Cuando Logan apareció por el trabajo el miércoles por la mañana se encontró con algo asqueroso en el escritorio. La brigada de inspección había cumplido con su cometido, metiendo en una bolsa y etiquetando todos y cada uno de los condones usados que habían encontrado en Shore Lane. Y había un buen muestrario. Pequeñas bolsitas de látex alargadas y viscosas que rezumaban su contenido en bolsas policiales individuales para la recogida de pruebas, todas ellas amontonadas en su bandeja de entrada. Con el gesto torcido, Logan las vertió en una caja de cartón, intentando no pensar en qué era lo que hacía que aquellas bolsitas estuvieran tan frías y pegajosas.
La inspectora Steel no se presentó aquella mañana para la rueda de novedades, así que los integrantes de la Brigada Cagada se limitaron a sentarse en torno a sus mesas, a hablar y a beber café. El tema de la mañana fue: «Harry Potter: ¿obra cumbre de la creatividad del cine mundial, o batiburrillo barato de viejas historias? Debate abierto». Logan les dejó con sus cosas, y bajó la caja de condones usados al depósito, donde los congelarían para un futuro análisis. ¿La fiscal? A saber.
Tras entrar empujando la gran doble puerta, caminó sobre el limpio y reluciente suelo embaldosado de la sala de disección. No quedaba vestigio alguno del rancio hedor a barbacoa del día anterior. Por el contrario, todo olía a formol y a desinfectante de pino. De pie, de espaldas a la puerta, se encontró con una figura familiar revolviendo algo en un cubo sobre la mesa de disección. A Logan se le cayó el alma a los pies; un poco más.
—Hola —dijo, y ella se volvió para mirarle.
La doctora Isobel MacAlister, la Dama de Hielo, forense en jefe, exnovia, compañera de desgracias. Con mucho mejor aspecto que la mañana anterior: su esmerado corte a lo garçon quedaba aprisionado bajo un gorro quirúrgico verde, el perfecto arco de sus labios oculto detrás de una mascarilla quirúrgica del mismo color. Se ruborizó. Como de costumbre, iba vestida como si acabara de bajarse de la pasarela de un desfile de modas: traje de chaqueta de lino de color crema, blusa de seda y botas de piel canela, con una bata blanca de laboratorio sobre los hombros. Alhajas doradas atrapadas bajo los guantes de látex. Obviamente no se preparaba para despanzurrar a ningún pobre diablo.
—Buenos días. —Silencio incómodo—. ¿Cómo estás?
Logan se encogió de hombros.
—Como siempre. ¿Estás mejor?
Por una décima de segundo pareció desconcertada, hasta que cayó de inmediato en la cuenta.
—Ah, por lo de esta mañana… —Ahora fue ella la que se encogió de hombros—. Un virus estomacal sin importancia.
—Vaya, ¿dos días enteros? —preguntó él—. Se ve que se encontraba a gusto… Ups, iba sin doble intención…
Ella casi se sonrió.
—¿Quieres algo en particular, o no has venido más que para ganarte un bofetón?
—No, visita oficial… —Logan se dio la vuelta y echó un vistazo al interior del cubo de Isobel: un cerebro humano vuelto del revés y flotando en formol. La sustancia conservante formaba una capa lechosa alrededor de la superficie gris de las circunvoluciones.
Disimulando un escalofrío, plantó su caja de cartón encima de la mesa, junto al cubo.
—Te he traído un regalo.
Isobel arqueó una ceja y extrajo una de las bolsitas policiales de plástico, llevándola bajo la luz para poder ver con más claridad el viscoso contenido. Una sonrisa le arrancó un centelleo en los ojos.
—Qué ricura —dijo—, preservativos usados. Dicen bien a las claras que el idilio se acabó… —Hurgó en el interior de la caja—. Debe haber un par de centenares aquí dentro. Te vas a quedar ciego.
Esta vez fue Logan el que se ruborizó.
—No son míos. Es por el caso Rosie Williams, son todos los condones que hemos encontrado en Shore Lane. Hay que guardarlos para analizar el ADN.
Isobel sacudió la cabeza con incredulidad.
—¿Has perdido el juicio? ¿Sabes cuánto tiempo costaría analizar el ADN de doscientos condones usados? ¡Y una fortuna, además!
Logan levantó las manos.
—A mí no me mires, es cosa de la nueva ayudante del fiscal.
