Se había hecho el silencio en la tienda, roto únicamente por el zumbido de las moscas. Unos moscardones panzudos y verdosos que se posaban ya sobre el torso en descomposición. En busca de alimento. Fue Logan quien formuló la pregunta obvia:
—¿A qué se refiere con que no es humano?
—Bueno, para empezar está completamente cubierto de pelo.
Logan asomó la nariz a la hedionda maleta. Isobel tenía razón, lo que él había tomado por una capa enmohecida de vello negro, era en realidad el pelaje de un animal. Piel genuina y auténtica.
—Si no es de persona, ¿de qué es?
Isobel presionó el torso, con menos cuidado de lo que habría hecho de tratarse de restos humanos.
—Tiene que ser un perro. ¿Un Labrador, tal vez? Sea lo que sea, la protectora de animales se hará cargo de esto. —Se incorporó, limpiándose dos regueros gemelos paralelos de limo de la parte delantera del mono.
—Pero ¿qué hace aquí? ¿Por qué tantas molestias para ocultar un perro muerto?
—Ya me lo dirán ustedes, que son los detectives. Sean cuales sean los motivos, estos restos no son humanos. Y ahora si me disculpan, tengo trabajo de verdad por hacer. —Y se marchó.
Logan, confuso, se quedó mirándola mientras salía.
—¿Qué he dicho? —le preguntó a Steel. La inspectora se limitó a encogerse de hombros y salió también de la tienda a fumarse un cigarrillo, seguida de cerca por la fiscal. Logan sacudió la cabeza—. ¿Doctor? ¿No quiere aventurar nada?
El doctor Wilson frunció el ceño.
—Ya veo —dijo—, la gran forense no puede rebajarse a examinar un perro muerto, pero yo sí, ¿no? ¡Soy médico, no un jodido veterinario!
Logan apretó los dientes.
—¡Yo solo quiero que alguien me diga qué está pasando aquí! ¿Cree que sería capaz de bajarse de su pedestal cinco malditos minutos y colaborar un poco, para variar?
A los demás presentes en la tienda les entró un súbito y absorbente interés por la punta de sus zapatos, mientras Logan y el médico de servicio intercambiaban sus ceñudas miradas. Logan cedió el primero.
—Lo siento, doctor.
El doctor Wilson suspiró, se encogió de hombros y se agachó delante de la maleta, haciéndole un gesto a Logan para que fuera a su lado. Puesto que ya no se trataba de una investigación criminal, no tenían por qué andarse con miramientos con el cuerpo del delito. Con un gruñido, el doctor tiró de la maleta para liberarla de su prisión de raíces y la dejó caer plana sobre el suelo del bosque. El pestilente líquido salpicó las agujas caídas.
Tosiendo y refunfuñando contra el fétido olor, el doctor Wilson presionó en el peludo torso y lo volvió del otro lado sin sacarlo de la maleta. La parte de abajo estaba empapada de putrefacción líquida. Le habían cortado la cabeza, las patas y la cola, dejando restos de carne hinchada de un color morado oscuro.
—Yo no soy forense, de todas formas —dijo—. Pero parece que los cortes hubieran sido realizados con algún tipo de hoja muy afilada, de longitud mediana. ¿Podría ser con un cuchillo de cocina? Los cortes son bastante limpios, no a pequeños hachazos. Así que su autor sabía lo que hacía: primero un tajo alrededor de la articulación, luego otro para separar la extremidad de la glena. Una gran economía de esfuerzos. —Volvió de nuevo el torso como estaba—. Las marcas de corte alrededor de la cabeza no son tan limpias. No es tan fácil separar una cabeza del tronco. La cola está seccionada de un tajo… —El doctor Wilson frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa?
Señaló la base del torso, donde la piel era un puro amasijo de fluidos y moscas. Con cautela, hurgó y removió el cuerpo putrefacto.
—La zona de los genitales: múltiples heridas punzantes. A la pobre bestia le rebanaron las pelotas a cachitos.
Entonces fue cuando Logan comprendió.
Se incorporó y les dijo a los miembros de la Oficina de Identificación que procedieran con la recogida en bolsas y el etiquetado. El tratamiento sería el de un escenario de un crimen, aunque no fuera más que un perro muerto. Atónito, el tipo del bigote se puso a discutir, pero Logan no atendía a nada. Había que tomarse el trabajo con la mayor seriedad: fibras, huellas digitales, muestras de tejido, autopsia y todo lo demás.
