El 27 de octubre, a las cuatro de la tarde, el doctor terminó de envasar las últimas medusas. Lavó el jarro de la formalina, limpió sus fórceps, quitóse y empolvó sus guantes de goma. Subió las escaleras, dio de comer a las ratas y guardó en el cuarto de atrás sus mejores discos y sus microscopios. Luego cerró la puerta con llave. A veces, un invitado quería jugar con las serpientes de cascabel. Gracias a sus cuidadosos preparativos y a su previsión, el doctor esperaba que la fiesta fuese lo menos dañina posible, sin que por ello resultase aburrida.
Púsose a hacer café, colocó en el fonógrafo la Gran Fuga, y tomó una ducha. Lo hizo muy rápidamente, pues estaba vestido de limpio y bebiendo el café cuando terminó el disco.
A través de la ventana miró hacia el solar y el Palace, pero nadie se movía, El doctor no sabía quiénes iban a venir a la fiesta. Pero se dio cuenta de que lo vigilaban. Lo había observado todo el día. No es que hubiera visto a nadie, pero se daba cuenta de que lo vigilaban. Por lo visto pensaban darle una sorpresa. Él se haría el sorprendido. Seguiría su costumbre y haría como si nada ocurriese. Fue a casa de Lee Chong y compró dos cuartillos de cerveza. Le pareció ver una emoción contenida en el rostro de Lee. Luego, también él vendría. El doctor regresó al Laboratorio y se sirvió un vaso de cerveza. El primero lo bebió porque tenía sed, y el segundo lo bebió por gusto. El solar y la calle continuaban desiertos. Mack y sus amigos estaban en el Palace y la puerta se hallaba cerrada. Toda la tarde había funcionado la estufa calentando agua para baños. Habían bañado hasta a Darling y le habían puesto al cuello un lazo de cinta roja.
—¿A qué hora os parece que debemos ir? —preguntó Hazel.
—No debemos ir antes de las ocho —dijo Mack—. Pero no veo nada que impida tomarnos aquí un vasito para irnos animando.
—¿Y si fuéramos a animar al doctor?
—No —dijo Mack—, el doctor acaba de ir a casa de Lee en busca de cerveza.
—¿Creéis que sospecha algo? —preguntó Jones.
—¿Cómo había de sospechar? —respondió Mack.
En la jaula, dos gatos iniciaron una pelea y los demás los animaron maullando y arqueando el lomo. No había más que veintiún gatos. Habían cogido menos de los que creían.
—¿Cómo vamos a llevar los gatos? —comenzó Hazel—. La jaula no pasa por la puerta.
—No los llevaremos —dijo Mack—. Acuérdate de lo que pasó con las ranas. Sólo le diremos al doctor que los tenemos. Él puede venir por ellos. —Mack se levantó y abrió uno de los jarros de Eddie—. Vamos a calentarnos un poco —dijo.
A las cinco y media, el viejo chino descendió la colina, pasó ante el Palace, atravesó el solar, cruzó la calle y desapareció entre el Laboratorio y la «Hediondo».
En el Restaurante, las chicas terminaban de arreglarse. Habían echado a suertes quiénes eran las que debían quedarse. A las que se quedaban se las relevaría cada hora.
Dora estaba espléndida. Su pelo, recién teñido de color naranja, se hallaba recogido en rizos. Llevaba su anillo de bodas y un enorme broche de diamantes. Su traje era de seda blanca con dibujo negro. En las alcobas se realizaba a la inversa el procedimiento ordinario.
Las que se quedaban llevaban trajes largos, y las que iban a salir lucían trajes cortos y estaban muy bonitas. La colcha, terminada ya, se hallaba en una caja de cartón que había sobre el mostrador. Alfred gruñó un poco, pues se había decidido que no iría a la fiesta. Alguien tenía que cuidar de la casa. Contrariando las órdenes, cada chica tenía escondida media pinta, y cada una esperaba una señal para ponerse a punto de ir a la fiesta. Dora penetró en su despacho y cerró la puerta. Abrió el cajón de su mesa, sacó una botella y sirvióse un vaso. Y la botella hizo un pequeño ruido al chocar con el cristal. Una chica que escuchaba detrás de la puerta, oyó el ruido y corrió la voz. Ahora Dora no podría inspeccionar los alientos. Y las chicas corrieron a sus cuartos y sacaron la bebida. Anochecía, en el arrabal se esparcía esa luz gris que media entre la luz del día y la hora en que se encienden los faroles. Phyllis Mae miró por las cortinas del salón delantero.
