Capítulo 8

Logan se pasó las horas siguientes recorriendo de nuevo aparcamientos y callejones, pero todo fue en vano. La joven lituana era la única que había visto a Jamie McKinnon. Todas las demás habían estado demasiado ocupadas ganándose la vida en portales y coches de extraños.

La jefatura de policía parecía un cementerio cuando entró por la puerta de atrás. No se veía ni un alma, salvo por Gary el Grande, siempre sentado detrás del mostrador, con un método para aprender francés de forma autodidacta y un paquete de galletas Hobnobs de chocolate.

—¿Se sabe algo del agente Maitland? —le preguntó Logan, sirviéndose una galleta.

El hombretón negó con la cabeza.

—Hasta donde yo sé, sigue en cuidados intensivos. —Bajó el tono de voz hasta convertirla en un susurro—. Oiga, nadie le culpa por lo que pasó, ¿de acuerdo? No fue culpa suya que aquella gente llevara armas. ¿No?

Logan sonrió con tristeza.

—¿Y cómo es que me siento como un trapo?

—Pues porque no es usted ningún capullo desalmado, como algunos de los botarates que corren por aquí. —Le propinó a Logan unos golpecitos en el hombro con su manaza—. Se pondrá bien. Eche algo para la colecta: le llevaremos a una nena que le haga un striptease. Ya verá como se le olvida todo. —Logan le dio las gracias por su optimismo y bajó a la cantina a por una taza de té y un sándwich, que se llevó al archivo para echar un vistazo a las fotos de las personas fichadas mientras comía. Buscó un tipo grandullón con la cabeza rapada y barba de chivo, el macarra de la lituana de catorce años. A golpe de ratón, iba pasando archivo tras archivo de maleantes por la pantalla del ordenador.

Para cuando dieron las tres, solo había conseguido revisar una parte menor de la colección de fotos de la jefatura. Mañana buscaría a alguien que le confeccionase un retrato robot digital, y lo enviaría por correo electrónico a las listas de distribución, a ver si alguien lo reconocía. Incorporándose con un crujido y un bostezo, Logan salió a la noche, con el deseo de hacer un último intento por encontrar a Kylie. Se habían esfumado hacía rato las esperanzas de irse a casa a las dos.

No había mucha actividad en la zona portuaria. La noche del miércoles no era la más apropiada para salir a beber de verdad, así que había pocos borrachos idiotas saliendo dando tumbos de los clubs nocturnos y los garitos de striptease en busca de una distracción amorosa obtenida con metálico. Y eso significaba que la mayor parte de las prostitutas se habían ido también a casa. Solo quedaban ya las más recalcitrantes. Las mujeres más desesperadas. A las que no se les había dado bien la noche. Aquellas que estaban cargadas de varices y a las que les faltaban dientes. Las que eran como Rosie Williams.

Logan volvió a recorrer los muelles, pero solo vio a cuatro chicas, y con tres de ellas ya había hablado. La última «chica» tendría cuarenta y tantos largos, era difícil de precisar bajo la luz vacilante de las farolas. Iba vestida con una minifalda barata y un impermeable de PVC; unas estrafalarias botas negras de plástico remataban el conjunto. Viendo el aspecto que tenía, a Logan no le sorprendió que esperara a salir ya de madrugada, cuando sus clientes potenciales llevaran encima tal tajada que su nivel de exigencia quedara reducida al mínimo. Tenía unas facciones difíciles, deformes, desiguales… Y entonces se dio cuenta: alguien le había dado una buena tunda recientemente. Por eso su sonrisa era retorcida, y su rostro distorsionado, hinchado todavía por los golpes. Ella había intentado disimular las magulladuras a fuerza de maquillaje.

Vio que Logan la miraba y le dijo:

—¿Te apetece pasar un buen rato? —Articulaba de forma borrosa, con un ligero ceceo; seguramente le faltaban un par de dientes—. Un tipo tan apuesto como tú tiene que estar buscando pasar un buen rato… —Sus caderas se contonearon hacia él, mientras con una mueca se abría el impermeable de PVC y dejaba al descubierto un corpiño negro de encaje sobre una piel blanca cubierta de hematomas—. ¿Ves algo que te guste?

