La conferencia de prensa se celebró a las cinco y media, deprisa y corriendo para dar tiempo a que la información pudiera emitirse en el noticiario de las seis. El jefe de policía, su ayudante, la inspectora Steel y una rubia atractiva de la oficina de prensa hacían frente a los medios de comunicación desde detrás de una fila de mesas montables cubiertas con el logotipo de la Policía Grampiana. Steel había conseguido de una forma u otra dominar más o menos su indómito cabello; eso y el traje casi nuevo hacían que pareciera una oficial de policía competente y resolutiva, en lugar del habitual aspecto mezcla entre vagabunda y cairn terrier sobresaltado. Logan permanecía de pie en el fondo de la sala de conferencias, por detrás de la masa de fotógrafos y periodistas, mientras el jefe de la policía le contaba al mundo que habían encontrado el cadáver de una mujer en el bosque de Tyrebagger… Isobel había cumplido su palabra: su informe estaba encima de la mesa del despacho de la inspectora Steel en menos de una hora. Las diferencias entre los dos asesinatos eran menores, por lo que probablemente eran obra de la misma persona.
Tan pronto como hubo concluido la declaración del jefe de la policía, todas las manos de la sala se alzaron como por un resorte: ¿es obra de un asesino en serie? ¿Tienen algún sospechoso? ¿Y el hombre que está bajo arresto? ¿Han identificado ya a la víctima? ¿Por qué han puesto a la inspectora Steel al frente de la investigación?
El jefe de la policía se inclinó hacia delante y dijo a la multitud congregada:
—La inspectora Steel cuenta con mi absoluta confianza.
—Sarah Thornburn, para Sky News. ¿Le parece eso prudente, después de la actuación de la inspectora en el juicio de Gerald Cleaver?
Logan vio muy bien la reacción de Steel, como si la pincharan, pero la inspectora logró mantener la boca cerrada mientras el jefe de la policía le repetía a todo el mundo una vez más lo seria, responsable y experta que era la oficial de policía en la que él había depositado su confianza. Su absoluta y entera confianza. Logan sonrió con una mueca: eso era lo que decían los primeros ministros siempre que algún alto miembro del gobierno era sorprendido metiéndole mano al dinero público, o a la mujer ajena. Justo antes de que, por desgracia, se aceptara su dimisión. Hubo otras preguntas, pero Logan no escuchaba en realidad. Recorría con la mirada a los periodistas y expertos reunidos, buscando a un hombrecillo de Glasgow con traje caro… Colin Miller estaba sentado entre una mujer de mandíbula cuadrada, de las noticias de la BBC, y un tipo fofo del Daily Record, que tecleaba con furia en un ordenador de bolsillo, sin preocuparse por levantar la mano o hacer alguna pregunta. Tan pronto el jefe de la policía se puso en pie, señalando que la conferencia de prensa había llegado a su final, Miller salió de la sala.
Logan le dio alcance en el aparcamiento.
—Qué —le dijo—, ¿es que ya no te hablas conmigo?
—¿Hmm? —Miller alzó la mirada, vio a Logan y siguió caminando—. Tengo cosas que hacer… —Se hurgó en el bolsillo de los pantalones y sacó las llaves del coche.
Logan frunció el entrecejo.
—¿Estás bien?
Miller prosiguió derecho hacia su lujoso Mercedes gris oscuro.
—No tengo tiempo para discutir…
Logan lo agarró del hombro.
—¿A ti qué te ha dado?
—¿A mí? ¿Qué me ha dado a mí? Bueno, vamos a pensar los dos un poco sobre esta mierda, ¿vale? ¡Sobre esta mierda y sobre todo lo demás! ¡Ya estoy harto! ¿Te enteras? —Abrió la puerta de un tirón y se subió de un salto frente al volante—. Esta puta mierda y todas las mierdas que…
El motor rugió con fuerza, y él cerró de un portazo, hizo girar el volante y apretó a fondo. Logan se quedó inmóvil en el aparcamiento, observando cómo el coche frenaba haciendo chirriar las ruedas al detenerse en el cruce, antes de unirse al tráfico de la ciudad con un nuevo rugido del motor y desaparecer en la niebla.