—¿A qué viene esto? —protestó el del bigote—. ¡No es más que un maldito Labrador!
Logan bajó la mirada hacia el torso desmembrado, embutido en una maleta, oculto en el bosque.
—No —dijo, con aquella vieja, conocida desazón—. No es solo un Labrador. Es un ensayo.
La inspectora Steel le dijo a Rennie que dejara a Logan en su domicilio mientras ellos seguían de camino a la comisaría, para que pudiera dormir unas horas antes de que volviera a incorporarse al servicio a las diez de aquella misma noche. Mientras el coche desaparecía por Marischal Street, Logan entró maldiciendo por la puerta del inmueble y subió las escaleras hasta su apartamento. Ni Steel ni la fiscal se habían sentido muy entusiasmadas con su teoría sobre el torso de perro, pero tuvieron que convenir en que todo aquello olía espantosamente a un posible preasesinato. A alguien que probaba cómo estaba el agua antes de zambullirse. De modo que la fiscal había autorizado una autopsia completa. A Isobel le iba a encantar aquello: abrir en canal un inmundo y apestoso Labrador en su precioso y pulcro depósito de cadáveres. Le daría un ataque. Y luego cargaría contra él. Mascullando, Logan se metió en la ducha para tratar de desprenderse del hedor a perro en descomposición, y media hora más tarde estaba sentado en la sala de estar, con una lata de cerveza en una mano, un sándwich de queso en la otra y viendo la programación matinal de la tele, a ver si conseguía aburrirse lo suficiente y dormirse.
El apartamento de Logan no era el mismo desde que Jackie se había ido a vivir con él: no estaba ni la mitad de ordenado que antes. Aquella mujer era un caos con tetas. Ya no había nada en la cocina que estuviera en su lugar lógico. Cada vez que utilizaba algo, acababa en un sitio completamente diferente a aquél en que lo había encontrado: a Logan le había costado diez minutos encontrar la tostadora. Revistas desparramadas junto a la mesita del café, periódicos amontonados en el suelo, cartas por abrir mezcladas con menús de comida para llevar y recortes de papel sin clasificar. Su colección de cerditos había encontrado también allí su hogar: cerdos de porcelana, de cerámica, tiernos cerditos rosas de peluche que engalanaban la sala de estar y acumulaban el polvo. Pero Logan no lo cambiaba por nada del mundo.
Al cabo de poco iba por la segunda lata de cerveza, la luz del sol se derramaba a través de la ventana de la salita, proporcionando dulzura y calidez a la estancia. Estaba quedándose traspuesto: el sueño iba y venía como el flujo de la marea, que arrastraba a la playa cuerpos desmembrados…
Logan se irguió sobresaltado en el sofá, con ojos somnolientos pero abiertos de par en par, el pulso latiéndole con fuerza en las orejas, mientras intentaba entender qué era aquel ruido. Sonó de nuevo el teléfono, y se volvió en redondo, maldiciendo y agarrando el auricular mientras el sueño se evaporaba.
—¿Diga?
Una voz con acento de Glasgow resonó alegre en el oído de Logan.
—Laz, amigo. ¿Qué haces?
Colin Miller, el periodista mimado del Press and Journal, el principal periódico de Aberdeen.
—Dormir. ¿Qué quieres?
—¿Dormir? ¿A esta hora del día? ¿No querrás mejor decir disfrutando de una deliciosa sobremesa con la encantadora agente Watson? —Logan no se molestó en dignificar el comentario con una respuesta—. Da igual, escucha, he recibido la llamada de una mujer que dice que ha encontrado hoy un cadáver en el bosque. —Cielo santo, pensó Logan, la tal señora Hendry no perdía el tiempo—. Vamos, amigo, ¡desembucha! ¿De quién se trata?
Logan frunció el ceño.
—¿Es que no has hablado aún con Isobel?
Primero un silencio incómodo, y luego:
—Sí, bueno, no me contesta al móvil, y si llamo al teléfono del despacho salta el contestador. —Además de ser el niño mimado de la prensa, también lo era de Isobel: su caprichito que había ocupado el lugar de Logan una vez ella había terminado con éste. Debería haber sido razón más que suficiente para que a él no le gustara ni pizca el engreído petimetre, pero por alguna extraña razón no era así—. ¡Vamos, Laz, suéltalo! La maldita oficina de prensa está siempre con el «sin comentarios» de los cojones. Tú estabas allí, ¿no?
Dejando escapar un suspiro, Logan se arrellanó en su asiento.