Imposible responder a eso con sinceridad.

—¿Te han dado una paliza?

Ella se encogió de hombros y se sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo. Se metió un cigarrillo entre sus hinchados labios y lo encendió con un mechero de gasolina.

—¿Eres poli? —Lo miró de arriba abajo—. Bah, no sé para qué lo pregunto. Pues claro que eres un jodido poli.

La primera bocanada de humo le provocó un ataque de tos que le obligó a cerrar los ojos y llevarse el brazo izquierdo a las costillas, aguantándose el dolor y haciendo muecas.

—Eso algún día acabará contigo.

Le mostró el dedo corazón apuntando hacia arriba y se aguantó la tos dejando escapar un ruido sibilante, antes de escupir al suelo un esputo en forma de bola.

—Cuando quiera consejos de salud ya iré a mi jodido médico. ¿Qué quiere? ¿Soborno? ¿Un servicio gratis?

Logan contuvo un escalofrío.

—Rosie Williams —dijo en lugar de contestar—. La mataron hace dos noches. Busco a alguien que viera al hijo de puta que lo hizo.

La mujer se estremeció y se envolvió con fuerza el impermeable alrededor de su magullado pecho.

—Dios bendito —dijo—. ¿Rosie?

Logan asintió con la cabeza.

—El lunes por la noche. ¿Trabajaste ese día?

Ella movió la cabeza en señal de negación.

—Qué va. —Inhaló otra larga calada de humo—. Tuve un pequeño accidente, dos noches atrás. —Hizo un gesto mostrando el aspecto lamentable de su rostro—. Me di contra una puerta.

—Debía ser un pedazo de puerta para dejarte así.

—Ya. Una cacho puerta de dos pares. —Bajó los ojos—. Pero yo no estuve por aquí el lunes por la noche. Estaba que no podía moverme, el lunes, no te digo trabajar. —Suspiró—. Tampoco es que vaya a hacer mucho negocio con esta jeta… —Su voz se fue apagando hasta extinguirse. Sus ojos fijos miraban más hacia algún punto en el pasado que hacia las calles oscuras.

—¿Por qué has salido entonces?

Ella se encogió de hombros.

—Tengo bocas que alimentar, ¿sabe? Y la heroína es una hija de puta que se lo comería todo.

Veintidós horas: comienzo del turno de noche del jueves. Había sido un día para remolonear en la cama, al menos hasta las cinco de la tarde, cuando Jackie había regresado del trabajo. Pescado con patatas fritas de desayuno-cena y vuelta un rato a la cama. Aunque esta vez con compañía. Así que era un Logan feliz y contento el que a las diez menos diez subía tranquilamente por la calle en dirección a jefatura. Se palpaba un cierto aire de catástrofe en el ambiente al cruzar la puerta principal. Detrás del mostrador estaba sentado el sargento Eric Mitchell, absorto en un ejemplar el Evening Press. Las luces del vestíbulo se reflejaban en su superficie calva, siempre en expansión. Levantó la vista, exhibiendo un gran bigote al estilo Wyatt Earp, y frunciendo el entrecejo.

—¿A qué narices viene esa cara de felicidad?

Logan le respondió con una sonrisa:

—Buenas noches a ti también, Eric. Sonrío porque ha sido un día estupendo. ¿Por qué tuerces el bigote? ¿Es que Gary el Grande te ha soplado todas las galletas de nata?

Eric se limitó a mostrarle a Logan con el ceño fruncido la primera página del Evening Express, para que este leyera el titular: ¡REDADA POLICIAL EN UNA DIRECCIÓN EQUIVOCADA! Se adjuntaba una gran fotografía: decenas de coches patrulla, furgonetas policiales y agentes de uniforme arracimados en torno a la entrada de una iglesia conversa en Tillydrone, al noroeste de Aberdeen.