Isobel suspiró y apartó con brusquedad la caja de encima de la mesa de disección, mascullando entre dientes. Trasvasó el contenido a un gran bolsa policial de recogida de pruebas, hizo que Logan firmara sobre la cadena de sujeción y arrojó los condones al interior de los congeladores de muestras. No había nada más que decir.
La inspectora Steel apareció a las ocho menos cuarto, con un aspecto como si hubiera dormido en un cenicero. Cumplió apresuradamente el formalismo de la reunión matutina, entre bostezos, cigarrillos y café, antes de mandar a todo el mundo al tajo con su acostumbrada bendición acerca de no abrirle las puertas a Míster Fracaso. A todo el mundo salvo a Logan. Tenía un trabajo para él: saldrían juntos en busca de Jamie McKinnon.
Fuera del edificio de la jefatura de policía, el sol difundía feliz sus rayos sobre Aberdeen desde un limpio cielo azul. La inspectora guió la marcha a través de la puerta principal y calle abajo de Queen Street, sin molestarse en firmar en el registro de salida para utilizar alguno de los vehículos del parque móvil del Departamento de Investigación Criminal. En lugar de ello, fueron caminando por Union Street, disfrutando de aquella calidez de finales de verano. Cuando el tiempo era triste, también lo era Aberdeen: edificios grises, cielo gris, calles grises, gente gris. Pero cuando el sol hacía aparición, todo cambiaba. Ciudad Granito brillaba, y sus habitantes abandonaban sus anoraks, parkas y trencas en beneficio de los tejanos, las camisetas y los vestidos cortos veraniegos. Pero cuando una lozana morenita pasó contoneándose con una minúscula falda floreada y una blusa aún más diminuta, el estómago al aire mostrando un bronceado de delicados matices dorados, la investigadora Steel ni siquiera la miró.
Al otro lado de la calle, una chica rubia que apenas iba vestida con un par de tejanos medio bajados y media camiseta se detuvo para llamar a un taxi agitando el brazo y mostrando de una sola vez más carne de la que la ciudad había visto en todo un año. Tampoco mereció comentario alguno por parte de la inspectora.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Logan.
Steel se encogió de hombros.
—He pasado mala noche. Y antes de que siga preguntando: no es asunto suyo.
«Vale», pensó Logan, «pues que le den».
Subiendo por Union Street, hacia la mitad de la calle, la pared de edificios se interrumpía dando paso a los jardines de Union Terrace, que mostraban un panorama de un verde intenso hasta la reluciente fachada del His Majesty’s Theatre. Los jardines formaban un rectángulo en un parque, uno de cuyos lados caía casi como un precipicio hasta bastante más abajo del nivel de la calle. Montículos cubiertos de césped a ambos lados y enormes hayas que se aferraban precariamente al terreno. En el fondo, un pequeño quiosco de música, resplandeciente gracias a una reciente mano de pintura. Y en el extremo más alejado, el reloj de flores ofrecía sus macizos multicolores al cielo sin nubes y el cálido sol de agosto. Una imagen de postal.
En la esquina de Union Terrace, una gran estatua de mármol blanco del rey Eduardo VII concedía audiencia, con los hombros regiamente tachonados de las deposiciones de las palomas. Había una fila de bancos en forma de semicírculo detrás del rey, así sus consejeros más cercanos podían beber sidra fuerte y cerveza directamente de la lata, a las nueve y diez de un miércoles por la mañana.
Era un grupillo compuesto por una equitativa mezcla: uno o dos vagabundos genuinos, con los inmundos pantalones reglamentarios, la chaqueta llena de manchas y llagas y costras en la piel; otros con tejanos y ropa de cuero raída, desafiando el resplandeciente sol. Steel lanzó una ojeada a la asamblea de bebedores matutinos y señaló a una mujer joven con piercings en las orejas, la nariz y los labios, un exagerado maquillaje negro y blanco y el pelo lacio de color rosa, la cual daba tragos de una lata de cerveza Red Stripe.
—Buenos días, Suzie. —La inspectora lanzó la punta del cigarrillo por encima de la reja—. ¿Cómo está tu hermanito?
De cerca la chica no era tan joven como había pensado Logan en un principio. Treinta y cinco echando corto. Aquella espesa capa de maquillaje blanco ocultaba una multitud de pecados, y también de lunares. Su tez tenía una textura áspera, la línea de los labios, pintados de negro, era prieta y arrugada como el culo de un pollo. Al hablar lo hizo con un cerrado acento de Aberdeen.
