La vecina de al lado estaba bebida otra vez, ahí fuera en el jardín de atrás de su casa, con la radio a todo trapo, sintonizada en Northsound One, meneándose al ritmo de la música y dando tragos de una botella de vino, sin preocuparse de la lluvia que caía a cántaros. Lo único que pasaba era que no estaba bien de la cabeza, eso lo habían visto claro desde el momento en que se habían trasladado a vivir allí: ella y ese amiguito suyo tan raro de facciones angulosas, con ese enorme Labrador negro. Era un perro adorable, baboso y cariñoso a más no poder, pero hacía casi dos semanas que no había rastro de él. La mujer decía que seguramente se había escapado. Que era un hijo de mala madre desagradecido que no se merecía un hogar.
Lo mismo decía de su amiguito.
Sacudiendo la cabeza, Ailsa Cruickshank se apartó de la ventana y se puso a acabar de hacer la cama. A la vecina de al lado no le importaba que hubiera desaparecido su perro, había sido cosa de Ailsa hacer carteles plastificados y colgarlos de las farolas y escaparates de las tiendas por todo Westhill. Que nadie pudiera nunca decir que ella no había puesto de su parte.
Fuera, la estridencia empeoró cuando la mujer se puso a «cantar» a coro un rap berreando las palabrotas a voz en grito. Solo que a la vecina de al lado nadie la censuraba como a la radio, bramaba las obscenidades a todo pulmón. Con un estremecimiento, Ailsa fue hasta la sala de estar y encendió el televisor con el volumen bien alto. La mujer no estaba bien de la cabeza, todo el mundo lo sabía: tomaba pastillas. Soez, borracha, violenta, la pesadilla de cualquier vecino. «¿Cómo podían pensar Ailsa y Gavin en formar una familia con esa arpía chillando y armando alboroto en la casa de al lado?». Gavin y la mujer andaban a la greña todo el día, peleándose por culpa del ruido, del lenguaje, avisando a la policía… Ailsa movía la cabeza con tristeza, mientras veía cómo la vecina se resbalaba por culpa de la hierba mojada de lluvia, se daba un sonoro golpe en la cabeza con la cuerda de tender la ropa y se quedaba llorando un minuto en el suelo, hasta que se ponía a blasfemar y a gritar, y arrojaba con fuerza la botella de vino, que fue a estallar contra la valla. Ailsa se estremeció: acabaría por lastimar a alguien, no le cabía duda.
Union Grove tenía un aspecto mucho más distinguido de lo que era en realidad: una larga avenida de apartamentos con la fachada de granito que arrancaba de Holburn Street, en la zona oeste de la ciudad, flanqueada de coches aparcados y de algún árbol ocasional. Un punto siniestra bajo la lluvia. La dirección que tenían de Graham Kennedy correspondía a un apartamento en el piso superior de uno de los edificios más sucios, con la puerta principal comunitaria rebozada de capas levantadas de pintura azul y verde. La calle estaba vacía, salvo por un terceto de niños pequeños que estaban de pie comiendo patatas fritas en la puerta de la casa de enfrente, observando muy interesados a la policía. Un coche patrulla, código Alfa Cuatro Seis, estaba ya estacionado frente a la casa cuando el agente Steve aparcó el Range Rover de Insch a un kilómetro del bordillo, ganándose un torrente de alabanzas por sus esfuerzos. Sonrojado hasta las orejas, tiró el vehículo adelante y atrás hasta dejar la acera a una distancia dentro de los límites de un paso humano. Se le ordenó que se quedara a vigilar al spaniel.
Siguiendo las instrucciones del inspector, Alfa Cuatro Seis había traído consigo a un funcionario mediador familiar, un joven nervioso que no paraba de moquear y bastante patoso. Tras un húmedo apretón de manos, entró de forma apresurada en el edificio detrás de Insch y Logan, guareciéndose de la lluvia y confesando de paso que era su primer caso. Insch se apiadó del tipo y le dio una gominola de fruta, ante lo que mostró una gratitud repulsiva por exceso. La escalera que subía al piso superior estaba recubierta con una moqueta raída y cochambrosa, y las paredes revestidas de un papel aterciopelado lleno de repelones. Por todas partes se notaba un apestoso e inconfundible olor a orina de gato. La puerta número cinco era de color marrón, con el número de latón deslucido atornillado a la madera y una placa en que se leía: «SR. Y SRA. KENNEDY».
