Capítulo 4

La hora de comer y Logan estaba esperando aún a que le cayera el hacha encima. Se sentó en una mesa en el rincón del comedor, apartando una porción de lasaña coagulada para poder dejar su bandeja. Oyó un entrechocar de platos y levantó la vista para encontrarse con la sonrisa de la agente Jackie «Rompepelotas» Watson: cuenco de caldo escocés y bacalao con patatas fritas. El brazo izquierdo escayolado le complicaba lo suyo el acomodo de la bandeja, pero se las arregló sin pedir ayuda. Llevaba su castaño cabello ensortijado recogido en forma del moño reglamentario, apenas una pizca de maquillaje en el rostro: una auténtica oficial de policía de los pies a la cabeza. Nada que ver con la mujer con la que se había ido a la cama la pasada noche, que se desternillaba de risa cuando le hacía pedorreta en la barriga.

Ella se quedó mirando el amasijo informe de su plato.

—¿No has cogido patatas?

Logan negó con la cabeza.

—No. —Exhaló un suspiro—. La dieta, ¿recuerdas?

Jackie arqueó una ceja.

—¿Las patatas fritas no, pero la lasaña sí? —Hundió la cuchara en el caldo y empezó a comer—. ¿Cómo ha ido con el Amo del Calabozo?

—Oh, te puedes imaginar, como de costumbre: soy una vergüenza para el uniforme que llevo, un desprestigio para el cuerpo… —Intentó esbozar una sonrisa, pero no le salió del todo—. Empiezo a pensar que lo de Maitland no ha sido más que la gota que colma el vaso. En fin, dejémoslo —cambió de tema—, ¿qué tal ese brazo?

Jackie se encogió de hombros y lo levantó, mostrando una colección de firmas a bolígrafo en la escayola.

—Pica como un condenado. —Alargó el brazo sano para cogerse la mano izquierda, cuyos dedos pálidos sobresalían del extremo de la escayola como las patas de un cangrejo ermitaño—. Cógeme patatas si quieres. —Esto le arrancó una sonrisa a Logan, que se sirvió una, pero sin mucho entusiasmo.

Jackie le dio un tiento al bacalao.

—No sé por qué se me ocurrió pedirle al médico del cuerpo que me dejara reincorporarme haciendo tareas menores: lo único que me dan es trabajo de archivo. —El doctor McCafferty, el oficial médico del cuerpo, era un viejo indecente con el olfato siempre alerta y debilidad por las mujeres con uniforme. Era imposible que fuera capaz de rehusar a Jackie una vez ésta hubiera desplegado sus encantos—. Te lo puedes creer: no hay aquí un solo capullo con la más remota idea de alfabetizar. La cantidad de expedientes que he encontrado en la T cuando deberían estar en…

Pero Logan no estaba escuchando. Observaba al inspector Insch y a Napier que acababan de entrar en el comedor. Ninguno de los dos parecía particularmente contento. Insch levantó el índice y lo dobló repetidamente para indicarle que se acercara. Jackie le dio a Logan un último apretón en la mano.

—Que les den morcilla —le espetó—. Solo es un trabajo.

Solo es un trabajo.

Fueron al despacho vacío más próximo. Insch cerró la puerta, se sentó en el borde del escritorio y se sacó una cajita de regalices de colores. Se sirvió y ofreció a Logan, omitiendo a Napier.

El inspector de Asuntos Internos fingió no haberlo advertido.

—Sargento McRae —dijo—. He hablado con el jefe de policía acerca de su situación. Le alegrará saber que he logrado convencerle de que no le suspenda, le degrade ni le rebaje del servicio. —Todo eso sonaba bastante poco verosímil, pero Logan sabía muy bien que era mejor no abrir la boca—. No obstante —Napier cogió con la punta de los dedos una pelusa imaginaria de la manga de su inmaculado uniforme—, el jefe de policía considera que ha gozado usted de un exceso de libertad últimamente, y que quizá requiera una «supervisión más estrecha». —Insch se removió en su asiento. Sus ojos, negros como el carbón en medio de unas vastas facciones rosadas, echaron chispas, pero Napier no hizo el menor caso—. De modo que se le va a asignar al equipo de la inspectora Steel. No tiene una carga de casos tan apremiante como el inspector Insch, por lo que dispondrá de más tiempo para dedicarse a su «desarrollo profesional».

