Capítulo 3

La sede de la jefatura de la Policía Grampiana era un bloque de siete pisos de cemento y cristal, a franjas negras y grises, oculto al final de una pequeña calle que partía del extremo este de Union Street. Rematado con un copete de antenas de comunicaciones y sirenas de emergencia, el edificio no era precisamente la joya arquitectónica de Aberdeen, pero era como un hogar.

Logan fue a buscar una taza de café a la máquina y robó una galleta de chocolate de la oficina de prensa. Sin señales del inspector McPherson. No estaba en su despacho, no estaba en su centro de coordinación, no estaba en ninguna parte. Logan probó en el centro de distribución del personal, pero allí no sabían nada de McPherson desde que éste había llamado del hospital a las seis menos cuarto de aquella mañana. Una pierna rota, la muñeca fracturada y conmoción cerebral. Se había caído por la escalera y había bajado rodando dos tramos enteros. Logan maldijo en voz alta.

—¿Y por qué no me lo ha dicho nadie? ¡Llevo esperándole desde las dos y media de la madrugada!

Pero el agente se limitó a encogerse de hombros. Hacer de secretaria no formaba parte de sus funciones. Si Logan tenía que buscar a alguien a quien pasarle el caso, el inspector Insch era probablemente la mejor apuesta. Aunque tuviera aquel incendio provocado del que ocuparse.

La sesión informativa de la mañana del inspector Insch se desenvolvió en una atmósfera sombría. Encaramado a la mesa escritorio del fondo de la sala, vestido con un elegante traje gris que le tiraba de las costuras debido a su imponente corpulencia, el hombre parecía crecer en tamaño a cada año que pasaba, hasta el punto de que sus rasgos redondeados y su calva cabeza reluciente le hacían parecer un huevo rosa siempre enojado. Se hizo un gran silencio mientras informaba a la atestada sala de que el estado del agente Maitland no había mejorado. Habían conseguido extraerle la bala, pero seguía sin recuperar la conciencia. Iba a hacerse una colecta para la familia.

A continuación se refirió a una retahíla de casos de violencia relacionados con las drogas. Habían llegado algunos nuevos pequeños traficantes, lo que había desencadenado una guerra por el reparto del territorio. No se habían producido todavía muertes violentas, pero era probable que la cosa fuera a peor.

Después Logan tuvo que ofrecer una versión resumida de cinco minutos acerca del hallazgo del cadáver apaleado de Rosie Williams, antes de que Insch retomara la palabra para hablar del incendio de la noche anterior, con una voz que retumbó en el repleto centro de coordinación. Se había iniciado en uno de los edificios más viejos de Kettlebray Crescent: una decrépita calle de ventanas tapiadas y casas clausuradas consideradas demasiado ruinosas para la habitabilidad. En el número catorce se habían instalado unos ocupas desde hacía un par de meses, tres hombres, dos mujeres y un bebé, una pequeña de nueve meses, todos ellos en casa la noche del incendio. Lo cual explicaba el inconfundible olor a carne de cerdo quemada cuando los bomberos consiguieron por fin echar la puerta abajo. No había supervivientes.

El inspector se inclinó a un lado, haciendo crujir el escritorio sobre el que estaba sentado mientras se hurgaba en los bolsillos de los pantalones.

—Quiero a un grupo de hombres que vaya puerta por puerta en un radio de dos calles más arriba y dos más abajo del lugar de los hechos: indaguen todo lo que puedan acerca de los ocupas, sobre todo sus nombres. Quiero saber quiénes eran. El segundo grupo irá a registrar palmo a palmo los alrededores: edificios, jardines, descampados. Se trata —dijo con una alegre voz de sonsonete, como de programa de televisión infantil— de buscar pistas. Quién fue el cocinero de esa barbacoa de anoche. Tráiganme algo.

Mientras los dos equipos abandonaban la sala en fila de a uno, Logan se quedó en su puesto, tratando de no aparentar el cansancio y la frustración que sentía.

