Mack y los muchachos —las Virtudes, las Gracias, las Bellezas—, sentados en el Palace, eran la piedra arrojada a la laguna, el impulso que enviaba las ondas a todo el arrabal, a Pacific Grove, a Monterrey y hasta a Carmel.
—Esta vez —dijo Mack— tenemos que estar seguros de que va a asistir a la fiesta. Si el doctor no está, no la damos.
—¿Dónde vamos a darla esta vez? —preguntó Jones.
Mack apoyó la silla contra la pared y enganchó los pies en las patas delanteras.
—Tenemos que pensarlo bien —dijo—. Claro está que podríamos darla aquí, pero esto no sería una sorpresa. Y al doctor le gusta su casa. Tiene allí su música. —Mack recorrió la habitación con los ojos—. No sé quién le rompió el fonógrafo —dijo acaloradamente—, pero si la próxima vez veo que alguien pone un dedo sobre él, lo echaré a puntapiés.
—Creo que tendremos que dar la fiesta en casa del doctor —dijo Hughie.
No se informó a nadie acerca de la fiesta… pero poco a poco todos se fueron enterando. Y no se invitó a nadie. Pero iba a ir todo el mundo. El 27 de octubre estaba rodeado, mentalmente, de un círculo rojo. Y como era una fiesta de cumpleaños, tenía que haber regalos.
Tómese como ejemplo a las chicas de Dora. Todas habían ido al Laboratorio para consultar por medicinas, o simplemente como amigas. Y todas habían visto la cama del doctor. Estaba cubierta por una vieja manta roja, muy estropeada, pues el doctor se la llevaba en todos sus viajes. Cuando tenía dinero, compraba material de laboratorio. Nunca se le ocurrió comprarse una manta nueva. Las chicas de Dora, con trocitos de sus trajes, le estaban haciendo una magnífica colcha de seda. Y como la mayoría de la seda procedía de ropa interior y trajes de noche, la colcha estaba llena de rayas color rosa carne, amarillo pálido y rojo cereza. Las chicas trabajaban por la mañana y por la tarde, antes de que llegaran los pescadores de sardinas. Bajo la comunidad del esfuerzo, las malquerencias y luchas que siempre existen en un prostíbulo desaparecían completamente. Lee Chong sacó e inspeccionó una traca de veinticinco pies de largo, y una bolsa llena de simiente de lirios de la China. A su modo de ver, éstas eran las mejores cosas que podían llevarse a una fiesta.
Sam Malloy tenía una gran colección de objetos antiguos. Sabía que los muebles, los cacharros y la cristalería que actualmente no parecen de valor, cuando pasa el tiempo llegan a valer más de lo que haría suponer su belleza o utilidad. Sabía que por una silla se habían pagado quinientos dólares. Sam coleccionaba piezas de automóviles históricos, y estaba convencido de que algún día su colección, después de haberlo enriquecido, reposaría en los museos sobre un trozo de terciopelo negro. Sam pensó mucho sobre la fiesta, y luego examinó sus tesoros guardados en una gran caja que se hallaba detrás de la escalera. Decidió darle al doctor uno de sus mejores ejemplares: la biela y el pistón de un Chalmers modelo 1916. Limpió y pulió el lindo objeto hasta que brilló como una armadura antigua, y lo metió en una cajita que forró de tela negra.
Mack y sus amigos, después de meditar detenidamente acerca del problema, llegaron a la conclusión de que el doctor siempre necesitaba gatos, y encontraba difícil procurárselos. Mack sacó su jaula doble. Pidieron prestada una gata que estaba interesante y colocaron la trampa bajo el ciprés que había en el solar vacío. En una esquina del Palace hicieron una jaula de alambres, y en ella su colección de gatos aumentaba cada noche. Jones tenía que hacer dos viajes diarios a las fábricas de conservas, para buscar cabezas de pescado con que alimentar a sus alojados. Mack suponía, acertadamente, que veinticinco gatos eran el mejor regalo que se le podía hacer al doctor.
—Nada de decoraciones esta vez —dijo Mack—; únicamente una buena fiesta con abundancia de bebida.
Gay enteróse de la fiesta cuando se hallaba en la cárcel de Salinas, e hizo un trato con el sheriff para que lo dejara salir aquella noche, y además le pidió prestados dos dólares para poder pagar el viaje en autobús. Gay había sido muy amable con el sheriff, y éste no era hombre capaz de olvidarlo, especialmente al acercarse las elecciones, pues Gay podía, o lo decía al menos, proporcionarle algunos votos. Además, Gay, si quería, podía poner mala fama a la cárcel de Salinas.