Logan intentó no sonreír. Al menos él no era el único en montar una redada calamitosa en el último mes.

—¿Dónde deberían haber ido?

—A Kincorth. —Sur de la ciudad. Eric volvió a dejar de un manotazo el periódico sobre el mostrador—. Capullos. ¡Como si no tuviéramos ya de qué preocuparnos! —Señaló clavando el dedo en un recuadro junto a la foto. INCOMPETENCIA POLICIAL: EL CONCEJAL HABLA CLARO—. El cabrón se moría de ganas por encontrar otra excusa para hacernos quedar como unos gilipollas. —Eric contemplaba enfurruñado la pequeña foto en blanco y negro de la gran autoridad en lecciones morales, el concejal Marshall, con su engreída y postiza expresión habitual. El sargento recordó entonces que tenía un recado para Logan—. La inspectora Steel me ha dicho que en cuanto llegaras movieras el culo a su despacho.

Tanto como el cubil del inspector Napier, también el despacho de la inspectora Steel era fiel reflejo de su propietaria: un espacio apretado y desordenado que apestaba a colillas de cigarrillo rancias. La encontró sentada tras el escritorio, con los pies encima de la mesa, una taza de café en una mano, el móvil en la otra y un pitillo colgado de la comisura de los labios. Le hizo un gesto a Logan para que tomara asiento mientras ella se encajaba el teléfono entre la oreja y el hombro para poder hurgar en un cajón del escritorio y sacar un pequeño bloc de notas negro y un bolígrafo.

—Pues claro que te quiero —decía, mientras la punta del cigarrillo bailoteaba arriba y abajo entre los labios, proyectando la ceniza al aire—. Sí… tú sabes que es verdad… No, yo nunca te haría eso… —Garabateó algo en difícil postura en el bloc de notas y se lo tiró a Logan por encima de la mesa—. Ya sabes que sí… Susan, tú eres lo que más me importa de esta vida… Sí… Sí…

Logan examinó los complicados garabatos: ¿YA HA IDENTIFICADO A ESA PUTA? Miró a la inspectora con expresión de perplejidad, y ella hizo rodar los ojos, haciéndole un gesto con la mano para que le devolviera el bloc de notas.

—Sí, Susan, sabes muy bien que sí… —Volvió a anotar algo: LA DE ANOCHE, LA QUE VIO A MCKINNON. Logan negó con la cabeza, y Steel exclamó—: ¡Mierda! ¿Qué…? Oh, no, no, Susan, no es a ti, se me ha caído algo al suelo… sí… ajá…

Volvió a pedirle que le devolviera el bloc de notas y le escribió a Logan un último mensaje: QUEDAMOS EN LA CANTINA. BAJO ENSEGUIDA.

Iba por la segunda taza de té, con mucha leche, y a la mitad de un bocadillo de bacon, cuando la inspectora Steel entró por fin con su aire desgarbado en la cantina.

—Joder, me muero de hambre —dijo dejándose caer en una silla enfrente de Logan y soltando un suspiro—. Pero lo primero es lo primero. —Sacó un ejemplar del Press and Journal de aquella mañana y lo dejó encima de la mesa—. ¿Le importaría explicarme esto?

Señaló el titular: EL ASESINO DE LA MALETA: ENSAYO PRELIMINAR. Colin Miller había obrado su magia acostumbrada, tejiendo a partir de las sospechas de Logan una historia bastante buena. No era de extrañar que fuera el niño mimado de la prensa local.

—Hablé con él anoche —respondió Logan mientras leía, mascullando a cada mención del «Héroe Policial Logan “Lazarus” McRae». Cada vez que Miller le nombraba en aquel maldito artículo, sacaba a relucir el caso de Angus Robertson, el Monstruo de Mastrick, para justificar la condición «heroica» de Logan.

—¿Y el motivo de arruinarme la investigación? —La voz de Steel sonaba equilibrada, fría. Peligrosa. Pero Logan no lo advirtió.