—Y bien —preguntó Insch una vez se hubo vaciado la sala—, ¿a qué hora tiene que ir a ver al conde Drácula?

Logan se hundió aún más en su silla.

—Once y media.

Insch blasfemó y volvió su atención hacia los bolsillos de la chaqueta.

—¿Qué demonio de hora es ésa? ¿No podía haberle citado a las siete, para comérselo crudo o con patatas? Vaya manera de perder la mañana… —Un gruñido de satisfacción cuando encontró por fin lo que buscaba: una caja de caramelos efervescentes. Se metió uno en la boca y se puso a masticar con aire pensativo—. ¿Le ha dicho si ha de llevar con usted a un representante de la Federación?

Logan negó con la cabeza.

—Bueno, entonces seguramente es que no va a despedirle. —Bajó su corpachón del escritorio—. Si no tiene que presentarse ante la Santa Inquisición hasta las once y media, podría ir a presentarle sus respetos a Rosie Williams. A las ocho le hacen la autopsia. Yo tengo que ir a dar una conferencia de prensa sobre el maldito incendio. Con ese cabrón de McPherson de baja, para variar, ya tengo bastante comida en el plato sin necesidad de ir a ver cómo la Dama de Hielo descuartiza a ninguna puta. Estoy seguro de que es usted capaz de defender el castillo sin mí. Vamos. —Le hizo gestos de ahuecar el ala—. Hace usted que este lugar parezca desaliñado.

Rosie estaba ya lavada para cuando Logan cruzó el aparcamiento trasero y descendió la escalera que bajaba al depósito. Éste consistía en una serie de habitáculos de tamaño desigual, sepultados en el sótano de la jefatura de policía, sin llegar a formar parte del todo del edificio propiamente dicho. La sala de disección era espaciosa: pulcras baldosas blancas y mesas de acero inoxidable, relucientes bajo las luces del techo. El olor a desinfectante y a ambientador luchaban, en una batalla perdida, contra el hedor de la carne quemada. Una fila de seis camillas se alineaban a lo largo de la pared del fondo, sus ocupantes enfundados en blancas bolsas selladas de plástico para cadáveres que conservaban encerrada la frescura.

Logan llegaba apenas con cinco minutos de adelanto, pero aun así era el único ser vivo allí dentro. Dio rienda suelta a un enorme bostezo y trató de sacudirse la tensión de los hombros. La falta de sueño, sumada a las seis horas pasadas en un frío y maloliente callejón empezaban a pasarle factura. Rezongando, se acercó con desgana al cuerpo desnudo de Rosie. Estirada sobre una de las relucientes mesas de disección, bajo la gran campana extractora, estaba preparada para entregarse toda ella una última vez. La piel de Rosie estaba aún más pálida que cuando la había visto en el callejón. Su sangre había sucumbido a los efectos de la gravedad, pasando lentamente a través de los tejidos hasta acumularse a lo largo de la espalda y de la parte inferior de brazos y piernas, y haciendo que su carne de porcelana adquiriera una tonalidad purpúrea y oscura y un aspecto magullado en las zonas en que estaba en contacto con la mesa. Pobre Rosie. Su muerte no había merecido siquiera una página de portada, apenas una columna lateral en el Press and Journal de aquella mañana. «¡SEIS MUERTOS EN UN INCENDIO PROVOCADO!», era la noticia principal.

Había una extraña protuberancia bajo la piel que cubría la caja torácica de la mujer. Logan se había inclinado para examinarla cuando se abrió la puerta de golpe y entró el forense.

