En casa cada hermano mayor criaba a uno menor. Jandira había tomado a su cuidado a Gloria y a otra hermana que le dieron a criar en el Norte. Antonio era el protegido suyo. Después, Lalá me había tomado por su cuenta hasta hacía bastante poco tiempo. Parecía gustar de mí, pero luego se aburrió o se enamoró de un pretendiente que era un petimetre igualito al de la música: de pantalón largo y chaqueta bien corta. Cuando íbamos los domingos a hacer «footing» (el pretendiente de ella hablaba así) en la Estación, me compraba caramelos en cantidad. Era para que yo no dijera nada en casa. Y tampoco le podía preguntar a tío Edmundo qué era eso, pues si no se descubría todo…
Mis otros dos hermanitos habían muerto pequeños y yo solamente había oído hablar de ellos. Contaban que eran dos indiecitos Pinagés. Bien quemaditos y de pelo negro y liso. Por eso la niña se llamó Aracy y el niñito Jurandyr.
Después venía mi hermanito Luis. Quien primero cuidó de él fue Gloria, y después yo. Nadie necesitaba preocuparse de él, porque no había niño más lindo, bueno y quietecito.
Por eso cambié de idea cuando ya iba a salir a la calle y me dijo, con su vocecita:
—Zezé, ¿me vas a llevar al Jardín Zoológico? Hoy no amenaza lluvia, ¿no es cierto?
Era gracioso oír cómo pronunciaba todo sin equivocarse. Aquel niñito iba a ser alguien, iría lejos.
Miré el día lindo, todo el cielo azul. Me quedé sin coraje para mentirle. Porque a veces no tenía ganas de ir y le decía:
—Estás loco, Luis. ¡Mira el temporal que se acerca…!
Esa vez lo tomé de la mano y salimos para la gran aventura del fondo.
La quinta se dividía en tres juegos. El Jardín Zoológico. Europa, que estaba próximo a la cerca bien hecha de la casa de don Julito. ¿Por qué Europa? Ni mi pajarito lo sabía. Allí jugábamos con el trencito del Pan de Azúcar. Tomaba la caja de los botones y los enhebraba en un hilo. (Tío Edmundo decía «cordel». Yo pensaba que cordel era caballo. Y él me explicó que era parecido, pero que caballo era «corcel»). Después, ataba una punta en la cerca y la otra en los dedos de Luis. Subía todos los botones y soltaba lentamente uno por uno. Cada trencito venía lleno de gente conocida. Había un botón negro que era el tranvía del moreno Biriquinho. A veces se oía una voz de la otra quinta.
—¿No estás arruinando mi cerca, Zezé?
—No, doña Dimerinha. Puede mirar.
—Así me gusta. Que juegues quietecito con tu hermano. ¿No es mejor así?
Quizá fuese más bonito, pero en el momento en que mi «padrino», el travieso me empujaba, nada podía haber más lindo que hacer diabluras…
—¿Usted me va a dar un almanaque para Navidad, como el año pasado?
—¿Y qué hiciste con el que te di el año pasado?
—Está adentro, puede ir a ver, doña Dimerinda. Está sobre la bolsa del pan.
Ella se rió y me prometió que sí. Su marido trabajaba en el depósito de Chico Franco.
El otro juego era Luciano. Luis, al comienzo, tenía mucho miedo de él y me pedía, por favor, tirándome de los pantalones, que volviéramos. Pero Luciano era un amigo. Cuando me veía lanzaba fuertes chillidos. Tampoco Gloria lo quería y decía que los murciélagos son como los vampiros, que chupan la sangre de los niños.
—No, Godóia. Luciano no es así. Es un amigo. Él me conoce.
—Con esa manía que tienes por los bichos y por hablar con las cosas…
Costó mucho convencerla de que Luciano no era un bicho. Luciano era un avión que volaba por el «Campo dos Alfonsos».
—Mira, Luis.
Y Luciano daba vueltas alrededor de nosotros, feliz, como si comprendiera de qué se hablaba. Y realmente comprendía.
—Es un aeroplano. Está haciendo… Ahí me trababa. Necesitaba pedirle nuevamente a tío Edmundo que me repitiese esa palabra.
No sabía si era acrobacia, acorbacia, o arcobacia. Pero era una de ellas. Y yo no quería enseñarle a mi hermano nada equivocado. Y ahora él quería el Jardín Zoológico.
Llegamos junto al gallinero viejo. Adentro, las dos gallinitas claras estaban picoteando; la vieja gallina negra era tan mansa que hasta se le podían hacer cosquillas en la cabeza.
—Primero vamos a comprar las entradas. Dame la mano, que los niños pueden perderse en esta multitud. ¿Ves cómo está de lleno los domingos?
Miraba y comenzaba a ver gente por todas partes, y apretaba más mi mano.
