La niebla amortiguaba todos los sonidos. Más espesa aquí en el bosque que allá abajo en la carretera, se adhería a los árboles y los helechos, haciendo que todo resultara ajeno y extraño. La lluvia había rendido su espíritu poco después de la medianoche, diluyéndose en una neblina que calaba. Luego se había instalado la bruma marina procedente del este, aquella niebla del mar del Norte que cuando se extendía cubría el mundo entero. Mientras avanzaba chapoteando a lo largo del camino, notaba la tierra húmeda y fría. A ambos lados se esbozaban acechantes las siluetas imprecisas de los pinos escoceses, los robles, las hayas y las píceas. Chorreantes. El bosque de Tyrebagger era un espectáculo más horripilante hoy de lo que había sido ayer. Cualquiera podía estar apostado en la espesura, a la vuelta del siguiente recodo. Esperándola… Suerte que tenía a Benji para protegerla. Es decir, lo tendría si el muy canalla no hubiera salido corriendo hacia el interior de la niebla a la primera oportunidad.
—¡Benji…! ¡Beeenjiii! —Se oyó un chasquido en el bosque, y se quedó petrificada. ¿Una ramita?—. ¿Benji?
Silencio. Dibujó una lenta pirueta circular, inmersa en el paisaje blanco y gris que la rodeaba. Silencio sepulcral. Como en las películas justo antes de que le pase algo horrible a la rubita mona de las tetas grandes. Se sonrió para sí. En ese sentido no tenía de qué preocuparse, ella que era morena y plana como una tabla, con un máster en biología molecular. Solo estaba un poco nerviosa por la entrevista de trabajo.
—¡Benji! ¿Dónde te has metido, bola de pelo?
La niebla engulló sus llamadas, sin devolverle un eco siquiera. Y no obstante estaba segura de que por ahí había algo…
Sacudió la cabeza y continuó subiendo, siguiendo al revés el camino de las esculturas de Tyrebagger. Una enorme cabeza de ciervo sin cuerpo surgió de pronto de entre la bruma, colgada entre los árboles, un cruce entre los pasajes más siniestros de Orejas largas, Rudolph el reno del hocico rojo y la carcasa desmembrada de un Ford Escort amarillo limón. Siempre que veía aquella cosa no podía por menos que sonreír. Pero no esta vez. Esta vez había algo primitivo en aquella cabeza. Algo pagano. Depredador. Con un escalofrío, pasó de largo apresuradamente, llamando a Benji una vez más. ¿Por qué narices había elegido precisamente el día de hoy para ausentarse sin permiso? ¡Hoy que no podía pasarse la mañana buscándolo! Tenía la entrevista a las once y media. Se trataba de dar un breve paseo en el bosque para calmar los nervios, no de ir de un lado para otro en medio de la niebla como una energúmena buscando a un estúpido spaniel del carajo.
—¡BENJI!
Otra vez el crujido. Se quedó inmóvil.
—¿Hola? —Silencio—. ¿Hay…? —Iba a odiarse a sí misma por decir aquello en voz alta—: ¿Hay alguien ahí?
Ya solo le faltaba calzarse un par de zapatos con tacón de aguja, ponerse un sujetador de realce y sentarse a esperar al asesino del hacha.
Silencio.
Ni el más leve rumor. El único sonido que se oía era el de los latidos de su corazón. Aquello era ridículo: solo porque a una mujer la hubieran matado a palos la semana pasada, no tenía por qué haber nadie agazapado al acecho en el bosque… Esperándola a ella…
¡Crac! Se le cortó la respiración en la garganta. Ahí había alguien. Huir o pelear, huir o pelear… ¡Huir! ¡Como alma que lleva el diablo, por el camino apenas distinguible, chapoteando por el barro y los charcos! Con el único deseo de volver viva al aparcamiento. Los árboles pasaban como una exhalación a ambos lados del camino, con las ramas y los troncos distorsionados por la niebla, adoptando formas de asesino furioso. Alguien corría tras ella: lo oía. Oía los tallos de las matas quebrarse a su espalda, cada vez más cerca.
