Capítulo 2

La muerte de Rosie Williams fue igual como había sido su vida: fea. Tumbada de espaldas sobre el callejón empedrado, con la mirada fija en el cielo nocturno de un color gris anaranjado, mientras la llovizna le hacía relucir la piel y le limpiaba la sangre rojo oscuro del rostro. Desnuda como el día en que había nacido.

El agente de policía Jacobs y la agente de policía Buchan habían sido los primeros en llegar a la escena. Mientras Jacobs cambiaba alternativamente con nerviosismo el peso de una pierna a otra sobre los lisos adoquines, Buchan soltaba improperios.

—Cabrón. —Miraba fijamente el pálido cuerpo roto—. Ni soñar con un turno tranquilo. —Un cadáver significaba papeleo. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Un cadáver significaba también horas extras, y Dios sabía que eso no le vendría nada mal.

—¿Pido refuerzos? —El agente Steve Jacobs manipuló con torpeza la radio y llamó a Control para comunicarles que la llamada anónima había ido en serio.

—Espere un minuto —contestó una voz desde Control con cerrado acento de Aberdeen. Hubo una pausa repleta de ruidos parásitos antes de oírse—: Van a tener que hacerse cargo solos durante un rato. Está todo el mundo fuera, en ese maldito incendio. Les enviaré un inspector tan pronto quede libre alguno.

—¿Qué? —Buchan le arrebató a Jacobs el radiorreceptor de las manos, a pesar de llevarlo sujeto al hombro, por lo que casi le hace perder el equilibrio—. ¿Qué quiere decir «tan pronto quede libre alguno», maldita sea? ¡Se trata de un asesinato! ¡No de un jodido incendio! ¿Cómo diablos va a tener prioridad un incendio sobre un…?

La voz de Control la cortó en seco.

—Escuche —dijo—. No es cosa mía los problemas que tenga usted en su casa: mejor los deja allí. Será mejor que hagan lo que se les dice y mantengan la seguridad en la maldita escena del crimen hasta que pueda enviarles a un inspector. Y si no puedo en toda la noche, toda la noche es lo que van a tener que esperar. ¿Entendido?

Buchan se puso roja de furia, antes de escupir las palabras:

—Sí, sargento.

—Así está mejor. —Y la radio se quedó muda.

Buchan se puso a despotricar de nuevo. ¿Cómo demonios querían que protegieran una escena del crimen sin los de identificación? Llovía de lo lindo, se borraría toda posible huella. ¿Y dónde diablos estaban los de departamento de investigación criminal? Se suponía que tenía que haber una pesquisa criminal, ¡ni siquiera contaban con un investigador con graduación!

Agarró al agente Jacobs por el brazo.

—¿Quieres un trabajo?

Él frunció el ceño con recelo.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Necesitamos un investigador con graduación. Tu «colega» vive por aquí, ¿no? El poli ese, el gran héroe…

Jacobs tuvo que reconocer que así era.

—Muy bien, pues ve a sacar de la cama a ese capullo. Que se encargue él de esto.

La agente de policía Watson tenía la colección de sujetadores y bragas más horrorosa que Logan hubiera visto jamás. Aquella ropa interior parecía que la hubieran diseñado los fabricantes de zepelines de la Primera Guerra Mundial en un mal día: todo era gris, uniforme y abombachado. No es que aquellos días viera la ropa interior de Jackie con una frecuencia fuera de lo normal, pero sí que llevaban una breve racha en que sus turnos iban sincronizados. Logan esbozó una sonrisa somnolienta y se dio la vuelta, mientras la luz procedente del recibidor penetraba por la puerta abierta e iluminaba la cama revuelta.

Miró el despertador entornando los ojos: casi las dos. Cinco horas todavía antes de tener que ir a presentarse al trabajo y oír otra bronca. Cinco horas enteras.

Clic, se extinguió la luz del vestíbulo. Una tenue silueta se enmarcó en la abertura de la puerta, rascándose ligeramente mientras volvía a la cama arrastrando los pies. La agente de policía Jackie Watson pasó el brazo sano (el otro lo tenía roto) alrededor del pecho de Logan y apoyó la cabeza contra el hombro de éste, con la mala fortuna de meterle las rizadas puntas de sus cabellos en la nariz y en la boca. Escupiéndoselos de encima con discreción, él le dio un beso en lo alto de la cabeza, mientras sentía el frío cuerpo de la mujer acurrucándose contra él en toda su extensión. Ella le pasó el dedo por las cicatrices de un par de centímetros de longitud que le surcaban el torso, y Logan pensó: «puede que estas cinco horas no se hagan tan largas, después de todo…».