—¿Algo que dije?
La mañana del martes comenzó a las siete y cuarto, cuando el teléfono del apartamento gorjeó con afán su electrónico trino, una y otra vez… Logan despegó un párpado, refunfuñó y se acurrucó de nuevo bajo el edredón. El contestador automático se ocuparía del asunto. Se suponía que aquel día empezaba el turno de tarde. Tres días durante los que trabajaría desde las dos de la tarde hasta la medianoche. En teoría debería haber empezado el día anterior, pero después de un día entero con el equipo de búsqueda, la inspectora Steel le había dado un poco de tiempo libre por buen comportamiento. Así que hoy martes iba a quedarse en la cama hasta que llegara Jackie a casa. Desayunaría un poco con ella y luego la invitaría a volverse a la cama con él a jugar un poco bajo las sábanas. Sonrió y se arrebujó más aún en la manta mientras el contestador automático de la sala de estar se las arreglaba con la llamada.
A lo mejor Jackie y él podían… Se produjo una explosión repentina de pitidos, timbres y vibraciones, como si el móvil de Logan se hubiera vuelto loco.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Sacó una mano fuera de la pequeña cueva que había formado con el edredón, buscó a tientas sobre la mesita de noche, atrapó el teléfono y se lo llevó al cálido hueco bajo las mantas—. ¿Diga?
—¿Dónde demonios se había metido?
—¡En la cama! Hoy…
—¿En la cama? —La inspectora puso una voz canalla—. ¿Qué lleva encima?
—Mala leche. Hoy me toca turno de tarde. Usted dijo que…
—Déjese de gilipolleces. Tenemos ahí fuera un asesino en serie cargándose prostitutas a golpes… ¡mueva el culo!
Logan cerró los ojos y contó hasta diez mientras la inspectora le taladraba el oído acerca del sentido del deber y de que los turnos de servicio eran para los flojos.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo al fin—. Ya voy. Déme media hora.
Colgó, maldijo, se quedó unos segundos tumbado sobre la cama con las piernas separadas, frunció el ceño cegado por la luz, maldijo un poco más, se levantó, dio un puntapié sin querer a una de las botas de Jackie, maldijo y se fue dando tumbos al lavabo para darse una ducha.
Cuando llegó por fin a la jefatura de la policía, la sesión de trabajo matutina con la inspectora Steel estaba en plena ebullición. Había muchas más personas de lo habitual, pues habían reforzado la Brigada Cagada con algunos oficiales de policía de verdad, por una vez. A diferencia del tumultuoso caos de siempre, todo el mundo estaba alineado en filas ordenadas. Varios números de la policía y miembros del Departamento de Investigación Criminal seguían con atención el relato por parte de la inspectora de lo acaecido las últimas veinticuatro horas. El bolso hallado en el escenario del crimen estaba lleno de huellas dactilares, pero todas ellas pertenecían a la víctima, que acababa de ser identificada como Michelle Wood, la mujer cuyo rostro había sido despellejado el día anterior para que Isobel pudiera tener una buena visión de los daños ocasionados en la musculatura y los huesos subyacentes. Logan se estremeció al recordarlo. Entre eso y las víctimas del incendio de la semana anterior, tenía donde elegir en lo que a pesadillas se refiere.
Retomó el hilo justo cuando la inspectora Steel repartía al personal por grupos y distribuía las tareas. Dio por cerrada la sesión y los mandó a sus quehaceres haciéndoles gritar a coro con ardor: «¡No abrimos las puertas a Mister Fracaso!».
Cuando no quedó nadie más a excepción de Logan, abrió la ventana una rendija y encendió con manos temblorosas un cigarrillo, del que inhaló como un hombre al que le faltara el aire. Cerró los ojos, suspiró feliz y se puso a toser de una forma convulsa y estrepitosa.