En la taquilla empiné hacia adelante la barriga y escupí para darme mayor importancia. Metí la mano en el bolsillo y pregunté a la vendedora:
—¿Hasta qué edad no pagan los niños?
—Hasta los cinco años.
—Entonces, una de adulto, por favor.
Tomé dos hojitas de naranjo como billetes, y fuimos entrando.
—Primero, hijo mío, vas a ver la belleza de las aves. Mira, papagayos, loros y «ararás» de todos los colores. Aquéllas de plumas de diferentes colores son las «ararás» arco iris.
Y él agrandaba los ojos, extasiado.
Caminábamos despacio, viéndolo todo. Tantas cosas, que hasta vi que detrás de todo Gloria y Lalá estaban sentadas en un banco, pelando naranjas. Los ojos de Lalá me miraban de una manera…
¿Ya lo habrían descubierto? En ese caso, este Jardín Zoológico iría a terminar en grandes chinelazos en el trasero de alguien. Y ese alguien únicamente podía ser yo.
—Y ahora, Zezé, ¿qué vamos a visitar?
Nuevo escupitajo y pose:
—Vamos a pasar por las jaulas de los monos. Tío Edmundo siempre los llama simios.
Compramos algunas bananas y las arrojamos a los animales. Sabíamos que eso estaba prohibido, pero como había tanta gente los guardianes ni se daban cuenta.
—No te acerques mucho, porque te van a tirar las cáscaras de banana, muchachito.
—Lo que yo quería era ver enseguida a los leones.
—Ya vamos para allá.
Miré de reojo hacia donde las dos «simias» comían naranjas.
Desde la jaula de los leones podría escuchar la conversación.
—Ya llegamos.
Señalé las dos leonas amarillas, bien africanas. Cuando él quiso acariciar la cabeza de la pantera negra…
—¡Qué idea, muchachito! Esa pantera negra es el terror del Zoológico. Vino a parar aquí porque le arrancó los brazos a dieciocho domadores y se los comió.
Luis puso cara de miedo y sacó el brazo, aterrado.
—¿Vino del circo?
—Sí.
—¿De qué circo, Zezé? Nunca me contaste eso antes.
Pensé y pensé. ¿A quién conocía yo que tuviera nombre para circo? ¡Ah, ya estaba! Había venido del circo Rosemberg.
—¿Pero ésa no es la panadería?
Cada vez era más difícil engañarlo. Comenzaba a estar muy enterado.
—No, ésa es otra. Y mejor sentémonos un poco a comer la merienda. Caminamos mucho.
Nos sentamos y fingimos que comíamos. Pero mi oído estaba allá, escuchando las conversaciones.
—Uno debiera aprender de él, Lalá. Mira, si no, la paciencia que tiene con el hermanito.
—Sí, pero el otro no hace lo que él hace. Eso ya es maldad, no travesura.
—Es cierto que tiene el diablo en el cuerpo, pero así y todo es divertido. Nadie le tiene rabia en la calle, por más diabluras que haga…
—Aquí no pasa sin llevarse algunos chinelazos. Hasta que aprenda.
Arrojé una flecha de piedad a los ojos de Gloria. Ella siempre me había salvado, y siempre le prometía que nunca más lo iba a hacer…
—Más tarde. Ahora no. Están jugando tan quietecitos.
Ella ya lo sabía todo. Sabía que yo había saltado la cerca y entrado en los fondos de la quinta de doña Celina. Me quedé fascinado con la cuerda de la ropa balanceando al viento un montón de piernas y brazos. El diablo me dijo entonces que podía saltar al mismo tiempo en todos los brazos y piernas. Estuve de acuerdo con él en que sería muy divertido. Busqué un pedazo de vidrio bien afilado, subí al naranjo, y corté la cuerda con paciencia.
Casi me caía cuando todo eso se vino abajo. Un grito y todo el mundo corrió.
—Vengan, por favor, que se cayó la cuerda. Pero una voz no sé de dónde gritó más alto.
—Fue ese demonio del chico de don Paulo. Lo vi trepando en el naranjo con un pedazo de vidrio…
—¿Zezé?
—¿Qué pasa, Luis?
—Cuéntame cómo sabes tantas cosas del Jardín Zoológico.
—¡Uf, ya visité muchos en mi vida!
Mentía; todo lo que sabía era lo que me contara tío Edmundo, prometiendo llevarme allá algún día. Pero él andaba tan despacito que, cuando llegáramos, seguro que ya no existiría nada. Totoca había ido una vez con papá.
—El que más me gusta es el de la calle Barón de Drummond, en Villa Isabel. ¿Sabes quién fue el Barón de Drummond? Por supuesto que no. Eres muy chico para saber estas cosas. El tal Barón debió haber sido amigo de Dios. Porque fue a él a quien ayudó Dios a crear el «jogo do bicho[2]» y el Jardín Zoológico. Cuando seas mayor…
Las dos continuaban allá.