—Hace semanas que no veo a ese capullo.
—¿No? —Steel se dejó caer en el banco junto a ella, sonriendo. Pasó el brazo por encima del respaldo del banco rodeando los hombros de la mujer.
Suzie se removió incómoda.
—¿Es que has venido a joderme? —preguntó.
—Por qué ibas a tener esa suerte. No. Vengo por tu hermanito. ¿Dónde está?
—¿Cómo coño voy a saberlo? —Suzie echó un largo trago de su cerveza—. Se estará follando a esa puta vieja suya.
—Tiene gracia que digas eso, Suzie, mira por dónde esa «puta vieja» apareció ayer por la mañana muerta a palos. Y Jamie nunca se ha cortado cuando hay que usar los puños, ¿verdad?
La chica se puso rígida.
—Jamie no ha matado a nadie.
¿A qué diablos estaba jugando Steel? Logan vio claramente cómo se cerraban de golpe todas las ventanas: ¡así ya no iba a haber forma de sacarle nada a aquella mujer! Steel tenía que haber procedido con calma, como si no se tratara de nada importante, ¡en lugar de entrar a saco de aquella manera! No era de extrañar que estuviera al mando de la Brigada Cagada.
—Te digo lo que vamos a hacer —dijo Steel tendiéndole una sobada tarjeta de la Policía Grampiana—. Si te enteras de cualquier cosilla me llamas, ¿vale? —Se levantó y encendió otro cigarrillo, tosiendo cuando el humo le llegó a los pulmones.
Suzie le dijo a la inspectora lo que podía hacer exactamente con la tarjeta de la policía, apuró lo que le quedaba de cerveza y se largó de allí echando pestes.
Logan esperó a que la mujer estuviera lo bastante lejos como para no oírle.
—¿Por qué le ha dicho que Rosie está muerta? ¡Ahora nunca nos dirá dónde está Jamie!
La inspectora Steel dibujó una sonrisa de depredador.
—Ahí es donde se equivoca, señor Héroe Policía. Ahora es cuando nos dirá exactamente dónde está él. Lo que pasa es que aún no lo sabe. —La inspectora se puso de puntillas, siguiendo con la vista el desplazamiento de Suzie McKinnon Union Street arriba—. Vamos, no vayamos a perderla.
Cruzó la calle sin mirar, y por poco no la aplasta un autobús, con Logan siguiéndole los talones, nervioso. Al otro lado de la calle se subió al asiento del pasajero de un Vauxhall mal aparcado, al volante del cual estaba el detective Rennie, con unas gafas de sol a la moda. Tan pronto como Logan se hubo acomodado en el asiento trasero, partieron.
No tardaron en avistar a Suzie, su negro atuendo de piel y el pelo rosa saltaban a la vista como un reclamo en medio de toda la gente con ropa de verano. Cruzó la calle, evitando las columnas dóricas del Music Hall, y aceleró el paso Crown Street abajo. Rennie la seguía de bastante lejos, tratando de parecer un cliente buscando prostituta. Al cabo de diez minutos estaban aparcados en la acera de enfrente de un apartamento en un sótano en Ferryhill. El pavimento de la calle no estaba en el mejor estado. Era una colección de baches y socavones y de parches de alquitrán de diferentes tonalidades que le conferían el aspecto de un monstruo de Frankenstein con acné. Un desvencijado y viejo Ford Escort languidecía junto al bordillo de la acera, goteando aceite. Una rápida comprobación a través del Ordenador Nacional de la Policía confirmó que su propietario era James Robert McKinnon. Steel sonrió mirando a Logan.
—¿Quiere que el «se lo dije» lo diga ahora o más tarde?
La puerta de entrada al edificio no estaba cerrada con llave, así que Logan y la inspectora Steel se fueron directamente a la escalera que bajaba al apartamento del sótano. El detective Rennie se quedó fuera, por si Jamie intentaba escapar.
Abajo, en el pasillo con olor a moho, Steel estaba a punto de llamar a la puerta cuando se acordó de algo.
—¿Está listo para esto? —le preguntó a Logan—. ¿Y ese estomaguito suyo y esas cosas?
—¡De eso hace casi dos años! —replicó él en un susurro—. Estoy bien.