—Todo lo que puedo decirte es que hemos encontrado unos restos en el bosque de Garlogie, esta mañana. Si quieres más detalles, tendrás que pasar por la oficina de prensa. O esperar a que Isobel vuelva a casa.
—Joder, Laz… dame algo que llevarme a la boca. He sido un buen chico, no he dado nada a imprimir que ella me haya dicho sin pasar primero por ti… Vamos a darnos una tregua, ¿eh?
Logan no pudo por menos que sonreír, era agradable tener por una vez la sartén por el mango. Si Miller publicaba una palabra de lo que su amiguita forense le hubiera dicho en la cama sin el visto bueno de Logan, ella estaba acabada. Logan iría directo a Asuntos Internos y les contaría todas las «indiscreciones» anteriores con los medios de comunicación. Podía dar su carrera por finalizada.
—¿Sabes qué? —insistía Miller—. Me paso por ahí con algo rico y nos tomamos un té los dos, y mientras charlamos un poco. Puede que yo también tenga algo que tú necesites saber. Podríamos hacer un canje, ¿qué te parece?
—Ya, ¿como la última vez? No, gracias.
—Escucha, siento mucho lo que pasó, ¿de acuerdo? Él me dijo que el sitio estaba lleno de artículos robados… —Hubo un breve silencio—. ¿Tú también estás en lo del incendio? —Logan le dijo que no, pero que eso no significaba que no le interesara. Después de todo, una buena pista en el caso del incendio intencionado de Insch podía acelerar su salida de la Brigada Cagada—. Perfecto, ¿qué tal a las ocho?
Ruido de llaves en la cerradura, y se abrió la puerta principal. Era Jackie, que al volver del trabajo había pasado por la pizzería de arriba de la calle y traía una caja de pizza utilizando el brazo escayolado de bandeja. Al verle le mostró con la otra mano en alto una botella de shiraz.
—Espera un segundo —dijo tapando el micrófono con la mano—. Es Colin Miller, que quiere venir a tomar el té.
Jackie resopló.
—Ni hablar. Pizza, vino y cama. Y puede que todo a la vez.
Dejó la caja con la pizza encima de la mesita del café y empezó a quitarse los pantalones.
Logan sonrió.
—Ehm… disculpa, Colin, ha surgido un imprevisto. Tengo que irme.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Qué imprevisto?
Logan colgó el teléfono.
Entre bostezos, Logan subía a paso tranquilo por Marischal Street en dirección a jefatura. Las diez menos cuarto, y el sol parecía tomar en consideración la idea de irse a casa a pasar la noche. El calor del día se desprendía lentamente de los edificios de granito, manteniendo la temperatura alta mientras entraba el anochecer. No era cualquier cosa, la agente Watson desnuda, vino y pizza. Y ni siquiera había tenido que enfundarse el uniforme, la operación de aquella noche requería enteramente ropa de civil.
En la jefatura de policía había más ajetreo del que Logan esperaba; grupos de agentes uniformados iban y venían por todo el edificio. Gary el Grande, con su aspecto de sofá con exceso de relleno a punto de reventar y su uniforme siempre corto de talla, aferrado a una barrita Tunnock’s de caramelo y chocolate, que agarraba con su manaza de talla extra, estaba sentado detrás del mostrador, tomando notas.
—Buenas noches, Lazarus —dijo, mientras se le caían migajas de chocolate sobre la lista de los turnos.
—Buenas noches, Gary, ¿a qué viene tanto movimiento?
—¿No se ha enterado de lo del alijo? Bueno, esta noche es la gran redada. ¡Pero de las gordas! La mitad del turno de noche ha salido a jugar a policías y ladrones. —Frunció de pronto el entrecejo y hojeó la lista de turnos cubierta de pedacitos de chocolate—. Por cierto, ¿qué hace aquí? Creía que tenía el turno de día…
La sonrisa de felicidad se esfumó del rostro de Logan.
—Turno de noche hoy y mañana. Pero hoy me quedo sólo hasta las dos, porque he estado ya de servicio parte del día.
—Joder… —Gary el Grande apuntó algo en la hoja con un bolígrafo—. ¿Por qué nunca nadie me dice nada? ¿Quién lo ha decidido?
—Inspectora Steel.
Gary el Grande emitió un gruñido y arrancó un pedazo de galleta de un mordisco.
—Típico de ella. —Sacudió la cabeza—. Desde que aquel juicio de Cleaver se fue al carajo… —Sonó el teléfono y Gary el Grande se desentendió de la conversación.