Las cosas estaban poniéndose interesantes cuando sonó el timbre de la puerta.

—Mierda —murmuró Logan.

—No hagas caso, serán borrachos.

El timbre volvió a sonar, más insistente esta vez. Como si el cabrón que lo mantenía apretado estuviera intentando taladrar el edificio con el pulgar.

—¡Vete a que te den por el saco! —gritó Logan a la oscuridad, provocando un convulso ataque de risa en Jackie, pero sin lograr disuadir al llamador fantasma. De repente el teléfono móvil de Logan se unió al ruidoso coro de la madrugada—. ¡Oh, Dios bendito! —Se volvió a un lado, provocando un gruñido de desagrado, y cogió el teléfono del mueble junto a la cama—. ¡Qué!

—¿Oficial McRae? Buenas noches, señor…

El agente Steve Jacobs: el legendario espadachín desnudo del viejo Aberdeen.

Logan hundió la cabeza, de cara, en la almohada, sin quitarse el teléfono de la oreja.

—¿Qué puedo hacer por usted, agente? —preguntó, mientras pensaba que mejor que se tratara de algo importante si es que tenía que apartar su atención de la agente Watson desnuda.

—Ehm… señor… es que… tenemos por aquí un cadáver… y…

—No estoy de servicio.

La agente Watson emitió un ruido que decía: sí, ya lo creo que lo está, solo que en nada que concierna a la Policía Grampiana.

—Ya lo sé, señor, pero han desplazado a todo el mundo a no sé qué incendio, ¡y no tenemos a ningún oficial de investigación ni a nadie!

Logan le maldijo a la almohada.

—Está bien —dijo por fin—. ¿Dónde están?

Sonó el timbre de la puerta una vez más.

—Ehm… era yo…

—Joder.

Logan se levantó de la cama gruñendo y se puso la ropa que encontró a mano, antes de salir tambaleándose del apartamento, bajar las escaleras y aparecer por la puerta principal con el pelo revuelto y la barba sin afeitar. El agente Steve, tristemente famoso por su striptease a los sones de A Kind of Magic de Queen, le esperaba en el escalón de la entrada.

—Lo siento mucho, señor —dijo con aire avergonzado—. En mitad de la calle: una mujer desnuda. Parece como si la hubieran matado a golpes…

Y todo pensamiento que Logan hubiera podido tener acerca de un poco de diversión en las primeras horas de la mañana se esfumó por completo.

A las dos y cuarto de la madrugada de un martes el puerto estaba prácticamente desierto. Los grises edificios de granito ofrecían un aspecto irreal y enfermizo a la luz de las farolas, y sus contornos se difuminaban bajo la lluvia. Un gigantesco buque de suministros, pintado de un naranja luminoso, estaba amarrado al final de Marischal Street, cuyas luces brillaban aureoladas mientras Logan y el agente Jacobs doblaban la esquina con Shore Lane. Era una estrecha calleja de un solo sentido en el corazón del barrio chino de Aberdeen: a un lado, una pared de cinco pisos de altura, de granito sucio y ventanas oscuras; al otro, una sucesión de edificios de tamaño aleatorio. Incluso a aquellas horas de la noche había un olor característico. Tres días de lluvia torrencial seguidos por una semana de sol ardiente habían dejado las cloacas llenas de ratas ahogadas, cuya descomposición exhalaba una fragancia dulzona. En las paredes de los edificios había farolas de vapor de sodio, pero la mayor parte de ellas rotas, lo cual dejaba un paisaje de pequeños islotes de luz amarillenta en medio de un océano de oscuridad. Los adoquines estaban desgastados bajo sus pies mientras el agente Steve conducía a Logan hasta un charco oscuro en mitad de la calle, donde vieron a la agente de policía agachada sobre un amasijo blanco desparramado en la calzada. El cadáver.

La agente se incorporó al oír que se acercaban, enfocándoles la linterna directamente en el rostro.