Mentira. Las cicatrices en el estómago todavía le dolían cuando cambiaba el tiempo, o cuando se agachaba demasiado deprisa.
La inspectora Steel llamó a la puerta suavemente con los nudillos, adoptando acento de Fife para preguntarle a Jamie si había visto a su gato. Se oyó una llave al girar en la cerradura, y abrió la puerta un tipo de aspecto agitado, vestido con un uniforme arrugado de Burger King. El pelo de rubio platino y de punta, los ojos enrojecidos, ligero sobrepeso, la nariz abultada, una perilla raquítica agarrada a la unta de la barbilla como si en ello le fuera la vida.
—No he visto a ningún maldito… —Los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas—. ¡Mierda!
Y la puerta se cerró de golpe. O se habría cerrado, si la inspectora Steel no hubiera interpuesto la bota en la rendija. Soltó una injuria cuando la madera le machacó el pie y Jamie McKinnon se precipitó de un saltó al interior del piso.
—¡Maldito cabrón!
Dando brincos sobre un pie, Steel se agarraba el lastimado mientras Logan entraba a la carga y pasaba junto a ella por el mugriento pasillo. La puerta del fondo daba a la sala de estar, en medio de la cual estaba Suzie, plantificada, con una lata fresca de cerveza Red Stripe en la mano y una expresión de espanto en el rostro. Jamie no estaba a la vista. Logan giró sobre sus talones y vio la puerta abierta de un pequeño lavabo desastrado, y al final la puerta de la cocina rebotando por la fuerza de un primer golpe y vuelta a cerrar de nuevo.
Profiriendo una maldición, se abalanzó hacia la cocina. ¿Por qué Jamie no podía haber intentado escapar por la puerta principal, donde estaba el detective Rennie para darle una buena? Entró de sopetón por la puerta con el tiempo justo de ver la espalda de Jamie desapareciendo a través de la ventana de la cocina. La puerta de atrás estaba bloqueada por una vieja lavadora, de modo que Logan no tuvo otra opción que encaramarse a través de la ventana en su persecución y, tras subir un pequeño tramo de escalones, salió al patio de atrás. Jamie corría como alma que lleva el diablo sobre la hierba amarillenta, hacia la tapia trasera, de un par de metros de alto, donde la parte posterior de las casas daba a la siguiente fila de apartamentos. Apretando los dientes, Logan se lanzó en pos de él.
Por una vez la suerte estuvo del lado de Logan. Cuando Jamie estaba a punto de alcanzar la tapia, sus pies se enredaron con el cabo suelto de la cuerda de tender la ropa. Cayó de bruces y con violencia, golpeándose en la cara contra un enorme coche de bomberos de juguete abandonado. Entre juramentos, se llevó la mano a la nariz, cuya sangre empezó a manar entre sus dedos, y se debatió por incorporarse. Era el tiempo que necesitaba Logan para placarlo y que ambos cayeran de nuevo cuan largos eran sobre el roñoso y amarillo césped.
El impacto bastó para que el tejido de la cicatriz se resintiera y le chirriara a Logan por toda la superficie del estómago, dejándole retorciéndose de dolor mientras Jamie gateaba hasta ponerse de pie y ganaba de un salto la tapia trasera. Ya tenía una pierna sobre lo alto, cuando Logan lo agarró de la otra y tiró de él hacia el interior del patio. A Jamie se le había enganchado la barbilla en la parte superior de la tapia, y al tirar con la cabeza hacia atrás para darse la vuelta, cayó con estrépito directo al rosal que crecía a los pies de la pared, frenando la caída con la cara y haciendo saltar pétalos rosas que quedaron revoloteando en el aire.
Jadeante, Logan saltó sobre Jamie, le retorció el brazo contra la espalda y le esposó la muñeca. Mientras se reproducían los insultos, Logan se desplomó contra la pared y trató de convencerse de que el estómago no le dolía ni con mucho tanto como verdaderamente lo hacía. Cuando el dolor se apaciguó por fin, izó a Jamie hasta ponerlo de pie.
A los de Burger King no iba a gustarles mucho el estado en que había quedado su uniforme. La sangre le manaba a Jamie a raudales de la nariz rota y del labio partido. Su rostro era una maraña de arañazos que viraban al rojo. Parecía como si hubiera disputado diez asaltos con el gato de Mike Tyson. Entre injurias, escupió un esputo de sangre al interior del rosal.