Después de firmar la entrada, Logan giró sobre sus talones y desanduvo el camino que acababa de andar, bajando sin prisa por Marischal Street, cruzando el puente y pasando por delante de su casa. Las luces del puerto parpadeaban, y entre ellas destacaban algunos navíos mercantes, cuyos enormes cascos de brillante color naranja lucían todavía al sol poniente. El agua era ya de una tonalidad violácea profunda, reflejo del sol que se oscurecía. Al pie de la colina, Logan giró a la izquierda y asomó la cabeza por la esquina de Shore Lane, para ver si había abierto ya alguien el negocio. La calle estaba vacía.
Con las manos en los bolsillos, deambuló por el muelle, haciendo una visita a todas las calles, callejones y aparcamientos que encontró por el camino. La mayor parte de las chicas con las que habló mostraron buena disposición para colaborar, una vez él les juraba sobre la tumba de su madre que no iba a arrestarlas. Conocían a Rosie, era una más del ramo, y estaban apenadas por su muerte. Pero ninguna de ellas había visto nada.
Estaba dando la segunda ronda cuando el teléfono irrumpió en un torrente cacofónico de timbres y pitidos. Colin Miller de nuevo.
—Nada más que para decirte que la has cagado, tío. La oficina de prensa dice que no son restos humanos, sino de un perro. Así que esa posición tuya de fuerza para negociar con la información se ha ido a la mierda.
Logan renegó para sí. Adiós a su billete de salida de la Fábrica de Chapuzas.
—¿Laz? ¿Sigues ahí?
—Sí, estaba pensando. —Tenía que haber algo que pudiera darle a Miller… Hasta que finalmente se le ocurrió: le contó a Miller su teoría del preasesinato.
—Joder, lo sacaremos como una nota al margen.
—Vamos, te toca, suelta lo que sabías acerca del incendio.
—¿Te dice algo el nombre de Graham Kennedy? Traficaba algo por el suburbio de Bridge of Don, hierba más que nada, algo más fuerte si le caía en las manos. —Logan nunca había oído hablar de él—. Era uno de los ocupas cocidos al horno.
Perfecto, corría el rumor de que el inspector Insch aún no había identificado los cadáveres. No era mucho, pero por algo se empieza. Logan le dio las gracias y colgó. El día iba a acabar no resultando tan malo, después de todo.
Para cuando volvió a pasar por Shore Lane eran casi las once y media. No había mejoras en la iluminación callejera desde dos noches atrás: la oscuridad, apenas interrumpida por puntos luminosos de una pálida luz amarilla. En el extremo más alejado, donde los coches doblaban por la calzada de doble sentido, una figura solitaria se ofrecía, buscaba cliente. Con las manos en los bolsillos, Logan se adentró en el callejón en medio del embriagador aroma a rata en descomposición. Por fortuna no era ni de largo tan malo como el del Labrador. La chica que ofrecía sus servicios a las puertas del almacén de Shore Porters no debía tener mucho más allá de dieciséis años. Si llegaba. Llevaba una falda negra corta, una blusa escotada, medias de malla y zapatos negros de charol de tacón alto. Todo de una gran elegancia. Llevaba el pelo con una permanente estilo estrella de rock de los ochenta, y en la cara maquillaje suficiente como para revestir el puente de Forth. Se volvió al oír los pasos de Logan, y lo observó con cautela.
—Buenas noches —dijo Logan con amabilidad, adoptando un tono neutro—. ¿Eres nueva?
Ella lo miró de arriba abajo.
—¿A ti qué más te da?
No era autóctona. Su acento era de algún lugar indeterminado entre Edimburgo y Ucrania. Los contornos de las palabras sonaban ligeramente confusos, como si fuera puesta con algo.
—¿Estuviste el lunes por aquí? —le preguntó. Ella retrocedió un par de pasos—. Está bien, no pasa nada —dijo Logan mostrándole las manos abiertas—, solo quiero hablar contigo.
Los ojos se le abrieron desmesuradamente y, mirando a izquierda y derecha, echó a correr. Logan la agarró del brazo y tiró de ella obligándola a estarse quieta.
—¡Me hace daño! —se lamentó la chica, debatiéndose.
—Solo quiero hacerte unas preguntas. No pasa nada…
Una figura oscura salió en ese momento de entre las sombras.