—Cuando yo sea mayor, ¿qué?
—¡Ay qué chico preguntón! Cuando pase eso te voy a enseñar los animales y el número de cada uno. Hasta el número veinte. Desde ése, hasta el número veinticinco, yo sé que hay vaca, toro, oso, venado y tigre: No sé muy bien el lugar de ellos, pero voy a aprenderlo para no enseñarte mal.
Estaba cansándose del juego.
—Zezé, cántame «Casita pequeñita».
—¿Aquí, en el Jardín Zoológico? Hay mucha gente.
—No. La gente ya se está yendo…
—Es muy larga la letra. Voy a cantar sólo la parte que te gusta.
Esa donde se habla de las cigarras. Saqué pecho:
Tú sabes de dónde vengo,
queda allá junto a un huerto…
De una casita que tengo;
Es una casa chiquita,
en lo alto de una colina
y se ve el mar a lo lejos…
Pasé por alto un montón de versos.
Entre las palmeras altas
cantan todas las cigarras
al volverse de oro el sol.
Cerca se ve el horizonte.
En el jardín canta una fuente
y en la fuente un ruiseñor…
Ahí paré. Ellas continuaban firmes, esperándome. Tuve una idea; me quedaría allí cantando hasta que llegara la noche. Acabarían por cansarse.
¡Pero qué! Canté toda la canción, la repetí, canté «Es tu afecto pasajero» y hasta «Ramona». Las dos letras diferentes que sabía de «Ramona»… y nada. Entonces me entró la desesperación. Era mejor acabar con aquello. Fui adonde ellas se hallaban.
—Está bien, Lalá. Me puedes pegar.
Me puse de espaldas y ofrecí el material. Apreté los dientes porque la mano de Lalá tenía una fuerza de mil diablos en la chinela.
* * *
Fue mamá quien tuvo la idea.
—Hoy todo el mundo va a ver la nueva casa.
Totoca me llamó aparte y me avisó en un susurro.
—Si llegas a contar que ya conocemos la casa, te hago polvo.
Pero yo ni siquiera había pensado en eso. Era un mundo de gente por la calle. Gloria me llevaba de la mano y tenía órdenes de no soltarme ni un minuto. Y yo llevaba de la mano a Luis.
—¿Cuándo tenemos que mudarnos, mamá? Mamá le respondió a Gloria con una cierta tristeza.
—Dos días después de Navidad hemos de comenzar a arreglar los trastos.
Hablaba con una voz cansada, cansada. Y yo sentía mucha pena por ella. Mamá había nacido trabajando. Desde los seis años de edad, cuando construyeron la Fábrica, la habían puesto a trabajar allí. La sentaban encima de una mesa y tenía que quedarse allí limpiando y enjuagando las herramientas. Era tan chiquitita que se mojaba encima de la mesa porque no podía bajar sola… Por eso nunca fue a la escuela ni aprendió a leer. Cuando le escuché esa historia me quedé tan triste que prometí que cuando fuese poeta y sabio le iba a leer todas mis poesías.
Y la Navidad ya se anunciaba en tiendas y mercerías. En todos los vidrios de las puertas ya habían dibujado a Papá Noel. Algunas personas compraban postales para que cuando llegase la hora no se llenasen demasiado las casas de comercio. Yo tenía una lejana esperanza de que esta vez el Niño Dios naciera. Pero que naciera para mí. A lo mejor, cuando llegara a la edad de la razón, tal vez mejorase un poco.
—Aquí es.
Todos quedaron encantados. La casa era un poco más chica. Mamá, ayudada por Totoca, desató el alambre que sostenía el portón y todo el mundo se lanzó hacia adelante. Gloria me soltó y olvidó que ya estaba haciéndose una señorita. Se precipitó en una carrera y abrazó la «mangueira[3]».
—Ésta es mía. Yo la agarré primero. Antonio hizo lo mismo con la planta de tamarindo. No había quedado nada para mí. Casi llorando miré a Gloria.
—¿Y yo, Gloria?
—Corre al fondo. Debe de haber más árboles, tonto.
Corrí, pero sólo encontré el yuyo crecido. Un montón de naranjos viejos y pinchudos. Al lado de la zanja había una pequeña planta de naranja-lima.
Estaba desconcertado. Todos estaban mirando las habitaciones y determinando para quién sería cada una.
Tiré de la falda a Gloria.
—No hay nada más.
—No sabes buscar bien. Espera aquí que voy a encontrarte un árbol.
Al rato vino conmigo. Examinó los naranjos.
—¿No te gusta aquél? Es un lindo naranjo.
No me gustaba ninguno. Ni siquiera ése. Ni aquel otro, ni ninguno. Todos tenían muchas espinas.
