XXVIII

Tarde o temprano Frankie tenía que saber lo de la fiesta. Pues Frankie iba de un lado a otro como si fuera una nube. Siempre estaba metido entre los grupos. Nadie se daba cuenta de su presencia ni le hacía el menor caso. No se sabía si escuchaba o no. Pero Frankie se enteró de la fiesta y de los regalos que iba a haber, y entonces experimentó un devorador anhelo.

En el escaparate de la joyería de Jacobs había el objeto más hermoso del mundo. Llevaba allí mucho tiempo. Era un negro reloj de ónix con la esfera de oro, pero encima de él es donde estaba el hermoso objeto. Era un grupo de bronce que representaba a San Jorge matando al dragón. El dragón estaba echado, con las garras en el aire, y la lanza de San Jorge le atravesaba el pecho. El Santo tenía puesta su armadura, levantada la visera, e iba montado sobre un caballo gordo, de recias ancas. La lanza de San Jorge clavaba al dragón en el suelo, pero lo más maravilloso de todo era que el Santo llevaba una barbita puntiaguda y se parecía un poco al doctor. Frankie iba varias veces por semana a la calle de Alvarado para contemplar aquella maravilla. Soñaba con ello, soñaba con pasar los dedos por la suave superficie del bronce. Hacía varios meses que había visto el reloj cuando oyó hablar de la fiesta y de los regalos.

Frankie estuvo una hora de pie en la acera antes de decidirse a entrar.

—¿Qué quieres? —le preguntó Mr. Jacobs.

Se había fijado en Frankie cuando éste entró y sabía que no llevaba sobre sí ni setenta y cinco centavos.

—¿Cuánto vale? —preguntó Frankie con voz opaca.

—¿Qué?

—Eso.

—¿El reloj? Cincuenta dólares; con el grupo, setenta y cinco dólares.

Frankie se marchó sin contestar. Bajó a la playa, se metió debajo de una lancha que estaba volcada y quedóse contemplando las olas. Tanto le obsesionaba el pensamiento de la figura de bronce, que le parecía verla delante de él. Y le invadió un incontenible deseo de apoderarse de ella. Tenía que conseguirla. Sus ojos llameaban cuando pensaba en ello.

Quedóse bajo la lancha todo el día, y al llegar la noche salió y fue a la calle Alvarado. Mientras la gente se iba al cine y luego, a la salida, a la «Amapola de Oro», Frankie recorrió la manzana. Pero no se cansó ni tuvo sueño, pues el pensamiento de la figura de bronce ardía en él como si fuese fuego.

La gente fue escaseando y finalmente desapareció. Partieron los autos que había estacionados y la ciudad se dispuso a dormir.

Un policía quedóse mirando a Frankie.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

Frankie echó a correr, dobló la esquina y se escondió detrás de una barrica que había en la callejuela. A las dos y media salió de su escondite, fue hasta la tienda de Jacobs e intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Frankie volvió a la calleja, sentóse detrás de la barrica y meditó. Vio un trozo de cemento que había junto a la barrica y se apoderó de él.

El policía informó que corrió al oír el golpe. El escaparate de Jacobs estaba roto. Vio al muchacho que se alejaba rápidamente y le dio caza. No comprendía cómo el chico pudo correr tanto llevando un peso de cincuenta libras, pero por poco se le escapa. Si no se hubiese metido en un callejón sin salida, se hubiese escapado.

El jefe llamó al doctor al día siguiente: «Haga el favor de venir, le necesito».

Le trajeron a Frankie, que estaba sucio y despeinado. Tenía los ojos enrojecidos, pero en su boca había una mueca de firmeza, y cuando vio al doctor hasta llegó a sonreír.

—¿Qué es lo que ha pasado, Frankie? —le preguntó el doctor.

—Rompió el escaparate de Jacobs —dijo el jefe de Policía—. Robó un objeto. Nos hemos puesto en comunicación con su madre, pero ella dice que no tiene la culpa, pues el chico se pasa la vida en casa de usted.

—Frankie, no has debido hacer eso —dijo el doctor. La conciencia de lo inevitable le oprimía el corazón—. ¿Quiere en tregármelo bajo fianza? —preguntó el doctor.

—No creo que lo permita el juez —dijo el jefe—. Tenemos un informe de su estado mental. ¿Sabe lo que le pasa?

—Sí —dijo el doctor—, lo sé.

—¿Y sabe lo que le ocurrirá, probablemente, cuando llegue a la pubertad?

—Sí —dijo el doctor, y aumentaba la opresión de su pecho.

—El médico opina que es mejor que lo recluyamos. Antes no podíamos, pero ahora ha cometido un delito. Yo creo que es mejor.

Mientras escuchaba, el rostro de Frankie se ensombrecía.

—¿Qué es lo que se llevó? —preguntó el doctor.

—Un reloj con una figura de bronce.

—Yo lo pagaré.

—¡Oh! Lo hemos recuperado. No creo que el juez lo permita. Volverá a suceder, ya lo sabe.

—Sí —dijo el doctor—, lo sé. Pero quizá haya una razón. Frankie —le preguntó—, ¿por qué lo has hecho?

Frankie se le quedó mirando largo tiempo.

—Te quiero mucho —dijo.

El doctor salió, subió en su coche y se fue a buscar animales a las cuevas de Punta Lobos.