—Va a ser que sí que pasa. —Un tipo grandullón, vestido de cuero y con tejanos. La cabeza rapada, perilla, los puños cerrados—. Suelta a la chica, si no quieres que te abra la cabeza por la mitad.
Logan le miró con una sonrisa.
—No hay por qué ponerse agresivos. Un par de preguntas, y sigo mi camino. ¿Tú también estuviste aquí el lunes por la noche?
El tipo hizo crujir los nudillos y dio un paso hacia él.
—¿Estás sordo o qué cojones te pasa? ¿No me has oído? ¡Suelta a la chica!
Exhalando un suspiro, Logan se sacó la cartera y la abrió agarrándola con una mano por la parte superior, para que el otro pudiera ver la placa.
—Sargento Detective Logan McRae. ¿Sigues pensando abrirme la cabeza?
El tipo se había quedado petrificado. Miró el distintivo policial, a Logan, luego a la chica, que seguía debatiéndose, y a Logan de nuevo. Y salió por patas.
Logan y la chica lo observaron desaparecer, para ser un hombretón se movía con gran ligereza. Ella se quedó boquiabierta, olvidando sus esfuerzos por soltarse, antes de soltar una retahíla de improperios en su lengua dirigidos a su chulo en fuga. Logan no tenía ni idea de lo que aquellas palabras significaban, pero la idea esencial era bastante clara.
—Bueno, bueno —dijo cuando a ella se le agotó el aliento y la inspiración—, no pasa nada, no tengo intención de arrestarte. De verdad, lo único que quiero es hablar contigo.
Ella volvió a mirarle de arriba abajo.
—¿Quieres que nos digamos cochinadas? Lo hago muy bien.
—No, no me refiero a eso. Vamos, te invito a beber algo.
El Regents Arms era un pequeño bar del puerto, en Regent Quay, con licencia de apertura hasta las tres. No era el local más elegante de Aberdeen: oscuro, sucio, sin ambiente propio, con perpetuo olor a cerveza derramada y a tabaco rancio. Poblado del tipo de personas que merodean por el puerto caída la noche. Logan echó una rápida ojeada a la clientela y distinguió como mínimo a tres personas que había arrestado en alguna ocasión, por agresión con agravante, por prostitución, por allanamiento… Nadie le convencería de arriesgarse a utilizar los servicios en aquel lugar. ¿Meterse en un espacio angosto con una única salida, con el bar lleno de gente a la que le encantaría ver los sesos de un policía desparramados por el sucio suelo? Para el caso lo mismo sería pegarse él mismo un martillazo en la cara, salvo que todos estarían dispuestos a tomarse la molestia. Pero nadie dijo nada mientras invitaba a la chica a sentarse en una mesa compartimentada y le pedía una botella de Budweiser. Si era lo bastante mayor como para vender su cuerpo en la calle, también lo era para una cerveza.
—Bueno —empezó—, ¿quién era ese amigo tuyo?
Ella frunció el ceño y soltó una nueva andanada de insultos ininteligibles dedicados a su protector ausente. Cuando Logan le preguntó en que idioma injuriaba, ella repuso:
—Lituano.
Se llamaba Kylie Smith —preparados para una historia inverosímil, pensó Logan—, y llevaba en Escocia al menos ocho meses. Primero en Edimburgo, luego en Aberdeen. Le había gustado más Edimburgo, pero ¿qué podía hacer? Ella tenía que ir donde la mandaran. Y no, no tenía dieciséis años, tenía diecinueve. Logan tampoco se tragó ésa. La iluminación de aquel garito era tenebrosa, pero aun así era mejor que las farolas de luz amarilla parpadeante de Shore Lane. Aquella no tenía más de catorce. Le gustara o no, tendría que pasarse luego por la comisaría. Cómo iba a devolver a una chiquilla como aquélla al sitio de la calle de donde la había recogido. ¡Si aún debería estar en el colegio!
Su «amigo» le había dicho que lo llamara «Steve», pero Logan no tenía que buscarle problemas con él, porque ella tenía que quedarse con él, y él le pegaría. Logan se limitó a pronunciar «hmm» de forma evasiva y a preguntarle a Kylie dónde había estado el lunes por la noche.
—Fui con hombre con traje, él quería yo le hago cosas, pero él paga bien. Luego fui con otro hombre, olor malo como patatas fritas, piel mucho grasiento. Fui con…
—Disculpa, no me refiero a eso. —Logan trató de no pensar en unos dedos grasientos manoseando a aquella colegiala—. Lo que te pregunto es: ¿dónde te recogieron esos clientes?