A la carrera ha dejado atrás los poéticos árboles, colina arriba, el suelo mojado se ha hecho traicionero bajo sus pies, se le engancha un pie en la raíz de un árbol, cae de bruces sobre el barro arenoso, una quemazón le lacera las palmas de las manos y las rodillas al desgarrársele la piel. Grita de dolor, pero al cabronazo que la persigue le trae sin cuidado. El tiempo de lanzar el chillido, y una oscura forma surgida de entre la niebla se abalanza sobre ella. Y la deja perdida de babas con su húmeda y enorme lengua.
—¡Benji!
Tras incorporarse y ponerse de rodillas, se puso a insultar al perro una y otra vez mientras Benji bailaba y saltaba a su alrededor, se agachaba sobre las patas delanteras y meneaba en el aire su corta y ridícula cola. Y entonces se paró en seco, se quedó un segundo inmóvil y arremetió de nuevo perdiéndose en el bosque.
—¡Maldito perro cabrón!
Le goteaba sangre de un vivo color rojo de ambas palmas de las manos, y tenía los rasguños salpicados de motas negras de tierra. Se le habían rasgado los pantalones, a través de cuyos rotos se le veían las rodillas, que habían corrido la misma suerte que las manos. Y le dolía la cabeza como un demonio. Levantó la mano y se llevó los dedos temblorosos a un punto blando sobre la ceja izquierda, haciendo una mueca de dolor. Más sangre.
—¡Joder, qué bien!
Ya podía olvidarse de la deseada buena primera impresión. O anulaba la entrevista, o se presentaba como si la hubieran apaleado.
—¡Maldito! ¡Perro! ¡CABRÓN!
Benji ladraba desde algún lugar hacia lo alto del camino. Seguro que el maldito animal había encontrado alguna inmundicia en la que revolcarse. Cojeando, se guió por el sonido que salía de entre los árboles envueltos en la niebla, el pensamiento olvidado de que la persiguiera ningún siniestro atacante.
Las luces de Alfa Dos Cero proyectaban cortantes haces azules a través de la niebla. El coche patrulla descansaba en uno de los aparcamientos de Tyrebagger, vacío, con la radio hablando sin parar en voz alta, esquizofrénica, consigo misma, mientras la agente Buchan y el agente Steve se abrían paso con cuidado en el bosque. En busca del cadáver.
La llamada se había recibido hacía unos veinte minutos: el cuerpo de una mujer joven, muerta de una paliza, desnudo entre los árboles. De acuerdo con el oficial de la oficina de distribución de tareas, la persona que había llamado no había sido muy coherente, no había dejado de gimotear refiriéndose de forma inconexa a una muerte, a la niebla, a los árboles… ¿Y algo sobre comprar sol? La agente Buchan no estaba de humor para una cosa así. No después de otra nueva pelea con Robert, que había vuelto a casa apestando a perfume barato y a sudor rancio… ¿Acaso ella era estúpida? Caminaba pisando con fuerza sobre el camino enfangado, las manos en los bolsillos y el ceño fruncido mientras el agente Steve desempeñaba el papel del policía serio y formal número uno, comentando en directo la operación al tiempo que barría la brumosa maleza con la luz de una enorme linterna. Ella le seguía la estela, observándole vagar de un arbusto a otro, a uno y otro lado del camino. Tenía un bonito culo, aunque era un poco nene de mamá. Se lo podría… Una leve sonrisa se dibujó en su rostro mientras pensaba en todas las cosas que podría hacerle al agente Steve Jacobs. Dios era testigo de que la cosa iba a ser pero que mucho más divertida que la mamarrachada por la que tendría que pasar aquella noche en casa.