—Si le estropeo un momento de romanticismo —dijo el recién llegado con una mueca sonriente— puedo volver más tarde. —El doctor Dave Fraser: sobrepeso, unos cincuenta y cinco años, calvo, abundancia de pelo en las orejas—. Ya sé que tiene debilidad por la fría dama. —Se sonrió y Logan no pudo evitar hacer lo propio—. Hablando de frialdades: le desilusionará saber que Su Majestad Imperial la Dama de Hielo no podrá acompañarnos en esta bonita fiesta. Cita con el médico, no se ha levantado muy fina. —Logan dejó escapar un suspiro de alivio. No tenía ninguna prisa por volver a ver a Isobel después del humor de perros que había desplegado en el escenario del crimen durante la madrugada. El doctor Fraser señaló las seis camillas del rincón—. Puede echar un vistazo si quiere, mientras me preparo.

Más bien a pesar suyo, Logan se acercó a la fila de camillas alineadas contra la pared. De cerca el olor era peor: carne quemada y grasa derretida. Una de las bolsas estaba cuidadosamente doblada en cuatro, formando un pequeño paquete sujetado con cinta adhesiva plateada, a la medida de un bebé de nueve meses. Tras respirar hondo, Logan eligió una de las otras bolsas, quedándose unos segundos inmóvil en medio de la antiséptica sala, preguntándose si de verdad era buena idea, antes de abrir la cremallera. No quedaba gran cosa de lo que había sido un rostro: la nariz y los ojos habían desaparecido; los dientes, apenas unos fragmentos pardo-amarillentos que asomaban por entre la carne carbonizada. La boca abierta, en un rictus que dibujaba un silencioso grito final. Logan echó una sola mirada y, preso de arcadas, volvió a cerrar la cremallera. Desanduvo con un estremecimiento el camino hasta la mesa de disección.

—Bonito, ¿eh? —preguntó el doctor Fraser, sonriéndole tras la mascarilla quirúrgica—. Vaya que sí, he hecho ya uno nada más traerlos: crujiente por fuera y crudo por dentro, como las barbacoas que hace mi mujer.

Logan cerró los ojos y trató de no pensar en ello.

—¿No deberían estar en las neveras, en lugar de aquí?

El doctor Fraser asintió con la cabeza.

—Pues sí, pero el cabrestante está jodido, y no pienso hacerlo yo, no tengo bien la espalda. Ya lo hará Brian cuando venga.

El mencionado Brian, el técnico de anatomía patológica titular, llegó a las ocho en punto, acompañado de la fiscal, la ayudante de ésta, un fotógrafo de la policía y un segundo forense supervisor que debía garantizar que el doctor Fraser no pifiaba la autopsia y se ganaban una condena. Era un tipo cadavérico con ojos de besugo mareado y una forma de dar la mano acorde. La secuaz de la fiscal era la misma que la había asistido de madrugada en el escenario del crimen, una letrada de nueva hornada, salida hacía dos años de la facultad y que subía los primeros peldaños de su carrera. Iba vestida por entero con ropa quirúrgica, con mascarilla y gorro, y los ojos le brillaban con una mezcla de emoción y temor. Logan tuvo la clara impresión de que se trataba de la primera autopsia a la que asistía en directo.

—¿Todo el mundo listo? —preguntó el doctor Fraser cuando todos se hubieron embutido en los omnipresentes equipos CSI para no contaminar el cadáver.

—Ehm… antes de empezar —dijo la chica nueva, mirando a su superiora como pidiéndole permiso para continuar—. Me gustaría saber dónde está la ropa de la víctima: ¿la han examinado?

Logan negó con la cabeza.

—La encontraron desnuda en el escenario del crimen. No había rastro de ninguna prenda de ropa. Ordené a dos agentes que examinaran el callejón y las calles circundantes.

La joven frunció el ceño.

—Entonces quien la matara se llevó la ropa —dijo, sin advertir la afligida mirada que intercambiaron Logan y el doctor Fraser—. ¿La violaron? ¿Hay señales de acoplamiento sexual reciente?

El doctor Fraser retorció el gesto, y Logan habría podido asegurar que buscaba una manera educada para decirle a la chica que cerrara el pico y se fuera al cuerno.