—Oh —exclamó sin entusiasmo—. Es usted. —Dando un paso atrás, recorrió el cuerpo desnudo con el haz de luz.

Era una mujer, con la cara golpeada y desfigurada. Tenía un ojo hinchado, prácticamente cerrado, la nariz aplastada, la mejilla partida, la mandíbula rota y le faltaban varios dientes. No llevaba nada puesto salvo un rosario de hematomas rojo oscuro alrededor del cuello.

No era ninguna niña: la recia y blanca carne de sus muslos formaba grumos de requesón celulítico; las estrías dibujaban dunas de arena en su estómago; y entre las piernas, un felpudo de pelo corto y duro: otra depilación brasileña casera pasada de fecha. Una rosa y un puñal ensangrentado adornaban su piel lechosa justo por encima del pecho izquierdo. La sangre tatuada se negaba a deshacerse bajo la lluvia.

—Jesús bendito, Rosie —dijo Logan, cayendo rodilla en tierra sobre los adoquines fríos y mojados para poder verla mejor—. ¿Quién demonios te ha hecho esto?

—¿La conocía? —La pregunta venía de la agente con cara de pocos amigos—. ¿Era usted cliente habitual?

Logan hizo caso omiso.

—Rosie Williams. Trabajaba estas calles hasta donde me alcanza la memoria. Sabe Dios la de veces que la poli le puso la mano encima por hacer la calle. —Le tocó el cuello con los dedos, buscándole el pulso.

—Lo crea o no, eso ya lo hemos hecho nosotros —dijo la agente—. Más muerta que Carracuca.

La llovizna apagaba el sonido de las voces de unos borrachos que cantaban y gritaban perdidos entre los muelles. Logan se reincorporó, mirando de un extremo a otro de la callejuela.

—¿Los de identificación? ¿El fiscal? ¿El médico de guardia?

La agente resopló.

—Debe estar de guasa. Están todos haciendo el gilipollas en no sé qué incendio. Por lo visto mucho más importante que una pobre mujer molida a palos. —Se cruzó de brazos—. No iban a enviarnos siquiera un oficial de investigación como es debido, así que hemos tenido que recurrir a usted.

Logan apretó los dientes.

—¿Tiene algo que decir, agente? —Se acercó a ella lo suficiente como para apreciar el rancio olor a tabaco de su aliento. Ella le sostuvo la mirada, con una sutil expresión de disgusto.

—¿Cómo está el agente Maitland? —preguntó con voz tan fría como el cadáver que tenían a sus pies—. ¿Sigue vivo?

Logan se mordió la lengua. Él era el oficial superior con respecto a ella, tenía la responsabilidad de comportarse como un adulto. Pero de lo que de verdad tenía ganas era de coger una de las ratas grasientas, hinchadas y en descomposición que abundaban por allí y metérsela hasta arriba por el…

Se oyeron gritos procedentes del otro extremo del callejón, el que daba a Regent Quay. Aparecieron tres hombres dando tumbos por la esquina, chocándose uno con otro, que se pusieron a hurgarse en los pantalones y a reír a carcajadas mientras la orina humeante salpicaba las paredes de la calleja. Logan se volvió hacia la orgullosa y desafiante policía.

—Agente —dijo con una fina sonrisa—, se supone que debería usted estar vigilando la escena del crimen. ¿Cómo es que veo entonces a tres tipos meándose en ella?

Por un momento pareció que ella fuera a replicarle, pero echó callejón abajo hecha una furia, increpando a los borrachos a voz en grito:

—¡Eh! ¡Vosotros! ¿A qué diablos creéis que estáis jugando?

Eso permitió que Logan y el agente Steve se quedaran a solas con los maltrechos restos de Rosie Williams. Logan se saco el teléfono móvil y llamó a Control para pedir novedades acerca del médico de guardia, la Oficina de Identificación, el forense, el fiscal y todo el circo dispuesto para actuar siempre que hay sospechas de una muerte violenta. No hubo de qué alegrarse: todos seguían inmovilizados en el gran incendio de Northfield, aunque el inspector McPherson estaría con ellos tan pronto como fuera posible. Entretanto Logan debía permanecer donde estaba y procurar que nadie más resultara muerto.