Gatearon hasta lo alto de una pequeña elevación, el suelo resbaladizo bajo sus pies. Justo al otro lado había uno de esos postes raros de madera, con un cartel de plexiglás incorporado. La agente levantó el rótulo y leyó que no sé qué mujer apellidada Matthews había realizado un grupo escultórico de bisontes europeos descansando en el bosque primigenio, sirviéndose de tela metálica, musgo, lana y pedazos de metal usado. La gilipollez-barra-artística-barra-subvencionada-barra-patrimonio-barra-nacional de siempre. La agente Buchan soltó el rótulo, que cayó de nuevo sobre el poste, y escudriñó con atención el bosque, donde una senda apenas visible se adentraba serpenteando entre los árboles.
—Comprar sol…
Sin decir más, la agente Buchan se apartó del camino embarrado y siguió la senda que se perdía en la bruma.
Aún oyó unos segundos el balbuceo del agente Steve que seguía hablando solo, hasta que su voz fue perdiéndose mientras ella se alejaba y la niebla lo engullía por completo.
El nivel del suelo se elevó bajo sus pies a medida que el sendero daba paso a la marga del bosque. Parecía la hora del crepúsculo, las sombras de los árboles esqueléticos se cernían acechantes en la niebla. En calma como un sepulcro vacío. Y entonces lo oyó: un sollozo apagado. La agente Buchan se paró en seco.
—¿Hay alguien? —Trepó a lo alto de una pequeña cuesta y fue a dar a una zona de terreno llano—. ¿Puede oírme? —Nada—. Joder…
Sacó la linterna, aunque sabía que seguramente no iba a serle de ninguna utilidad, pues la niebla seguramente haría rebotar el haz de luz. Pero el peso de la linterna en la mano le resultaba reconfortante. Algo con lo que poder abrirle la cabeza a alguien en caso de necesidad. Avanzó entre la bruma hasta que: ¿QUÉ CUERNOS ERA ESO? Surgían a medias de entre la neblina, unas bestias cadavéricas, parcialmente descompuestas. Pastaban sobre la hierba y los matorrales, entre los árboles envueltos en la niebla.
Eran las esculturas: el descanso del bisonte en el bosque primigenio. Puede que la agente Buchan no entendiera mucho de arte, pero sabía perfectamente qué era lo que le ponía los pelos de punta, y aquellas cosas se llevaban la palma. El sollozo era ahora más audible; procedía de algún lugar cercano al mayor de los animales medio despedazados, a través de los agujeros de cuyo armazón se apreciaba la niebla con claridad.
—¿Hola?
Encendió la linterna y el mundo de pronto se volvió blanco. Dos ojos luminosos de un verde irreal resplandecieron en medio de la masa opaca, y un ronco gruñido hendió el silencio como un cuchillo oxidado.
—Oh, mierda…
Los ojos se acercaban, y ella se llevó la mano libre, lentamente, al abultado cinturón multiusos que le ceñía la cintura. Soltó el pequeño bote de spray pimienta de su cartuchera.
—¿Perrito bonito…? —Una buena rociada de esta cosa, y sea lo que sea lo tengo al cabo de un segundo patas arriba ofreciéndome la barriga y haciéndose el muerto.
La cosa que apareció de entre la niebla era un spaniel, pero sin atisbos de su habitual efusividad alegre y despreocupada. Tenía los labios tensados hacia atrás, dejando ver unos dientes como puñales, el hocico recubierto de sangre. Le apuntó con el bote de spray, rezó y apretó. Los gruñidos cesaron de golpe. Hubo un instante de silencio, hasta que el animal rompió en gañidos y empezó a corretear tambaleándose de un lado a otro, tratando de escapar al acerbo escozor. La agente Buchan no pudo resistirse a la imperiosa necesidad de propinarle al perro una buena patada en las costillas, al tiempo que continuaba avanzando con cautela.
