Capítulo 10

El trayecto de regreso desde Craiginches discurrió entre el humo y los furiosos improperios de la detective Steel. Ahora que Jamie McKinnon había admitido haber pagado a Rosie por mantener relaciones sexuales con ella la noche en que murió, la desaparición de la testigo lituana de Logan carecía de importancia. Como lo era también la obtención de pruebas basadas en el ADN de los cientos de condones usados. Las cosas eran mucho más sencillas cuando McKinnon lo había negado todo. Steel estacionó el coche delante del apartamento de Logan y le pidió las grabaciones del interrogatorio. Él le entregó las cintas y le preguntó si no quería que se encargara él del papeleo: registrarlas a modo de prueba, enviar una copia al abogado defensor de Jamie McKinnon.

—Qué leches —fue su respuesta—. Esas cintas de mierda van a joderme la investigación.

Cogió las grabaciones, les dio la vuelta y extrajo un fragmento de cinta con la uña de su dedo manchado de nicotina. Luego empezó a tirar, haciendo rodar el carrete y desenrollando la cinta, que iba amontonándose desordenadamente en el interior del coche.

—A cualquiera que pregunte, la máquina no funcionó, ¿entendido? No se pudo hacer ninguna grabación. Vamos a olvidar todo lo que se ha dicho hoy y a volver a intentar demostrar que Jamie McKinnon fue quien lo hizo. —Logan intentó protestar, pero la inspectora no le hizo caso—. ¿Qué? —exclamó—. ¡Los dos sabemos que fue él! Nuestro trabajo consiste en asegurarnos que no salga de esta impune.

—¿Y si no fue él?

—¡Pues claro que fue él! Ya le ha pegado otras veces por hacer la calle, y esta vez vuelve a las andadas. Luego va y le jura amor imperecedero, y ella le hace soltar la pasta a cambio de un polvo rápido en el callejón. Después se va a tirarse al siguiente. A él le puede la rabia y la mata. Fin. —Sacudió la cabeza—. Y ahora saque el culo de mi coche, tengo cosas que hacer.

Logan se pasó el resto de la tarde dando vueltas por el apartamento sin hacer nada en concreto. Enfurruñado. Ya podía ir despidiéndose de que el asesinato de Rosie Williams fuera a convertirse en su billete para salir de la Brigada Cagada. Por la forma en que la inspectora Steel estaba llevando la investigación, acabarían sin una sola prueba aceptable y con un caso de lo más peliagudo entre las manos. Esa mujer era un peligro. Las siete y media, y Jackie seguía sin dar señales de vida, así que salió de casa para irse al pub, o al mismísimo infierno si hacía falta. El Archibald Simpson’s no era una opción válida: a la vuelta de la esquina de jefatura, la cerveza barata, el garito ideal para policías fuera de servicio, y ya había soportado bastantes miradas hostiles durante la última semana por el asunto del agente Maitland. Así que mejor no, gracias. Subió pues paseando por Union Street hasta el Howff y se sentó en un sofá beige que rechinaba a cada movimiento, ubicado en el rincón más alejado del piso inferior del bar, a nivel de sótano. Mientras se dedicaba a su pinta de Directors y a un paquete de cacahuetes tostados, meditaba con tristeza acerca de Jackie y su mal carácter. Pidió otra pinta. Y luego otra. Y una hamburguesa, cubierta de una salsa de chile tan picante que le saltaban las lágrimas; y para acabar de ponerse sentimental, otra cerveza más. El agente Maitland… Logan ni siquiera era capaz de recordar su nombre de pila. Hasta la redada fallida, nunca había trabajado con él, lo conocía únicamente como el tipo del bigote que un año se había rapado al cero para la campaña de Niños Necesitados. Pobre capullo. Dos cervezas más tarde, se marchó a casa, tambaleante y con los ojos llorosos, haciendo un alto para llevarse un plato de bacalao rebozado con patatas fritas, tamaño gigante. La mayor parte del cual abandonó en la salita, sin tocar, antes de meterse dando tumbos en la cama, solo.