—Bien —dijo Insch, ofreciendo a todos de la cajita de gominolas—, ahora procederemos del siguiente modo: entramos todos y yo notifico el fallecimiento. —Le mostró la cajita de golosinas a Logan—. El sargento McRae husmea un poco mientras la familia está bajo los efectos de la conmoción. —Los dulces estaban ahora delante de las moqueantes narices del mediador familiar—. Usted prepara el té. —Por un momento pareció que el jovenzuelo estuviera a punto de quejarse por quedar relegado al papel de chico del té, pero Insch le cortó en seco—. Cuando nosotros nos hayamos ido, será el momento de poner en práctica todo ese rollo sensiblero que le han enseñado. Mientras tanto, yo tomo el té con leche y dos azucarillos, y el sargento McRae con leche y sin azúcar. ¿De acuerdo?
El mediador farfulló un «de acuerdo» mientras Logan llamaba al timbre de la puerta. Y se quedaron esperando. Y esperando. Y esperando… Hasta que por fin se vio luz a través del montante sobre la puerta. El ruido de unos pasos que se arrastraban y la voz de una mujer mayor que decía:
—¿Quién es?
—¿Señora Kennedy? —Insch sostuvo la placa en alto delante de la mirilla—. ¿Podemos pasar, por favor?
Se oyó correrse la cadena, y la puerta se abrió unos centímetros, dejando ver un rostro curtido con unas gafas de gran tamaño y una permanente gris. La mujer se quedó mirando a los policías desde detrás de la puerta con preocupación. Había habido muchos robos en pisos de la calle en los dos últimos años; una anciana había acabado en el hospital. El inspector le entregó la placa y ella la sostuvo alargando el brazo, examinándola por encima de las gafas.
La voz del inspector sonó suave:
—Por favor, es importante.
La puerta se cerró, se oyó descorrerse la cadena, y se abrió de nuevo, esta vez de par en par, dando paso a un mísero recibidor orientado de derecha a izquierda y salpicado de puertas de madera contrachapada estilo años setenta. La mujer les condujo hasta una sala de estar amplia decorada con papel pintado desvaído de color amarillo y con un dibujo de rosas naranjas y rojas. En medio de una alfombra de diseños en espiral, un par de sofás raquíticos, cuya madera y cuya tela crujieron de forma alarmante cuando Insch se sentó y la señora le hizo exagerados mimos a un gran gato atigrado de color zanahoria del tamaño de una pelota de playa.
—Señora Kennedy —dijo Insch, al tiempo que el enorme gato se subía de un salto a la mesita del café y se ponía a lamerse el culo—. Me temo que tengo malas noticias para usted. Se trata de su nieto, de Graham. Es una de las personas que murieron en el incendio del lunes por la noche. Lo siento.
—Oh, Dios mío… —Agarró al gato, privándolo de su aseo. El animal se hundió en su regazo con las patas abiertas en ángulo recto, como una gaita inflada y pelirroja.
—Señora Kennedy, ¿sabe de alguien que pudiera desearle algo malo a su nieto?
Ella sacudió la cabeza en señal de negación, con los ojos llenos de lágrimas.
—Oh, Dios mío, Graham… ¡Lo peor que hay! ¡Enterrar a un nieto!
Mandaron al mediador familiar a preparar el té, mientras Logan se excusaba subrepticiamente y echaba una rápida ojeada por el apartamento. Era un piso espacioso, desaliñado, pero nada que un par de manos de pintura no pudieran arreglar. Fue hurgando habitación por habitación, mirando debajo de las camas, en los armarios y cajones. Las voces apagadas del inspector Insch y de la mujer sollozante le llegaban todo el tiempo a través de la puerta cerrada de la sala de estar. La cocina, el baño, la habitación para invitados, el dormitorio de la señora Kennedy con sus diplomas de méritos y sus colecciones de fotografías de escolares… Solo una de las puertas que daban al pasillo estaba cerrada: tenía toda la pinta de ser la escalera del desván, pero la habitación de Graham estaba abierta, la cama hecha, la ropa doblada con pulcritud y puesta a un lado, los calcetines emparejados, ni una revista porno debajo de la cama. Todo aquello no encajaba con la imagen que se había hecho Logan de Graham Kennedy después de leer su historial delictivo. Agresión menor, violación de domicilio, escalo, tenencia de armas con tentativa… Cosas de poca monta, en su mayor parte, pero que todas juntas sumaban. Regresó a la sala de estar justo a tiempo de oír al inspector Insch que decía:
—Será mejor que nos marchemos. —Dejando allí al mediador familiar.
