XXXI

Un topo adulto tomó por residencia un macizo de malvas que había en el solar vacío. Era un lugar perfecto. Las malvas se erguían lozanas y verdes y, al madurar, sus flores pendían provocativamente. La tierra también era apropiada para la madriguera de un topo, negra y blanda, pero con algo de arcilla para impedir que se hundieran y borrasen los túneles. El topo era gordo y lustroso, y siempre tenía los carrillos llenos de alimento. Tenía unas lindas orejitas y los ojos negros como cabezas de alfiler y de un tamaño semejante. Sus uñas eran fuertes y la piel de su lomo era de un color marrón brillante y la de su pecho increíblemente suave. Tenía unos dientes amarillos y curvos y un corto rabito. Era un hermoso topo y estaba en la plenitud de la edad.

Cuando descubrió este lugar lo halló conveniente, y comenzó a cavar su madriguera en una pequeña eminencia, desde donde podía ver a través de las hierbas los camiones que pasaban por el arrabal. Podía contemplar los pies de Mack y sus amigos cuando atravesaban el solar. Según iba cavando, encontraba el lugar más perfecto, pues bajo tierra había grandes rocas. Bajo una de estas rocas hizo la cámara para depositar los alimentos, en la seguridad de que no se hundiría con las lluvias. En aquel lugar podía establecerse y fundar una familia.

La primera vez que sacó la cabeza de su guarida vio un espectáculo maravilloso. Era por la mañana temprano, las malvas proyectaban una luz verde y los primeros rayos del sol comenzaban a calentar.

Cuando el topo terminó la gran cámara y las cuatro salidas de emergencia y una habitación a prueba de lluvias, se dedicó a almacenar alimentos. Solamente cortaba tallos perfectos, les daba el tamaño necesario, los metía en su agujero y los llevaba a la gran cámara, colocándolos de modo que no fermentaran ni se pusieran agrios. Había descubierto la vivienda ideal. No había jardines cerca y, por lo tanto, no colocaban trampas. Los gatos, aunque había muchos, estaban tan hartos con los restos de las fábricas de conservas que ya no querían cazar. El suelo era lo suficientemente arenoso como para que el agua no se estacionase. El topo trabajó intensamente hasta que tuvo su guarida repleta de alimentos. Entonces hizo unas habitaciones que destinaba a sus hijitos. En pocos años tendría millares de descendientes.

Pero según pasa el tiempo, el topo comenzó a impacientarse, pues no aparecía ninguna hembra. Por la mañana, el topo salía a la puerta de su madriguera y emitía penetrantes gritos que el oído humano no puede percibir, pero que los demás topos oyen desde grandes profundidades. Pero la hembra no aparecía. Finalmente, en un arrebato de impaciencia, el topo atravesó la vía y siguió hasta que encontró otra madriguera. Oyó ruido y percibió el olor de la hembra, pero, de repente, salió de la madriguera un macho viejo y curtido en la batalla que lo mordió de tal modo que tuvo que irse arrastrando hasta su guarida, y tardó tres días en curarse; había perdido dos uñas de una de sus patas delanteras.

Volvió a esperar y a llamar junto a la puerta de su lindo hogar, pero la hembra no venía, y al poco tiempo, el topo cambió de residencia. Se mudó a un jardín de dalias que había en la colina, donde ponían trampas todas las noches.