—¡Joder, me he mordido la lengua por su culpa!
—Jesús bendito, Logan —dijo Steel cuando pudo por fin llevar a Jamie hasta el apartamento del sótano—. Le he dicho que lo arrestara, no que le diera una somanta de palos.
Una astucia oculta se abrió paso subrepticiamente hasta aflorar en el rostro de Jamie.
—¡Sí, me ha apaleado! ¡Métodos brutales! ¡Quiero un abogado! ¡Os voy a denunciar a todos, cabrones!
Steel le dijo que cerrara el pico. Suzie estaba sentada en el borde de un raído sofá, jugueteando con el dedo en un agujero que se hacía cada vez más grande en el cojín y por el que se veía la gomaespuma color amarillo sarro. No miraba a nadie.
—Puta estúpida. —Jamie volvió a escupir sangre sobre la alfombra—. ¡Eres tú la que los ha traído aquí!
Suzie continuó son sus prospecciones.
—Está bien, cielo. —Steel sacó un paquete de cigarrillos estrujado y encendió uno, dejando escapar con satisfacción el humo por la nariz—. No te importará si echamos un vistazo al palacio, ¿verdad?
—¡Un carajo! ¡Pues claro que me importa!
La sonrisa de Steel se agrandó.
—Tanto peor, tipo duro, porque traigo una orden de registro. —Envió de un capirotazo la punta de ceniza del pitillo encima de la mesita del café—. Si hay algo que tengas que decirnos antes de que empecemos… —Silencio—. ¿No? —Nuevo silencio—. ¿Estás seguro? —Fuera se oyó el estrépito de un camión al pasar—. Muy bien, tú mandas.
Por supuesto Steel no registró nada personalmente. No teniendo un sargento detective y un agente detective que podían hacerlo por ella. Encontraron dos papelinas de heroína, una caja medio vacía de jeringuillas desechables y una barra de resina de cannabis. Fue Logan quien encontró la caja llena de uniformes en la alacena del baño.
Al volver a la salita le preguntó a Jamie cómo le iba su carrera en la industria de la comida rápida. Jamie lo miró con el ceño fruncido. La hemorragia nasal se le estaba secando, dejándole la parte inferior de la cara con un costra pardo rojiza y la raquítica perilla tan puntiaguda como el pelo rubio platino de la cabeza.
—Voy de legal, ¿vale? —dijo—. No me meto en líos.
—¿En Burger King?
—Sí, en el jodido Burger King.
—Muy bien —dijo Logan, mostrando la caja de cartón que llevaba escondida detrás de la espalda—. ¡Debes ser un ratoncito muy trabajador! Las hamburguesas deben ir que vuelan en el Burger King. —Sacó otro uniforme de la caja—. Y en el McDonald’s. —Otro uniforme—. El Tasty Tattie. —Otro uniforme… Los había de media docena de restaurantes de comida rápida de Aberdeen, cada uno de ellos con su distintivo completo: «HOLA, MI NOMBRE ES…», en ninguno de los cuales se leía «JAMES MCKINNON».
La inspectora Steel parecía confundida, por lo que Logan se lo tradujo:
—Jamie es el ratoncito que está desvalijando las cajas registradoras de toda la ciudad. Se presenta con el uniforme, nadie presta atención al chico nuevo… Al fin y al cabo, ¿quién se pone encima uno de estos uniformes para divertirse? Después de la hora punta del mediodía limpia la caja y se cambia para el siguiente trabajito.
La inspectora Steel tiró el cigarrillo al suelo, aplastándolo contra la alfombra.
—Sí, muy buena, Sherlock Holmes —respondió, sin dejarse impresionar lo más mínimo—. Pero tenemos una tela mayor que cortar. James Robert McKinnon, queda detenido como sospechoso del asesinato de Rosie Williams.
Jamie se puso a gritar diciendo que él no había matado a nadie, pero Steel no le escuchaba. Se limitó a acabar de enumerarle sus derechos y le dijo a Rennie que metiera al sospechoso en el coche. Durante todo el tiempo, la hermana de Jamie había permanecido con la mirada fija en la alfombra, toqueteando el agujero en el sofá.
—Y, Suzie, gracias por tu colaboración —le dijo Steel con un guiño—. No habríamos podido hacerlo sin ti.