Se detuvieron en la puerta principal comunitaria, viendo percutir la lluvia sobre el techo de los coches.
—Qué —preguntó Insch.
—Nada. El sitio está inmaculado. Si guardaba mercancía, no la tenía en casa de la abuelita.
Insch asintió con la cabeza y se sacó las gominolas que le quedaban, y que masticó cariacontecido.
—Pobre vieja, lo crió prácticamente sin ninguna ayuda. Los padres de Graham murieron cuando él tenía tres años. Y luego su marido la espichó al cabo de un año. —Exhaló un suspiro—. Era la única familia que le quedaba.
—¿Ha mencionado algo acerca de cuáles eran las actividades de Graham?
El inspector negó con la cabeza.
—Por lo que a ella respecta, su nieto era un verdadero angelito. Dice que se había metido en líos por culpa de sus amistades, que ella nunca aprobó. Son las que lo llevaron por el mal camino desde la secundaria.
—No creo que sepa por casualidad sus…
El inspector Insch sostuvo un bloc de notas en alto con cinco nombres garabateados en él.
—¿Por qué no se me habrá ocurrido? —Volvió a guardarse el bloc en el bolsillo—. Bueno, volvamos a la comisaría. Usted en teoría está fuera de servicio y yo tengo una investigación que dirigir.
Cuando Logan regresó finalmente a su apartamento, Jackie no estaba. Había dejado una nota colgada en la nevera: TENGO TURNO DE NOCHE PRORROGADO - VUELVO MAÑANA. Nada de «Te quiere, Jackie», ni siquiera «Con cariño». Así que tendría que componérselas por su cuenta, lo cual comportaba una pizza de treinta y cinco centímetros y dos botellas de vino.
El domingo no tuvo precisamente un comienzo muy halagüeño. Después de despertarse, solo, deambuló por el piso sin saber qué hacer y sintiéndose fatal, y luego se calentó en el microondas las dos porciones que le quedaban de pizza para desayunar. De pie desnudo en mitad de la cocina, mordisqueando un condimentado bocadillo de carne de ternera recalentado con ración extra de queso y viendo malhumorado la lluvia intermitente por la ventana, tuvo que reconocer que la dieta no iba demasiado bien. Su estómago atravesado por las cicatrices no parecía tanto una tabla de lavar cuanto una bolsa escurrida. Y se sentía ansioso, y no poco.
Jackie no había vuelto aún a las diez y media, así que Logan decidió salir solo. ¿Que ella no quería ni dirigirle la palabra? Que se fuera al cuerno. Tenía cosas mejores en que emplear el tiempo que en pasearse desconsolado de un lado a otro del apartamento como un cretino adolescente con mal de amores. Solo que aún no sabía cuáles eran esas cosas mejores. Por eso mismo salió a ver si las encontraba por las calles de Aberdeen.
En el cine Belmont hacían una retrospectiva de Alfred Hitchcock. Eso serviría, el día entero viendo a Cary Grant perseguido por avionetas, a Norman Bates espiando a las huéspedes por un agujero en la ducha, a James Stewart a punto de caerse de los tejados… Con la muerte en los talones estaba en su momento cumbre cuando se disparó el móvil de Logan, cuyos timbres y pitidos se interpusieron en plena lucha en el monte Rushmore. Un murmullo de enojo se extendió por la pequeña sala mientras Logan maldecía y se sacaba el teléfono del bolsillo. Estaba a punto de pulsar el botón de apagado, cuando reconoció el número: inspectora Steel.
—Mierda.
Pidiendo disculpas, bajó corriendo por el pasillo y salió al vestíbulo, cerrando la puerta de la sala antes de responder a la llamada.
La inspectora Steel le puso al corriente de las novedades en ocho palabras: Jamie McKinnon. Intento de suicidio. Urgencias. ¡Acuda inmediatamente!
La Aberdeen Royal Infirmary era el mayor hospital del nordeste de Escocia, pero nadie lo diría a juzgar por la sala de espera de urgencias. El suelo tenía aquella cosa repugnante y pegajosa, que desprendía un vago olor a vómito fácilmente reconocible a pesar del desinfectante de pino. Una enfermera asiática bajita los acompañó a través del edificio hasta una gran sala general, la mayor parte de la cual estaba ocupada por hombres mayores y por un olor a col hervida. Jamie McKinnon había permanecido en el quirófano poco más de una hora, pero ahora estaba sentado en la cama, con aspecto aturdido, y con un gran hematoma que le cubría todo un lado de la cara, el ojo hinchado, casi cerrado por completo, el párpado superior hendido y la herida abierta. Dio un salto de dolor cuando la inspectora Steel se sentó dejándose caer de golpe encima de la cama.
