La naturaleza de las fiestas ha sido imperfectamente estucada. Sin embargo, existe la creencia general de que una fiesta tiene su patología, que es una especie de individuo, y que probablemente es un individuo perverso. Y también existe la creencia de que casi nunca realiza lo que se propone. Esto último excluye, claro está, las fiestas que dan las anfitrionas profesionales. Éstas no son fiestas, sino actos y manifestaciones tan espontáneos como la peristalsis y tan interesantes como su resultado.
Probablemente todos los habitantes del arrabal habrían proyectado en su imaginación cómo iba a ser la fiesta: los gritos de salutación, las felicitaciones, el ruido, el bienestar. Pero no comenzó así. A las ocho en punto, Mack y sus amigos, limpios y peinados, cogieron los jarros de bebida, atravesaron la vía del tren, cruzaron el solar y la calle y subieron la escalera del Laboratorio. Todos se hallaban inquietos. El doctor abrió la puerta y Mack le dijo:
—Como hoy es su cumpleaños, yo y los muchachos hemos querido felicitarle, y como regalo, le tenemos guardados veintiún gatos.
Mack dejó de hablar y él y sus amigos quedáronse aguardando.
—Entrad —dijo el doctor—. Estoy sorprendido. No sabía que supieseis que hoy era mi cumpleaños.
—Los gatos —dijo Hazel— no los hemos traído.
Se sentaron formalmente en la habitación de la izquierda. Hubo un largo silencio.
—Bien —dijo el doctor—. Ya que estáis aquí, ¿qué os parece si tomamos un traguito?
—Hemos traído bebida —dijo Mack, e indicó los tres jarros que Eddie había ido reuniendo.
—No tienen cerveza —dijo Eddie.
—No —dijo el doctor—, yo soy quien tengo que invitaros.
Precisamente tengo un poco de whisky.
Estaban sentados formalmente y bebían el whisky cuando entraron Dora y las muchachas que le entregaron la colcha. El doctor la extendió sobre su cama. Hacía un efecto precioso. Luego las chicas bebieron un poco de whisky. En seguida vinieron Mr. y Mrs. Malloy trayendo sus regalos.
—La mayoría de la gente no conoce el valor de este objeto —dijo Sam Malloy cuando sacó la biela y el pistón del Chalmers 1916—. Probablemente no quedan más de tres en el mundo.
Y luego la gente comenzó a llegar en grupos. Henri vino y trajo un acerico de tres pies de largo por cuatro de ancho. Quería dar una conferencia sobre este arte nuevo, pero cuando él llegó la formalidad habíase roto. Llegaron Mr. y Mrs. Gay. Lee Chong le entregó al doctor la traca y los bulbos de lirio. A las once, un invitado se comió los bulbos, pero la traca duró más. De La Ida llegó un grupo de desconocidos. La rigidez desaparecía rápidamente. Dora estaba sentada en una especie de trono, su cabello flameaba. Sostenía delicadamente su vaso de whisky, y vigilaba a las muchachas para ver si se comportaban decentemente. El doctor puso en el fonógrafo un disco de música de baile y se fue a la cocina para freír los bistés.
La primera pelea no fue mala. Uno de los del grupo de La Ida hizo una proposición inmoral a una de las chicas de Dora. Ella protestó y Mack y sus amigos, ofendidos por el ultraje, lo arrojaron de la casa sin que nada se rompiera. Después de esto se sintieron aliviados, pues se daban cuenta de que estaban siendo útiles.
En la cocina, el doctor freía los bistés, cortaba los tomates y partía el pan. Se sentía muy bien. Mack se ocupaba personalmente del fonógrafo. Había encontrado un álbum de los tríos de Benny Goodman. El baile había comenzado y la fiesta se animaba. Eddie entró en el despacho y comenzó a bailar un zapateado. El doctor se había llevado a la cocina una pinta de whisky y bebía de la botella. Todos se sorprendieron cuando trajo la carne. Aunque nadie tenía verdadera hambre, terminaron con todo en un momento. El alimento infundió en la fiesta una tristeza digestiva. El whisky se había acabado y el doctor tuvo que sacar los galones de vino.
Dora, sentada en su trono, le dijo al doctor:
—Doctor, roqueños esa linda música. Estoy harta de la gramola eléctrica que hay en casa.
Y el doctor cogió un álbum de Monteverdi y tocó Ardo y Amor. Los invitados escuchaban en silencio. Dos recién llegados subieron las escaleras y entraron calladamente. El doctor experimentaba una dulce tristeza. Nadie habló cuando terminó la música. El doctor tomó un libro y leyó en voz alta:
Aún ahora,
si recuerdo a mi amada de senos de limón,
color de ámbar y de ojos como estrellas,
cuando se me acercaba ardiente,
herida por las flechas del amor.
La que por su juventud fue para mí lo primero,
en una tumba de nieve entierro mi corazón.
Aún ahora,
si otra vez viniera a mí mi amada de ojos de loto,
cansada por el peso de un amor joven,
estrecharía otra vez con mis brazos hambrientos
y apagaría en su boca el ardor de mi sed,
como la abeja en sus revoloteos
roba la miel de los nenúfares.
Aún ahora,
si la viera extendida con los ojos abiertos
y los párpados prolongados hasta el oído,
sufriendo por la fiebre de mi ausencia,
entonces mi amor se tornaría en cadenas de flores,
y por la noche, un amante moreno dormido en su regazo.