—Aún no hemos llegado al asunto, pero puesto que era de la profesión, mucho me sorprendería que no encontráramos pruebas de haber follado hacía poco. —Le dijo a Brian que comenzara la grabación—. Y ahora, si están cómodos en sus asientos, empezamos.

Logan trató de no fijarse mucho mientras Fraser concluía el examen externo y se aplicaba al bisturí: el ver cómo a alguien le extraían las entrañas separándolas en cuatro grandes pedazos y le hurgaban en ellas siempre le revolvía el estómago. A juzgar por las apariencias, el desayuno de la ayudante de la fiscal estaba bailando también la danza de la autopsia. Los ojos se le habían puesto de un rosa desvaído y de la escasa porción de rostro visible entre la mascarilla y el gorro se le había ido todo color. Le alegró comprobar que no era él solo.

Cuando por fin todo hubo acabado, y el cerebro de Rosie estaba flotando en un cubo de formol, el doctor Fraser le ordenó a Brian que detuviera la grabación y fue a poner agua a hervir. Era el momento para tomar un té y desentrañar los puntos importantes.

Mientras esperaban a que hirviera el agua en el pequeño despacho, el doctor Fraser traducía al inglés la terminología médica. Rosie Williams había muerto apaleada: la habían desnudado, le habían dado de puñetazos, patadas y pisotones y la habían estrangulado. No necesariamente en este orden.

—Pero —añadió— no murió por asfixia con las manos. Tiene el pulmón izquierdo perforado. La costilla le seccionó la vena en el acto, por lo que, en suma, se ahogó en su propia sangre. Pero no era más que cuestión de tiempo el que las demás heridas le hubieran causado la muerte de todas formas. Ah, y estaba embarazada además. De unas ocho semanas.

Se disparó de pronto el localizador de la fiscal, lo que suscitó un pequeño encadenado de improperios finos mientras se sacaba el teléfono móvil, comprobaba que no tenía cobertura y tenía que salir de allí. Tan pronto como su jefa hubo salido, la nueva ayudante del fiscal trató de tomar las riendas.

—Habría que analizar el ADN del feto: podría ser necesario demostrar la existencia de una relación entre el padre y la muerte violenta de la madre. —Ahora que ya no tenía el escaparate de una carnicería debajo de las narices, se sentía mucho más segura. Se había despojado del atuendo quirúrgico para revelar un riguroso traje de chaqueta negro con unas botas muy formales. Tenía el pelo del color de la cerveza vieja, largo y rizado en las puntas, la cara bonita, con la nariz larga y aspecto de vecina del piso de al lado, la piel con atisbos de pecas que delataban el reciente tiempo soleado—. ¿Qué podría decirse de la posibilidad de una agresión sexual?

Fraser negó con la cabeza.

—Abundancia de actividad sexual reciente… por las tres entradas. Pero nada que fuera forzado. Restos de lubricante en todos los orificios, probablemente por el uso de condones con espermicida, pero no lo sabremos con seguridad hasta tener los resultados del laboratorio. No hay semen.

—Muy bien, sargento —dijo volviéndose hacia Logan—, quiero que busquen en el callejón cualquier anticonceptivo usado que puedan encontrar. Si podemos… —pero se detuvo al ver la expresión de Logan—. ¿Qué pasa?

—Shore Lane es un enorme burdel al aire libre. Debe haber cientos de condones usados por ahí. No hay forma de saber cuánto tiempo llevan tirados, ni quién se los ha puesto, ni dentro de quién han estado.

—Pero el ADN…

—Para que sirviera de algo el ADN, tendría que probar primero que ha estado dentro de ella, luego que el que se lo puso fuera el asesino, y no simplemente uno de sus clientes. Por no hablar de la cuestión acerca de si el que lo utilizó lo hizo en el momento de su muerte. Y ni siquiera sabemos si su asesino intercambió antes sexo con ella. —A Logan se le ocurrió entonces algo horripilante—. O después. —Lanzó una mirada de preocupación al doctor Fraser, pero éste negó con la cabeza.