El sollozo procedía de detrás del bisonte roñoso. Era una mujer, de veintitantos a juzgar por la ropa, con la cara, las manos y las rodillas pringadas de sangre de color berenjena. La pobre desgraciada no estaba muerta, después de tanto aspaviento. No había sido más que otra llamada falsa. La agente Buchan volvió a guardarse el spray pimienta en su funda.
—¿Está usted bien? —preguntó.
La mujer no respondió. Al menos no directamente, sino que alargó una maltrecha mano manchada de sangre y señaló una de las desvencijadas esculturas, la de un bisonte desplomado en el suelo, como si hubiera tratado en vano de ponerse en pie al sorprenderle la muerte. La agente Buchan dirigió hacia allí el haz de la linterna e iluminó la escultura en toda su herrumbrosa magnificencia. Había algo blanco extendido a su lado, que se confundía con la niebla.
—Joder…
La agente cogió la radio que llevaba sujeta del hombro y llamó a Control. Acababan de encontrar el segundo cadáver.
La inspectora Steel apareció en la puerta del apartamento de Logan con un traje de chaqueta que parecía casi nuevo. Hasta había amenazado a su pelo con un cepillo: no es que hubiera servido de mucho, pero era la intención lo que contaba.
—Señor Poli Héroe —dijo mientras cogía un cigarrillo del paquete casi vacío, sin que al parecer le preocupara tener ya uno que se le consumía entre los labios pintados—. ¡Traigo buenas noticias para usted! ¡Han encontrado a otra fulana muerta!
Al cabo de muy poco salían a toda velocidad de Aberdeen por la carretera de Inverurie, dejaban atrás el aeropuerto y subían la colina en dirección al bosque de Tyrebagger. No estaba lejos, a menos de quince minutos del centro de la ciudad, tal como conducía la inspectora.
Logan iba sentado en el asiento del acompañante del pequeño deportivo de Steel, tratando de conservar la calma mientras atravesaban como un rayo la voluble niebla.
—Vuélvame a explicar por qué eso son buenas noticias…
—Dos prostitutas muertas, ambas desnudas y muertas a golpes. A partir de ahora esto ha dejado de ser una investigación por asesinato: ¡tenemos ante nosotros a un asesino en serie en toda regla!
Logan se aventuró a lanzar una miradita furtiva: en el rostro de la inspectora se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja, y la colilla de cigarrillo que le colgaba de los labios hacía que en el interior del vehículo reinara una niebla similar a la del mundo exterior. Ella le guiñó el ojo:
—Piénselo bien, Laz: ¡es nuestro billete de salida de la Fábrica de Chapuzas! Ya tenemos a Jamie McKinnon a buen recaudo, así que lo único que tenemos que hacer es relacionarlo con los dos cadáveres, y a otra cosa. Se acabaron las porquerías de casos que nadie quiere. Se acabó cargar con todos los imbéciles y desechos del cuerpo. ¡Usted y yo vamos a volver al trabajo policial de verdad!
Estuvieron a punto de pasarse el cruce en la niebla, una serpenteante franja de asfalto que se adentraba en el bosque amortajado. Steel lo siguió hasta que se encontró con las luces estroboscópicas azules de un coche patrulla que señalaban la entrada al aparcamiento y parecían ralentizarlo todo. Estacionó entre el sucio armatoste que era la Transit de la Oficina de Identificación y un ostentoso Mercedes. Debía ser el de Isobel. Logan masculló entre dientes. Lo que le faltaba. A su alrededor el bosque, tupido y silencioso, estaba envuelto en una recia manta de blancura. No se notaba un soplo de viento. La inspectora Steel levantó el capó del maletero y se cambió los zapatos, sorprendentemente limpios, por un desgastado par de botas de goma. Acto seguido emprendieron el camino cuesta arriba.
—¿Qué sabemos de la víctima? —preguntó Logan, mientras la inspectora jadeaba colina arriba junto a él.