La mañana del sábado comenzó con resaca. El botiquín del lavabo estaba desprovisto de aquellos potentes analgésicos de color azul y amarillo que le habían dado a Logan con motivo de la cirugía no opcional que practicara Angus Robertson en sus entrañas con un cuchillo de caza de quince centímetros, por lo que tuvo que conformarse con un puñado de aspirinas y una taza de café negro instantáneo, que se llevó a la sala de estar para poder ver qué dibujos animados daban por televisión. Vio una forma tumbada en el sofá, y le dio un vuelco el corazón. Jackie, arrebujada en el edredón de repuesto, pestañeó con ojos rojos mientras él se quedaba petrificado en la puerta. Ni siquiera la había oído entrar, durante la noche. Ella le lanzó una mirada y murmuró:

—No quiero café…

Y se tapó la cabeza con el edredón, reduciéndolo al silencio, a él y al resto del mundo.

Logan se volvió a la cocina y cerró la puerta.

Sábado, el único día que les quedaba para pasar juntos, y Jackie seguía sin hablarle. Era evidente que había preferido dormir en el sofá a compartir el lecho con él. Bonito fin de semana le esperaba. Miró el reloj del microondas. Las nueve y media. Por la ventana de la cocina vio que empezaba a llover otra vez, pero no como el día anterior, con aquella lluvia combinada con el sol y el arco iris, sino que la lluvia que comenzaba era de las que caen de un cielo cargado y plomizo, acompañada de un viento gélido. Despojaba a todas las cosas de su calor, haciendo que la ciudad volviera a ser triste y gris. Como el humor de Logan. Se vistió y salió a la calle. Subió vagando por Union Street, complaciéndose de un modo perverso en dejarse apoderar del frío y la humedad. «Haciéndose el mártir», como solía decir su madre. Y debía saber de qué hablaba, se le daba bien el papel.

Fue arrastrándose de tienda en tienda: se compró un CD de un grupo que había oído por la radio la semana anterior, dos novelas policíacas nuevas y un par de DVD. Mientras tanto intentaba apartar de su mente todo lo que había salido mal últimamente, sin conseguir sustraerse a la tristeza. Jackie le odiaba, Steel era una china en el zapato, el agente Maitland se estaba muriendo… Dejó en paz las tiendas y fue paseando por Union Terrace, bajó por School Hill, tomó Broad Street. Hasta que, de forma insensible e inexorable, caminando bajo la lluvia y como llevado por ésta, fue a parar de nuevo a su apartamento. Se detuvo en la esquina del Marischal College, las agujas pálidas y grises de cuya elaborada fachada gótico-victoriana elevaban sus garras al cielo arcilloso. Si seguía de frente, se daba de bruces con su apartamento. Si giraba a la izquierda, jefatura quedaba a tiro de piedra. No era una elección muy difícil, por mucho que fuera su día libre. Siempre podía matar el tiempo metiendo la nariz en la investigación de alguien. El inspector Insch solía mostrarse siempre receptivo a cualquier… Logan torció el gesto y soltó una maldición: el ocupa muerto, aún no le había hablado a Insch de Graham Kennedy. Vaya un idiota estaba hecho. ¡Hacía días que Miller le había dado aquel nombre! La madre que parió a Steel y a su numerito de la grabadora estropeada.

El sargento que ocupaba el puesto tras el mostrador apenas le dijo nada a Logan cuando éste entró por la puerta principal chapoteando al andar y cruzó goteando por el dibujo de trazos regulares del suelo de linóleo de la recepción.

El centro de coordinación del inspector Insch era un caos cuidadosamente ordenado: agentes al teléfono recabando información y entrándola en el HOLMES, el sistema informático del Ministerio del Interior, el cual podía así generar automáticamente montones de medidas inútiles con solo apretar un botón. De vez en cuando se despachaba con algo verdaderamente importante para una investigación, pero la mayor parte del tiempo no vomitaba más que chorradas. En las paredes había planos de Aberdeen con chinchetas de colores que señalaban el lugar donde se habían producido hechos significativos. El inspector estaba sentado encima de un escritorio al frente de la sala, con una gran nalga descansando en la madera que chirriaba bajo su peso mientras hojeaba una pila de informes y mordisqueaba una barrita en espiral de chocolate Curly Wurly.