—Jamie, Jamie, Jamie —dijo, dándole golpecitos en la mano—. Si me echabas de menos, no tenías más que decírmelo. No necesitabas hacer todo esto para llamar la atención.
Él retiró la mano y la miró frunciendo el ceño con su ojo sano.
—No pienso hablar con usted, lárguese.
Steel le sonrió.
—Parece que la cárcel no ha conseguido amansar ese ingenio cortante, ¿eh, Jamie, hijo? —Éste se quedó mirando fijamente la pared más alejada sin decir nada—. Vamos a ver. —Steel pegó un salto sobre la cama, haciendo rechinar los muelles—. ¿Por qué lo has hecho, Jamie? ¿Te remordía la culpabilidad por haber matado a tu amiguita? ¿Querías acabar de una vez? Mejor hablar conmigo. Mucho menos doloroso.
Siguió de la misma guisa durante diez minutos, provocándole, burlándose, haciendo comentarios maliciosos acerca de Rosie Williams, el amor de su vida. No era de extrañar que Jamie no le dijera nada.
Logan, que se pasó todo el interrogatorio avergonzado ante las burdas y groseras técnicas de la inspectora, esperó a que ésta saliera con su paso tosco a fumar un cigarrillo y lo dejara a solas con Jamie McKinnon antes de abrir la boca.
—Escucha, no tienes por qué enfrentarte a esto tú solo, Jamie. La prisión tiene abogados. Podrías…
—¿Quién cojones se cree esa tía que es?
—¿Qué?
—Esa vieja bruja, ¡venir aquí a tratarme como a una mierda! ¡Yo no soy una mierda! ¡Soy un puto ser humano!
—Por supuesto que lo eres, Jamie, ya lo sé. —Logan se acomodó en el lugar que había dejado vacante Steel—. ¿Quién te ha hecho esa caricia en la cara?
Jamie se llevó la mano al ojo hinchado, tocándose la carne inflamada con la yema de los dedos.
—No quiero hablar de eso.
—¿Estás seguro? ¿Algún cabrón se ha desquitado contigo y tú estás conforme con eso?
Un gran suspiro, acompañado de un estremecimiento, se escapó de dentro de Jamie McKinnon. Se hundió en la almohada.
—No sé cómo se llama. John no sé qué. Quería un poco de… mercancía. —Se encogió de hombros—. Ya sabe. ¡Pero yo no tenía nada! Estoy en la cárcel, joder. ¿De dónde quiere que saque caballo? Pero él va y se pone a decir que sabe que tengo, y que por qué no le quiero vender a él.
—Y entonces te pegó una paliza…
McKinnon esbozó una forzada sonrisa desafiante.
—No me dio ninguna paliza, fui yo el que lo dejó para el arrastre…
Logan reconocía una mentira descarada cuando la oía.
—¿Por qué creía que tú tenías droga?
Un encogimiento de hombros, y la sonrisa forzada desapareció.
—No sé.
Logan se recostó hacia atrás y le dirigió una mirada inexpresiva, dejando que el silencio se hiciera más denso. Jamie se removió incómodo, haciendo crujir las almidonadas sábanas blancas.
—Verá, yo conozco… conocía a gente, ¿vale? Podía conseguir cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
McKinnon lo miró como si fuera estúpido.
—Maldita sea, ya sabe qué tipo de cosas.
—¿Así que ese gallito de pelea pensó que tus amigos te suministrarían algo de mercancía, aunque estuvieras en chirona?
Una breve risita sin gracia hizo que Jamie se mordiera el labio inferior, no muy fuerte, pero lo suficiente para abrirse la herida y para hacer que la sangre fresca y roja rezumara a través de la costra morada y amarillenta.
—No pienso volver a conseguirle nada a nadie nunca más…
—¿No? —A Logan se le encendió la bombilla acerca de cuál podía ser la identidad de los proveedores de Jamie, y dónde estaban ahora: dentro de una colección de bolsas de cadáveres en el depósito de Isobel—. ¿De dónde sacarás la mercancía a partir de ahora?
Hubo una larga pausa, hasta que por fin:
—Yo no la maté.
—Ya sé que tú dices eso, Jamie, pero hay pruebas periciales y testigos, y ya le habías pegado antes…
Jamie sorbió por las narices, mientras se le saltaban las lágrimas.