Aún ahora,
mis ojos que nada quieren ver, aún recuerdan
el rostro de mi amada. ¡Oh anillos de oro
que rozasteis mejillas de magnolia!
¡Oh suave pergamino en que mis labios
escribieron con besos magníficas estrofas!
Ya nada escribirán.
Aún ahora,
la muerte me recuerda el temblor de los párpados pintados
sobre unos ojos inquietos, y su pobre cuerpo frágil,
quebrado por el placer;
las rojas flores de sus senos que fueron mi consuelo un día
y los húmedos labios rojos cuya memoria me entristece ahora.
Aún ahora,
se habla de la debilidad de aquella
que fue fuerte al amarme. Y los hombres,
que siendo esclavos compran con su plata,
guiñan los ojos; pero sin embargo
no hay príncipe que la haya poseído.
¡Oh dulce amor, tú has sido sólo mía!
Aún ahora,
amo los negros que acarician cual seda,
ojos tristes y alegres a la vez.
Los párpados que al cerrarse proyectan dulce sombra
y dan a su rostro una expresión nueva.
Amo la boca fresca, la boca perfumada;
el ondeante cabello, tan sutil como el humo;
los dedos delicados y el brillo de las verdes gemas.
Aún ahora,
recuerdo tu respuesta,
fijos en mí tus ojos, tu mano en mis cabellos
y el ardiente recuerdo redondeaba tus labios.
A la luz de la luna he visto el amor de las sacerdotisas de Rati.
Y luego en una habitación cubierta de tapices
e iluminada por dorada lámpara
echarse a dormir indolentemente.
Phyllis Mae lloraba a lágrima viva cuando el doctor acabó de leer, y la misma Dora se enjugaba los ojos. Hazel había estado tan absorto en el sonido de las palabras que no había entendido su significado. Pero todos se sentían un poco tristes. Todos tenían algún amor a quien recordar.
—Jesús, qué preciosidad —dijo Mack—. Me recuerda una mujer… —Y no dijo más.
Llenaron de vino los vasos y quedaron en silencio.
La fiesta se disolvía en una suave tristeza. Eddie marchó al despacho del doctor, bailó allí un zapateado y sentóse otra vez. Iban a irse a dormir cuando sintieron pasos por la escalera.
—¿Dónde están las muchachas? —gritó una gruesa voz.
Mack se levantó rápidamente y fue a la puerta. Una alegre sonrisa iluminó los rostros de Hughie y Jones.
—¿De qué muchachas habla? —preguntó Mack.
—¿No es esto una casa de mujeres? El conductor del taxi dijo que era aquí.
—Se ha equivocado, señor —la voz de Mack era alegre.
—Pues, ¿y esas mujeres que hay allí?
Entonces comenzó la batalla. Eran los tripulantes de un bote de San Pedro, hombres fuertes y acostumbrados a luchar. A la primera embestida penetraron en la habitación. Las chicas de Dora se quitaron un zapato que sujetaron por la punta. En caso necesario podrían golpear a los hombres con los zapatos. Dora corrió a la cocina y volvió con una mano de almirez. Hasta el doctor animóse y blandió la biela y el pistón del Chalmers 1916.
Fue una buena lucha. A Hazel le echaron la zancadilla y le dieron dos patadas en la cara antes de que pudiera incorporarse. La estufa Franklin pasó volando y se estrelló con gran ruido. Rechazados hasta un rincón, los recién llegados se defendieron arrojando los libros de las estanterías. Pero gradualmente iban retrocediendo. Las dos ventanas delanteras estaban rotas. De repente Alfred, que había oído el rumor de la batalla, atacó por la retaguardia empleando su arma favorita, una pala de baseball. La batalla continuó en las escaleras, prosiguió en la calle y llegó al solar. La puerta del Laboratorio pendía de uno de sus goznes. La camisa del doctor estaba desgarrada y tenía herido un hombro. El enemigo había sido rechazado hasta mitad del solar, cuando sonaron las sirenas. Los invitados del doctor tuvieron el tiempo justo para encerrarse en el Laboratorio y apagar las luces, cuando llegó el coche de la policía. Los agentes no pudieron hallar nada. Pero los amigos del doctor reían alegremente y bebían vino sentados en la habitación a obscuras. Del Restaurante llegó un nuevo turno de chicas. Y otra vez animóse la fiesta. Los policías volvieron y se unieron a los invitados. Mack y sus amigos emplearon su coche para ir a buscar más vino a casa de Jimmy Brucia, y Jimmy volvió con ellos. De extremo a extremo del arrabal se oía el estruendo de la fiesta, que tenía el aspecto de una noche de motín. Los tripulantes del bote de San Pedro regresaron humildemente y se unieron a la fiesta. Fueron recibidos cordialmente. Una mujer, que cinco manzanas más allá, se quejaba del ruido, quiso llamar a un policía y no pudo encontrar a ninguno. Los policías dijeron que les habían robado el coche y que más tarde lo encontraron en la playa. El doctor, sentado a la turca sobre la mesa, se golpeaba suavemente las rodillas. Mack y Phyllis Mae, tirados en el suelo, luchaban al estilo indio. A través de las ventanas rotas penetraba la fresca brisa del mar. Y entonces, a alguien se le ocurrió prender fuego a la traca.