—Buenas tardes, señor —saludó Logan con un chapoteo al entrar y las manos en los bolsillos. Empezaba a notarse la ropa interior empapada.

Insch levantó la vista de los papeles, con la barrita en espiral de chocolate con leche sobresaliéndole de su rostro grande y sonrosado como un cigarro en forma de ADN.

—Sargento —le devolvió el saludo con un asentimiento de cabeza y volvió a centrar la atención en los informes. Al cabo de dos minutos se los pasó a una agente de rostro cadavérico y expresión agobiada, a la que dijo que estaba haciendo un gran trabajo, dijeran lo dijeran los demás. La agente de administración no se molestó en darle las gracias. Mientras se alejaba como un torbellino de vuelta a su trabajo de recopilación de datos, Insch se volvió hacia Logan, al que llamó con un gesto—. No tiene tiempo ni de bañarse, ¿eh?

Logan no mordió el anzuelo.

—Me preguntaba cómo estaría el asunto del incendio intencionado con resultado de muerte.

Insch frunció el entrecejo, y los fluorescentes del techo relucieron en su rosada calva. Desconfianza.

—¿Por qué?

—Puede que tenga identificada a una de las víctimas: Graham Kennedy. Parece ser que era un pequeño traficante.

Aquello arrancó una sonrisa del rostro del inspector.

—Bueno, bueno, bueno. Un nombre que no había oído hacía tiempo. Usted…

Insch escogió a un agente al azar y le ordenó que llamara a todas las clínicas dentales de Aberdeen. Insch quería encontrar a quien hubiera atendido a Graham Kennedy: registros de tratamientos odontológicos, rayos X, todo. Era la única forma que tenían para identificar su cuerpo carbonizado en el depósito. Por una vez la suerte estuvo de su parte: la cuarta clínica con la que probó el agente tenía un expediente completo sobre un tal Graham Kennedy, de hacía menos de ocho meses.

Mandaron un mensajero a que llevara los rayos X al depósito y diez minutos después el doctor Fraser confirmaba la identificación: Graham Kennedy ya estaba oficialmente muerto. La investigación policial contaba por fin con algo por donde empezar.

Insch agarró al agente Steve y le dijo que fuera a los archivos a recoger todo lo que encontrara acerca de Graham Kennedy, y que fuera a buscarlos luego al aparcamiento. Luego le ordenó a gritos a un tal sargento Beattie que pusiera el trasero en movimiento: tenían que ir a visitar a los familiares de Graham Kennedy y comunicarles la noticia. Y a mirar un poco entre sus cosas.

—Ehm, señor —dijo Logan, tras los talones del inspector—, había pensado que tal vez podría acompañarles yo también…

Insch arqueó la ceja y apretó con ahínco el botón del ascensor con su dedo de obeso.

—Ah, ¿sí? ¿Y la inspectora Steel? ¿Acaso no trabaja para ella? «Una supervisión más estrecha», ¿recuerda?

Logan abrió la boca y la cerró.

—¡Vamos, señor! ¡Yo no pedí que me trasladaran! Además, es mi día libre, tengo…

—¿Es su día libre y quiere hacer una salida? —Insch lo miró con recelo—. ¿Se le ha ido la chaveta o algo?

—Por favor, señor. Necesito salir del equipo de Steel. ¡Me estoy volviendo loco! No hay nada que se haga según las normas: aunque consiguiéramos algún resultado, habrá tantos errores de procedimiento que cualquier abogado defensor que valga un pedo nos lo destrozará. Si no logro llevarme algún tipo de éxito, me voy a quedar ahí hasta que me echen del cuerpo, si antes no pierdo el juicio.

Insch sacudió la cabeza.

—No soporto ver a un hombre hecho y derecho suplicando.