—No hay que temer nada de eso —aseguró.

Habían tenido hacía un año un caso repugnante con el secuestro de unos chicos a los que habían estrangulado primero, para luego abusar de ellos y mutilarlos. Al menos no iba de eso esta vez.

—Entiendo —respondió ella, frunciendo su bien cuidado entrecejo—. Supongo que supondría un gasto considerable extraer muestras de ADN de todos esos anticonceptivos.

—¡Considerable! —dijeron a una Logan y el doctor Fraser.

—Quiero que los recojan de todos modos —ordenó ella—. Podemos guardarlos ultracongelados por si surge un sospechoso.

Logan no le veía mucho sentido, pero ¿él qué sabía? Era un humilde sargento detective. Con tal que no fuera él quien tuviera que decirles a los equipos de búsqueda que tenían que ir ahí recogiendo condones usados, preferentemente llenos.

—Así se hará —afirmó.

—Bien. —Buscó en el interior de su inmaculado traje de chaqueta, extrajo una fina cartera negra y repartió a cada uno de ellos una tarjeta de visita recién impresa—. Si hay alguna novedad, de día o de noche, manténganme informada. —Y se marchó.

—¿Y bien? —preguntó el doctor Fraser cuando se cerró la puerta del depósito—. ¿Qué le parece?

Logan miró la tarjeta que tenía en la mano: RACHAEL TULLOCH, LICENCIADA EN DERECHO, AYUDANTE DEL FISCAL. Suspiró y se la guardó en el bolsillo superior.

—Me parece que ya tengo bastante de que preocuparme.

Las once y veinticinco y Logan empezaba a ponerse nervioso. Había llegado pronto a las oficinas de Asuntos Internos, no quería causar una mala impresión, aunque sabía que ya era bastante tarde para eso. Logan no era del agrado del inspector Napier. Nunca lo había sido. Éste no estaba sino deseando encontrar la oportunidad para sacárselo de encima de una patada en el trasero. Eran las doce menos veinte cuando fueron por fin a buscar a Logan para acompañarle a la guarida del inspector.

Napier era un tipo de aspecto desdichado por naturaleza, y se las había arreglado para seguir una carrera para la que su cara deprimente, su pelo ralo y pelirrojo y su nariz aguileña constituyeran una notoria ventaja.

El inspector no se levantó al entrar Logan, limitándose a señalar con su pluma estilográfica una silla de plástico de aspecto incómodo al otro lado de su escritorio, para continuar acto seguido garabateando algo en una agenda. Había un segundo inspector uniformado sentado en el otro extremo de la habitación con la espalda apoyada contra la pared, los brazos cruzados, el rostro impenetrable. No se presentó cuando Logan lanzó una nerviosa mirada alrededor del despacho de Napier. La estancia estaba en consonancia con su ocupante, cada cosa en su lugar. No había nada que no cumpliera una función, nada frívolo, como una fotografía de sus seres queridos. Suponiendo que los tuviera. Remachando su anotación con una adusta rúbrica, Napier alzó la mirada y obsequió a Logan con la más insignificante e insincera sonrisa de la historia de la humanidad.

—Sargento —dijo, alisándose un afilado pliegue en su negro uniforme a medida, cuyos botones centelleaban y despedían destellos bajo la iluminación de los fluorescentes, como relojes de hipnotizador en miniatura—. Quiero que me hable del agente Maitland y de por qué se encuentra en estos momentos en una sala de cuidados intensivos. —El inspector se arrellanó en su butaca—. Tómese su tiempo, sargento.