—¿Lo ves? —le preguntó Doris.
—Sí. Tiene encendidas las luces. Está sentado y lee. ¡Jesús, lo que lee ese hombre! Va a estropearse los ojos. En la mano tiene un vaso de cerveza.
—Bien —dijo Doris—. Creo que nosotras también podemos tomarnos un vasito.
Phyllis Mae cojeaba un poco, pero estaba muy bien.
—¡Qué gracioso! —exclamó—. El doctor está ahí sentado sin sospechar siquiera lo que se prepara.
—El doctor nunca viene aquí —dijo Doris con algo de tristeza.
—A muchos hombres no les gusta pagar —dijo Phyllis Mae—. Luego les cuesta más, pero ellos se figuran que es diferente.
—Bueno, quizá le gusten las otras.
—¿Qué otras?
—Las que van a visitarlo.
—¡Oh, sí, quizá! Pero yo he estado en su casa y nunca me ha dicho nada.
—Si no hubieses trabajado aquí, quizá te lo hubiese dicho —advirtió Doris.
—¿Quieres decir que al doctor no le agrada nuestra profesión?
—No, no quiero decir eso. Él se figura probablemente que las chicas que trabajan son distintas.
Volvieron a beber.
En su despacho, Dora se sirvió por segunda vez, y luego guardó la botella. Se arregló el cabello frente al espejo que había en la pared, se inspeccionó sus brillantes uñas y salió al bar. Alfred estaba malhumorado. No decía una palabra, ni su expresión era desagradable, pero de todos modos se le conocía. Dora lo contempló fríamente.
—Veo por tu expresión que te has enfadado.
—No —dijo Alfred—, todo me parece bien.
Esto enfureció a Dora.
—¿Conque te parece bien? Has conseguido un empleo. ¿Quieres conservarlo o no?
—No estoy diciendo nada —dijo Alfred con expresión fría. Puso los codos sobre el mostrador y se miró en el espejo—. Vaya a divertirse —dijo—, yo me encargo de todo. No tiene que preocuparse.
Dora se conmovió.
—Mira —dijo—. No me gusta tener esto sin un hombre. Si alguno se desmanda, las chicas no pueden hacer nada. Pero más tarde puedes venir a la fiesta y vigilar desde la ventana. ¿Qué te parece? Si ocurre algo podrás verlo.
—Bien —dijo Alfred—, me gustaría ir. —El permiso lo había dulcificado—. Más tarde iré unos minutos. La última noche hubo un borracho, y no sé, Dora, pero estoy mal de los nervios desde que le rompí la espalda al hombre aquél. He perdido la seguridad.
—Necesitas descansar —dijo Dora—. Voy a ver si Mack quiere substituirte y te vas quince días de vacaciones.
¡Qué maravillosa mujer era Dora!
En el Laboratorio, el doctor tomó un poco de whisky después de la cerveza. Sentíase un poco conmovido. Le emocionaba que quisieran darle una fiesta. Tocó la Pavana en honor de una infanta difunta y se puso sentimental y un poco triste. Y a causa de esto continuó con Dafnis y Cloe. En ésta había un pasaje que le recordaba otra cosa. Los observadores de Atenas antes de Maratón dijeron haber visto una línea de polvo que cruzaba la llanura, y haber escuchado el chocar de armas y el Canto de Eleusis. Una parte de la música le recordaba este cuadro.
Cuando terminó, tomóse otro whisky y pensó si le convendría el Brandemburgués. Lo arrancaría de aquel dulce y enfermizo estado de espíritu. Pero ¿qué tenía de malo aquel estado? Era bastante agradable.
—Puedo tocar lo que quiera —dijo en voz alta—. Puedo tocar el Claro de Luna o la Doncella del Rubio Cabello. Soy un hombre libre.
Se sirvió un whisky y bebió. Y se decidió por la Sonata Claro de Luna. Veía parpadear las luces de neón de La Ida. Y el farol que había enfrente del Restaurante se encendió.
Un escuadrón de obscuros escarabajos se precipitó sobre la luz y luego cayó a tierra. Una gata marchaba lentamente por el arroyo en busca de aventuras. Se preguntaba qué es lo que les habría ocurrido a todos los gatos que hacían que la vida fuese interesante y las noches odiosas.
Mr. Malloy salió arrastrándose de la caldera para ver si alguien había ido ya a la fiesta. En el Palace, los muchachos estaban sentados y vigilaban inquietos las negras manecillas del reloj.