspecto roñoso apoyados en el rincón, una pequeña montaña de correo comercial en el felpudo. Se veía una puerta en el otro extremo, medio abierta, que daba a lo que parecía una cocina. En el pasillo había otras cuatro puertas, pero solo estaba abierta una de ellas, y desde su posición Logan no podía ver la habitación a la que daba. Iba ya a darse por vencido, cuando tuvo la sensación como si alguien le mirara… Y entonces sus ojos se posaron de nuevo en el espejo del recibidor. Había en efecto alguien mirándole fijamente a través de la puerta de la salita reflejada en el espejo, solo que Logan estaba bastante seguro de que no podía verle. No podía ver nada, con la garganta abierta como la tenía: estaba todo lleno de oscura sangre amarronada.

Se sentó en cuclillas y soltó la lengüeta del buzón, que se cerró con un chasquido.

—¿Sigue al habla con jefatura? —le preguntó a Insch.

—Sí.

—Dígales mejor que suspendan la búsqueda: hemos encontrado a Karl Pearson.