Logan se esforzó porque su rostro no hiciera la menor mueca. Era lo único que le faltaba, que lo transfirieran a la Brigada Cagada. Napier le obsequió con una gélida sonrisa.

—Espero que lo considere como una oportunidad para redimirse, sargento.

Logan masculló algo acerca de poner lo mejor de su parte, y Napier salió rebosante del despacho, en olor de victoria.

Insch hundió uno de sus gordezuelos dedos en el paquete de regalices y se metió un cubito blanco y negro en la boca, masticando mientras ensayaba una caracterización bastante aceptable de los tonos nasales de Napier:

—«He logrado convencerle de que no le suspenda, le degrade ni le rebaje del servicio», pequeño. —Al cubito le siguió un caramelo de coco en forma de rueda—. El muy cabrón habrá entrado a cuchillo, pero el jefe de policía no quiere desprenderse de usted, porque es un auténtico héroe policial. Eso dice en los periódicos, así que será verdad. Además, Napier no puede hacer nada de nada hasta que no hayan concluido la investigación interna. Si de verdad creyera que tiene alguna oportunidad de ponerle la mano encima por negligencia culpable o por una falta profesional grave, ya le habrían suspendido. Estará bien, no se preocupe.

—Pero ¿con la inspectora Steel?

Insch se encogió de hombros con aire filosófico y se puso a masticar un disco anisado de color rosa.

—Sí, claro, eso. Estará con el pelotón de los torpes… Bueno, ¿y qué? Espabile y no cometa estupideces, y estará bien. —Hizo una pausa y reflexionó unos segundos—. Con tal de que el agente Maitland no muera, claro está.

Al inspector Insch le gustaba llevar las cosas con eficiencia y control. Persona preocupada por la puntualidad, la buena preparación y la profesionalidad, sus informes eran claros y concisos. Los de la inspectora Steel, por el contrario, eran poco menos que un desastre. En las reuniones no llevaba un orden del día, todo el mundo hablaba a la vez, mientras ella permanecía sentada junto a la ventana abierta lanzando bocanadas de un cigarrillo tras otro y rascándose el sobaco. No tenía mucho más de cuarenta años, pero parecía bastante mayor. Las arrugas se enseñoreaban de su anguloso rostro, y le caía la papada de su afilada barbilla como un calcetín mojado. Algo terrible le había sucedido a su pelo, pero nadie se atrevía a mentárselo.

Su equipo era relativamente pequeño, no más de media docena de investigadores y un par de números de la policía, así que no estaban sentados en filas bien ordenadas, como insistía en hacer el inspector Insch, sino alrededor de unas pocas mesas desportilladas. Ni siquiera hablaban de trabajo. La mitad de los presentes abordaba el tema: «¿visteis anoche el capítulo de EastEnders?». Y la otra mitad trataba de lo desastroso que había sido el último partido de fútbol entre el Aberdeen y el St. Mirren. Logan permanecía sentado en silencio, mirando por la ventana el cielo de un azul cristalino, preguntándose dónde se habían torcido las cosas de aquella manera.

Se abrió la puerta de la sala de reuniones y entró alguien de espaldas, con un uniforme nuevo, llevando una bandeja con café y galletas de chocolate. La bandeja acabó en la mesa central, pronto presa de un frenético festín, y cuando la figura recién entrada se incorporó Logan reconoció por fin al agente de policía Simon Rennie, ahora ya agente detective. Éste localizó a Logan, sonrió y cogió dos cafés y un puñado de galletas antes de sentarse con él junto a la ventana. Le dirigió una amplia sonrisa mientras le ofrecía uno de los tazones desconchados. Parecía espantosamente satisfecho consigo mismo.

La inspectora Steel dio un sorbo de café, se estremeció y encendió otro cigarrillo.

—Bien —dijo, con la cabeza envuelta en una nube de humo—, ahora que el detective Rennie nos ha traído la creosota ya podemos empezar. —Las conversaciones hicieron un alto—. Como veis, chicas y chicos, tenemos un par de reclutas nuevos. —Señaló a Logan y al detective Rennie, a los que hizo ponerse de pie para poder arrancar un tibio aplauso del resto de su equipo—. Ellos han sido los seleccionados de entre cientos de aventajados aspirantes desesperados por unirse a nuestras filas. —Esto obtuvo una pequeña muestra de risas—. Antes de continuar, me gustaría dedicar a nuestros nuevos miembros unas palabras de bienvenida de rigor.

Esto obtuvo un gruñido.