Por el final del pasillo apareció resoplando un sargento detective con barba, que llevaba colgado de la mano un impermeable enorme. El inspector Insch esperó a que recorriera todo el pasillo y se parara delante de ellos dos haciendo rechinar los zapatos, antes de decirle que al final no iba a necesitarlo. En lugar de él, le acompañaría el sargento detective McRae. Maldiciendo en voz baja, el barbudo sargento se volvió por donde había venido con aire desgarbado.

El inspector esbozó una abierta sonrisa.

—Me encanta ver cómo se afana el gordito —dijo con desenfado. Logan prefirió no hacer comentarios acerca de quién era más gordito.

Mientras bajaban por las escaleras al aparcamiento, Insch le interrogó acerca de los casos de la inspectora Steel. Quería saber todo lo referente a la prostituta apaleada y al Labrador de la maleta. Cuando Logan acabó de contárselo, se encontraron con el agente Steve Jacobs esperándoles con la cara congestionada en la puerta de atrás, sosteniendo en la mano unas cuantas hojas impresas de tamaño A4: el historial delictivo de Graham Kennedy. Insch señaló con el mando a distancia de la llave un Range Rover mugriento y abrió las puertas pulsando el pequeño aparato.

—Bien —dijo, caminando a zancadas bajo la lluvia—. Agente Jacobs, usted hará los honores. Sargento McRae, atrás, y no me aplaste la comida para el perro.

El interior del coche de Insch olía como si algo húmedo y peludo hubiera establecido allí su residencia. Había una gran reja metálica que separaba el asiento trasero del maletero, y un hocico negro y mojado se apretó contra la malla tan pronto Logan se hubo acomodado, intentando no pisar la bolsa tamaño gigante de Senior Dog Mix que estaba a los pies del asiento. Lucy, el viejo Springer Spaniel del inspector, era una preciosidad manipuladora de grandes ojos castaños, pero cada vez que llovía apestaba como un vagabundo en un mal día.

—¿Adónde, señor? —preguntó el agente Steve mientras subían lentamente por Queen Street.

—¿Hmm? —El inspector estaba inmerso en el expediente de Graham Kennedy—. Oh, Kettlebray Crescent: conozcamos la opinión de nuestro estimado colega sobre el escenario del crimen antes de ir a decirle a la abuela de Kennedy que su nietecito ha muerto… Y el coche venía con acelerador, agente: el pedal cerca del suelo, junto al otro grandote rectangular. Intente usarlo, si no, me veo aquí en Navidad.

El catorce de Kettlebray Crescent era un caos. Las ventanas abandonadas miraban a la calle, sin párpados, rodeadas de rayas de hollín. El tejado ya no estaba, había caído derrumbado cuando las llamas se habían apoderado con saña del edificio. Una luz débil y acuosa se filtraba en el interior desvencijado de la casa. Los edificios colindantes no habían sufrido demasiado. La brigada de los bomberos había llegado lo suficientemente pronto para salvarlos. Pero no a las seis personas que ocupaban el número catorce. Insch cogió un paraguas del maletero y se dirigió a la casa devastada por el fuego, dejando que Logan y el agente Steve se apuraran tras él, empapándose. Una unidad móvil de coordinación estaba abandonada fuera del edificio: a medio camino entre caseta prefabricada y caravana, solo que sin ventanas. La inevitable cinta escaqueada blanca y negra rodeaba el exterior, con el emblema del cardo y el lema SEMPER VIGILO de la policía escocesa en medio. Como un lazo alrededor de un roñoso e indeseado regalo de Navidad.

Se agacharon para pasar por debajo de la cinta policial blanca y azul extendida delante de la puerta del jardín del edificio quemado y recorrieron el camino de entrada hasta la puerta principal, la cual colgaba de los goznes, pues los bomberos la habían echado abajo en cuanto se habían dado cuenta de que había gente dentro, aunque para entonces fuera ya demasiado tarde. Logan se detuvo en el umbral: había más de veinte tornillos de ocho centímetros que sobresalían de la madera. Las puntas de acero estaban clavadas en el lugar donde debería haber estado la puerta. Dentro era algo así como una sección de «los mejores hogares e infiernos». Las paredes del recibidor estaban despojadas de todo revestimiento, reducidas a listones y yeso, negras y cubiertas de hollín.

