XXVI

Dos niños jugaban en los talleres de construcción de botes, cuando un gato saltó por la cerca. Instantáneamente los niños se dedicaron a darle caza, lo arrojaron más allá de las vías y allí se llenaron de piedras los bolsillos. El gato se escapó metiéndose entre las altas hierbas, pero los niños conservaron las piedras, porque, por su tamaño, forma y peso, eran perfectas para tirar. Nunca se puede decir cuándo va a necesitarse una piedra. Los niños atravesaron el arrabal y arrojaron una piedra a la fachada de hierro acanalado de la fábrica de conservas Morden. Un hombre sacó la cabeza por la ventana de la oficina y luego se precipitó en dirección a la puerta, pero los niños eran demasiado ágiles para él. Estaban ocultos tras una viga del solar antes de que el hombre hubiera llegado a la puerta. No hubiera podido hallarlos en cien años.

—Apuesto a que se pasaría la vida mirando y no nos encontraría —dijo Joey.

Por fin se cansaron de estar escondidos sin que nadie los buscase. Se levantaron y continuaron andando. Durante largo tiempo contemplaron codiciosamente los alicates, las sierras, las gorras y las bananas que había en el escaparate de Lee Chong. Luego cruzaron la calle y se sentaron en el último tramo de las escaleras que conducían al segundo piso del Laboratorio.

—¿Sabes? —dijo Joey—. Ese hombre que vive aquí tiene niños metidos en botellas.

—¿Qué clase de niños? —preguntó Willard.

—Niños corrientes, sólo que no han nacido aún.

—No lo creo —dijo Willard.

—Pues es cierto. Sprague los ha visto y dice que son así de grandes y que tienen manos y pies muy pequeños.

—¿Y pelo? —preguntó Willard.

—Bien, Sprague no me dijo nada del pelo.

—Debías habérselo preguntado. Yo creo que es un mentiroso.

—Más vale que él no sepa lo que dices —dijo Joey.

—Puedes decírselo. No tengo miedo de él ni de ti tampoco.

No tengo miedo de nadie. ¿Quieres algo? —Joey no respondió—. Y bien, ¿qué dices?

—Nada —dijo Joey—. Estaba pensando por qué no subimos y le preguntamos al hombre si tiene los niños metidos en las botellas. Puede que nos los enseñe, si es que los tiene.

—No está en casa —dijo Willard—. Cuando está en casa tiene el coche aquí. Debe estar fuera. Me parece que es una mentira. Creo que Sprague es un mentiroso. Creo que tú también lo eres. ¿Quieres algo?

Era un día aburrido. A Willard iba a serle difícil encontrar algo emocionante.

—Creo también que eres un cobarde. Eh, ¿qué te parece?

Joey no respondió. Willard cambió de táctica.

—¿Dónde está tu padre? —le preguntó con un tono natural.

—Ha muerto —dijo Joey.

—¿Sí? No lo sabía. ¿Qué le pasó?

Joey quedó silencioso durante un momento. Sabía que Willard no lo ignoraba, pero no podía decirlo sin que hubiera lucha, y Joey tenía miedo de Willard.

—Se sui… se mató.

—¿Sí? —Willard puso la cara larga—. ¿Y qué es lo que hizo?

—Tomó veneno de las ratas.

—¿Y qué creía que era? ¿Una rata? —dijo Willard con una voz que la risa hacía aguda.

Joey le rió un poco el chiste, sólo lo necesario.

—Debió creer que era una rata —gritó Willard—. ¿Se arrastraba de este modo, mira Joey, así? ¿Arrugaba así la nariz? ¿Tenía un rabo largo? —La risa le impidió continuar—. ¿Por qué no buscó una trampa y metió la cabeza en ella? —Ambos rieron. Willard quiso hacer otro chiste—: ¿Qué aspecto tenía cuando tomó aquello? ¿Se puso así?

Guiñó un ojo, abrió la boca y sacó la lengua.

—Estuvo enfermo todo el día —dijo Joey—. No murió hasta medianoche.

—¿Y por qué lo hizo?

—No tenía trabajo —dijo Joey—. Llevaba casi un año sin encontrar trabajo. Y, mira qué chistoso, a la mañana siguiente de morir vinieron a ofrecerle trabajo.

Willard intentó seguir con el chiste:

—Creo que pensaba que él era una rata —dijo—, pero fracasó.

Joey se levantó y se metió las manos en los bolsillos. Había visto brillar una moneda en el arroyo y fue hacia allí, pero cuando se inclinaba para cogerla, Willard le dio un empujón y se quedó con la moneda.

—Yo la vi primero —gritó Joey—. Es mía.

—¿Quieres que haya pelea? —dijo Willard—. ¿Por qué no vas a tomarte el veneno de las ratas?