—Si estáis aquí es por una sola y única razón, y nada más que una —dijo rascándose—. Lo mismo que yo, sois unos negados, y nadie más os tendría en su equipo.

El detective Rennie pareció ofendido. ¡Eso no era lo que le habían dicho! Solo llevaba tres días como agente detective, ¿en qué podía haberla cagado?

Steel le escuchó con comprensión, antes de pedirle disculpas:

—Lo siento, agente, ha sido un error por mi parte. Todos los demás están aquí porque la han cagado en algo. Estáis aquí porque todo el mundo espera que la caguéis. —Más risas. La inspectora dejó que se extinguieran antes de continuar—. ¡Pero solo porque esos cabrones piensen que somos unos inútiles no tenemos por qué demostrar que tienen razón! Vamos a hacer un trabajo de dos pares: vamos a detener malhechores y vamos a hacer que condenen a esos cabrones. ¿Entendido? —Lanzó una mirada furibunda en torno a la sala—. Vamos, decidlo conmigo: «No abrimos las puertas a Míster Fracaso». —La respuesta fue deslucida—. Vamos, otra vez, con sentimiento: «¡No abrimos las puertas a Mister Fracaso!». —Esta vez todos se sumaron.

Logan lanzó una mirada furtiva a las demás personas reunidas en la pequeña y descuidada sala. ¿A quién pretendían engañar? No solo iban a abrirle las puertas a Míster Fracaso y a recibirle con los brazos abiertos, sino que iban a darle la mejor habitación de la casa y a decirle que se quedara todo el tiempo que quisiera. Pero las palabras de Steel parecían obrar un efecto vigorizante en su grupo. Con la espalda erguida y la cabeza bien alta, se pusieron todos a repasar sus misiones actuales, así como cualquier avance que hubieran hecho en ellas. Que en general no era gran cosa. En el hospital, a un desconocido le había dado por enseñarle el pene a cualquier bobo dispuesto a mirar; había un desenfreno de hurtos en la tienda Ann Summers, de lencería sexy y «juguetes para adultos»; alguna pandilla estaba introduciéndose y echando mano a la caja en un buen número de garitos de comida rápida; y dos tipos habían molido a palos a un gorila de Amadeus, la gran sala de fiestas nocturna de la playa. Cuando acabó el turno de novedades, la inspectora Steel dijo que podían todos sacar el culo de allí e ir a jugar a la calle, pero le pidió a Logan que se quedara.

—Señor Héroe Policía —le dijo cuando estuvieron a solas—, nunca pensé que acabaría aquí, con unas nulidades como nosotros.

—El agente Maitland —le respondió Logan—. La gota que ha colmado el vaso. —Al margen del asunto con la agente de policía Jackie Watson, su suerte le había dado la espalda desde Navidad. Desde entonces, todo lo que podía salir mal, había salido mal.

Steel asintió con la cabeza. Tampoco es que su suerte hubiera sido mucho mejor. Se inclinó y le habló al oído con complicidad, haciendo que la cabeza de Logan quedara sumida en una nube de humo de cigarrillo ajeno.

—Si hay alguien que puede desandar el camino y volver de este equipo ruinoso al mundo real, ése es usted. Usted es un policía de primera, maldita sea. —Dio un paso atrás y le sonrió, haciendo que le aparecieran sendos ramilletes de arrugas en torno a los ojos—. Le advierto que esto se lo digo a todos los nuevos. Pero en su caso lo digo de verdad.

Eso no hizo que se sintiera mucho mejor.

Media hora más tarde Logan y la inspectora Steel estaban sentados en los asientos traseros de un Vauxhall bastante nuevo, con el agente Rennie al volante y una mediadora familiar en el asiento del pasajero. Steel se las había arreglado para convencer al jefe de policía de que les diera el caso de Rosie Williams. Por el único motivo, probablemente, de que el inspector Insch estaba hasta las orejas de trabajo y no había libre nadie más, pero Logan no estaba dispuesto a abrir la boca para decir eso. Según Steel era su oportunidad, la de ella, para volver a brillar de nuevo. Ella y Logan iban a resolver el caso y a largarse de la Brigada Cagada. Que se encargara otro de cuidar de las nulidades, para variar.