Una hora más tarde seguía sin haber rastro del inspector McPherson, ni del personal de identificación, pero se había presentado el médico de servicio. Por lo menos había dejado de llover. El médico se enfundó a duras penas un equipo de intervención en escenarios del crimen de color blanco como el papel, antes de bajar trabajosamente por Shore Lane y pasar agachándose bajo la cinta azul de POLICÍA que la agente Buchan había extendido a regañadientes de un lado al otro del callejón.

Las tres y media de la madrugada no era la mejor hora del doctor Wilson, un hecho que se ocupó de dejar bien claro dejando caer su maletín de facultativo en medio de un charco hediondo y soltando una sarta de injurias. Las bolsas que tenía debajo de los ojos eran de tamaño familiar, y tenía la nariz roja e irritada por un resfriado de finales de verano.

—Buenos días, doctor —dijo Logan, no obteniendo por respuesta más que un gruñido, mientras el médico se agachaba sobre el cadáver para tantearle el pulso.

—Está muerta —aseveró, al tiempo que se reincorporaba y hacía ademán de volver a su coche.

—Espere un minuto. —Logan lo agarró del brazo—. ¿Eso es todo? «¿Está muerta?». Ya sabemos que está muerta: ¿le importaría aventurar una suposición acerca de cuándo y de qué?

El médico frunció el entrecejo.

—Eso no es mi trabajo. Pregúntele a algún condenado forense.

Sorprendido, Logan soltó el brazo del viejo.

—¿En plena noche?

El doctor Wilson se pasó una mano cansada por la cara, haciendo crujir la barba sin afeitar.

—Lo siento. Estoy hecho polvo… —Lanzó una mirada por encima del hombro al cuerpo desnudo de Rosie y suspiró—. Lo que parece más probable: traumatismo contuso. Los hematomas no están muy avanzados, así que la circulación debió detenerse bastante rápido. A juzgar por la lividez, diría que hará unas tres, tal vez cuatro horas. —Reprimió un bostezo—. La han matado a golpes.

Hasta las cuatro y veinte no apareció nadie más, y para entonces el doctor Wilson hacía largo rato que se había ido. El sol se anunciaba ya; el cielo era una mancha de suave color amarillo entreverado de gris, pero Shore Lane permanecía sumida en las sombras.

La inmunda furgoneta Transit blanca de la Oficina de Identificación subió marcha atrás el callejón desde la vía de doble calzada, conducida por un único técnico de la policía científica ataviado con el mono blanco reglamentario. Se abrieron las puertas traseras y comenzó la pelea ritual con la tienda CSI: barras de metal y lienzos de plástico azul sobre el cuerpo de Rosie Williams. Un generador rugió cobrando vida y expeliendo humo azul a la mañana naciente. Los gases diesel entraron en competencia con el hedor a rata en descomposición, mientras crepitaban un par de arcos voltaicos. La fiscal apareció no mucho más tarde, tras aparcar en el extremo del callejón que daba a Regent Quay. Era una rubia atractiva de cuarenta y pocos, de aspecto casi tan cansado como el de Logan, y que despedía un ligero olor a humo. La seguía una mujer más joven, muy seria, con el pelo completamente rizado, los ojos grandes y una tablilla sujetapapeles en la mano. Logan las puso al corriente mientras ellas se debatían por enfundarse el equipo blanco preceptivo, y luego tuvo que repetir toda la historia una vez más cuando se presentó la forense. La doctora Isobel MacAlister: cansada, irritable y más que contenta de poder desquitarse con Logan. Nada como una exnovia para quitarle toda la diversión a un escenario del crimen. Y ni rastro todavía del inspector McPherson. Lo que significaba que Logan seguía siendo el responsable si algo iba mal. Como si no tuviera nada más de qué preocuparse. La única compensación era que aquél no iba a ser su problema por mucho tiempo: no cabía posibilidad ninguna de que le dejaran al cargo de una investigación por asesinato. No con su reciente historial. No después de hacer que el agente Maitland casi resultara muerto en una chapuza de redada. No, aquel caso iría a parar a manos de alguien que no la cagara. Se miró el reloj. Casi las cinco. Faltaban aún otras dos horas antes de que empezara en teoría su turno y ya llevaba en marcha la mitad de la noche.

Exhalando un suspiro cansado, Logan pasó de la fría luz del amanecer al interior de la tienda CSI. Iba a ser un día muy largo.