—Oh. Entiendo. Mismo sitio que hoy. Toda la noche. Mucho dinero. —Asintió con la cabeza—. Steve me trae desayuno, yo hago bien. Happy Meal.
Qué espléndido.
—¿Sabías que atacaron a una chica?
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, sabía.
—¿Viste algo?
Kylie negó con la cabeza.
—Ella toda la noche allí. Solo un hombre viene a follar a ella.
—¿Qué aspecto tenía?
—Calle muy oscura…
Un fruncimiento de cejas, y luego:
—¿El pelo blanco, todo de punta?
Ella se llevó las manos a la cabeza, a los laterales, estirando los dedos hacia arriba:
—¿Tú conoces? Con barba. —Renovó la gesticulación con las manos, esta vez con la izquierda, agrupando los dedos en la punta de la barbilla—. Él también olía como patatas fritas.
Logan se arrellanó en su asiento y sonrió. Ése tenía que ser Jamie McKinnon, sin duda después de robar otro garito nocturno de comida rápida. Podía despedirse de su coartada.
—¿Oíste algo de lo que se dijeron?
Ella negó con la cabeza y apuró la botella de cerveza.
—Voy con otro hombre.
Logan se arrellanó de nuevo en el asiento y la miró:
—¿Sabías que la asesinaron?
Kylie suspiró, con una expresión que adquirió de repente una edad muy superior a la de sus años. Sí, lo sabía. La gente resulta lastimada continuamente. La gente muere. Así es como gira el mundo.
—¿Vendrías conmigo a la comisaría? ¿A ver unas fotos? ¿Y hacer una declaración? Lo que ya me has dicho a mí, nada más…
Ella sacudió la cabeza en señal de negación.
—Steve furioso si yo no gano dinero. —Se remangó un brazo de su blusa escotada y le mostró un rosario de quemaduras de cigarrillo en la cara interna del codo. Había también pinchazos de aguja entre las cicatrices circulares, las justas para crearle la adicción. Para que tuviera que depender de «Steve».
—¿Y si te digo que yo puedo conseguir que Steve no pueda volver a hacerte daño en la vida?
Kylie se echó a reír. Qué montón de bobadas. Ella no iba a acompañarle a ningún sitio, no iba a ir a ninguna comisaría de policía, no iba a buscarse problemas con Steve. Gracias por la cerveza y adiós. Logan insistió, pero Kylie no le escuchaba. Se levantó de un salto y echó a correr hacia la puerta.
Logan se puso también de pie de un impulso, y ahí fue donde las cosas empezaron a torcerse. Un tipo grandullón con un tatuaje del tamaño de un Rottweiler bloqueó la salida nada más salir Kylie a toda velocidad. Era un palmo más bajo que Logan, pero lo compensaba con creces en robustez.
Logan se paró en seco.
—La dama no quiere su compañía —dijo con marcado acento de Peterhead, más al norte de Aberdeen.
—Escuche, ¡tengo que ir por ella! ¡Solo tiene catorce años!
—Oh, le gustan las jovencitas, ¿verdad? —aseguró sin separar los dientes.
—¿Qué? ¡No! ¡Soy oficial de policía! Esa chica…
Y entonces fue cuando Logan lo oyó: el silencio. Las conversaciones del bar se habían acallado de súbito por completo. El único sonido que se oía era el de una máquina tragaperras desvencijada, que tintineaba y emitía notas musicales para ella sola.
Mierda…
—Está bien —giró en redondo y se dirigió a los asistentes del bar en general—, busco al asesino de Rosie Williams. No quiero molestar a nadie. —El silencio no se rompió. Logan empezaba a notar en la espalda un sudor frío—. Algún cabrón apaleó a Rosie hasta matarla: la estranguló, le machacó la cara, le rompió las costillas. ¡Se ahogó en su propia sangre! —Logan se volvió de cara al matón tatuado que obstruía la puerta—. Ella no merecía eso. Nadie lo merece.
Iban a sacarlo de allí a patadas. Lo palpaba en el ambiente.
El pequeño musculitos fruncía el ceño, tratando de pensar. El silencio se prolongaba. Hasta que por fin dijo:
—Fuera. Desaparezca. —Señaló con el pulgar por encima del hombro—. Entérese: éste no es un sitio seguro para usted. No vuelva.
Para cuando salió a la calle ya no había ni rastro de Kylie.
Logan no sabía una palabra de lituano, así que soltó una buena sarta de viejos tacos escoceses.