—Ehm, ¿señor? —dijo el agente Steve, rezagado e indeciso, mirando el edificio devastado desde el exterior—. ¿Está seguro de que no hay peligro?

El piso superior había desaparecido, el edificio era poco más que un caparazón reducido a cenizas, y el suelo estaba cubierto de tejas de pizarra rotas y vigas de madera carbonizadas. La lluvia caía profusamente a través del hueco en el que había estado el tejado, tamborileando sobre el paraguas del inspector. Éste permanecía en un pequeño espacio relativamente despejado de escombros y señalaba una de las ventanas del piso superior.

—La ventana principal: por ahí es por donde entraron las bombas de gasolina.

Logan se aventuró a encaramarse sobre el inestable montón de tejas resbaladizas para asomarse a la calle. El fango que recubría la cochambrosa carrocería del coche del inspector estaba deshaciéndose bajo la lluvia. Contra la ventanilla trasera se veía el hocico expectante aplastado de un maloliente spaniel, que observaba el edificio en el que habían muerto seis personas quemadas, gritando hasta que los pulmones se les habían llenado de humo ardiente y de llamas, agonizando en el suelo mientras los ojos se les cocían y la carne les crujía… Logan se estremeció. ¿Realmente olía a personas quemadas allí dentro, o era producto de su imaginación?

—¿Saben? —dijo apartando la vista de la ventana y volviendo de nuevo su atención al interior del edificio vaciado—. He oído decir que el cerebro humano tarda veinte minutos en morir, una vez se detiene la circulación sanguínea… Los impulsos eléctricos siguen por sí solos, hasta que no queda más carga eléctrica… —Aquella cara destrozada de la bolsa para cadáveres del depósito le miraba fijamente, sin ojos, nariz ni labios—. ¿Creen que habrá sido así también, para ellos? ¿Muertos, pero sintiendo cómo se quemaban y se cocían…?

Se produjo un incómodo silencio, hasta que el agente Steve dijo:

—Por Dios, señor, demasiado morboso, ¿no?

Insch no pudo por menos que darle la razón. Se abrieron paso con cuidado entre los escombros y salieron a la calle. De todos modos tampoco había nada más que ver allí.

Logan se quedó en el escalón superior, oteando a un extremo y al otro de la calle desierta.

—¿Qué encontraron cuando inspeccionaron los demás edificios?

—Nada de nada.

Logan asintió con la cabeza y dio unos pasos por en medio de la calzada, girando lentamente trescientos sesenta grados, escudriñando con atención las casas tapiadas a ambos lados de la calle. Si él hubiera sido el enfermo hijo de puta que había atornillado la puerta al marco para que tres hombres, dos mujeres y un bebé niña de nueve meses se asaran vivos, se habría quedado en los alrededores para verlo. Ahí debía estar la diversión. Cruzó la calle, probó las manijas de las puertas, buscando alguna que no estuviera cerrada con llave… Dos casas más arriba, algo le llamó la atención, algo blando y gris, atrapado en la esquina del marco. Era casi invisible: un tejido desechable, empapado por el agua de lluvia hasta hacerse diáfano, y que se desintegraba poco a poco. Se sacó una pequeña bolsa transparente de recogida de pruebas y la volvió del revés, a modo de guante improvisado, para recoger el tejido y posteriormente volver a poner la bolsita en su posición originaria, atrapando el contenido en el interior. Una sombra se recortó en el umbral.

—¿Qué es eso? —El inspector Insch.

Logan olisqueó con recelo la bolsita abierta.

—O mucho me equivoco, o es el pañuelo de un pajillero. Es muy probable que su hombre se quedara aquí a ver arder la casa y oír los gritos de las personas que se estaban quemando, y a masturbarse al olor de la carne humana asada.

Insch arrugó la nariz.

—El agente Jacobs tenía razón: es usted un morboso hijo de puta.