—Joder, me moría por un cigarro. —Dio otra honda calada, y se estremeció de placer al notar la nicotina y el humo que le llenaban los pulmones. Al expelerlo, se le quedó suspendido alrededor de la cabeza como si fuera su banco de niebla particular—. ¿Ha visto los periódicos? —preguntó. Logan le dijo que no, así que ella desenterró de la papelera un ejemplar de la edición matutina del Press and Journal y se lo tiró. En la página de portada: ¡EL ASESINO DE SHORE LANE ATACA DE NUEVO!, por Colin Miller. No era su mejor artículo—. Supongo —dijo Steel mientras Logan leía— que tendré que ir a decirle al padre de Michelle que su hija ha muerto… —Suspiro—. ¿Sabe? No lo diría después de verla sobre la mesa de disección, pero de pequeña había sido una niña preciosa. Antes del acné, los chicos y las borracheras prematuras. La había arrestado una docena de veces cuando era jovencita, por robar en las tiendas. Ropa de bebé, comida, zapatos, bebidas alcohólicas, cosas así… —se le apagó la voz—. La había arrestado todas esas veces, y he sido incapaz de reconocerla, con la cara desfigurada de esa manera. No la he identificado hasta esta mañana, a través de las huellas dactilares del bolso… Solo tenía veinticuatro años. Pobre criatura.
—¿Llevaba mucho haciendo la calle?
La inspectora negó con la cabeza.
—No que yo sepa. No hay ningún arresto por ejercer en la calle, en su historial. Ni un apercibimiento siquiera.
Logan no dijo nada, pero no pudo evitar pensar en la mujer con la que había hablado en el puerto, la del chubasquero de PVC, el bustier negro de encaje y los hematomas. En cuanto había sabido que él era policía, le había ofrecido un soborno, o un servicio gratuito. A lo mejor había un buen motivo de que Michelle Wood no hubiera recibido ni siquiera una amonestación. A lo mejor alguno de los honrados y distinguidos chicos uniformados de azul de Aberdeen había estado disfrutando de barra libre.
—Bien. —Steel tiró la colilla al suelo y la aplastó sobre la moqueta con su zapato lleno de rayas—. Mientras estoy fuera, quiero que se asegure de que todo está en orden y funciona correctamente. No me fío de ninguno de esos capullos.
Logan se sorprendió.
—¿No quiere que vaya con usted?
Ella movió la cabeza en señal de negación.
—Su padre tendrá bastantes cosas de las que preocuparse sin necesidad de que la casa se le llene de policías que le toquen las narices.
Logan bajaba las escaleras con intención de dirigirse al centro de operaciones cuando un conocido cabrón de nariz aguileña y pelo panocha asomó la cabeza al pasillo y le pidió si podía robarle un minuto de su tiempo. El inspector Napier le obsequió con una sonrisa canalla mientras Logan se sentaba con incomodidad en la insegura silla de plástico, delante de la mesa escritorio.
—Bien, sargento McRae. —El inspector se recostó en su butaca y volvió a mostrarle su sonrisa de postoperatorio—. Entiendo que estará familiarizado con la naturaleza del caso al frente del cual se encuentra la inspectora Steel… —Logan admitió con cautela que sí lo estaba, preguntándose adónde quería ir a parar—. Bien —prosiguió Napier—. Estoy seguro de que no es necesario que yo le recuerde la importancia de llegar a un resultado rápido y definitivo. Algo que tenga solidez ante un tribunal. Verá —cogió un bolígrafo plateado, que comenzó a balancear de un lado a otro entre los dedos—, sé que tiene usted… «amigos» en los medios de comunicación. Personas que tratarán de protegerle caso de que las cosas no salieran bien. —La sonrisa se había hecho más fría—. Sería una muestra de prudencia por su parte que se asegurara de que no utilizan a la inspectora Steel como cabeza de turco. —Pausa significativa—. En interés del equipo de trabajo.
Un silencio incómodo se instaló en el espacio entre ambos.
—¿Y si es culpa suya?
Napier agitó la mano, como si espantara una mosca fastidiosa.
—¿Conoce usted la fábula de la zorra y la gallina? La gallina le prende fuego a la granja y le echa la culpa a la zorra. El granjero le pega un tiro a la zorra y luego se come a la gallina… —Apuntó con el bolígrafo plateado hacia el pecho de Logan para dejar claro quién era el ave de corral en esta historia. La gélida y perturbadora sonrisa del inspector se esfumó—. Yo pondré la salvia y la cebolla.