—Quien haya sido, utilizó al perro a modo de prueba válida, hasta el final, ¿no? —argumentó con una sonrisa—. De modo que el hecho de haber encontrado los restos y de haber filtrado detalles a la prensa hace que nuestro futuro asesino sepa que andamos tras él. Una cosa es matar un perro y deshacerse de él, pero otra muy diferente, y mucho más difícil, hacer lo mismo con un ser humano, sobre todo si sabes que la policía está al corriente de tus intenciones.

—Ya —replicó ella, recostándose contra el respaldo de la silla y concediendo a Logan el beneficio de una sonrisa de hiena—. Oyéndole se diría como si lo hubiera calculado todo, ¿no? —Él asintió con la cabeza, mientras la sonrisa de ella se aceraba—. Dejemos una cosa bien clarita, señor Héroe Policía: yo aquí no estoy al frente de ninguna jodida democracia. Usted hace lo que yo digo, cuando yo digo, ¡no cuando a usted se le antoje! —Logan se estremeció mientras la inspectora seguía pasándolo a baqueta—: ¿Y sabe una cosa? Esta vez estoy de acuerdo con usted, ¡pero eso no es excusa para ir a la prensa a mis espaldas y que salga su nombre a relucir en todos los periódicos!

Logan dejó el bocadillo a medio comer en el plato.

—Yo… lo lamento… no pensé que a usted…

—No, no lo pensó, ¿a que no? ¡Pues yo sí! —Le arrebató el bocadillo de un manotazo y arrancó un buen pedazo—. Ya bastante me joden por todas partes —masculló con la boca llena de pan y bacon—. No necesito que usted me cause más problemas.

Logan permanecía sentado en silencio, pensando que era una estupenda forma de comenzar la jornada laboral, con una bronca más.

—Lo siento —aseguró al fin.

—No vuelva a hacerlo y ya está, ¿vale? —La inspectora Steel se metió en la boca el último resto del bocadillo de Logan y se puso a masticar en silencio con aire triste—. Bien —dijo cuando acabó—, hablando de otra cosa: he leído su informe de anoche. Resultados. O mejor dicho, los habría habido si no hubiera perdido a la fulana. —Vio la expresión en el rostro de Logan—. Ya lo sé: hizo lo que pudo. Esté ojo avizor por a ver si la encuentra esta noche. Puede llevarse al detective Rennie con usted, le he pasado también al turno de noche. Cuide de que no se meta en problemas. —Se puso de pie y rebuscó en los bolsillos un paquete de tabaco medio chafado—. Ah, y antes de que se me olvide: quiero volver a interrogar a McKinnon mañana. A ver si esa mierdecilla de asesino pelo pincho platino tiene algo que decir después de una noche en Craiginches[2].

—¡Se supone que libraba mañana! Jackie ya tiene planes, y…

—¡Por el amor de Dios! Han matado a una mujer, ¿y en lo único que piensa es en darse un revolcón? —Logan se ruborizó—. Mire —dijo la inspectora—, no nos va a ocupar todo el día interrogar otra vez a Jamie McKinnon. Puede verse luego con su agente sabrosona, ¿vale? —Sumado a la reciente bronca, eso no hizo sino que Logan se sintiera aún más culpable.

—Sí, señora.

—Buen chico. Y esta noche de paso vaya a ver si ya le han hecho la autopsia al condenado perro. Y no se pase la noche en brazos de alguna pilingui del puerto. No pienso autorizarle dietas por el concepto de «mamadas».

El detective Rennie tenía una pinta de policía de paisano que asustaba. Por mucho que fuera en tejanos y chupa de cuero, había algo en su figura que decía a voz en grito: «¡Mírenme todos! ¡Soy policía!». No era de extrañar que no tuvieran demasiada suerte hablando con las señoritas que ofrecían aquella noche sus servicios en la zona portuaria de Aberdeen. Y tampoco sus clientes se paraban a negociar con ellas, no con el agente anuncio Don Sabueso merodeando por allí. Así que lo único que obtuvieron Logan y Rennie de su noche de trabajo fue un buen surtido de insultos e improperios.