—Yo la quería.
Logan frunció el entrecejo. Por mucho que dijera Steel, él empezaba a tener la desagradable sensación de que Jamie podía estar diciendo la verdad.
—Cuéntame lo que pasó aquella noche. Desde el principio.
La inspectora Steel lo esperaba fuera en el pasillo, con las manos en los bolsillos y la postura desgarbada, delante de una gran pintura al óleo de tonalidades azules y naranja.
—¿Tiene alguna remota idea de lo que se supone que representa esto? —le preguntó.
—Es una representación postmoderna del nacimiento del hombre. —Logan se conocía de memoria todos los cuadros del hospital. Había pasado muchas horas entre ellos, recorriendo los pasillos al anochecer, con el gota a gota en una mano y un bastón para caminar en la otra—. Con un poco de morfina en el cuerpo se aprecia mejor.
Steel sacudió la cabeza.
—Puede ser lo que a uno le dé la gana. —Miró a Logan con ojos pícaros—. ¿Qué me dice de McKinnon? ¿Ha cantado de plano? ¿Se ha confesado al poli bueno?
—Sigue asegurando que no la mató. Pero por lo que dice, la cosa pinta que era revendedor de los chicos que ardieron en el incendio del lunes por la noche.
Steel asintió con la cabeza.
—No me sorprende. —Comprobó la gráfica de hospitalización, que sostenía en la mano. Logan ni siquiera la había visto sustraerla—. Intento de suicidio… unas narices. Se tragó un tenedor de plástico. Todo mamón de Craiginches lo intenta más tarde o más temprano. De ésa no te mueres, y te mandan una temporada de vacaciones al hospital, en régimen de baja seguridad. Aprovechando alguna que otra visita le puedes echar mano a alguna sustancia que te traigan tus seres queridos. McKinnon es un traficante: buscará a alguien que le pase algo de lo que sea antes de que vuelvan a meterlo dentro. Para vender una parte, puede que el resto para consumo propio. —Arrojó la gráfica hospitalaria de Jamie al cubo de basura más cercano e hizo ademán de marcharse—. Mandaremos a alguien que le eche un ojo. Que vigile qué entra.
Logan echó una última mirada a El nacimiento del hombre y la siguió.
El resto del día se empleó en obtener una autorización para someter a discreta vigilancia a Jamie McKinnon, y como de costumbre Logan hizo todo el trabajo. La inspectora fumaba un cigarrillo tras otro y ofrecía «sugerencias útiles», pero era Logan el que tenía que abrirse paso a través del intrincado papeleo. La única parte que se reservó a sí misma fue presentar la solicitud ante el jefe del Departamento de Investigación Criminal, a quien no le hizo mucha gracia. Sus hombres ya estaban suficientemente sobrecargados de trabajo. Lo más que podía hacer era mandar a un agente de paisano para que se dejara caer por allí durante las horas de visita. Siempre que no se presentara algo más importante.
Hecho esto, la inspectora Steel salió a buscar una botella de vino y media docena de rosas. Todo parecía indicar que tenía para aquella noche unas expectativas mucho mejores que las de Logan.
Las ocho y media del domingo por la tarde: Jackie acababa de levantarse y se preparaba para el turno de noche. Procedente de la ducha se oía el canturreo de alguien perpetrando la sintonía de Los Picapiedra, al entrar él en casa. La tonada fue apagándose con el «daba-daba-duuu», mientras la ducha se cerraba con una sacudida y se reiniciaba Los Picapiedra, esta vez en la versión para mayores de dieciocho años que a Jackie le gustaba interpretar en las fiestas después de algunos vodkas de más.
Logan puso la mesa, el juego completo con mantel y velas. Luego eligió los platos balti de graciosas formas que le había regalado su madre unas Navidades después de salir del hospital, y una botella de vino del frigorífico. Estaba metiendo un ramillete de claveles en un polvoriento jarrón cuando alguien dijo:
—¿A qué viene todo esto?
Se volvió para ver a Jackie en la puerta envuelta en una bata color rosa Barbie, el cabello recogido con una toalla en forma de turbante sobre la cabeza, el brazo roto dentro de una bolsa negra de plástico para evitar que se mojara la escayola.
—Esto —dijo él con amplio gesto del brazo que abarcó la mesa entera— es un ofrecimiento de paz. —Rebuscó en una bolsa de plástico de la tienda india del barrio—. Pollo jalfrezi, pollo korma, pan naan, papadam, escabeche de lima, raita y esa cosa roja cruda parecida a una cebolla que tanto te gusta.