Rennie rodeó con suavidad la abultada prominencia de la rotonda de Mount Hooly, girando hacia Powis. Nadie decía gran cosa. Logan rumiaba acerca de su traslado a la Brigada Cagada, Rennie estaba enfurruñado porque la inspectora había dicho que todos esperaban de él que la cagara, y la inspectora Steel empleaba todos sus esfuerzos en no fumar. La mediadora familiar había intentado entablar conversación un par de veces, pero al final desistió y se dejó también arrastrar por el mal humor. Lo que era una pena, porque fuera hacía un día magnífico. Sin una nube en el cielo, los edificios de granito relucían bajo el sol, y había gente paseando feliz y sonriente de la mano, disfrutando del tiempo mientras durara. No tardarían mucho en tener un frío que pela y lluvia a cántaros.

Rennie cambió el sentido por completo girando por Bedford Road y luego de nuevo a la izquierda por Powis. Tras dejar atrás algunas tiendas: tela metálica en las ventanas, grafiti en las paredes, hasta llegar a una calle semicircular larga y abierta, flanqueada de bloques de apartamentos de tres pisos. Encontraron la dirección de Rosie entre una fila de inmuebles con tablones en las ventanas y una furgoneta amarilla del ayuntamiento de Aberdeen aparcada fuera. Por la escalera de la puerta de al lado, que estaba abierta, salía ruido de herramientas eléctricas. Rennie aparcó enfrente.

—Bien —dijo Steel, sacándose del bolsillo un paquete de cigarrillos, rebuscando entre ellos con el dedo y volviendo a guardárselos, sin fumar—. ¿Qué tenemos de parientes?

—Dos hijos. No hay marido. Según los de antivicio estaba liada con un tal Jamie McKinnon —respondió la mediadora familiar—. Los informes se contradicen acerca de si era su novio o su macarra. Un poco de ambas cosas, a lo mejor.

—Ah, ¿sí? ¿El pequeño Jamie McKinnon? Hubiera dicho que llamarlo su juguetito se habría acercado más a la realidad. ¡Debía doblarle en edad! —Steel sorbió por las narices ruidosamente y se quedó masticando pensativa unos momentos—. Vamos —dijo al cabo—, el trabajo no se hace solo.

Dejaron al detective Rennie vigilando el coche, tratando de no parecer un policía de paisano y con la moral por los suelos. El apartamento de Rosie estaba en el piso de en medio. Había una ventana que daba a la escalera, pero estaba tapada con una caja de cartón desdoblada, por lo que el vestíbulo estaba en penumbra. La puerta era de un gris anodino, provista de una mirilla de latón oxidado, a través de la cual brillaba en el vestíbulo en tinieblas un débil y trémulo rayo de luz procedente del apartamento. La inspectora Steel respiró hondo y llamó con los nudillos.

No hubo respuesta.

Probó de nuevo, más fuerte, y Logan habría jurado oír que arrastraban algo y lo apoyaban contra el otro lado de la puerta. La inspectora llamó una vez más. Y la luz que salía por la mirilla se apagó.

—Vamos, Jamie, ya sabemos que estás ahí. Déjanos entrar, ¿de acuerdo?

Hubo un breve silencio, seguido del sonido agudo de una voz que decía:

—A la mierda. Hoy no tenemos ganas de ver a ningún capullo de poli, gracias.

La inspectora Steel acercó el ojo a la mirilla.

—¿Jamie? Vamos, deja de hacer el gilipollas. Se trata de Rosie. Tenemos que hablar contigo, es importante.

Otro silencio.

—¿Qué pasa con Rosie?

—Vamos, Jamie, abre la puerta.

—No. Váyanse al cuerno.

La inspectora se pasó una mano cansada por la frente.

—Está muerta, Jamie. Lo siento. Rosie está muerta. Necesitamos que nos acompañes para identificarla.

Esta vez el momento de silencio se prolongó mucho más que antes. Y después, ruido de arrastrar algo apartándolo de la puerta, una cadena que se suelta, un cerrojo de seguridad que se descorre, y la puerta que se abre, para revelar a un feo chicuelo con una camiseta anticuada del Aberdeen Football Club, unos tejanos raídos y unas zapatillas enormes, con los cordones atados a lo pandillero. Llevaba el pelo cortado a tazón por arriba y rapado por los lados. Detrás de él se veía una desvencijada silla de comedor. No podía tener mucho más allá de siete años.

—¿Qué quiere decir con que «está muerta»? —El recelo se reflejaba en todos sus francos rasgos.

Steel se quedó mirando al chico.

—¿Está tu padre en casa?