Henri había decidido bruscamente que el anticuado acerico era una forma del arte que había florecido y alcanzado su máximo desarrollo en el novecientos, pero que desde entonces se había descuidado. Se dedicó a hacerlos y se maravillaba al ver lo que podía hacerse con alfileres de colores. La obra nunca estaba terminada, podía modificarse cambiando los alfileres. Estaba preparando una exposición de acericos cuando oyó hablar de la fiesta, y al instante abandonó su trabajo y comenzó un acerico gigante para el doctor. Iba a tener un complicado dibujo formado por alfileres verdes, amarillos y azules, todos colores fríos, y por título Recuerdo del precámbrico.
Eric, el amigo de Henri, un culto barbero que coleccionaba las primeras ediciones de los escritores que nunca tuvieron una segunda edición, decidió regalar al doctor una chumacera que había obtenido en la liquidación por quiebra de un cliente que le debía tres años de servicios. El aparato estaba en muy buenas condiciones. No se había empleado mucho, pues una chumacera no la emplea nadie.
La conspiración crecía y había innumerables visitas; se discutían los regalos, las bebidas, cuándo había que comenzar y que el doctor no tenía que saber nada.
El doctor no supo cuándo comenzó a darse cuenta de que ocurría algo concerniente a él. En casa de Lee Chong cesaban las conversaciones cuando él entraba. Al principio creyó que la gente lo trataba con frialdad. Cuando media docena de personas le preguntó qué iba a hacer el 27 de octubre, quedóse asombrado, pues no se acordaba de lo que le había dicho a Mack. Le interesaba saber cuál sería su falso horóscopo, pero Mack no había vuelto a hablar de ello, y el doctor se había olvidado.
Una noche se detuvo a beber en un establecimiento del camino donde vendían una clase de cerveza que le agradaba y donde, además, la tenían a la temperatura adecuada. Había bebido su primer vaso y se disponía a beber el segundo, cuando oyó que un borracho le decía al mozo del bar:
—¿Y qué, va a la fiesta?
—¿A qué fiesta?
—Bien —dijo el hombre confidencialmente—, ya conoce al doctor, ése del arrabal conservero.
El barman levantó la cabeza y miró hacia atrás.
—Pues bien —dijo el borracho—, van a darle una fiesta el día de su cumpleaños.
—¿Quién?
—Todo el mundo.
El doctor meditó sobre esto. No conocía al borracho.
Su reacción no fue sencilla. Sintióse conmovido de que quisieran darle una fiesta, pero tenía miedo recordando la que ya le habían dado. Ahora se lo explicaba todo: la pregunta de Mack, y los silencios cuando entraba en alguna parte. Aquella noche pensó mucho sobre ello mientras estaba sentado ante su mesa. Consideraba las cosas que tenía que guardar. Sabía que la fiesta iba a costarle mucho dinero. Al siguiente día comenzó sus preparativos. Sus mejores discos los metió en la habitación de atrás, y también llevó allí los instrumentos susceptibles de romperse. Sabía lo que iba a suceder: la gente tendría hambre, pero no traería nada de comer. Sólo traerían bebidas, como de costumbre. El doctor fue al Mercado Económico, donde había una buena carnicería. Después de discutir un poco, encargó quince libras de bistés, diez libras de tomates, doce lechugas, seis panes, un tarro de manteca de cacahuete, otro de jalea de fresa, cinco galones de vino y un litro de un whisky bueno, pero no famoso. Sabía que a primeros de mes tendría dificultades con el Banco. Tres o cuatro de estas fiestas y se quedaría sin Laboratorio.
Mientras tanto, en el arrabal aumentaban los preparativos. El doctor tenía razón, nadie había pensado en llevar comida, pero por todos lados se hacían reservas de bebida. Crecía el número de los regalos y la lista de los invitados, de haberla habido, hubiera parecido el censo. En el Restaurante se discutía constantemente acerca del vestido. Como no estaban de servicio, las muchachas no querían llevar los lindos vestidos largos que constituían su uniforme. Decidieron ir vestidas de calle. Pero la cosa no era tan sencilla. Dora insistía en que en el Restaurante debían quedarse unas cuantas muchachas. Las chicas se dividirían en grupos que se irían turnando. Tenían que decidir quiénes iban a ser las primeras en ir a la fiesta y ver la cara del doctor cuando le dieran la colcha. La tenían en el comedor, puesta sobre un bastidor; estaba casi terminada. Mrs. Malloy abandonó temporalmente sus tareas. Estaba haciendo seis servilletas pequeñas de postre para regalarle al doctor. En la jaula del Palace había quince gatos, y sus maullidos ponían a Darling un poco nerviosa durante la noche.