—Para quedarme con esos mamarrachos, antes prefiero la planta de naranja-lima.
—¿Cuál?
Fuimos hacia donde estaba.
—¡Pero qué linda plantita de naranja-lima! Mira, no tiene ni siquiera una espina. Y tiene tanta personalidad que ya desde lejos se sabe que es naranja-lima. ¡Si yo tuviera tu estatura no querría otra cosa!
—Pero yo quería un árbol grandote.
—Piensa bien, Zezé. Es muy pequeño todavía. Con el tiempo será un naranjo grandote. Así crecerán juntos. Los dos se van a entender como si fuesen dos hermanos. ¿Viste la rama que tiene? Es verdad que es la única, ¡pero parece un caballito hecho para que montes en él!
Me sentía el ser más desgraciado del mundo. Recordaba lo ocurrido con la botella de bebida que tenía la figura de los ángeles escoceses. Lalá dijo: «Ese soy yo»; Gloria señaló otro para ella; Totoca eligió otro para él. ¿Y yo? Finalmente me tocó ser esa cabecita que había atrás, casi sin alas. El cuarto ángel escocés, que ni siquiera era un ángel entero… Siempre tenía que ser el último. Cuando creciera iban a ver. Compraría una selva amazónica y todos los árboles que tocaran el cielo serían míos. Compraría un depósito de botellas llenas de ángeles y nadie tendría ni siquiera un trozo de ala.
Me enojé. Sentado en el suelo, apoyé mi enojo en mi planta de naranja-lima. Gloria se alejó sonriendo.
—Ese enojo no dura, Zezé. Acabarás descubriendo que yo tenía razón.
Agujereé el suelo con un palito y comencé a dejar de lloriquear. Habló una voz, venida quién sabe de dónde, cerca de mi corazón.
—Creo que tu hermana tiene toda la razón.
—Todo el mundo tiene siempre toda la razón; el único que no la tiene nunca soy yo.
—No es cierto. Si me mirases bien, acabarías por darte cuenta.
Me levanté, asustado, y miré el arbolito. Era raro, porque siempre conversaba con todo, pero pensaba que era mi pajarito de adentro que se encargaba de arreglar las conversaciones.
—¿Pero tú hablas de verdad?
—¿No me estás escuchando?
Y se rió bajito. Casi salí gritando por la quinta. Pero me sujetaba la curiosidad.
—¿Por dónde hablas?
—Los árboles hablan por todas partes. Por las hojas, por las ramas, por las raíces. ¿Quieres ver? Apoya tu oído aquí en mi tronco y vas a escuchar palpitar mi corazón.
Me quedé medio indeciso, pero viendo su tamaño perdí el miedo. Apoyé la oreja y una cosa lejana hacia tic… tac… tic… tac…
—¿Viste?
—Pero, dime, ¿todo el mundo sabe que hablas?
—No. Solamente tú.
—¿De verdad?
—Puedo jurarlo. Un hada me dijo que cuando un niño igual a ti se hiciera amigo mío, yo podría hablar y ser muy feliz.
—¿Y vas a esperar?
—¿Qué cosa?
—Hasta que me mude. Falta más de una semana. Hasta ese momento ¿no te irás a olvidar de hablar?
—Jamás. Es decir, para ti solamente. ¿Quieres ver cómo soy de blando?
—¿Cómo eres de qué?…
—Súbete a mi rama. Obedecí.
—Ahora, balancéate un poco y cierra los ojos.
Hice lo que me mandaba.
—¿Qué tal? ¿Alguna vez tuviste en la vida un caballito mejor?
—Nunca. Es maravilloso. Voy a darle a mi hermanito menor mi caballito «Rayo de Luna». Te va a gustar mucho mi hermano, ¿sabes?
Bajé adorando ya mi planta de naranja-lima.
—Mira, haré una cosa. Siempre que pueda, antes de mudarnos, vendré a charlar un ratito contigo… Ahora necesito irme, ya están saliendo todos.
—Pero los amigos no se despiden así.
—¡Chist! Allá viene ella.
Gloria llegó en el momento en que lo abrazaba.
—Adiós, amigo. ¡Eres la cosa más linda del mundo!
—¿No te lo había dicho?
—Sí, lo dijiste. Ahora, aunque ustedes me diesen la «mangueira» y la planta de tamarindo a cambio de mi árbol, no querría.
Me pasó la mano por el pelo, tiernamente.
—¡Cabecita, cabecita!…
Salimos tomados de las manos.
—Godóia, ¿no te parece que tu «mangueira» es un poco sosa?
—Todavía no se puede saber, pero parece un poco, sí.
—¿Y el tamarindo de Totoca?
—Es un poco sin gracia, ¿por qué?
—No sé si lo puedo contar. Pero un día te contaré un milagro, Godóia.