Ella le sonrió con ganas.
—Yo creía que no me hablabas… Ya sabes, por lo del viernes… —Pausa—. Ayer estuviste fuera todo el día.
—Yo creía que querías estar sola. Te viniste a dormir al sofá…
—Yo… estuve fuera hasta la una de la mañana. No quería despertarte.
—Oh…
Silencio.
Jackie se mordió el labio y respiró hondo.
—Mira, siento haberme ido de aquella manera, ¿vale? No fue cosa tuya, sino mía… Bueno, tampoco fue mía del todo, quiero decir que no deberías haber dejado que esa vieja zorra manipuladora te hablase siquiera de trabajar en tu día libre, pero supongo que la culpa tampoco fue tuya del todo. —Se arrancó la cinta adhesiva con que se había sujetado la bolsa de la basura a la escayola del brazo izquierdo. La otrora nívea superficie estaba ahora sucia, de un color gris amarillento—. Desde que me hice esto, me puede el aburrimiento. ¡Todo el día archivando! ¿Puedes creerlo? Soy una buena policía, pero ahora me tienen relegada al maldito, asqueroso archivo de mierda. —Cogió un tenedor de la mesa, estropeando la perfección con que estaba puesta, y se sirvió de él para rascarse por dentro de la escayola—. Me estoy volviendo loca… —apuntilló con una mueca, mientras se rascaba con ansia.
Logan cogió un tenedor nuevo del cajón.
—Estaba empezando a pensar que estabas harta de mí —dijo.
Ella dejó de rascarse un momento y lo miró.
—Créeme: ahora mismo estoy harta de casi todo. Pero en un par de semanas estaré libre de esta mierda, volveré a mis tareas habituales… No pasa nada.
Logan así lo esperaba. Dios sabía que no deseaba otro fin de semana como aquél. Para no ponerla de mal humor, se guardó sus pensamientos para sí y se puso a servir el curry.
Luego no hubo tiempo para uno rapidito.
En el felpudo le esperaba a Logan la edición matinal del lunes del Press and Journal cuando afloró por fin a la superficie pasadas las nueve. Se llevó el periódico a la cocina para poder llenarlo de migas de tostada y marcas circulares de café, pero no pasó del primer bocado antes de ver la página de portada.
—Maldito cabrón…
El titular le explicó la breve entrevista privada de Colin Miller en el pub del viernes anterior. ¡PROMOTOR INMOBILIARIO DE EDIMBURGO COMUNICA IMPORTANTE CREACIÓN DE EMPLEO! Gran parte de la página de portada estaba dedicada a los efusivos elogios de Miller en relación con el nuevo proyecto urbanístico: trescientas casas en plena zona verde entre Aberdeen y Kingswells. «Fincas McLennan se complace con orgullo en anunciar un nuevo proyecto urbanístico en las afueras de la pequeña ciudad dormitorio, que servirá para crear empleos y mejorar los servicios entre los habitantes de Kingswells». Logan resopló: ésa ya la habían oído antes. Miller proseguía exponiendo con creciente entusiasmo las grandes cosas que Fincas McLennan en general, y su fundador en particular, habían hecho en Edimburgo, donde el promotor inmobiliario llevaba construyendo «hogares familiares de calidad durante más de una década». Era bastante sorprendente, sin embargo, que no se hiciera mención alguna de las otras inversiones de riesgo de Malcolm McLennan, alias Malk Navaja: drogas, prostitución, extorsión, préstamo con usura, tráfico de armas y demás actividades criminales de lucro en que hubiera podido poner sus sucias zarpas encima.
Logan se arrellanó en la silla y volvió a leer el artículo. No era de extrañar que Colin Miller se hubiera mostrado tan nervioso cuando se lo encontró en el pub. Al periodista lo habían echado del Scottish Sun por negarse a completar una serie de revelaciones acerca de las actividades de contrabando de drogas de Malk Navaja, y todo porque dos de los chicos de Malkie le habían hecho saber con toda claridad que si no abandonaba el tema como si fuera una patata radiactiva, le arrancarían los dedos. Apenas las últimas Navidades Malk Navaja había intentado, sin éxito, abrirse paso a golpe de soborno a través de las normativas urbanísticas para conseguir un lucrativo plan de desarrollo de la propiedad. Ahora parecía que la suerte le era más favorable en su segundo intento.
Pero la historia principal del día no estaba en el Press and Journal. Aparecería divulgada en la prensa vespertina.