Logan relató la operación fallida, mientras el otro inspector tomaba notas en su rincón. La llamada anónima: alguien estaba vendiendo electrodomésticos robados en un almacén abandonado de Dyce. Había reunido a los oficiales, menos de los que él habría deseado, pero todos los que estaban disponibles. Habían salido en tropel hacia el almacén en plena noche, pues se creía que iba a realizarse una gran entrega. Todos habían ocupado sus posiciones, desde las que habían observado aparecer una furgoneta Transit azul, que se había acercado marcha atrás hasta la puerta del almacén. Él había dado la orden de asaltar el edificio. Y entonces fue cuando las cosas empezaron a torcerse. El agente Maitland recibió un disparo en el hombro y cayó de una pasarela contra el suelo de cemento, desde una altura de seis metros. Alguien hizo explotar una bomba de humo y los malhechores escaparon. Cuando se disipó el humo, no había un solo artículo robado en todo el lugar. Ellos se llevaron a toda prisa a Maitland a urgencias, pero los médicos no les dieron esperanzas de vida.

—Entiendo —dijo Napier cuando Logan concluyó—. ¿Y el motivo por el que decidió utilizar un equipo de inspección desarmado en lugar de oficiales adiestrados en el manejo de armas?

Logan bajó los ojos, mirándose las manos.

—No pensé que fuera necesario. La información de que disponía no hablaba de armas de fuego. Se trataba de artículos robados, cosas de poca monta, nada especial. Hicimos un análisis de riesgos completo en el informe…

—¿Y asume usted la entera responsabilidad de tamaño… —se demoró unos segundos buscando el término adecuado, hasta que se decidió por—: Fiasco?

Logan asintió con la cabeza. No podía hacer más.

—Luego está el asunto de la publicidad negativa —añadió Napier—. Un incidente como este atrae el interés de los medios de comunicación, de forma similar a como un cadáver en descomposición atrae a las moscas… —Sacó un ejemplar del Evening Express del día anterior. El titular decía algo inofensivo acerca de los precios de las casas en Oldmeldrum, pero el inspector se lo saltó y fue a las páginas centrales, que desplegó sobre el escritorio. A MI JUICIO era una columna regular en que la redacción del periódico invitaba a peces gordos locales, famosillos, exinspectores en jefe de la policía y políticos a que se despacharan a su antojo sobre alguna cuestión de actualidad. Le había tocado el turno al concejal Marshall, y en lo alto de la columna se veía la fotografía de rigor, con una sonrisa untuosa y maleable como la de una babosa pagada de sí misma.

La incompetencia policial va en aumento. Si quieren más pruebas, no tienen más que ver la chapucera redada de la pasada semana. Ni un solo arresto y un oficial a las puertas de la muerte como resultado. Mientras nuestros valientes muchachos de azul que patrullan las calles realizan su encomiable labor bajo las circunstancias más difíciles, ha quedado demostrado que sus superiores son incapaces de conseguir bebida en una cervecería…

Seguía en el mismo tono durante la mayor parte de la página, sirviéndose de la redada fallida de Logan en el almacén como metáfora de todos los males que aquejaban en el presente al cuerpo de la policía. Devolvió el periódico tendiendo la mano por encima del escritorio, ligeramente mareado.

Napier cogió de la bandeja de entrada un grueso expediente en el que se leía: SARGENTO DETECTIVE L. MCRAE, y agregó el artículo del concejal Marshall a la pila de recortes de periódico.

—Ha tenido una suerte notable de que no le hayan puesto en la picota en la prensa por su implicación en todo esto, sargento. Supongo que eso es lo que pasa cuando uno tiene amigos en los estratos más bajos. —Volvió a dejar con pulcritud el expediente en la bandeja—. Me pregunto si los medios de comunicación locales seguirán adorándole tanto cuando el agente Maitland fallezca… —Napier miró a Logan directamente a los ojos—. Bien, plantearé mis sugerencias al jefe de policía. No le quepa duda de que conocerá a su debido tiempo las acciones que deberán emprenderse. Entretanto, desearía que considerara las puertas de mi despacho siempre abiertas para usted, en caso de que deseara seguir hablando acerca de este asunto. —La sinceridad de un abogado experto en divorcios.

Logan dijo:

—Sí, señor. Gracias, señor.

Estaba hecho: iban a expulsarle.