El niño replicó con desdén:

—Jamie no es mi padre, no es más que un jodido vago al que mamá se tira. Mi mamá lo sacó de aquí a patadas hace semanas. Cualquiera sabe quién es mi «papá», porque mi mamá no tiene ni zorra… —Se detuvo como para examinar a los visitantes que estaban en la puerta de su casa—. ¿De verdad está muerta?

Steel asintió con la cabeza.

—Lo siento, hijo, no deberías haberte enterado de este modo…

El chico respiró hondo, se mordió el labio inferior y dijo:

—Sí, ya. A veces pasan mierdas así.

Hizo ademán de ir a cerrarles la puerta en las narices, pero Steel tenía el pie firmemente anclado contra los goznes. Oyeron un bebé que arrancaba a llorar en una de las habitaciones.

La mediadora familiar se agachó hasta situarse a la altura de los ojos del chico y le dijo:

—Hola, yo me llamo Alison. ¿Quién cuida de ti cuando mami está fuera?

El niño la miró, luego miró a Steel, y de nuevo a ella.

—¿Es usted imbécil o qué? «Mami» no es que esté fuera, es que está muerta. —Pero el tono desafiante de su voz estaba empezando a venirse abajo—. ¿Lo entiende o no lo entiende, gorda estúpida? ¡Está muerta!

En la habitación interior el bebé berreaba con más fuerza y el chico se volvió y gritó una sarta de insultos en su dirección, diciéndole además lo que iba a pasar si no cerraba la boca en ese mismo momento. Cuando acabó, tenía los ojos llenos de lágrimas.

Dejaron que la mediadora familiar llamara a la asistenta social para que se hicieran cargo de los niños.

Logan estaba seriamente abatido cuando regresaron a jefatura. Decirle a aquel niño que a él y su hermanita iban a llevárselos al hogar de acogida había sido la guinda perfecta para un día como aquél. Patadas, injurias, salivazos, amenazas…

Ahora al menos tenían un sospechoso: Jamie McKinnon, el exproxeneta y exjuguete sexual de Rosie Williams. Tenía antecedentes por atraco, posesión de armas con tentativa de asalto, forzamiento de entrada y allanamiento, hurto en comercios, robo de motores… Cualquier cosa que a uno pudiera ocurrírsele, la había intentado Jamie. Según el chico, Rosie había echado a Jamie de casa por haberle pegado con tal violencia que no había podido trabajar en una semana. La inspectora Steel había hecho que Control llamara por radio a todos los coches patrulla de la ciudad. Quería que le trajeran a Jamie, por propia voluntad si era posible, esposado si no.

—Bien —dijo una vez activado el llamamiento—. ¿Hay algo más que deba saber?

Logan le habló de la nueva ayudante del fiscal y de su deseo de recoger condones usados. Steel soltó una carcajada tan estentórea, que Logan pensó que iba a echar los bofes por la boca.

—¡Ese bomboncito se lo dejo a usted, cielo! —dijo la inspectora, enjugándose una lágrima del ojo.

—¿Qué es lo que le resulta tan divertido?

—¡Imaginármelo a usted diciéndole a la brigada de inspección que vayan por ahí rastreando profilácticos de segunda mano! ¡Les va a dar un ataque!

—¿Por qué tengo que decírselo yo? ¡Es usted la encargada!

Steel le dirigió una amplia sonrisa, mientras el humo de cigarrillo se le escapaba entre los dientes.

—Eso se llama delegar, señor Héroe Policía. Yo delego, usted cumple. —Le señaló la puerta—. Andando. —Solo en el último segundo recordó—: Ah, y de paso llama a esa amiguita suya a la que le gustan los condones y que le consiga una orden de arresto contra Jamie.

Logan salió pisando con fuerza hacia los ascensores. Así eran las cosas con la inspectora Steel. Él hacía todo el trabajo mientras ella fumaba y se llevaba los honores. A regañadientes, llamó a Rachael Tulloch y le explicó quién era Jamie McKinnon. Ella le prometió que le prepararía una orden de arresto, lo antes posible. Luego Logan llamó a Control y pidió que le comunicaran con la brigada que estaba inspeccionando el callejón. No les hizo mucha gracia cuando él les dijo que tenían que recoger todos los condones que encontraran. Ninguna gracia. Pero para entonces a Logan ya no le importaba demasiado. Eran casi las cinco y llevaba de servicio catorce horas y media. El turno había terminado por aquel día. Era hora de volver a casa.