A eso de las doce y media, habían recorrido el vecindario media docena de veces. Seguía sin haber señales de vida de la lituana de catorce años, o de su «protector».

—Hasta las pelotas de jugar a soldaditos. —El detective Rennie se recostó contra la verja que separaba Regent Quay de los muelles propiamente dichos—. ¿Cuántas veces vamos a tener que dar vueltas y más vueltas, para que nos insulten y nos escupan? —Sintió un escalofrío y elevó con desgana los ojos al cielo. Empezaban a caer unas finas gotas de lluvia, que dibujaban fugaces rayas al pasar por delante de las luces de las farolas—. Mierda, por si faltaba algo.

Logan tuvo que darle la razón.

—Venga, volvamos a la comisaría.

No había una sola prostituta aquella noche en la calle con la que no hubiera hablado la noche anterior, y aún tenía un retrato robot que preparar y una autopsia canina sobre la que recabar información. Allí ya no hacían nada.

Ella le sonríe cuando ve que él frena el coche. Le sonríe pero no se mueve de debajo del portal. Bajo cubierto. Vaya día de perros estaba resultando: ya había empezado con Jason que no había querido comerse los cereales; y luego ha llegado tarde al colegio, claro, ¡y ella con esa maldita resaca! ¿Cómo va a hablar en condiciones con la imbécil de la maestra de Jason, con un resacón de vodka? Y luego el agente «Metelasnarices» y su compinche ahuyentando al primero al que iba a hincarle el diente en toda la noche. ¿Por qué no se iba a enchironar chorizos, en lugar de incordiar a las pobres mujeres que intentan ganarse el pan?

Se baja la ventanilla con un suave zumbido, y él tiene que inclinarse sobre el asiento del acompañante para decir hola. Ella se espera siempre por el lado del pasajero. Una vez un puerco se detuvo junto a ella, bajó la ventanilla y se le echó a las tetas. Sin preguntar, sin pagar. Se las agarró de los pezones como un vicioso y arrancó y se fue riendo. Ahí fuera está lleno de cerdos enfermos. Él le pregunta cuánto y ella le recita la lista de precios. Los infla un poco, el buga se ve nuevecito, está claro que el tipo no anda mal de pasta. Él se lo piensa mientras la lluvia empieza a arreciar de verdad… ¿No se habrá pasado inflando la tarifa? Mierda. Como si no necesitara el jodido dinero, Jason se pule los zapatos como si los regalaran. Ella se abre un poco el impermeable, mostrándole el sujetador rojo de encaje que casi lleva puesto: dos tallas más pequeño e incómodo como el demonio, pero a los muy capullos les pone. Él se sonríe. Parece. Ella se mantiene en buen estado, y eso se nota. Aunque ya no esté tan lozana, el maquillaje hace el resto allá donde importa.

—¿Quieres subir? —le pregunta él.

Ahora es ella la que se lo piensa. Hace un par de noches mataron a palos a aquella puta vieja. Pero el coche no está nada mal, y está cayendo la del pulpo. Y ella necesita el dinero, vaya si lo necesita… Se sube. El interior tiene ese olor tan particular y agradable a coche nuevo, mezcla de plástico y piel; el tapizado está limpio, impoluto, no como esa ruina apestosa que tiene ella. Este debe haber costado una fortuna. Al pasarse el cinturón sobre los senos, le ofrece a él otra visión fugaz del sujetador rojo, y el hombre sonríe. Por un momento le pasa por la cabeza la fantasía de verse Julia Roberts en Pretty Woman. Como siempre que se cruza con un cliente que se porta bien con ella. Que no es brusco, ni le pide nada asqueroso. Él cuidará de ella, y ella no tendrá que volver a follar por dinero con desconocidos. Él le hace una broma y ella se ríe, mientras el hombre pone primera y arranca en medio de la noche lluviosa. Es un encanto de tipo, salta a la vista. Ella tiene un sexto sentido para estas cosas.