—Nada de nada. —Se detuvo a encender el último cigarrillo que le quedaba en el paquete con la minúscula colilla encendida del que tenía en la boca, antes de arrojarla en medio de la niebla—. El comunicado decía: «desnuda y apaleada», y yo he dicho: «¡mía!».
—¿Cómo sabe entonces que era una prostituta?
—El bolso lleno de condones… Sin documento de identidad, pero montones de condones. También podía haberse dedicado a hacer figuritas eróticas con globos, supongo, pero apuesto a puta.
—¿Y si no es?
—Si no es ¿el qué?
—Un asesino en serie. ¿Y si no ha sido McKinnon? ¿Y si es alguien que ha actuado por imitación?
La inspectora Steel se encogió de hombros.
—Ya quemaremos esa nave cuando toque.
No era difícil encontrar el escenario del crimen, aún en medio de aquella niebla que lo cubría todo. El gimoteante flash de la cámara del fotógrafo de la Oficina de Identificación iluminaba la zona como un relámpago envainado. La zona estaba acordonada con el entusiástico azul de la cinta policial tendida entre los árboles, agachándose bajo la cual pasaron en dirección a los ruidos y las luces. De repente, de entre la bruma surgieron las formas de unos esqueletos de animal en estado de gran deterioro. A un lado, la Oficina de Identificación había renunciado a la tradicional tienda CSI, demasiado grande para poder encajarla entre los árboles, por lo que habían improvisado una carpa pasando las lonas de plástico azules por encima de las ramas y de una telaraña tejida con cinta policial.
Logan y Steel se enfundaron los pulcros monos blancos y las botas. Los de identificación habían montado una pasarela de piezas rectangulares del tamaño de bandejas para el té, sustentadas sobre cortas patas de metal, que serpenteaba a través del claro hasta un grupo de personas y evitaba que el personal destacado al lugar pisara el escenario del crimen. Steel y Logan recorrieron con metálico estrépito la pasarela, elevada tres dedos sobre el suelo, en dirección al cadáver. Un fotógrafo de la Oficina de Identificación rondaba por la periferia, disparando el flash de la cámara mientras la forense en jefe examinaba y tanteaba los restos de una mujer joven. La víctima yacía de costado, con un brazo estirado por encima de la cabeza, las piernas formando tijera sobre el suelo negro y húmedo del bosque. Mientras Logan observaba, uno de los técnicos de identificación le preguntó a Isobel si le parecía bien que protegiera las manos de la víctima con bolsas de plástico. Ella asintió con la cabeza, y él envolvió los dedos manchados de sangre con bolsitas limpias de recogida de muestras, por si pudiera haber indicios probatorios bajo las uñas del cadáver. A Logan le sorprendió que hubieran hecho lo mismo con la cabeza… y entonces se dio cuenta de que se trataba de una bolsa grande azul de congelador. Eso no encajaba con el resto del material policial. Tenía el cuerpo lleno de golpes y verdugones, aunque su piel era como la porcelana. Una gruesa línea violácea y oscura marcaba la marea baja a lo largo de toda la longitud del cuerpo, por debajo de la cual se había estancado la sangre después de la muerte.
Isobel se incorporó de la posición de cuclillas, se quitó los guantes con un chasquido de látex y se los entregó a la primera persona a la que le puso la vista encima. Estaba demacrada, como si no durmiera, aún visibles las ojeras en la parte inferior de los párpados a pesar del maquillaje. Permaneció inmóvil unos segundos, mirando fijamente la bolsa de plástico que cubría la cabeza de la víctima.
—Llévensela al depósito —dijo finalmente.
Mientras uno de los técnicos de identificación marcaba en el móvil el número de teléfono de una funeraria local para que fuera a recoger el cadáver, Isobel volvía a meter los utensilios médicos en la bolsa con aspecto cansado.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Logan, a lo cual ella se sobresaltó.
—Ah… Eres tú. —No pareció que se alegrara precisamente—. Si lo que buscas son especulaciones disparatadas, no estás de suerte. Hasta que retire la bolsa la cabeza de la víctima, no podré decir si murió a consecuencia de una paliza como la otra, o asfixiada.
—¿Y el momento de la muerte?
Isobel miró a su alrededor al bosque silencioso e inmóvil.
—Es difícil decir. Se ha producido el rigor mortis, pero ha desaparecido… con este frío y esta humedad… Yo diría que puedes echarle unos tres días. Con toda la lluvia que ha caído, no creo que haya muchos vestigios que puedan servir como prueba. —Señaló la mancha violácea y oscura de sangre que se extendía en línea recta a lo largo de la parte inferior del cuerpo de la víctima, desde la punta de los dedos estirados hasta los pies: la hemoglobina coagulada, atrapada en los cinco centímetros de carne inmediatos al suelo del bosque—. A juzgar por la franja morada, diría que si no la mataron aquí mismo, el asesino trajo el cuerpo durante el primer par de horas. Recogeremos algunas muestras de tierra. A ver la cantidad de sangre y de otros fluidos corporales que obtenemos del suelo. —Se irguió y reprimió un bostezo—. Extraoficialmente, yo creo que la trajo aquí, hizo que se desnudara y la golpeó hasta matarla.
Logan observó el cuerpo tumbado sobre la alfombra de agujas de pino.
—También podría haberla desnudado después de matarla.
Isobel le obsequió con una de sus miradas fulminadoras.
—¿Has intentado alguna vez desnudar un cadáver? —le preguntó—. Mucho más fácil hacer que se desnudara con el pretexto de algún servicio sexual.
Él no apartaba los ojos de la chica muerta.
—Tres días atrás… eso nos lleva al viernes por la noche. Llovió a cántaros. Imposible que accediera a venir hasta aquí bajo la lluvia y se quitara la ropa para echar un polvo. Éstas lo hacen en los portales. En los asientos traseros de los coches. No en medio de la montaña…
Isobel saltó:
—Ya, no me cabe duda de que tú lo sabes mejor, sargento. Y ahora, si me disculpas, tengo que preparar las cosas para la autopsia.
Se fue a toda prisa, apretando la bolsa con su instrumental médico como si fuera a ocasionarle una lesión permanente. Y como si deseara que fuera el escroto de Logan. La inspectora Steel esperó a que hubiera desaparecido de la vista antes de darle una palmada a Logan en el hombro.
—¿Y usted se tiraba a eso? —le preguntó con tono admirativo—. Dios bendito, ¿y no se le murió la pobre verga de congelación?
Logan no le hizo caso. El escenario del crimen parecía relativamente limpio, pero nunca se sabe, si no se tienta la suerte. Llamó a Control a través del móvil y les pidió que enviaran a todo oficial adiestrado en inspecciones al aire libre que tuvieran disponible. Y también a un asesor de inspección policial, para dividir el terreno boscoso en cuadrículas y organizar los equipos de búsqueda. Al fin y al cabo, de qué servía tener perro y luego ponerse a ladrar uno mismo, como le gustaba decir a la inspectora Steel. Y mientras durara la inspección, tampoco estaría de más una unidad móvil de coordinación.
La inspectora Steel lo observaba con expresión de aprobación en su arrugado rostro.
—Está bien —dijo cuando él colgó—. Reúna a las tropas en el aparcamiento principal. Que busquen huellas dactilares entre ese punto y el lugar donde se ha encontrado el cadáver. Y mientras estamos en ello, mejor que dispongan un cordón de seguridad de seiscientos metros alrededor del escenario del crimen. Cada árbol, cada matorral, cada maldita madriguera de conejo: quiero que lo peinen todo como si buscaran piojos. Y quiero hablar con la mujer que ha encontrado el cadáver.
Él debió poner cara sorprendida, porque la inspectora le lanzó una sonrisa de caníbal.
—Y recuerde —dijo—, no abrimos las puertas a Míster Fracaso.
Logan rogó a Dios que estuviera en lo cierto.